Literatura

Josefina Vicens y los alrededores del vacío

29/08/2020

Josefina Vicens

«Al vacío central
su movimiento
debe la rueda».

Severo Sarduy

Josefina Vicens era diminuta y ocurrente como un aforismo. Su imagen menuda pero recia era la icónica abreviatura de esa narrativa desprovista de excesos que fue haciendo a cuenta gotas a lo largo de su vida: dos novelas cortas —El libro vacío (1958) y Los años falsos (1982)— y el cuento «Petrita» (1983). No más. Tres pequeñas joyas que caben en una mano y se leen en pocas horas: batiscafos de palabras que descienden al fondo de lo que nombran hasta rozar el misterio de «las verdades momentáneas». Suficientes además para situarlas a la par de aquellos libros de quienes, a mediados del siglo XX, edificaron la modernidad de las letras mexicanas: Rulfo, Paz, Castellanos, Arreola, Garro, Fuentes… Y, sin embargo, la obra de Josefina Vicens, al margen de su destacada labor en la política, el periodismo y el cine de su país, aún sigue siendo un planeta inadvertido en el sistema literario de la lengua española. Apenas un rumor secreto que, como gema de culto, conocen unos pocos y afortunados lectores. Estas líneas procuran carraspear en ese olvido inmerecido: romper una lanza en su nombre.

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Hija de una maestra tabasqueña y de un comerciante español, Josefina Vicens Maldonado nació el 23 de noviembre de 1911, en la acuática Villahermosa, en el estado de Tabasco. Que su infancia haya transcurrido al violento fragor de la Revolución Mexicana explica en buena medida su espíritu combativo y esa obsesiva atracción por la muerte que manifestó desde niña.

Instalada desde 1918 en el DF junto con sus padres y sus cuatro hermanas, al terminar la primaria, Vicens estudió dos años en una escuela comercial. Allí se hizo diestra en dos formas de escritura que allanaron su independencia: taquigrafía y mecanografía. A los trece años, empezó a trabajar en la fábrica Habanero Ripoll, administrada por el padre, pero al observar las desigualdades en el trato de los patrones a los empleados, decidió marcharse a Chapultepec e ingresar en Transportes México-Puebla. Poco después, y gracias a los contactos de su padre, trabajó en el Manicomio General de La Castañeda. En un gesto que revela su atrevida personalidad, Vicens le pidió permiso al director del psiquiátrico, Alfonso Millán, para hablar con los internos una vez que terminara sus labores de secretaria: «Si no, pues, qué sentido tiene trabajar aquí», acotó. Su inusual petición fue aprobada y así pudo escudriñar en los laberintos de la soledad y la alienación, inquietud que le nacía de esa voluntad por explorar en las zonas limítrofes del ser humano que luego trasladaría a sus relatos. «Encontré gente profundamente feliz —cuenta Vicens en una entrevista de televisión—, aquellas que olvidaron la realidad y se hicieron sus personajes. Las profundamente desdichadas, por el contrario, eran las que sufrían de delirio de persecución. Fue una experiencia muy interesante, pero agobiante. Por eso estuve allí solo año y medio».

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Pero el giro laboral que la enrumbó en las andanzas políticas fue su incorporación al Departamento Agrario. En pocas semanas, Vicens destacó por su vivaz inteligencia y aprendió a moverse con desenvoltura entre los engranajes de la burocracia. Fue allí además donde, a causa de su estatura y su juventud, sus compañeros de trabajo le pusieron el apodo que llevaría con orgullo el resto de su vida: la Peque.

Durante un tiempo, se le dio por firmar en el registro de asistencia diaria bajo nombres distintos: Leona Vicario, Napoleón Bonaparte, Greta Garbo, Juana de Arco, Fiódor Dostoyevski, Emma Bovary, Gregorio Samsa… Un día recibió una notificación de la máxima autoridad del Departamento, Ángel Posada, quien le dijo que deseaba hablar con ella:

—Oiga, ¿a usted no le gusta firmar, no es verdad?

—Sí me gusta, pero no pensé que sería grave poner otros nombres, pues de todos modos está el número de mi credencial —respondió ella nerviosa, viéndose ya despedida.

—Pues ya no va a firmar. Se va a venir a la secretaría particular.

