Perspectivas

Postales de la Caracas modernista: Picón Salas y Briceño Iragorry

25/07/2018

I

Asomando las reticencias ante la urbanización secular por parte de la intelectualidad nacional, el capítulo más crítico sobre los efectos de la revolución petrolera en Venezuela tuvo como escenario las grandes ciudades beneficiarias del excedente manado del oro negro. En contraste con el drama de pobreza y abandono de las pequeñas ciudades y poblados agrícolas excluidos de los circuitos de distribución de la nueva riqueza, e incluso por encima de las mismas ciudades productoras, las emergentes metrópolis venezolanas pasaron a ser las principales recipiendarias de las mejoras en obras públicas y servicios. Con una población superior a los 350 mil habitantes desde el censo de 1941 –modesta todavía en términos latinoamericanos–, el dinamismo de Caracas prefiguraba un crecimiento que llegó a 6,6 entre 1950 y 1961. A lo largo de este periodo la capital fue privilegiada por el gasto concentrado del excedente, reforzando su primacía urbana y su efecto demostrador sobre otras ciudades venezolanas.

Allende la magnitud demográfica, también en ese entonces la capital experimentó un cambio fisonómico captado por Mariano Picón Salas en el último momento de su «Caracas en cuatro tiempos» (1945). El nuevo rostro de la ciudad había comenzado a configurarse desde 1945, con el «movimiento de tierras» y la «peluquería tecnológica» que hicieron de ella «un resumen de las más varias ciudades del mundo», con una modernidad que era un «remedo banal» de Los Ángeles, Houston o São Paulo y que borraba casi todo lo remanente de su vieja imagen andaluza, como también recordará el autor de Pequeña confesión a la sordina (1953).

Después de la «civilización del automóvil», legada por el gomecismo, la posguerra petrolera fue, quizás, la etapa cuando más se manifestó la «modernidad violenta» que «transformó el rostro de las ciudades y el ritmo de las gentes», señaló el autor, poco antes de morir, en “La aventura venezolana” (1963). Iniciando un drama urbano que atravesaría la vida pública de la Caracas del siglo XX, fue en ese entonces cuando, al decir de don Mariano, se abandonó el placer de caminar por las calles, cambiándolo por la «marcha frenética de las autopistas»; la abundancia de carros en aquellos tentáculos de concreto y hormigón convirtieron a la otrora apacible ciudad de los techos rojos en «la más desvelada, quizás la más demoníaca ciudad del Caribe». Mientras bulldozers y carterpillars operaban un «verdadero sismo geológico» para que surgieran avenidas y edificios, aplanando y desforestando colinas, clases sociales emergentes de la Venezuela urbana iban sustituyendo al viejo orden oligárquico. Ayudándonos a poner en perspectiva el esfuerzo de nuestros propios antepasados, Picón saludó, en Suma de Venezuela, a la clase media profesional surgida en aquellos años, «la que con su trabajo y estudio, concurriendo a veces, en las horas libres, a los liceos nocturnos, aprendiendo idiomas extranjeros y las técnicas que exigían otras actividades y oficios, ganó su sitio en el mundo».

Si bien reconociendo esa movilidad social del país que despegaba al desarrollo, mucho del fresco piconiano lo ocupa, sin embargo, el estamento publicano usufructuario del oro negro. Evidenciando el proceso de transculturación social de las élites apuntado por Picón para las grandes metrópolis latinoamericanas de entreguerras, en la boyante Caracas petrolera de mediados de los años cuarenta, las damas, «en lugar de conversar, con su nativa gracia de pájaros», preferían «jugar bridge o rummy«, mientras que los caballeros hacían negocios en medio de «inagotables rondas de whisky y de cocktails«, tal como describiera don Mariano en el tercer momento de su «Caracas en cuatro tiempos». «Y en extraña dualidad, en conflicto de valores y estilos parece ahora moverse el alma del habitante de Caracas» de mediados del siglo XX, cuando, reportó Picón, el «tradicional modo romántico suramericano» estaba siendo reemplazado por un «espíritu de mudanza y áspera aventura» debido a la urbanización y al mercantilismo desenfrenados.

