Retratos, hitos y bastidores

Ayer mataron al doctor King

12/04/2024

Dr. Martin Luther King dando su discurso «Yo tengo un sueño». Washington D. C., 28 de agosto de 1963. Fotografía de Rowland Scherman | Library of Congress | Wikimedia

1. Con su sotana marfil de mercedario, el padre Ángel entró aquella mañana en el aula del colegio, para suplir a nuestra maestra de tercer grado, quien no había podido asistir. Quizás por no tener preparada la clase, se atrevió a conversarnos, sin importar nuestra parvulez, sobreuna calamidad que le acongojaba. Era notoria en su rostro, más grave que de costumbre. “Ayer mataron al doctor King”, nos espetó sin ambages.

Primero pensé que se trataba del Dr. Kildare, protagonista de la serie televisiva homónima, la cual solíamos ver en el aparatoso Admiral, con antena de bigote, que presidía el recibo de nuestra casa en San Bernardino. Recuperado de mi lerdez, tampoco entendí, de seguido, que fuera médico un rey: porque no atisbaba yo a entender que la palabra king, una de las primeras aprendidas en las clases de inglés en el colegio, fuese también apellido. Solo después de que el padre comentó que el finado era un activista por los derechos civiles de la población negra en Estados Unidos, ganador del premio Nobel de la Paz en 1964, supe que se trataba de Martin Luther King.

“Lo asesinaron ayer en Memphis”, añadió el sacerdote al cerrar el obituario en aquella mañana de abril de 1968. Siempre la recordé, porque era fecha próxima a mi cumpleaños. Casi nadie sabía de este en el aula, puesto que ya para entonces evitaba yo celebraciones. Y más en aquel año revoltoso, oscurecido por el magnicidio, en vísperas de las revueltas en Francia.

2. A pesar de mi tarugada en el salón, no era la primera vez que escuchaba yo sobre King, mencionado de pasada en tertulias de papá con su hermana mayor, referencias que entonces asocié más bien con el nombre de Lutero. De hecho, no estaba tan equivocado: décadas después supe que el padre del activista, cuyo nombre de pila era Michael King, lo cambió durante una visita a Alemania en 1934, en homenaje al reformista protestante.

Para perfeccionar su formación como profesora de inglés, tía Maruja estudiaba en Estados Unidos, no recuerdo en qué estado sureño, al bullir el movimiento contra la segregación racial, a mediados de la década de 1950. A su regreso, relató a papá cómo las personas “de color” tenían áreas reservadas en las cafeterías y los restaurantes, en los autobuses y metros, por no mencionar los sanitarios diferenciados. Hasta que, el primero de diciembre de 1955, la costurera Rosa Parks rehusó ceder su asiento a un pasajero blanco en la parte media de un autobús, en Montgomery, capital del estado de Alabama; no quiso desplazarse hasta la parte trasera de la unidad, como disponía la ley. Aunque no era la primera mujer negra en hacerlo, el gesto de Parks, “tan atrevido como valiente”, comentó tía Maruja en casa, desencadenó un prolongado boicot al transporte público en la ciudad sureña. Respaldado en 1956 por una sentencia de la Corte Suprema, la cual prohibía la segregación en medios de transporte y lugares públicos, este movimiento de desobediencia civil fue liderado por un pastor bautista, hasta entonces poco conocido: el reverendo doctor Martin Luther King, junior (1929-1968).

Nacido en Atlanta en el seno de una familia educada, miembro de la National Association for the Advancement of Colored People (Naacp), Martin Luther se licenció en Teología en el seminario de Crozer, Pensilvania, en 1951. Cuatro años más tarde se doctoró en Filosofía en la Universidad de Boston, Massachusetts. Además de introducirlo a lecturas sobre desobediencia civil de Henry David Thoreau, esa educación le familiarizó con la política pacifista aplicada por Mahatma Gandhi para liberar la India del coloniaje británico. “De mi formación cristiana he obtenido mis ideales y de Gandhi la técnica de la acción”, llegó a decir el prohombre.

Allende la educación académica y política, las estadías en Pensilvania y Massachusetts permitieron al doctor King contrastar la apertura social del norte con el inveterado segregacionismo sureño. Antes de la protesta en Montgomery, la Corte Suprema de Estados Unidos había dictaminado contra la segregación en las escuelas públicas. Pero esta disposición, al igual que otras, fue burlada en los estados meridionales, herederos de la esclavitud y baluartes de la discriminación. De manera que incluso el Acta de Derechos Civiles de 1957 – promovida por la administración Eisenhower, entre otros fines, para incrementar el registro y los derechos electorales de la población afroamericana – “fue una ley muy débil que probó ser de todo menos útil. Las prácticas continuaron sin respiro en el sur”, señala el historiador Robert V. Remini en A Short History of the United States. From the Arrival of Native American Tribes to the Obama Presidency (2009).