Ese ascenso le permitió desarrollar sus convicciones en el ámbito de la administración estatal y canalizar, en la práctica sindicalista, su espíritu solidario. «Los sufrimientos de los demás me atrapan mucho y acepto enredarme. Yo me enredo mucho en la vida y la disciplina de escribir la cambio por el deleite de sufrir y vivir», le confesaría años después a Elena Poniatowska.

En 1938, fue elegida secretaria de Acción Femenil de la Confederación Nacional Campesina y, más adelante, jefa de la Sección Femenil de la Secretaría de Acción Agraria del Partido de la Revolución Mexicana. Su talante rebelde y su sensibilidad social hallaban cauce y sentido en un momento en que el gobierno de Cárdenas, respaldado por el campesinado, los empresarios y la Iglesia, impulsaba la nacionalización de los ferrocarriles, la expropiación petrolera y la reforma agraria, entre otras medidas que trasformaron para siempre el rostro del país.

Durante los años 30, Vicens repartió su tiempo entre dos grupos de amistades. En el día, se reunía con sus compañeros del Departamento Agrario, y por las noches, con los intelectuales y artistas que hacían vida en los cafés de la ciudad, algunos de ellos cercanos al célebre grupo de Los Contemporáneos, y otros posteriores. Vicens sentía fascinación por todas las manifestaciones artísticas. Su formación autodidacta, así como su discreta pero vigorosa personalidad, le permitieron integrarse con soltura en esas tertulias. Allí conoció a unos de sus mejores amigos, el periodista y traductor José Ferrel, con quien se casó en 1937. El matrimonio duró apenas año y medio. Algunos señalan que el temperamento de la pareja no se avenía a la vida doméstica; otros, que se trató más bien de un arreglo entre amigos para que ella pudiera abandonar la casa paterna. «Nos casamos porque nos dimos cuenta de que fumábamos los mismos cigarrillos, de modo que así podíamos comprarlos por paquete y nos salían más baratos», respondía Vicens con su peculiar chispa cuando le preguntaban por su matrimonio, y aseguraba que luego de haberse separado, ella y Ferrel se divertían mucho más.

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Sin cumplir aún los treinta años, Josefina Vicens poseía ya una estampa que la singularizaba: chaparrita y delicada de gestos, casi tímida, aunque aguzada, ojos luminosos, escudriñadores, donde brillaba el ingenio y la melancolía, el pelo cortito y los dedos de la mano sosteniendo siempre un cigarrillo cuya lumbre reproduce a escala el discreto fulgor de su carácter. Vestida al escrupuloso estilo de un oficinista: traje, pantalón, suéter y camisa abotonada hasta el cuello, su andrógina elegancia resultaba una declaración de principios diferenciadores —estéticos, sexuales, políticos—, que hizo parte también de su oficio de escritora. «Para Josefina —observa Carlos Monsiváis—, la identidad masculina en sus personajes y en algunos de sus registros como autora era un método para no ser descalificada de antemano, por un lado, y por otro, para adentrarse en una psicología que le atraía enormemente: la psicología masculina sin fuerza, la que no dejaba impronta, el anti-Armendáriz, por así decirlo».

Pero, sobre todo, su talento y entrega en todos los roles que le tocó asumir desde muy joven le permitieron ser valorada en un acotado, aunque significativo círculo político e intelectual de su país. No es poco si se piensa que le tocó lidiar con el dominante paradigma masculino y la moral conservadora, tan arraigados en la sociedad mexicana de su tiempo, y del nuestro. Era muy difícil que alguien con los atributos de Josefina Vicens —joven, mujer, lesbiana, culta, rebelde, artista— pudiera encajar en un ambiente donde imperaban los privilegios de un machismo idiosincrático. Y, sin embargo, a fuerza de lucidez, integridad y un estado de gracia irónica que la acompañaba a todas partes, su labor no solo fue aceptada, sino respetada e incorporada en las dinámicas de cambio de la vida política y artística de su país.

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Según el guionista Víctor Manuel Medina, durante los años 40 y 50, la labor de Vicens en el campo de la escritura se va fermentando, adquiriendo consistencia y proyección pública a través de sus crónicas y artículos periodísticos. Fue un tiempo de fogueo para lo que luego sería su desempeño como narradora y guionista de cine. Un tiempo también para modular su voz crítica mediante el desdoblamiento autorial masculino. Vicens echó mano de varios seudónimos, entre los que destacaron el de «Diógenes García», con el que firmaba sus artículos de opinión política, y el de «Pepe Faroles», empleado para sus crónicas taurinas.

