EntrevistaLiteratura

Pilar Quintana: “Si uno siempre es bueno, pues va a llegar un momento en que va a estallar”

15/02/2021

Pilar Quintana retratada por Manuela Uribe.

Hace unas semanas, la colombiana Pilar Quintana obtuvo el Premio Alfaguara de Novela 2021 con Los abismos. El anuncio se produjo algo más de un mes después de que Ediciones Curiara pusiera a circular, en edición exclusiva para Venezuela, su también premiada La perra (cuya salida príncipe se produjo en 2017), gracias a los buenos oficios de la autora y de su agencia literaria.

La perra es una pieza construida en torno de la sensibilidad femenina de una humilde mujer negra de la costa del Pacífico colombiano, atizada por el atavismo biológico-cultural (¿o biológico y cultural?) de la maternidad, por cuanto ella es incapaz de concebir un hijo. Esta insuficiencia define su vida y, por supuesto, el desarrollo de las acciones de la obra.

Quintana accedió a responder, con extrema amabilidad, algunas preguntas relacionadas con el contenido de esta precisa y envolvente ficción, una historia de vastas proyecciones simbólicas que explican por qué se ha traducido, hasta el momento, a catorce idiomas.

Aun cuando no es, de manera cabal, una obra que pudiéramos denominar “feminista”, es una novela que explora el mundo femenino de Damaris (la protagonista), pero también el universo mental de cualquier sujeto –hombre o mujer– constreñido por un entorno físico (la selva del Pacífico colombiano) en un contexto temporal particular (principios del siglo XXI en un rincón de costa latinoamericano). ¿Está de acuerdo con esta apreciación?

Estoy muy de acuerdo con esta afirmación, pues no catalogaría La perra como una novela feminista. ¿Por qué? Porque creo que una obra para ser feminista debe tener la intención clara de hacer por lo menos una explicación del feminismo o abordar el feminismo como un tema. Me parece, más bien, que la intención de la literatura –por lo menos de la literatura que yo hago– no es tanto hacer una reivindicación del género sexual; no tiene como propósito, digamos, la lucha feminista ni un objetivo feminista. No obstante, mi narrativa pone en escena ciertos mecanismos del machismo, retrata la sociedad y en ese retrato hace una fotografía de un mundo machista que, como bien decís en la pregunta, constriñe a la mujer y le otorga unos papeles y unos fines específicos para su vida. En ese sentido, sí creo, entonces, que la novela explora temas que son profundamente femeninos y hace quizás una denuncia de los mecanismos machistas de nuestra sociedad.

¿El asunto de la maternidad (o de su falta) es un rasgo biológico o cultural que continúa marcando el destino de las mujeres en el mundo? ¿O se trata, como en el caso desarrollado en La perra, de un aspecto más típico de América Latina?

La maternidad (o la falta de la maternidad) nos determina como mujeres. Creo que más allá de si la sociedad nos da ese estatuto –el cual se sigue entendiendo, en algunos contextos, como el fin último de la mujer, aunque en realidad no lo sea–; más allá de eso –decía– las mujeres en algún momento nos hacemos la pregunta de si vamos o no vamos a ser madres. Se trata de una pregunta que también tiene que ver con la biología. Es una pregunta que nos hacemos, por lo general, tempranamente. Yo recuerdo, a los quince años, preguntarme si quería ser madre. Mi respuesta siempre fue: no creo.

Cuando decidí no ser madre mis amigas estaban en edad reproductiva: entre los treinta y los cuarenta años. Algunas fueron madres después y otras, por supuesto, antes. Pero cuando la mayoría se hallaba en esas edades (treinta, cuarenta años), familiares, amigos, conocidos que no tenían mucha confianza conmigo, gente que veía en la calle, me preguntaban por qué no tenía hijos. Muchas veces, al responder: “No tengo hijos porque no quiero”, trataban de convencerme de que debería tenerlos, de que cambiara mi posición, de que no era lógico que una mujer no quisiera tener hijos. Creo que para muchas mujeres esa puede ser una presión terrible. Yo, sin embargo, no lo sentía como una presión porque he sido siempre muy independiente y a esa edad me valía un comino lo que pensaran de mí. Era independiente y no iba a dejar que ese tipo de cosas me determinaran. Sí creo, no obstante, que para muchas mujeres esto puede ser un factor que las determina.