3. Liderado por King desde Atlanta, adonde retornara tras renunciar a su ministerio en Montgomery, el movimiento por los derechos civiles cobróímpetu con la constitución, en 1957, de la Asociación de Cristianos del Sur, junto a la Conferencia Sureña de Liderazgo Cristiano. Ambas organizaciones promovieron acciones de protesta pacífica pero estratégica, como los sit-inso sentadas de afroamericanos, junto a activistas blancos, en sitios prohibidos a la población negra dentro de cafeterías y restaurantes, entre diversos lugares públicos. Esas y otras manifestaciones que se tornaron más violentas, como las de Albany, Georgia, costaron al doctor King repetidos encarcelamientos. Y en uno de estos, durante la campaña presidencial de 1960, John Fitzgerald Kennedy intervino por la liberación del activista; ello jugó un papel clave en la estrecha victoria del candidato demócrata sobre el republicano, Richard Nixon, quien permaneció más bien indiferente ante el problema insoslayable.

Mientras la desobediencia civil y pacífica del movimiento reivindicador continuaba siendo preconizada por el doctor King y sus agrupaciones durante la década de 1960, la cual abrió con una nueva legislación sobre derechos civiles, seguía siendo brutal la represión por parte de las policías locales en algunos estados sureños. Episodio tan emblemático como infame fueron las protestas de 1963 en Birmingham, Alabama, donde el gobernador George Wallace, racista empedernido, envió la policía estadal para reforzar a la local; mientras que Robert Kennedy, fiscal general, despachaba a la guardia nacional para controlar los enfrentamientos, incluyendo un atentado de bomba en el hotel donde se hospedaba King.

Tales disturbios catalizaron la Gran Marcha por el Trabajo y la Libertad, que llegó a la capital federal, con la anuencia negociada de la administración, el 28 de agosto de 1963. En la explanada ante el Capitolio y el Monumento a Washington, dominando una audiencia de más de 200 mil manifestantes, incluyendo 60 mil blancos, el activista pronunció, desde las escalinatas del Memorial a Lincoln, su celebérrimo discurso. Jalonado por citas bíblicas que dominaba como pastor, el sermón político quedó epitomado por el pasaje “Tengo un sueño…”, en el que, añadía el tribuno, sus hijos vivirían “un día en una nación donde no sean juzgados por el color de su piel, sino por el contenido de su persona”.

Mississippi Burning – Key Art

4. Las resonancias históricas y los logros civiles de la proeza en Washington parecieron truncados por el asesinato de John Kennedy en Dallas, el 22 de noviembre, menos de tres meses más tarde; sin embargo, la administración del presidente Lyndon B. Johnson probó continuar, e incluso superar, los ideales igualitarios del occiso. Ningún tributo “podría honrar de manera más elocuente la memoria del presidente Kennedy que la pronta promulgación de una ley de derechos civiles por la que tanto luchó”, señaló Johnson ante el congreso el 27 de noviembre, apenas cinco días después del magnicidio, según consigna el profesor Remini en su historia. La nueva acta fue promulgada en julio de 1964, prohibiendo la discriminación racial en lugares públicos, así como en agencias empleadoras y sindicatos, entre otras instancias de segregación. Terminó siendo “la legislación sobre derechos civiles de mayor alcance” desde las actas de Reconstrucción, promulgadas tras la Guerra de Secesión. “Fue allende lo propuesto originalmente por el presidente Kennedy, marcando un verdadero comienzo para disminuir la discriminación racial y sexual en el país”, añade Remini.

Pero cruzar ese nuevo umbral igualitario, ampliado por la “guerra contra la pobreza” y la “Gran Sociedad” promovidas por Johnson – incluyendo programas de ayuda asistencial, educacional y laboral – no erradicaron las rémoras segregacionistas, la discriminación electoral y el malestar social en los opulentos Estados Unidos de posguerra. Así lo probaron las protestas en Saint Agustine, Florida, en 1964, así como el “domingo sangriento” en Selma, Alabama, en marzo del año siguiente. Era una tragedia nacional de exclusión y violencia raciales, recreada en 1988, para otro estado, por el filme Mississippi Burning (1988), de Alan Parker. Fue protagonizada por Gene Hackman y Willem Dafoe como los agentes del FBI enviados por Washington para penetrar la atroz connivencia entre el Ku Klux Klan y las autoridades locales de Jessup, al tiempo que hacer cumplir las leyes federales. Y tal como lo muestra la cinta de Parker, la cobertura televisiva ayudó a la toma de conciencia nacional sobre la discriminación sureña y racial en general.