Apurada por inmigrantes campesinos y extranjeros, también la masificación ofrecía manifestaciones inusitadas: «Ya era imposible reconocer en una sala de cine a los nuevos y bulliciosos espectadores, y como hormigueros diligentes, salían de los sótanos, subían por los andamios de las estructuras arquitectónicas, compraban giros en los bancos, negociaban y vendían las más desconocidas gentes». En esa capital que recibía decenas de miles de inmigrantes desembarcados en La Guaira y Puerto Cabello, el dinero se había trocado «en casi exclusivo valor social. E innumerables caraqueños toman su matinal café con leche leyendo el movimiento de acciones de la bolsa, los avisos de venta de terrenos, las urbanizaciones que se proyectan», reportó el escritor perteneciente a aquella burguesía venezolana en expansión.

Mario Briceño Iragorry, abogado, escritor y diplomático venezolano

II

La crítica de Mario Briceño Iragorry no sólo se centró en el consumismo y la dilapidación ocurrentes en las metrópolis venezolanas, sino también en su esnobismo y americanización. Desde las reuniones en torno a la piscina y los campos de golf del Country Club, hasta las fiestas en las que Alfonso Ribera y Soledad Solórzano echaban «la casa por la ventana» en su quinta de Campo Alegre, don Mario noveló en Los Riberas (1952) la dispendiosa vida social de la familia andina llegada a tiempo a la Caracas de las concesiones petroleras. Allí engrosó desde entonces la americanizada burguesía del gomecismo, que supo seguir sacando provecho del oro negro en los años por venir. Habiéndolo confirmado en la saga de Los Riberas, para el autor trujillano el mal petrolero no provenía de la abundancia minera, sino -como señaló Elvira Macht de Vera en El humanismo trascendente de Mario Briceño Iragorry (1987)- «de la ambición de lucro de unos pocos atentos a mejorar a expensas del pueblo en donde se producen los tesoros». Es un planteamiento extrapolable, por cierto, siguiendo con las analogías novelescas de los ensayistas, a la visión de Picón Salas en Los tratos de la noche (1955).

«Hemos abierto los espíritus a todo viento de novedades», fustigó en 1951 el autor de Introducción y defensa de nuestra historia, quien erigiose desde entonces en argos de la Venezuela «pitiyanqui». Es una crítica que, como notará Maritza Montero en Ideología, alienación e identidad nacional (1984), contribuyó al «desarrollo de la autoimagen nacional», aunque fuera por medio de la ridiculización de la influencia extranjera. Por lo demás, tal como lo expuso en el prólogo a Mensaje sin destino, don Mario sabía ya que los nuevos recursos petroleros se habían utilizado en buena medida «para satisfacer bajos instintos orgiásticos» y fomentar la penetración indiscriminada de costumbres y productos foráneos, atentando contra el acervo tradicional y la producción económica del país. Porque ya no sólo es privilegio de la élite, sino que el extranjerizado afán consumista parecía haber cundido entre la sociedad venezolana en general, como expuso don Mario por contraste con la supuesta morigeración de la Venezuela agrícola.

«Cuando éramos una modesta comunidad de agricultores y criadores, y aun cuando fuimos una pobre colonia de España, nuestra urgente y diaria  necesidad de comer la satisfacíamos con recursos del propio suelo. Hoy el queso llanero ha sido sustituido por el queso Kraft, la arveja andina por el frijol ecuatoriano, la cecina de Barcelona por carnes del Plata y de Colombia, el papelón de Lara y de Aragua por azúcares cubanos, los mangos y cambures de los valles patrios por peras y manzanas de California y aun el maíz que nos legó el indígena, viene elaborado por los yanquis. Sin embargo, esta menuda y espantosa realidad de decadencia y desfiguración nacional, creemos compensarla con vistosos rascacielos, armados con materiales forasteros; con lujo de todo género, a base de materiales importados; y hasta con una aparente cultura vestida de postizos. Como los asnos de la fábula no pudieron alumbrar el oscuro poblado, así fuesen cargados de aceite, nosotros soportamos colectivamente la carga de la luz para provecho de otros ojos».