Ahora bien, La perra surge no solo del hecho de preguntarse si hay una presión sobre las mujeres respecto de la maternidad, una presión para que se conviertan en madres, sino que surge, sobre todo, por una pregunta sobre la maternidad deseada: cuando una mujer desea tener hijos y no puede concebir. Creo que este es un tema tabú. Hablamos muy francamente sobre las mujeres cuando quieren tener hijos y exitosamente consiguen tener sus bebés. Hablamos del embarazo, hablamos de cómo es ese proceso, hablamos de parir, hablamos de cómo es la crianza en los primeros meses. Pero cuando una pareja está intentando tener hijos y no puede, no hablamos de ese tema; es un asunto sobre el que se reflexiona poco.

Así comencé a preguntarme, entonces, qué pasaría si una mujer que no ha tenido hijos, no porque no quiera sino porque no ha podido (y todo el mundo constantemente le preguntara por qué no ha parido), que pasaría –insisto– con un personaje atenazado por esa carencia. Esto me parecía una situación muy terrible y en La perra la exploro. Es decir, exploro el drama de una mujer que quiere tener hijos pero no puede y a quien la sociedad le pregunta, recurrentemente y a veces con malicia: “Oiga, por qué usted no ha tenido hijos”, lo cual incrementa más su sufrimiento.

Una vez que Damaris se resigna a ser una mujer “seca” (término usado por uno de los personajes de la novela), es decir, infértil, traslada a la perra todo el afecto y la pasión que habría dedicado a un hijo y de ese modo se cierra al mundo. ¿Podríamos argüir que la protagonista sustituye una ausencia depositando en un animal el desbordante afecto de una mujer truncada orgánicamente por el azar biológico, al punto de que ese obsesivo amor la convierte, asimismo, en una “madre devoradora”?

Creo que Damaris adopta la perra y deposita en ella el afecto que hubiera querido darle a un hijo y creo, además, que lo que ella tiene es un trauma no elaborado: hay un afecto desbordado y hay un afecto, asimismo, que se tuerce. Pero más allá de eso también hay ahí, en Damaris, en la relación que tiene con su perra, la tensión –que intento explorar– que suele presentarse en las relaciones de las madres con sus hijos.

Cuando tuve a mi hijo, que fue un hijo querido y deseado después de los cuarenta años de edad, yo ya era una mujer mayor a la que le dio la ventolera, las ganas locas de dar a luz. Afortunadamente, logré concebir con rapidez. Al escribir La perra, cuando comencé a trabajar la trama, estaba embarazada. Ahí empecé a construir la historia. Luego nació mi hijo y tuve que dedicarme a la crianza. Entonces dejé de lado esa historia y empecé a escribirla cuando mi bebé tenía nueve meses. La escribía en los pocos ratos libres que me dejaba atender al niño, cuando él estaba haciendo la siesta, y él hacía la siesta tomando teta. Escribí la novela en el celular con un bebé pegado a la teta.

Creo que gran parte de lo que hice en La perra fue conjurar mis propios miedos como madre –el miedo más terrible que tengo como mamá es que se muera mi hijo (quizá ese es el miedo más terrible de todas las madres)–. En La perra vemos la muerte de un niño –Nicolasito– y vemos una mamá que está sufriendo esa pérdida. Luego, hay un momento que es idílico entre los hijos y las madres, en que los hijos ven a sus madres y a sus padres como seres magníficos, y los adoran. En la niñez. Después eso se rompe en la adolescencia. Yo recuerdo a la adolescente que fui, la chica que odiaba a mi mamá porque sentía que era una vieja anticuada y ridícula. Para mí era lícito incluso decir: “Odio a mi mamá”, y nadie me paraba bolas porque era una adolescente y se entiende que los adolescentes sienten eso por sus padres.