Su pasión por la tauromaquia le venía por ibérica vía paterna y también por esa predilección por la muerte —tan atávicamente mexicana— en lo que esta tiene de espectáculo y sacrificio. Hay que recordar además que la década del 40 fue la época dorada de la fiesta brava en México, al punto que su afición por los toros no solo la llevó a escribir crónicas, sino a trabajar como secretaria representante de toreros. «Soy una taurófila entusiasta —confesaba Vicens—. Escribía bajo el seudónimo de Pepe Faroles —Pepe por la parte de José que tiene mi nombre (a mi padre le decían don Pepe) y Faroles, no sé, será por lo luminoso (…) Escribía sobre la fiesta de toros para varios periódicos. Un día me rechazaron una nota en que atacaba a uno de los toreros de moda que tenía invertido mucho dinero en publicidad. Me enojé bastante y entonces hice un periódico pequeño que se llamó Torerías. Eso eran mis obras completas, porque yo hacía todo: reseñas, entrevistas, editoriales…».

No fue la única nota que le causó problemas. En cierta oportunidad, escribió una crítica negativa del torero Carlos Arruza. Un boxeador, el Vaquero de Caborca, muy amigo de Arruza, fue hasta la redacción, se encontró con Vicens y le dijo que estaba allí para pegarle al tal Pepe Faroles. El boxeador estuvo un rato esperando a que apareciera el cronista, hasta que ella lo increpó:

—Óigame, tengo prisa, mi amigo, tengo una cita. ¿A qué hora me va a empezar usted a pegar?

—¿Por qué la voy a golpear?

—Porque yo soy Pepe Faroles.

—¿Usted, señora, es Pepe Faroles?

—Sí, yo soy, y usted quedó en golpearme.

Desconcertado, el boxeador se dio media vuelta y se marchó vencido.

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En 1947, Vicens entró a formar parte de la sección de Técnicos y Manuales del Sindicato de Trabajadores de la Producción Cinematográfica, a la que llegó por mediación administrativa, luego de haber sido secretaria de León García en el Senado de la República. Poco después se estrenó en el oficio de guionista, en el que pudo explorar los diversos matices de la condición humana, y dar rienda suelta a las historias que iba acumulando en su tránsito físico e imaginario por el mundo. «Muchos años viajé en camión y acababa yo rendida —recuerda Vicens en una entrevista televisiva—. No del recorrido, sino de la mente, porque a cada pasajero le quería inventar su historia. Por ejemplo, veía yo a una señora y pensaba: ¿cómo se llamará? Domitila, Engracia, Conchita. No sé. Como trae una canasta, debe venir del mercado donde habrá regateado, genialmente, para conseguir las cosas más baratas. Esa joven, ¿qué hará?, ¿estudiará, trabajará, tendrá aspiraciones de llegar a más, tendrá novio y su único deseo será entrar a formar fila de las abnegadas mujeres mexicanas, o salir de ello y entrar a un mundo, a un mundo nuevo, que a ella le pertenezca?».

Vicens escribió más de 80 guiones en el transcurso de tres décadas, y, al igual que había hecho en la administración pública, abogó con denuedo por los derechos de autor de los escritores y por las mejoras salariales de los trabajadores del cine. En 1974, creó el Taller de Escritores Cinematográficos. Fue además presidenta de la Academia de Ciencias y Artes Cinematográficas y vicepresidenta de la Sociedad Nacional de Escritores de México. A lo largo de su extensa carrera en el mundo del cine, obtuvo diversos reconocimientos como el Premio Ariel, que ganó dos veces por el guion de las películas Renuncia por motivos de salud (1975) y Los perros de Dios (1979), y también fue coautora guionista, junto con Juan de la Cabada y Elena Garro, del exitoso filme Las señoritas Vivanco (1959).

Sin embargo, Vicens no consideraba el periodismo ni los guiones de cine como literatura. Siempre se preció de ser, ante todo, una escritora, es decir, una persona que escribe libros en la solitaria, paciente y ardua refriega con las palabras.

