Tim y Jeff, los Buckley

08/04/2023

Jeff Buckley

Esta es la historia de un padre y un hijo. De un padre ausente que dejó –ya sea por obra o por omisión, para lo sublime y para lo terrible– un legado abrumador sobre su hijo. Es una historia hermanada por la música, el desencanto y la tragedia. En una oportunidad le preguntaron al hijo (Jeff) sobre su padre (Tim) y lo encapsuló todo en esta frase lapidaria: «Lo admiro mucho como músico, como padre no lo conocí».

Aunque esta historia es cíclica y cargada de paralelismos vamos a intentar emprender el difícil arte de empezar por el principio. De manera que nos encontramos con un joven músico que un buen día, a mediados de los sesenta, decide entrar a un curso de francés y se enamora de la chica sentada a su lado. A los pocos meses se casan. Lo hacen porque ella cree estar embarazada. Lo hacen también porque él considera que lo correcto es darle a esa criatura un hogar debidamente estructurado. Al final resulta que ella no está encinta. Pero también resulta que como son jóvenes, enamorados y recién casados, no les costará en poco tiempo lograr un verdadero embarazo. Sin embargo, una vez lo logran, él se aterroriza. Se da cuenta de que quiere ser músico y vivir su vida como músico, eso sería incompatible con estar casado y con un hijo. Pide el divorcio. Ella lo acepta sin oponerse porque, como bien dice mi madre: “Hay que dejar ir al que se quiere ir”. Un mes antes de que nazca el niño se consuma el divorcio. Él se llama Tim Buckley; ella, Mary Guibert; el bebé se llamará Jeffrey (pero de ahora en adelante lo llamaremos, simplemente, Jeff).

Por lo general, para hablar de la vida de un músico se acude a la manida estrategia de convertir el relato en un auténtico aguacero de nombres, referencias, títulos, tendencias, discos y canciones. Intentaremos evitar esa fórmula porque aquí lo que importa es lo que ocurrió con el padre y luego con el hijo. Nada de lo que escriba podrá igualar jamás lo que musicalmente lograron Tim Buckley y Jeff Buckley. Ojalá uno fuera capaz de alcanzar, con sus letras, esos registros vocales, esos punteos de guitarra, ese sentimiento extraído directamente de la médula ósea con la que componían y ejecutaban su música los Buckley.

Una anécdota asegura que Tim Buckley solía retar a amigos y desconocidos con un juego para demostrar sus capacidades vocales. Se iban hasta una avenida de ocho carriles de ancho y con abundante tráfico. Tim y su contrincante debían gritar una frase desde una acera la cual debía ser entendida claramente por los escuchas al otro lado de la avenida. Nadie logró vencer nunca a Tim Buckley: aquella frase llegaba a destino como si la hubieran proferido desde el mismo lado de la calle donde la recibían sus asombrados oyentes.

Pero no solo se trataba del alarde técnico de un músico capaz de alcanzar un rango de tres octavas y media con su voz sino que, sobre todo, era la manera en que ese torrente bien amaestrado de voz era acompañado por un feeling y por unas líricas que provenían de las vísceras y los huesos. Aquel hombre se dejaba literalmente el alma en cada canción. Y sí, se llevó los aplausos de la crítica, la admiración de sus colegas músicos, la fascinación de un selecto público de entendidos. Sin embargo, el éxito no se dignaba a catapultar la carrera musical de Tim Buckley. No lograba conectar con el gran público. No alcanzaba a colar un miserable tema en eso que llaman la cartelera de las más sonadas. Se le consideraba demasiado folk, pero al mismo tiempo demasiado experimental. Era como muy autóctono americano, pero hibridado con la búsqueda vanguardista de un Miles Davis.