Ahora bien, creo que el rompimiento que se produce en la adolescencia es mutuo: la ruptura no es solo del hijo hacia el padre, sino también del padre hacia el hijo. Me pregunto si las madres no sienten ese mismo odio que sienten los hijos adolescentes por sus padres, si las madres no dicen qué es este ser: “Creé este ser, pero no es lo que imaginé que sería, es más bien todo lo contrario de lo que deseaba”, porque los hijos adolescentes se rebelan, pues, y se convierten en unos seres que los padres desconocen. Yo quería explorar eso; creo que al escribir La perra me lo estaba diciendo a mí misma, recordando que el hijo ahora estaba ahí para mí, para que lo protegiera y cuidara, pero que habría un momento en que ese hijo no iba a ser lo que esperaba y que tenía que prepararme para dejarlo ir.

De modo que estaba elaborando esa idea de la maternidad y al mismo tiempo elaborándome a mí como madre. Así, exploré ese lado oscuro que nadie quiere ver de las madres y que nadie tampoco quiere que nombremos: cuando los padres y las madres tienen unos sentimientos hacia sus hijos que no son solo de amor, sino que también están mediados por emociones negativas.

Fotografía de Ediciones Curiara.

Esta pieza tiene peculiares detalles simbólicos articulados con sutiliza en la estructura. A la mitad de su desarrollo, justo cuando la perra se interna en la jungla, el ritmo de la composición cambia y cambia, según se verifica en los capítulos siguientes, el comportamiento del animal y, sin duda, de Damaris. ¿Al momento de su escritura tuvo usted en consideración los notorios y nobles vínculos de su novela con otros títulos de la tradición narrativa latinoamericana ambientados en la selva y sus connotaciones sígnicas: La vorágine (1924), de su compatriota José Eustasio Rivera; Canaima (1935), del venezolano Rómulo Gallegos; Los pasos perdidos (1953), del cubano Alejo Carpentier. O, más cercanos en el tiempo: La guerra del fin del mundo (Mario Vargas Llosa ―1981), Un viejo que leía novelas de amor (Luis Sepúlveda ―1988)?

Definitivamente con La vorágine sí porque La vorágine es la gran novela colombiana de la selva y para mí una de las novelas que de un modo impresionante describe la selva, pues yo tenía el reto de hacer una novela en Colombia que también iba a tener como escenario la selva. Así pues, yo no quería desmerecer a La vorágine ni a muchas otras novelas donde la selva es un tema central. Ahora bien, más que esas obras de la literatura latinoamericana que mencionas tuve dos grandes influencias: una es Ernest Hemingway, pues mi idea era hacer El viejo y el mar, pero ya no un viejo sino una mujer, y ya no el mar sino el mar y la selva juntos. Yo quería hacer una novela sobre una mujer en lucha con los elementos, una mujer que no tuviera al alcance otras herramientas más que aquellas que la naturaleza le daba para conseguir su objetivo: tener un hijo. Nada más que eso. Esa fue una gran influencia.

Luego, en algún momento cuando viví en el Pacifico colombiano –que era, pues, la selva–, leí Yerma, de Federico García Lorca, y me encantó. Yerma tiene una temática muy parecida a la de La perra: una mujer enloquecida por tener hijos, pero que no logra concebir y aquí tienes, pues (no quiero hacer mucho spoiler), muchos puntos en común, sobre todo en el final. Recuerdo haber leído esa pieza teatral en la etapa de mi vida cuando no quería tener hijos; me acuerdo decir: “Ay, qué bueno, me gustaría ver esta misma historia de la imposibilidad de concebir en una mujer (que tiene grandes deseos de tener un hijo) en una novela escrita por una mujer”. Recuerdo también decirme a mí misma: “Bueno, lástima, no seré yo porque no tengo esa pulsión”.

Seguí mi vida. Pasaron los años. Escribí La perra y un amigo mío, Antonio García Ángel, que también es escritor, estaba editando la obra de Lorca, leyó La perra antes de que la publicara, en manuscrito. Un día me llamó para decirme: “Oye, es que estoy editando a Lorca y esta novela tuya se parece mucho a Yerma”. Inmediatamente me dije: “Ah, hice mi versión de Yerma”. Había olvidado que en algún momento yo había dicho que me gustaría ver Yerma hecha por una mujer, y la verdad es que La perra es Yerma contada por una mujer.