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«Una vez me preguntaron qué es para ti la literatura. Yo pensé en la hoja en blanco y le dije, el infierno blanco. Porque uno ve la hoja en blanco y no sabe verdaderamente qué va a hacer, qué va a salir, malo, bueno, a disgusto de uno, a gusto. Pero, además, el infierno blanco puedo decir que es el deleite, el deleite mayor, el más íntimo para el escritor», afirmaba Vicens sobre su quehacer literario.

Y tal lucha no era retórica. Más de ocho años estuvo batallando a brazo partido con ese infierno blanco de la literatura que a un tiempo la seducía y se le resistía, y el resultado de ese duelo fue El libro vacío (1958), donde narra los apremios de un personaje escindido que se debate entre la necesidad y la negación de escribir. «Yo no quiero escribir —afirma en las primeras páginas el protagonista José García—. Pero quiero notar que no escribo y quiero que los demás lo noten también. Que sea un dejar de hacerlo, no un no hacerlo». Sobre esa paradoja de la creación se funda y se explaya la sosegada sabiduría de su primera novela.

Tanto se compenetró Vicens con las reticencias y manías escriturales de su personaje, que le costó mucho desprenderse del manuscrito, dejar de corregirlo hasta la saciedad. Elena Poniatowska lo recuerda en su libro Las indómitas: «Pidió las primeras galeras, las corrigió en forma despiadada; luego pidió segundas y como atención especial se las dieron, pero cuando pidió las terceras el editor le dijo: “Señora Vicens, esto es plomo, son tablas de plomo; cada vez que usted nos cambia una palabra a nosotros nos cuesta dinero. No puede usted corregir su libro con esta ferocidad”. Sin embargo, la Peque encontró la manera de ir a la imprenta sin que lo supiera el editor, hacerse amiga de un corrector y aguardarlo a las cinco de la madrugada. Este, viendo su desesperación, le dio las pruebas una vez, dos, pero a la tercera la paró en seco: “Mire, no se las doy porque no quiera sino porque si usted se empeña en seguir corrigiendo su libro se le va a secar”. Entonces la Peque se asustó: “Bueno, pues ya”».

El libro vacío obtuvo en 1957 el prestigioso Premio Xavier Villaurrutia —antes lo habían ganado, en sus dos primeras ediciones, Juan Rulfo por Pedro Páramo (1955) y Octavio Paz por El arco y la lira (1956)— y la crítica se rindió ante una obra dotada de hondura y poesía, que iba a contracorriente de las búsquedas regionalistas, naturalistas o revolucionarias, y que tampoco guardaba semejanzas con las exploraciones narrativas de Rulfo, Arreola, Castellanos o Fuentes. Octavio Paz, en una carta a Vicens, revela su admiración por la novela: «¿Qué es lo que nos dice tu héroe, ese hombre que “nada tiene que decir”? Nos dice: “nada”, y esa nada —que es la de todos nosotros— se convierte, por el mero hecho de asumirla, en todo: en una afirmación de la solidaridad y fraternidad de los hombres». El libro vacío resultó así una isla rara y prodigiosa en la tradición literaria de su país, cuya única debilidad, según Aline Pettersson, es «su incapacidad para envejecer».

La historia de El libro vacío es tan sencilla como peculiar. Luego de resistirse durante más de veinte años a escribir, el oficinista José García ha decidido comprar dos cuadernos. En el primero —el borrador—, escribe lo que se le va ocurriendo. En el segundo, pasará en limpio lo que consideré digno y definitivo. Sin embargo, a medida que transcurren los días, las páginas, las palabras… el personaje revela con angustia el desequilibrio que semejante método de escritura desencadena: un cuaderno borrador repleto de palabras que no lo satisfacen, y un cuaderno número dos completamente vacío. Desde el principio, el personaje combate no solo contra sus propias inseguridades como escritor, padre y esposo, sino también contra la rutina del trabajo, el incómodo recuerdo de su niñez y juventud, sus amores frustrados…, en suma, contra su propio vacío y menosprecio existencial: «¿Qué puede contar de su vida un hombre como yo? Si nunca, antes de ahora, le ha ocurrido nada, y lo que ahora le ocurre no puede contarlo porque precisamente eso es lo que le ocurre: que necesita contarlo y no puede». El saldo de ese estado intermedio, agobiante, entre la pulsión de la escritura y el constante saboteo de su materialización arroja «muchas páginas llenas y un libro vacío».

