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A propósito de los 34 años de la muerte de Julio Cortázar, compartimos este texto de Luis Yslas sobre la manera en la que leemos al escritor argentino.
“Tal vez ahora, cuando cualquiera barre el suelo con su memoria,
nos arrepentimos de haberlo negado tres veces.
Tal vez recién ahora estamos listos para leer, de verdad, a Cortázar”
Alejandro Zambra
Del lado de allá. Están los sepultureros de Cortázar. Los odiadores. Los inquisidores. Los parricidas. Aquellos que más que juzgar, enjuician sus libros y hasta su vida, rescatando apenas la trascendencia de algunos de sus cuentos. Se trata de lectores (y escritores) pertenecientes sobre todo al ámbito de las letras argentino (aunque se multiplican cada vez más en otras geografías), que no encuentran nada respetable ni mucho menos digno de consideración en la obra de un autor cuyas frases circulan –aunque descontextualizadas– tanto en el mundo de la publicidad como en el de las redes sociales; fragmentos desperdigados dentro de un envoltorio kitsch que ha hecho de la figura de Cortázar, aseguran, un icono de la cursilería mediática: un autor para muchachitos que no han terminado de madurar existencial ni literariamente. En ese lado de la lapidación, Cortázar es sólo un latinoamericano afrancesado, un socialista de micrófono, un escritor sobrevalorado. Desde allí, muchos ven hasta con sospecha que Rayuela siga siendo un longseller mundial, pues suponen que los buenos escritores no pueden, no deben ser jamás masivos, aunque, paradójicamente, no duden en firmar el acta de defunción de una novela que, a su entender, resulta pedante, machista, snob, inconsistente, hermética, ingenua, decrépita; en una palabra: olvidable. Gente que, era de esperarse, tampoco le perdona a Cortázar el haberse dejado cautivar por los cantos de sirena revolucionarios en Latinoamérica, y que mucho menos le perdonará que esta “mala conciencia ideológica” haya contaminado parte de su literatura, como ocurrió con El libro de Manuel, novela que el mismo autor consideró apresurada. Detractores que asoman la posibilidad de que el éxito de Cortázar durante los años del boom se debiese no tanto a la calidad de sus libros, sino a la astucia de una maquinaria editorial de probada eficacia. En ese lado de la inquina, se ubican escritores como César Aira, quien ha llegado a afirmar que Cortázar “es el escritor de los adolescentes que se inician en la literatura”, o Alan Pauls, quien no duda en calificar a Rayuela como un libro vencido. En fin, gente que desprecia los conejitos guturales, los tableros de instrucciones, el glíglico, el sentimiento de lo fantástico, las historias de cronopios y de famas, el knockout narrativo… atributos que constituyen la estética de un escritor a quien, desde el lado de allá, se ningunea, o, en el mejor de los casos, se evoca como un pecado de juventud, ya superado.
Del lado de acá. Están los fans de Cortázar. Los que ven en sus libros el equivalente a las canciones de los Beatles: una fuente inacabable de algarabía que diluye las fronteras generacionales. Del lado de acá, Cortázar es un guía espiritual, un mago, un compañero y, en los predios de la ideología izquierdosa, un camarada. También un hermano mayor que inicia a los jóvenes en la experiencia literaria, metafísica y sentimental; un amigo que acompaña en las buenas, en las malas y en las prescindibles. Un ser entrañable y elevado al que siempre se le debe adjudicar el epíteto de Cronopio Mayor. En este lado de la idolatría, los peterpanistas de toda índole son legión: una cofradía de cronopios infatigables que dejan dentífricos apachurrados por todas partes, saltan de acera en acera, solo escuchan jazz, recitan de memoria el capítulo 7 de Rayuela (arma eficaz para conquistar jovencitas aún vírgenes de cortazarofilia) y juegan a perderse para encontrarse como clones de magas y oliveiras que se aman, no faltaba más, hasta el límite de las gunfias. Gente que detesta a los famas, a los racionalistas, a los esquemáticos, a los solemnes, a la novela realista decimonónica, y que inunda las paredes de la realidad y la virtualidad con frases extraídas de los libros de Cortázar (muchas veces leídos a medias), en un alarde de empalagamiento disfrazado de sabiduría y poesía. Para estos intensos incurables, tiernos feligreses del cortazarismo, el autor de La vuelta al día en ochenta mundos es un dios encarnado en un cuerpo de niño enorme y bonachón, un defensor de las causas justas y los oprimidos, y, por sobre todas las cosas, un artista-gurú cuya trascendencia en el campo de la ética y la literatura no sólo es incuestionable, sino a prueba de envidiosos y resentidos. Del lado de acá, Cortázar es intocable; es inmortal.
De otros lados. Están los que, frente a los libros de Cortázar, han oscilado entre la veneración y el rechazo, entre la fidelidad elogiosa y el escepticismo crítico, entre la entusiasta aceptación y el moderado desencanto.Quienes han celebrado buena parte de su obra con fascinación, pero que en ciertos momentos –y no sin culpa– hablaron mal de aquello que les hizo tanto bien en sus lecturas de juventud. En esos otros lados se encuentran los que entre un cronopio y un fama, eligen la precavida esperanza. Que prefieren el saludable amor de Talita y Traveler a la destructiva relación entre la Maga y Horacio. Que han aprendido a leer la obra de Cortázar tal como Cortázar les enseñó: con espíritu cuestionador, sin prescindir de la comprensión y la ternura, pero tampoco del ojo crítico ni mucho menos del sentido del humor, que relativiza sin odio, pero sí con inteligencia. Se trata de lectores que procuran deslindarse de las categorías ofrecidas por el propio autor argentino, y que están dispuestos más bien a aventurarse en sus libros con menos instrucciones y más libertad. Gente de otros lados que descubre a la vez esos lados menos visibles de una obra con magníficos relatos realistas (como “Final del juego” y “Torito”), ensayos de luminosidad literaria (como su Teoría del túnel) y artefactos verbales tan cercanos a la sensibilidad y al ingenio de nuestra época como Fantomas contra los vampiros multinacionales, Un tal Lucas o Los autonautas de la cosmopista –este último escrito a dos manos con su última esposa, Carol Dunlop–. Textos poco comentados que exigen a la vez aproximaciones de lectura que se decanten por una mirada ajena a interpretaciones y valoraciones exclusivamente “cortazarianas”. Una mirada –desean sin aspavientos los mesurados–, que podría (y debería) extenderse a toda la obra del narrador argentino. Distantes de la condena o la glorificación, escritores como Andrés Ibáñez, Edmundo Paz Soldán, Alejandro Zambra, Juan Carlos Méndez Guédez, Oscar Marcano y Andrés Neuman, pertenecen a estos otros ángulos de la lectura en donde la gratitud no está reñida con la reflexión, ni la pasión con la lucidez. Esa zona de contrastes acaso permita entrever en qué lados del corazón, de la memoria y de la literatura se asienta o se vuelve a levantar hoy la palabra de Julio Cortázar.
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Este texto fue publicado originalmente en Prodavinci el 26 de agosto de 2014.
Luis Yslas Prado
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