De allí que el remplazo del pesebre y los símbolos tradicionales de la Navidad criolla por el pino nórdico y el barbudo San Nicolás también le parecieran -al autor de Mensaje sin destino– «la expresión de un relajamiento de nuestro espíritu y el eco medroso de la conciencia bilingüe que pretende erigirse en símbolo de nuestros destinos». De allí también la innecesaria importación de productos antes fabricados en el país, así como de otros bienes suntuarios y superfluos que disiparon en el «banal festín los tesoros que podrían asegurar nuestra propia independencia», e hicieron de la Caracas petrolera el escenario más estridente de esa «feria de vana alegría».

En carta a sus nietas desde el exilio en Madrid, advirtió don Mario que, desde la emergencia en Maracaibo de «las torres metálicas, por donde salta el diabólico licor que engendra nuestra riqueza pecaminosa», los venezolanos se dejaron cegar con el espejismo de una bonanza fácil: «El mal estuvo, no en que saltase el aceite, sino en la obnubilación que ocasionó en muchos la perspectiva de una brillante mejoría en las posibilidades individuales de vida». Adoptando un tono profético reminiscente de Arturo Uslar Pietri en De una a otra Venezuela (1949), el Briceño de Mensaje sin destino vio ya como irreversible que los venezolanos habíamos «pasado a la categoría de meros intermediarios de los mismos explotadores de nuestra riqueza»; los dividendos del estiércol del diablo apenas alcanzaban para importar lo que nuestra agricultura había dejado de producir, así como lo que requería «nuestra disparatada manía de lo superfluo», con todas «las fruslerías que reclama una vida alegre y presuntuosa». Las admoniciones de don Mario contrastaban con el orgullo de Pérez Jiménez al reportar, en su presentación del presupuesto de 1955-56 ante la Cámara del Senado, que los venezolanos habíamos pasado a ser los segundos consumidores per cápita de bienes importados de los Estados Unidos, después de Canadá.

En medio del extranjerizado frenesí consumista, recurrió, entonces, don Mario a la historia de Aladino, que ofrecía «un ejemplo magnífico de cómo obran quienes buscan apoderarse del secreto de nuestros tesoros». Sin querer abjurar de las mejoras materializadas por la magia del petróleo, lo cual «indicaría menosprecio de las leyes universales del progreso», Briceño pareció atribuir a la vieja lámpara de la fábula, sin embargo, algunos poderes de la tesonera economía y sociedad agrícolas. «Sucia y vieja, la lámpara poseía el secreto de abocarnos con los magos. Guardaba ella la fina clave para invocar las fuerzas antiguas con que se derrota la asechanza de los piratas». Acaso este tipo de imágenes y expresiones sean responsables de cierto antiimperialismo atribuido al pensamiento de Briceño Iragorry. Sin embargo, como lo hizo notar Macht de Vera, el “pitiyanquismo” denunciado por don Mario debe ser más bien entendido como crítica del consumismo y de la dependencia de lo extranjero, y no como posición antiyanqui por parte del polígrafo, quien fuera, por cierto, cónsul de Venezuela en Nueva Orleans. Lejos de miopes radicalismos alimentados por la izquierda en décadas por venir, tanto Briceño como Picón sabían que la Venezuela petrolera se había urbanizado y modernizado, irreversiblemente, bajo la égida de Estados Unidos.

III

El escenario más ostensible de ese festín de vana alegría fue, para Picón Salas y Briceño Iragorry, la capital venezolana de la década de 1950. La Caracas donde, si no se campaneaba el whisky, se bebía Coca-Cola, Green Spot y Grappete como señal del progreso y del imperialismo yanqui; donde «los fastuosos palacios de la Embajada americana, de la Creole, de la Shell y de la Iron Mines» atestiguaban, para Briceño Iragorry, «el invasor progreso del petróleo», irrespetuoso de «las antiguallas que dan fisonomía a las ciudades». Ésa era, en parte, la Caracas de la «peluquería tecnológica» y las demoliciones, de donde surgían las torres de acero de las corporaciones transnacionales, las cuales movían como marionetas a los personajes de Picón Salas en Los tratos de la noche. No es casual que el autor de Suma de Venezuela señalara que la postal más representativa de la Caracas de finales de los cincuenta retrataba un hombre que «sentado a su mesa de ingeniero, contempla desde la ventana ‘funcional’ el paisaje de estructuras arquitectónicas inconclusas que tiene de fondo el perfil de una Caterpillar».