Pero no todo el libro es lo que parece a simple vista, o lo que el personaje nos cuenta de su neurótico trajinar. A medida que se interna, con endemoniada lucidez y no poca ternura, en el temido infierno blanco, o semiblanco, de su escritura, su esposa, sus dos hijos, sus compañeros de oficina, los amores remotos, es decir, el mundo aparentemente insulso del que pretendía aislarse para poder escribir se va infiltrando en sus páginas de manera inevitable y conmovedora. José García, no sin reticencias, va descubriendo inusitados brillos en su experiencia cotidiana, como, por ejemplo, el de la convivencia con su esposa: «La persona que vive a nuestro lado siempre está situada en el tiempo más cercano: ayer, hoy, mañana, y a estas distancias mínimas no pueden verse, no se ven, los efectos de los años (…) Creo que el no percibir brutalmente la destrucción, el aniquilamiento del cuerpo que se ama, es el gran milagro de la convivencia».

Tal vez lo que leemos en este «clásico marginal», como denomina Ana Rosa Domenella a la novela de Vicens, no es el cuaderno borrador ni el ilusorio cuaderno acabado, sino ese territorio intermedio donde la realidad de siempre se nos muestra como si la notáramos por primera vez: ese pliegue de significativos intersticios que constituye siempre a la literatura que está más allá de la literatura.

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Veinticuatro años después de la publicación de El libro vacío, y ya con serias dificultades en su vista que la conducirían en poco tiempo a la ceguera, aparece en 1982 su segunda novela, Los años falsos. Allí Vicens retoma la idea del vacío, pero esta vez, no bajo la forma de una página en blanco, sino encarnada en la vida de un joven cuya identidad resulta desplazada por la figura del padre muerto.

La primera escena de la novela muestra a Luis Alfonso, un muchacho de diecinueve años que ha ido a visitar la tumba de su padre. De él ha heredado no solo el nombre y el parecido físico. También el trabajo como asesor político, la ambición de poder, el autoritarismo entre sus subordinados, el custodio de las mujeres de la familia, y hasta la amante, Elena, de quien termina enamorándose. Más que asumir los roles y labores de su progenitor, Luis Alfonso renuncia a su propia identidad para convertirse, mediante un ejercicio especular, en Luis Alfonso padre: su doble rejuvenecido. Una renuncia que lo atrae y repugna a la vez, pero de cuya fuerza mimética no logra escapar. «Todos hemos venido a verme», piensa mientras, acompañado de su madre y sus hermanas, camina por el cementerio. La presencia dominante del padre termina por suplantar su vida, reproduciendo el síndrome de un machismo envasado al vacío. «La novela —señala Alejandro Zambra— muestra a una clase política dispuesta a lo que sea con tal de enriquecerse y el drama del personaje es precisamente ese: que ha sido preparado para el oportunismo y la voracidad, y el deseo de ir contra la corriente no le sirve de nada, pues no tiene fuerzas para ser algo más que la caricatura de su padre». Luis Alfonso es otro de esos personajes masculinos con el que Vicens configura el revés del prototípico hombre mexicano, demudado en un ser ya no solo frágil e indeciso, como el José García de El libro vacío, sino, de manera más dramática, en un ser falsificado: un muerto vivo.

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Así como el peruano Luis Loayza, el venezolano Darío Lancini, el estadounidense J. D. Salinger, o el mexicano Juan Rulfo, entre otros tantos escritores de la contención y la fuga, también Josefina Vicens forma parte de esa cofradía de «artistas del no» que Vila-Matas calificó como víctimas del síndrome bartleby: autores de una obra reducida que renuncian a la creación y la enmarcan con un largo y enigmático silencio. Tan radical es su pertenencia a ese grupo que ni el propio Vila-Matas incluyó a Vicens en su Bartleby y compañía.

«¿Y por qué no escribes más, Peque?», le preguntaban con frecuencia y ella respondía: «Porque estoy muy ocupada viviendo». Y no mentía. A diferencia de su personaje José García, Vicens dejó que la vida que corre al margen —o por debajo— de la creación literaria se impusiera sobre su tiempo de escritura. Era, en efecto, una escritora del no, porque era sobre todo una mujer del sí existencial. Su vida fue una incansable afirmación de labores, amores y compromisos personales y sociales, y la escasa pero aquilatada obra literaria que produjo le resultó suficiente para concentrar sus más íntimas obsesiones: el impulso de la escritura, las identidades fragmentadas y la seducción de la muerte: el elocuente vacío de su literatura.

