Retratos, hitos y bastidores

La capilla de Las meninas

06/02/2024

Las Meninas. 1657. Diego Velázquez

“Velázquez amortigua el rigor de las rectas, dejando el fondo de la estancia en penumbra. Y con esto impide que la estancia muy vasta y alta de techo, pierda ese aspecto de recogimiento que contribuye a dar esa sensación de silencio que se experimenta tan fuertemente ante el cuadro”.

Joseph Émile Muller, Velázquez (1974)

1. Mientras vivía yo en Madrid, solía ir algunos sábados al Museo del Prado, si las actividades académicas me lo permitían. Llegado en 1987 a esa, mi primera estancia europea, y deslumbrado aún con sus monumentos, bajaba yo por Gran Vía, pasando por Cibeles, para buscar el paseo del Prado, mientras me regodeaba en el distrito borbónico. Siendo el primer gran museo que visitaba en el Viejo Mundo, el edificio neoclásico de Juan de Villanueva devino para mí una suerte de templo, redentor de añoranzas y anhelos artísticos abrigados por décadas. Desde contemplar los originales de Rubens y Rembrandt estampados en textos escolares; pasando por los de Ticiano, Ribera o Zurbarán, que por años solo vi en postales adquiridas en la librería Soberbia; hasta recordar remotas conversaciones con tía Maruja, profesora de arte en liceos caraqueños. Ante mi pregunta, tan infantil como ingenua, sobre las diferencias con el Louvre y el British Museum, la tía solterona me respondió en una oportunidad que el Prado era, sobre todo, una “pinacoteca formidable”. Además de escuchar ambas palabras por vez primera, barrunté entonces la diferencia con los museos de París y Londres, los cuales recorrería yo en la década de 1990.

En medio de aquel Madrid que se proclamaba europeísta y opulento, durante los fines de semana se acrecentaba la marea de turistas al Prado, con el consiguiente barullo por doquier. Sin embargo, en más de una ocasión observé un fenómeno que me resultó tan curioso como revelador. Tras acompañarme a través de las salas museísticas, el babel de guías y turistas se acallaba al entrar al recinto de Las meninas, que se me antojaba una suerte de capilla. Allí se encontraba la obra maestra desde 1960, según había leído en Tesoros de la pintura en el Prado (1972), de Francisco Javier Sánchez Cantón, antiguo director del museo, cuyo manual me había traído tía Maruja de uno de sus periplos europeos.

El leve murmullo restante en la sala ayudaba incluso a adentrarse en el ambiente de la escena cortesana, sacralizada, ahora y siempre, por los concurrentes al museo. Como en aquellos días de 1656, cuando posaba la familia de Felipe IV y Mariana de Austria, a todos nos envolvía, sobrecogidos, la atmósfera del lienzo profundo y descomunal. Era “el aire captado”, alcancé a escuchar de un guía, “mediante pinceladas ligeras, que diluyen las figuras y difuminan los contornos”. Al igual que en Las hilanderas (1657), son recursos que, continuó la voz avezada, diferenciaron al Velázquez cenital, en vísperas de morir, del joven iniciado en el taller de su suegro, Francisco Pacheco, donde abundaban los contornos definidos y tonos oscuros del tenebrismo sevillano.

2. Las observaciones del guía sobre Diego Rodríguez de Silva y Velázquez (1599-1660) me retrotrajeron a la biografía publicada en 1974 por Joseph Émile Muller, traducida del francés al año siguiente; fue uno de mis primeros libros adquiridos en la librería Suma, poco después de concluir el bachillerato en el colegio Tirso de Molina. Además de la formativa “escuela de Pacheco” – con cuya hija, Juana, casara Diego en 1618 – había leído allí sobre esa concreción realista heredada del maestro Francisco Herrera “el Viejo”, teñida por el claroscuro de Caravaggio y los italianos. De la Vieja friendo huevos (1618) a El aguador (1621), pasando por Los bebedores (1620), “casi todos los seres humanos que Velázquez pintó en Sevilla tienen algo de escultóricos”, señaló el biógrafo luxemburgués sobre esa primera etapa. Y a pesar de que algunas composiciones tempranas no atestigüen “dotes particulares del artista para la pintura religiosa”, la obra completada antes de cumplir veintitrés años, incluyendo los primeros retratos, llevaron a Muller a sentenciar:

“…no cabe duda de que da pruebas de poseer una maestría precoz. Es más, esas telas bastarían para valerle en la historia de la pintura un lugar que muchos artistas podrían envidiarle. Más para él únicamente son un punto de partida; incluso deberá abandonar la manera en que fueron pintadas para crear la parte más original y más significativa de su obra”.

Ese giro ocurrió cuando Velázquez fue llamado a Madrid en 1623, como pintor de cámara de Felipe IV, gracias a la mediación del conde-duque de Olivares, el primer ministro que había residido en Sevilla. A partir de entonces, mientras ascendía en el escalafón cortesano como ujier y ayuda de cámara, hasta devenir aposentador de palacio en 1652, lo que incluía la supervisión de obras de arquitectura y decoración, Velázquez adquirió un profundo conocimiento de la colección real que amplió su concepción artística. Tras finiquitar el tenebrismo con Los borrachos (1629), cambió la relación del sevillano con el color y lo pictórico, en particular gracias a Rubens, con quien Velázquez trabó amistad, sin olvidar los aportes de Ticiano y la escuela veneciana. En este sentido fue crucial el primer viaje a Italia, entre 1629 y 1631, cuando visitara Génova, Milán, Venecia, Ferrara, Roma y Nápoles. Durante ese periplo pintó La fragua de Vulcano (1630), cuya reproducción en postal adquirí yo, por cierto, en una visita a la librería de las hermanas Pardo en Candelaria. Con sus jayanes hercúleos en diferentes posiciones, como desplegando una lección de anatomía masculina, todavía reposa esa postal como marcapáginas en el ejemplar de la biografía de Muller, a la que he vuelto para escribir esta crónica.