Estaba siempre como rozando la fama sin alcanzarla. Algunos dicen que Tim la rehuía, que se pasó la vida escapando del éxito masivo de manera concienzuda y premeditada. Al final, se las ingeniaba para ser un par de centímetros más indescifrable de lo necesario o un par de gramos menos complaciente que otros músicos que sí llegaban a ser un éxito en las radios y en las ventas. Por si fuera poco no se ayudaba con las entrevistas ni con los programas televisivos donde le pedían tocar con una pista de fondo. Él no hacía eso. Él no hacía nada de ese trabajo promocional del músico que poco tiene que ver con hacer música. Era guapo y talentoso, pero hablaba muy poco (demasiado poco, era monosilábico y parco hasta el desquicio) cuando tenía un micrófono enfrente. Se rehusaba a aparecer en ciertos shows a los que lo invitaban. Dejaba embarcados a los periodistas de los grandes medios. Era como si esperara que el reconocimiento de las masas le cayera por razones estrictamente musicales: quiéranme por lo que hago, no por lo que digo sobre lo que hago. Otros aseguran que Tim Buckley echó terriblemente de menos ese don de otros para triunfar. Que buscó desesperada, incesante y prolíficamente (llegó a grabar discos cada seis meses) ese éxito, pero no se le dio. O se le daba pero a una escala que no lo complacía. Que le sabía a poco. Su carrera y su vida se asemejaban a una concatenación de intentos fallidos. Mucho nado con gran estilo y con tantísimo esfuerzo para acabar ahogándose siempre en la orilla. Entonces comenzó a dudar de su talento, así como de las decisiones tomadas a lo largo de su vida. Y es ahí donde, como suele suceder, aparecen las drogas duras, en las que Tim se metió de cabeza.

Tim Buckley

A mediados de 1975 Buckley decidió tomarse unos días de farra para descansar de la gira en la que había estado inmerso los últimos meses. No sabemos cuánto bebió ni qué se metió, solamente sabemos que el 29 de junio una de esas veladas frenéticas acabó en casa de su mánager, en Los Ángeles, a altas horas de la madrugada. El mánager estaba encerrado con una chica y Tim no hacía sino molestar al otro lado de la puerta del cuarto pidiéndole más drogas. El mánager se hartó y agarró una bolsa de heroína: “Métetela entera si quieres”, le gritó al arrojársela en el pecho antes de azotarle la puerta en la cara. Y eso hizo Buckley, se la esnifó toda. Murió de sobredosis. Tenía 28 años.

Se dice que pocas semanas antes de morir había llamado a su exesposa Mary y a su hijo Jeff. Les pidió verlos, pasar unos días con ellos. Una vez más, Mary accedió. Jeff tenía ocho años, por primera vez compartía con su padre, en aquel entonces ni siquiera usaba su nombre, prefería ser conocido como Scott Moorhead, en honor a su padrastro, actual pareja de Mary.

¿Qué hicieron esos breves días de reencuentro padre e hijo después de tanta ausencia? ¿Qué le habrá dicho Tim a Jeff después de no haber querido saber de él desde los tiempos cuando el pequeño estaba en el vientre materno? ¿Cómo habrá influido lo que atravesó el padre en el destino que esperaría al hijo a la vuelta de los años? Podemos especular un montón, pero solamente sabemos que Jeff Buckley liquidaba esas cuestiones con aquella cortante frase: «Fue un músico muy admirado y un padre que no conocí».

El hecho es que aquí comienza la segunda parte de esta trágica historia. El protagonista es otro, aunque se parece un montón (no solo físicamente) al de la primera parte. Algunos conocedores aseveran que padre e hijo son incomparables. Porque Tim, aunque con una carrera musical de apenas nueve años, dejó grabados nueve álbumes en estudio y cerca de una docena de discos en vivo; mientras que Jeff dejó apenas un disco de estudio (Grace, 1994) y un puñado grabaciones que eran apenas bocetos de algo inconcluso o bien versiones de otros artistas. En fin, se le endosa a Jeff Buckley un fantasma similar al que señalaba Bioy Casares en Juan Rulfo: se admira mucho la obra de alguien que produjo bastante poco.