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No solo en los buses hallaba Vicens el estímulo para fantasear vidas ajenas. También era aficionada, como era de esperarse, a pasear por los cementerios. «Puede parecer macabro, pero para mí no lo es en lo absoluto. El panteón es un sitio de vida y muerte, de vida subterránea y aparentemente muerte exterior (…) Pero es un sitio tan familiar como lo puede ser la casa de un amigo donde estoy a gusto», afirmaba. «Busco una lápida muy antigua: tiene que decir, Josefina Vicens», solía decirles a los chiquillos que interrumpían sus caminatas por el cementerio, acosándola con: «¡Le arreglo la tumba! ¡Le saco las flores!». Cuentan además sus amigos que Vicens tenía sobre su escritorio una calavera a la que llamaba Lorenzo —como el hijo de su personaje José García—, osamenta que le causaba regocijo y fungía además como un recordatorio, entre serio y lúdico, de la muerte que tanto la cautivaba: ese ámbito metafísico en que se diluyen, o igualan, las identidades.

En «Petrita» (1983), el último relato que publicó Vicens, se enlazan dos de sus obsesiones: la muerte y el arte. La historia es la de una mujer solitaria que describe su proceso de identificación —proyección— con el cuadro La niña muerta, del pintor mexicano Juan Soriano. La figura central de la pintura, el cadáver de una niña a la que llama «Petrita», se convierte en una compañía, pero también en un motivo de conexión entre ambas vidas, a partir de la paradójica fijación de la muerte atrapada/trascendida en el arte. La compenetración con la pintura es tal que, hacia el final de la historia, la mujer le pregunta a la niña si es posible descansar en la muerte, y esta le responde (o ella imagina que le responde): «Pos no sé, no estoy muerta, tú no me sueltas». En ese momento, la mujer afirma que sintió «un estremecimiento y desde entonces se clavó en mí una pregunta lacerante, que nunca he podido contestarme: ¿Qué es mejor para ellos, la prisión del recuerdo, o el generoso olvido?».

Vicens decía poseer una ética que resumía en dos frases: «La primera es no causar daño voluntario a terceros. La segunda es poder darme mi mano cuando yo me muera: es decir, estar de acuerdo conmigo». Ambas las cumplió a cabalidad, aunque la última tuvo un añadido que dice mucho del afecto que la gente sentía por ella, y que le impidió sentirse del todo sola. Cuenta su amigo Sergio Fernández, quien estuvo junto a Vinces el día de su muerte —el 22 de noviembre de 1988—, que al llegar la encontró acostada en su cama, de cara a la pared, y aprovechó para tomarle la mano. Ella no se volteó, pero sabía que era él, así que le apretó también la mano y expiró. Sobre su mesa de noche estaban los audiolibros de Simone Weil, recuerda Aline Pettersson, «que escuchaba con un entusiasmo que le borraba —de momento— su situación de exiliada del mundo. Ella que había vivido tan enraizada en él».

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Era inevitable que en más de una ocasión se comparara a Josefina Vicens con Juan Rulfo y se les viera como una suerte de gemelos literarios: autores mexicanos de un par de obras breves y un legendario silencio. Juego de simetrías que acaso contribuyó a que ambos cultivaran una serena amistad.

En cierta ocasión, Juan Rulfo, completamente ebrio, llegó de madrugada a casa de Vicens, luego de haber visto Talpa, la fallida adaptación al cine de su cuento, estrenada en 1956. «Peque, ábreme —le dijo—, acabo de ver Talpa». Ella solo atinó a ofrecer, en un gesto de empatía inmediata: «Te sirvo más tequila, Juan».

En otra oportunidad, mientras conversaba con Rulfo, este le preguntó:

—Oye, Peque, ¿por qué no escribes otro libro?

—Oye, Juan, ¿por qué no escribes otro libro? —le contestó ella.

—Pos sí, verdad —dijo Juan Rulfo.

—Pos sí, verdad —dijo Josefina Vicens.


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