Era una awareness en la que, antes de la televisión – mencionó tía Maruja, utilizando el término inglés, durante otra conversa en casa – jugaron papel fundamental los cantantes negros y la música pop. Ya venía esa renovación cultural propulsada por el jazz desde los míticos roaring twenties; fue reforzada más tarde, continuó la pariente solterona, por las legiones de estadounidenses que tarareaban blues pegajosos, cantados en iglesias y grabados en estudios de soul en Detroit, Memphis y Chicago. Papá añadió que, ya en la era televisiva, la segregación estaba siendo atenuada por los artistas negros, especialmente del sello Motown, quienes proyectaban una imagen refinada de la población negra. Y creo que esa tertulia tuvo lugar al cerrar la década de 1960, mientras sonaba en el picó de casa un disco de Diana Ross y Las Supremas, perteneciente a la colección de vinilos de mi hermana Corina.

5. Si bien acompañada por otras impresiones de viaje, la figura de Martin Luther King y su cruzada por los derechos civiles impregnaronuna visita que hice a Washington, en noviembre de 2011, en ocasión de asistir a un congreso de historia del urbanismo, celebrado en la vecina Baltimore. Fue entonces, por cierto, cuando adquirí el libro de Remini, cuya reciente aparición estaba siendo promocionada en las librerías de ambas ciudades.

Desde el arribo en la shuttle procedente del aeropuerto Ronald Reagan, no solo me sedujo lo otoñal del paisaje natural, con cielo plomizo y árboles deshojados, sino también lo burocrático del construido. Muy por debajo de los soberbios rascacielos de Nueva York o Chicago, en Washington se me antojaron más achatadas las macizas torres de acero y concreto, todas con ventanas cerradas ya por el frío, donde no parecía haber sino trabajo al interior. Quizás por no abundar en publicidad y multitudes, en las calles llamaron mi atención los hombres de traje y las mujeres de taller, muchos afroamericanos, casi todos portando maletines y vistiendo gabardinas o abrigos ligeros. Ensimismados algunos con celulares y tabletas, mientras que otros se enfrascaban en conversaciones, acaso decisivas para el destino financiero de algún remoto país subdesarrollado, o para la acuciante seguridad nacional, se me antojaban muchos salidos del Banco Mundial o el Fondo Monetario; si no sacados de una película sobre el FBI, el Pentágono o la CIA, por mencionar algunos de los archiconocidos organismos con sedes o sucursales en la capital política y administrativa.

6. Viendo la abundancia de población negra,mucha de ellawell-off, no solo en las calles de Washington, sino también de Baltimore, pensé en las reivindicaciones lideradas por King, en tándem con las reformas promovidas por Johnson durante aquella década violenta de 1960. Entonces el derecho al voto sin cortapisas censitarias, junto al acceso igualitario a la educación y la vivienda en grandes ciudades como Chicago, continuaron siendo luchas que resquebrajaron el pacifismo del movimiento por los derechos civiles. La estrategia violenta preconizada por el Black Power atizó las manifestaciones ocurridas en Los Ángeles en 1965, así como en otras ciudades durante los años siguientes. A la sazón, la colosal figura de King, si bien admirada y consagrada con el Nobel del 64, no dejaba de ser cuestionada por su oposición a la guerra en Vietnam, mientras era monitoreada por el FBI, por la supuesta infiltración de comunistas en el movimiento rise-up. De ese entramado suspicaz surgiría James Earl Ray, el francotirador contratado por organizaciones derechistas para perpetrar el magnicidio en Menfis, el 4 de abril de 1968.

Al divisar la explanada fangosa del Mall y la avenida Constitución, no pude dejar de recordar, por contraste con la soledad de este lluvioso día otoñal de 2011, la multitud que la desbordó en la jornada veraniega de 1963. Entonces vino a mi mente la noticia trasmitida por el padre Ángel, en aquella mañana de abril del 68: “Ayer mataron al doctor King”. Y pensé que, sin desconocer los logros liderados por el activista y los presidentes, el “ayer” de esa oración no resulta hoy tan remoto, considerando la latencia de la segregación racial en la patria de Lincoln.


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