Emparentándola con los jaguares de la mitología precolombina, esta máquina dentada de la tecnología gringa jalonó para Picón el paisaje venezolano en aquellos años en que se devoraban cerros, se engullían terrones, se cavaban bases de construcciones faraónicas, se desplegaban «blancas autopistas en el contorno de la ciudad». La Caracas del Nuevo Ideal Nacional perezjimenista era «un resumen de las más varias ciudades del mundo»,  hecha con pedazos «de Los Ángeles, de San Pablo, de Casablanca, de Johannesburgo, de Jakarta”, con casas «a lo Le Corbusier, a lo Niemeyer, a lo Gio Ponti». Al mismo tiempo, ésa era la pequeña metrópoli de segregación étnica y funcional que Picón viera expandirse tras ser derribado el hotel Majestic en 1946; por ello describe con nostálgico asombro, no exento de regocijo ante el cambio: «Hay dentro de la ciudad pequeñas ciudades italianas como Los Chaguaramos y el novísimo barrio de La Carlota; hay calles que se ‘aportuguesaron’ con sus pequeños hoteles, fondas y bodegas de lusitanos, y hay trozos muy yanquis con ‘supermercados’ y bombas de gasolina que recuerdan a Houston, Texas, Denver, Colorado, Wichita, Kansas». Era una mutación urbana que Francis Violich, asesor de la Comisión Nacional de Urbanismo en aquellos años de progresismo militarizado, planificación funcionalista y expansionismo voraz, bien tipificó como «metrópoli súbita».

La sociabilidad burguesa en esa capital de mediados de los años cincuenta, captada por don Mariano en el último momento de su «Caracas en cuatro tiempos», era «un prisma de apariencias». Flamantes hoteles, como el Tamanaco, servían de lugares de encuentro que cambiaban de piel a lo largo del día, ofreciendo extranjerizados desayunos para los turistas de la mañana, un mercantilizado ambiente para los ejecutivos del mediodía, seguido por la «necesaria batalla social» en las elegantes fiestas de la noche. Prolongados por el frenético espíritu de una Caracas que «nunca lució tan terriblemente adolescente», saraos iniciados en elegantes hoteles, quintas o clubes del valle terminaban con frecuencia en el recién estrenado hotel Humboldt, según recordó Picón, quien fantasearía con Balzac y Thackeray en aquellos bailes, entre tropicales y rocanroleros, postales de la comedia humana venezolana. Y en apoteosis de esa feria de vanidades, así como de la movilidad epitomada en la Caracas modernista, en esas fiestas burguesas, al son de boleros y guarachas, merengues y mosaicos interpretados por la Billo’s, danzaban los otrora amos del valle, los boyantes publicanos del petróleo y los militares en ascenso.

En la obra de Mariano Picón Salas destacan los ensayos sobre la historia y cultura de América Latina

IV

Ante ese país donde, al igual que en la California de finales del siglo XIX, los campamentos se trocaban en ciudades y las ciudades en metrópolis, el atávico hispanismo de Picón Salas le hacía preguntarse todavía si surgiría de allí «una civilización de tipo latinoamericano» o si terminaríamos habitando más bien «en un aséptico y reglamentado mundo tecnócrata donde lo colectivo y abstracto predomine sobre lo personal e individualizado». Reconociendo que la Venezuela petrolera podía haberse convertido en un enclave de Texas, el pensador terminó empero descartando los temores sobre si «el impacto norteamericano no iba a consumir nuestra pequeña civilización mestiza». Por el contrario, sin olvidar las lecciones de su viaje a Nueva York en 1940, el otrora agregado cultural en Washington y conferencista invitado de varias universidades americanas concluyó vislumbrando «una nueva latinidad» para la sociedad venezolana, basada en el industrialismo petrolero, la señorial herencia española y la ingente inmigración europea.