Algunos críticos señalan que no solo es un asunto de volumen o cantidad, sino que musicalmente Tim Buckley era un monstruo, un virtuoso con un legado inmortal mientras que su hijo no pasó de ser una promesa. En lo personal, no creo que se trate de una competencia: se trata más bien de dos piezas muy disímiles que curiosamente encajan. Como si musicalmente, pero también en cuanto a historias de vida, estuvieran ambos signados por una pasmosa complementariedad.

Ciertamente, Jeff Buckley –nótese que a la hora de hacerse artista recuperó su nombre de nacimiento, es probable que después de aquel encuentro con su padre en los tiempos en que prefería ser llamado Scott– no grabó tantos discos como Tim ni fue tan arriesgado con la experimentación musical, pero compartían la voz de otro mundo, la autenticidad en el sentimiento, la misma capacidad asombrosa no solo para decir lo que querían decir sino cómo. Tocaban y cantaban como ángeles (en ese sentido eran dos gotas de agua). Jeff produjo pocos temas musicales, pero no paró de hacer giras, no dejó de grabar videoclips, hay decenas de horas que nos dejó tocando en vivo, en las que cuidaba que la calidad del sonido fuera brillante (como si supiera que tenía que quedar bien hoy porque no había mañana). De la misma manera en que su padre no cesó de grabar discos y componía canciones una tras otra, Jeff no dejó –con el mismo impulso frenético– de tocar en directo, de participar en giras, programas en vivo, hacer colaboraciones con otros artistas.

Pero ocurría con Jeff algo tristemente similar a lo que ocurrió con Tim: se sentía insuficiente, lo estaba dejando todo y sin embargo se hallaba decepcionado de sí mismo, pensaba que no daba la talla, que podría esperarse mucho más de él. Era tiránicamente autoexigente. Aquello que hacía podía ser una gema para los demás; para él esa joya no estaba jamás lo suficientemente tallada ni pulida. No. Jeff (al menos que sepamos) no cayó en las drogas ni se hizo alcohólico, más bien se dejó abrumar por esa realidad que se había montado en su propia cabeza. Comenzó a hablar con sus amigos cada vez con mayor frecuencia sobre el suicidio, sobre dejarlo todo, sobre abandonar la lucha como un salmón presa del agotamiento cuando finalmente asume que no tiene más fuerzas y se abandona a la corriente. Que estaba harto de intentarlo para, al final, ver su nombre solamente en el top ten de los músicos más guapos. Los amigos le decían que estaba loco, que cómo no se daba cuenta de su talento, que se mirara a sí mismo en las grabaciones de los conciertos para que evidenciara lo que significaba para los demás. Pero Jeff no se lo creía.

Decidió mudarse a Memphis. Necesitaba un lugar alejado del mundillo neoyorquino para encontrarse consigo mismo, para rasguñar en su interior a ver si había algo auténtico y digno que sirviera de materia prima para su segundo disco. Algo que –como diría Montaigne– superara el más implacable de todos los juicios, el de la propia conciencia. Llegó a grabar unas maquetas y cuando le avisaron que tenía pauta fijada para grabar el nuevo disco en un estudio y con todos los hierros, pidió a mitad del camino parar junto al río para nadar un rato.

Dicen que Jeff Buckley se metió a las aguas del río Wolf, un afluente del Mississippi, llevando un grabador sobre los hombros mientras cantaba el coro de su canción favorita de Led Zeppelin. Le gritaron desde la orilla que se devolviera, caía la tarde, aquel río era conocido por ser traicionero; pero Buckley no escuchó. No quiso escuchar. Se siguió internando en el agua y en eso pasó un barco remolcador que agitó la marea. De pronto Jeff dejó de estar. Se había borrado del horizonte.

Lo encontraron unos turistas varios días más tarde. Su cuerpo estaba enredado entre unas ramas. En la autopsia no se encontró rastro de drogas ni de alcohol. Tenía 30 años.

Ojalá Tim y Jeff estén ahora, donde quiera que quede eso, haciendo su música y recuperando el tiempo perdido. Grabando todo eso que aquí no les dio tiempo y que nos perdimos. Ojalá, sobre todo, sepan lo grandes que fueron. Lo enormes que al final resultaron siendo.


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