Imagen tomada durante el apagón nacional que afectó al país desde el 7 de marzo de 2019. Fotografía de Cristian Hernández | AFP
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Laura sube, de dos en dos, 22 botellones de agua de 5 litros por las escaleras de su edificio. Los reparte entre sus doce vecinos, personas entre 65 y 83 años que padecen hipertensión y cardiopatías. Viven solos. La mayoría son migrantes europeos como los padres de Laura, nacidos en Italia. Viven en Maracaibo, capital del estado Zulia. La ciudad tiene casi 100 horas sin electricidad. Tampoco hay agua. Es domingo, 10 de marzo. Ignoran cuánto tiempo más seguirán así. Los zulianos están en la cola del sistema de transmisión de energía en Venezuela. A Laura la noche y el día se le parecen mucho. Todo está en silencio.
En el edificio vivían 26 familias. Ahora solo 14 apartamentos están ocupados. Hasta hace 2 meses, Laura era la propietaria más joven. Tiene 38 años. 10 de ellos viviendo en el piso 6. En enero, una pareja se mudó a un apartamento del 2, junto con sus hijos. Solía ser el hogar de un matrimonio de empleados públicos seguidores del chavismo, hasta que una madrugada Laura los vio sacar todas sus cosas. Desde entonces, no aparecieron más. Pasaron dos años. Una tarde, Laura se encontró con cuatro caras nuevas en el ascensor. “A la mañana siguiente me despertaron las risas de los niños. Subían y bajaban las escaleras. Jugaban. En un lugar tan silencioso y desolado, aquello era como despertar con música”.
Pero los ancianos solo confían en Laura. También cuidan de ella. Si amanece y no ha vuelto a casa la llaman para asegurarse de que no corre peligro. De vez en cuando le regalan dulces. Le muestran las fotografías de sus hijos y nietos en el extranjero.
Laura recarga los botellones de agua en su negocio, en un centro comercial de una zona residencial con vigilancia. Tiene su propio pozo y una planta eléctrica. Un oasis en medio de los más de 30 grados de temperatura. Laura no revela la ubicación. En estos días, los comerciantes en Maracaibo se sienten desprotegidos. En la zona industrial hubo saqueos el lunes 11 de marzo. En la agencia de distribución de Pepsi-Cola Venezuela se llevaron de todo: desde cajas de refrescos hasta computadoras. También asaltan Cervecería Polar, la industria de lácteos Maralac, Plumrose, y la fábrica de jugos Upaca. Comercios grandes, también pequeños. Nadie está seguro.
Laura maneja con miedo hasta su tienda, lejos de la zona industrial. No conoce otro lugar seguro para buscar agua y lo que recogió ayer está por acabarse. Ve un intento de saqueo en el Doral Mall y una turba reunida a las puertas del supermercado De Candido. La policía impide que se desate el saqueo. Laura también es testigo del asalto al centro comercial Sambil. Se entera de que una amiga ha perdido toda la mercancía en su tienda de relojes. Los vándalos se han llevado hasta el letrero luminoso.
La luz llega cerca de las 9:00 de la noche del martes 12 de marzo. Pasan dos horas y el servicio falla de nuevo. Laura come dos huevos cocidos y una zanahoria rallada. Es lo único que queda en la nevera. Había regalado toda su carne, antes de que se pudriera. Dio una parte al vigilante del edificio. Él se contentó.
—¿Me podría llevar un momento a casa para dejar la carne? El vigilante del turno anterior no se ha marchado todavía.
—Sí, vamos. Yo lo llevo.
El señor Carlos vive en un barrio a 10 minutos de allí. Al llegar, Laura ve a un grupo de personas con palos cubiertos de trapos prendidos en fuego, como antorchas. Laura cree que protestan por la falta de luz y agua. Toma otra ruta. Una mujer recibe al señor Carlos en una casa pequeña. Laura los ve conversar. No puede escucharlos. El vigilante regresa al carro con paso apresurado. Se rumorea que hay tensión en el barrio.
Todos en el edificio duermen con puertas y rejas cerradas con llave la noche del martes. La mañana siguiente, la electricidad vuelve. El jueves 14 de marzo, Laura busca en las farmacias de la ciudad un medicamento que controla las arritmias para uno de sus vecinos. Hace el recorrido de siempre. Laura ayuda a los ancianos a comprar sus tratamientos desde hace años. También tiene autorizaciones para hacerles gestiones bancarias y de pólizas de seguros, y más de una vez los ha llevado a Emergencias. Incluso cuando no hay luz.
La Navidad de 2017 Maracaibo se apagó a las 5:00 de la tarde. Esa madrugada, el vecino español del piso 7 sufrió un accidente cerebrovascular. El señor Pepe es viudo. Sus hijas pagan desde España a una enfermera que lo cuida y que es su única compañía. La mujer bajó desesperada buscando a Laura. A la 1:00 de la madrugada lo trasladaron a una clínica.
Corpoelec dijo que un robo de cableado en una subestación produjo el apagón en Navidad. Pero las fallas del servicio no son algo extraño para los maracuchos. En Venezuela consumimos más electricidad de la que generamos. Además, producimos menos de la que se podría con la capacidad instalada. Hace un año, Winston Cabas, presidente de la Asociación Venezolana de Ingeniería Eléctrica, Mecánica y profesiones afines, advirtió que existía un déficit de 470 megavatios de suministro eléctrico para cubrir la demanda de la región occidental. Zulia es uno de los estados afectados.
El domingo, Laura llegó a casa aturdida y con el corazón agitado, como aquella Navidad hace dos años. Después de repartir los botellones sentía su cuerpo pesado y acalorado. Decidió darse un baño con agua almacenada en un tobo para, al menos, quitarse el sudor. Iba a comenzar cuando tocaron la puerta. Miró por el ojal. Cinco de sus doce vecinos esperaban por ella. Sintió rabia, quería descansar. Intentó ser amable. Fingió una sonrisa, hasta que vio a la señora Azucena.
La vecina del piso 5 le entregó un ramo de rosas. Seis flores mustias y marchitas. Habían sido un regalo por su cumpleaños número 73, hace una semana. Su sobrina, la única persona que fue a verla, se las había dado.
La señora Azucena quería que Laura las tuviera.
***
Los nombres usados en esta crónica fueron cambiados a petición de sus protagonistas, para proteger su identidad.
Indira Rojas
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