No obstante, su constante denuncia sobre los signos de una «sociedad decadente y fenicia», de los nuevos paisajes urbanos atiborrados de avisos comerciales que daban un «aspecto de disolución nacional a las ciudades», también Briceño Iragorry pareció dejar lugar para el rescate de la identidad cultural, proponiendo para ello «el recurso fácil y formidable de salvar la conciencia de nuestra Historia de pueblo». Sin embargo -insistió el pensador en su crítica-, además de suponer «una obra extraordinaria de reparación cívica» que debía agregar a «los suntuosos edificios de la ciudad nueva,… los símbolos diferenciales de nuestra identidad nacional», ese rescate de la tradición implicaba recobrar los «valores fundamentales» de la modesta república que fuimos antes de dejarnos cegar «por el lustre aparente de una vida de fingido progreso colectivo».

Apelando a una comparación indulgente con el incesante cambio de las metrópolis foráneas, el ejemplo de aquel rescate había que tomarlo para don Mario de las grandes «capitales del progreso contemporáneo», como Londres y Nueva York, cuyas raíces sí habían permanecido, a su juicio, «hundidas en el suelo profundo de la tradición». Por encima del «pseudo-progreso» como el nuestro, sustentado por «los ladrillos, los rieles y el cemento», era evidente que el verdadero progreso y civilización en esas metrópolis había estado acompañado por el respeto a «las antiguallas que dan fisonomía a las ciudades». La vitalidad de la tradición en estas urbes nórdicas parecía basarse en que «las consignas nuevas no han borrado el eco de los mensajes de los grandes constructores de la nacionalidad. No sólo en plazas y avenidas asumen marmórea permanencia Washington, Hamilton y Jefferson: ellos viven vida perenne en el discurso común del hombre americano».

V

Como en otros aspectos de la visión de los intelectuales sobre el acelerado proceso de cambio en la Venezuela en trance de urbanización, la posición de Briceño Iragorry parece perder algo de la perspectiva sobre las manifestaciones espaciales de este proceso, apelando a ejemplos foráneos de los que desdijera en otros respectos. A diferencia de Picón Salas, don Mario pareció volverse excesivamente crítico ante las nuevas formas arquitectónicas y urbanísticas conllevadas por la mutación metropolitana de la ciudad venezolana. Creo, sin embargo, que tal actitud, remitente en todo caso a la preocupación de Briceño Iragorry por la identidad y la tradición, se afincó en su posición como cronista, en un señalado periodo cuando Caracas cambiaba de perfil.

En efecto, orientada al rescate de la tradición fue la prédica de los artículos publicados por Briceño Iragorry en la revista Bitácora a mediados de los años cuarenta, así como en Crónica de Caracas a comienzos de los cincuenta. Allí enfatizó la necesidad de preservar el patrimonio histórico capitalino para contrarrestar la nueva «vestidura de piedra y cemento» producto de la «audacia constructiva del gobierno» y de la penetración de intereses foráneos. El alegato por la «Caracas perpetua» fue también planteado en Introducción y defensa de nuestra historia como forma de «reparación cívica», en la que «lo antiguo vale como expresión de una voluntad moral, más que como factor de evocaciones creadoras», porque, cual Víctor Hugo caraqueño apegado al lenguaje histórico de la arquitectura, Briceño Iragorry pensaba que había una «simbiosis entre la piedra y el espíritu».

Este alegato patrimonial devino tema central de la mayoría de los artículos compilados después en De Bitácora a Crónica de Caracas (1984), donde la ciudad que sufría del «atroz destino» petrolero fue contrapuesta a la que debería estructurarse «como teoría de una nacionalidad», cuyas manifestaciones más conspicuas estaban en ese «corazón antiguo» sitiado por el progreso a rajatabla. En esos textos, don Mario parece anticipar la moderna conciencia sobre la conservación patrimonial en Venezuela, al lamentar, por ejemplo, la demolición del mercado de San Jacinto por la «picota del progreso» o al mirar a la ceiba de San Francisco aislada en medio del «mundo áspero del cemento caraqueño». Tales escenas le hicieron advertir que la vieja Caracas estaba «en trance de parto», pero que tenía «derecho a sobrevivir» al lado de la «ciudad ahistórica y abstraccionista» que estaba surgiendo. Acaso por no ser cronista oficial, ante esta última mostró Picón Salas mayor apertura arquitectural y urbanística, sin dejar empero de preocuparse, como don Mario, por preservar las antiguallas de la tradición.


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