Durante el segundo viaje a Italia, entre 1649 y 1651, con el propósito de adquirir obras para la colección real, permaneció Velázquez la mayor parte del tiempo en Roma, donde pintó principalmente retratos, entre los que destaca el del papa Inocencio X (1650). Es un género en el que descolló, como se sabe, por conjugar el estudio psicológico con la elegancia y simplicidad de la composición, incluso al tratarse de enanos, gibosos y bufones, abundantes en la corte de Felipe IV. Pero allende el retratismo, esos viajes italianos y el manejo de la colección real fueron decisivos para cambiar la concepción velazqueña: desde la luz focalizada y los valores táctiles y lineales, heredada de tiempos sevillanos, hacia la captación pictórica de la apariencia de las cosas en su atmósfera, tal como se plasmó en Las meninas. Aquí sentimos que “estamos en presencia de un espacio, donde el aire es respirable”, lo cual se logra en parte gracias a “la ligereza de la pincelada”, que según Muller, “es regla general en los lienzos ejecutados por Velázquez hacia el fin de su vida”.

3. Años después de aquellos encuentros madrileños con la obra de Velázquez, cuando leía Michel Foucault para mi tesis doctoral en Londres, promediando la década de 1990, descubrí que en Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas (1966), hay un capítulo dedicado a “Las meninas”. Allí asoma el pensador francés algunas de las limitaciones y posibilidades de la representación pictórica, así como de la perspectiva renacentista tornada en barroca, a través de “los espacios” de la obra. Elabora un sofisticado análisis donde, partiendo del punto de mira del pintor, las líneas de la perspectiva se cruzan con los espacios virtuales contenidos y proyectados por el cuadro. Según Foucault, el retratista:

“Fija un punto invisible, pero que nosotros, los espectadores, nos podemos asignar fácilmente ya que este punto somos nosotros mismos: nuestro cuerpo, nuestro rostro, nuestros ojos. Así, pues, el espectáculo que él contempla es dos veces invisible; porque no está representado en el espacio del cuadro y porque se sitúa justo en este punto ciego, en este recuadro esencial en el que nuestra mirada se sustrae a nosotros mismos en el momento en que la vemos”.

Junto a las líneas de fuga, los espacios de Las meninas resultan en buena medida de las fuentes de iluminación, diferentes de la luz focalizada de los tempranos lienzos velazqueños. La luz de la ventana a la derecha ilumina tanto el espacio del cuadro (estancia) como el del espectador (o modelo). También está al fondo, en la parte superior derecha, donde asoma el aposentador de la reina, el “rectángulo claro cuya luz mate no se expande por el cuarto”, sino que termina siendo una “irrupción”. Otro foco lumínico, al tiempo que de apertura espacial y “metátesis”, como la llama Foucault, viene dada por el espejo del fondo, el cual refleja los verdaderos modelos para la obra – Felipe IV y Mariana de Austria – posantes en el espacio virtual del espectador. “Extraña manera de aplicar, al pie de la letra, pero dándole vuelta”, añade el autor de Las palabras y las cosas, “el consejo que el viejo Pacheco dio, al parecer, a su alumno cuando éste trabajaba en el estudio de Sevilla: ‘La imagen debe salir del cuadro’».

Al leer este señalamiento recordé que, ciertamente, el espejo había sido utilizado como recurso frecuente en pintura, tal como ocurrió con los flamencos antecesores de Velázquez. Muller destaca el ejemplo del Retrato de G. Arnolfini y su esposa, de Jan van Eyck, cuadro seguramente conocido por Velázquez, dado que pertenecía a las colecciones reales de Madrid. Pero allí aparece el espejo de otra manera, descubriendo “una realidad secundaria en relación con el tema tratado”, mientras que, en Las meninas, “la expresión de la mayor parte de personajes y toda la ordenación del cuadro dependen de lo que, para el espectador, no es más que un reflejo intangible”, Muller dixit.

Esa intangibilidad, junto a la virtualidad de los espacios que desbordan la tela, llevaron a Foucault a concluir que, si bien Las meninas puede verse como una “una representación de la representación clásica y de la definición de espacio que ella abre”, también contiene un “vacío esencial”; a saber: “la desaparición necesaria de lo que la fundamenta —de aquel a quien se asemeja y de aquel a cuyos ojos no es sino semejanza. Este sujeto mismo —que es el mismo— ha sido suprimido. Y libre al fin de esta relación que la encadenaba, la representación puede darse como pura representación”.

4. Al regresar al Prado en 2004, no sé si la obra maestra velazqueña se exhibía en la misma sala de otrora. Pero observé de nuevo aquel silencio espontáneo y devoto que más de una vez me envolvió en la capilla de Las meninas, como la llamaba durante mis visitas de la década de 1980. Era como si se traspasara a los espectadores “ese aspecto de recogimiento que contribuye a dar esa sensación de silencio que se experimenta tan fuertemente ante el cuadro”, como ha advertido Muller, a propósito de la amortiguación de las líneas rectas en la penumbra del fondo de la estancia. Pensé entonces que, acaso, esa suerte de capilla – aunque definida más por el enmudecimiento y la circunspección de visitantes – forma parte de los espacios virtuales y trascendentes que Foucault ha proyectado a partir de Las meninas.

Ese silencio devocional solo lo he presenciado, con pasmo análogo, en la sala que alberga la Gioconda, en el Louvre. Y supongo que aquí también, como en la capilla velazqueña, alguien se ha desvanecido, víctima del así llamado síndrome de Stendhal.


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