Sigamos en esta línea del paisaje. “El acantilado” –lugar donde ocurren los hechos más importantes de la obra– se halla enclavado entre el mar y la selva. Un sitio, además, de quintas derruidas y que antes servían como casas vacacionales de gente rica. En ese ambiente se producen algunas tragedias: la muerte por inmersión del hijo de una de esas familias –un chico de apenas ocho años: Nicolasito– en presencia de Damaris, quien para la fecha también era una niña de la misma edad. Luego, décadas después, muere también en el océano, de manera extraña, un viejo reducido a una silla de ruedas. ¿Esa zona feraz, salvaje, primitiva resulta el elemento que puntúa el destino de los personajes como en la tragedia griega?

Me gusta mucho esa idea: entender el escenario de la selva como un destino trágico para los personajes. Estoy de acuerdo con el modo como lo decís porque, sí, una de las cosas que más me impresionó de vivir en el Pacifico colombiano fue la dureza de la vida de las personas que convivimos allá, la dureza de nuestras vidas, las cosas que teníamos que enfrentar a diario y cómo ocurrían las tragedias.

Las tragedias que se recrean en La perra, como la muerte de Nicolasito o la muerte extraña del hombre en la silla de ruedas, no las presencié exactamente como aparecen narradas en la novela. Pero digamos que recuerdo que en todos los períodos de vacaciones había muertos, morían turistas. Por lo general, las personas de allá conocían bien el mar y sabían dónde no meterse; pero los turistas a veces desafiaban lo que los nativos les decían: “Oiga, no vaya a ese lado que allí el mar se pone peligroso”. Pero los turistas iban y se metían en los sitios prohibidos porque se creían muy valientes. En todas las temporadas altas había gente que se moría. Recuerdo muchos niños que murieron, y también recuerdo niños que fueron salvados por sus padres al precio de sus propias vidas: es decir, los papás se ahogaban en el rescate. Era muy duro ver, en las temporadas vacacionales, a los turistas llegar felices y luego irse con un muerto. Aquello era muy duro.

También hubo otra muerte que me marcó mucho: la de un vecino de El acantilado donde yo vivía. No era mi amigo cercano, pero sí iba a casa y nos tomábamos un cafecito y charlábamos. Él era epiléptico y estaba pescando en una canoa en el océano. Parece que le dio un ataque y se cayó al mar. Encontraron la canoa vacía. Estuvieron muchos días buscándolo; recuerdo cuando encontraron el cadáver: estaba muy descompuesto. Tal fue el impacto de aquel accidente que algo de ello narré en La perra: las duras circunstancias de la vida en una región olvidada y lejana a la que no se puede llegar por carretera; no hay hospital, sino solo un puesto de salud donde quizás te pueden coser si te abriste una herida, pero no mucho más que eso; donde un gran número de mujeres todavía se mueren en el parto. Creo que también quería poner en escena esas difíciles y duras circunstancias del lugar.

Pilar Quintana retratada por Manuela Uribe.

Las acciones ocurren, desde el punto de vista cronológico, a inicios del siglo XXI (con un anclaje en 1977 cuando se produce la muerte de Nicolasito). ¿Ese mundo precario (donde apenas hay teléfonos celulares que casi nunca tienen saldo, donde se va la luz con elevada frecuencia, donde el único entretenimiento es la televisión) representa buena parte del Pacífico colombiano actual y, por extensión, de grandes áreas pobres de América Latina?

En efecto, desafortunadamente no se trata solo de circunstancias que se viven en el Pacífico colombiano; tampoco son situaciones únicas padecidas en un lugar específico dentro de Colombia, sino que estamos en presencia de una realidad que abarca muchos países de Latinoamérica y del mundo. Tenemos muchísimas zonas de pobreza absoluta donde se va la luz, donde no hay servicios básicos.

El Pacifico colombiano, el llamado “Chocó biogeográfico”, uno de los cinco hotspots con mayor biodiversidad del mundo –es decir, biológicamente una de las zonas más ricas del planeta–, es una de las regiones más pobres de Colombia y quizá de toda Latinoamérica. Es uno de los lugares donde más llueve; el pueblo con mayor pluviosidad de la Tierra está en el Chocó biogeográfico. Sin embargo, en ninguna ciudad del Pacífico colombiano hay acueductos ni agua potable: ni en Quibdó, que es una capital departamental, ni en Buenaventura, el mayor puerto marítimo de Colombia, ni en Tumaco, una importante ciudad del departamento de Nariño. Así pues, en la zona más lluviosa del mundo sus pobladores no tienen servicio de agua de ningún tipo. No obstante, es una zona hermosísima, pero llena de contradicciones y que refleja un visible abandono estatal. Y eso pasa, además, en muchísimas regiones de Latinoamérica y del mundo.

Vuelvo a Damaris, un ser complejo en un entorno de seres simples que sucumbe, no obstante, a viejas emociones: la rabia, la alegría, la acumulada tristeza (los traumas). Sin embargo, hay un fondo moral en el personaje que la hace dudar, como cuando oye hablar mal de la gente o lo que reflexiona sobre su familia la tarde de fiesta en la casa donde es cuidadora. ¿Qué nos puede decir al respecto?

Damaris es una mujer buena, y por mujer buena no quiero decir una mujer perfecta, sino buena como seguramente sos vos y como seguramente soy yo. Damaris es una persona que va por la vida con buenas intenciones tratando de no dañar a nadie, pero en ella hay también algo que es muy peligroso: tiene un montón de traumas que nunca pudo elaborar, es una mujer cuyo padre la abandona no más la engendra y cuya madre tiene que irse a trabajar a una casa de familia en la ciudad y la deja con unos tíos.

Damaris es una niña que sufre la violencia de su tío; luego es abandonada por ese tío y por su familia cercana. Tiene una relación estable con su marido, pero él también la abandona pues la deja muchas veces sola en su drama de búsqueda de tener hijos. Un abandono además físico porque se va muchos días al mar, y aunque tiene momentos de ternura con ella es un marido abusivo verbal y psicológicamente: la maltrata con palabras, la hace sentir mal.

Damaris carga con una culpa, tal como las personas cargan, muchas veces, culpas de la infancia que nos atribuimos a nosotros mismos pero que en realidad no deberíamos cargar. Uno conoce adultos cuyos padres se separaron cuando aquéllos aún eran niños y esos niños se sintieron toda la vida culpables por esa separación, hasta cuando fueron a terapia y se dieron cuenta de que sus papás se separaron porque tenían que separarse y que ellos no tuvieron la culpa de eso. Pero Damaris no tiene ninguna posibilidad de elaborar esas culpas y esos traumas, esas cosas horribles que le pasaron a ella; no tiene posibilidad de ir a terapia. Ella es una mujer negra nacida pobre en el Pacifico colombiano, un lugar donde a duras penas la gente tiene para comer y donde, como dijimos, los servicios médicos se reducen a un puesto de salud donde lo puedan coser a uno si tiene una herida profunda o donde tenés que acudir a la medicina tradicional de un jaibaná (un curandero indígena), lo cual no está mal, pero no tiene asesoría ni un apoyo de verdad para sanar las profundas heridas que tiene.

También hay otro tema, y es que Damaris se esfuerza por mostrarse buena porque tiene esa culpa tan grande y ella quiere demostrarle al mundo que no es mala y que no mató a ningún niño y que es tan buena que hasta trabaja gratis para la familia del niño que murió. Ella se esfuerza mucho por ser buena, pero nunca da salida a su oscuridad ni a sus rabias ni a sus lugares feos, ni a sus emociones sombrías. Entonces allí hay un peligro muy grande porque si uno no hace eso: hallar salidas para los dolores profundos, si uno siempre es bueno, pues va a llegar un momento en que va a estallar, y Damaris estalla y sale lo peor de ella: sale su violencia más grande.

Por último, hay una recurrencia en describir como varoniles y toscas las manos de Damaris. ¿A qué se debe esto? Uno podría suponer que de esas manos no puede salir un niño. ¿Qué podría decirnos de esas gruesas extremidades?

Bueno, Damaris es una mujer grande y fuerte de la selva. Cuando yo llegué a vivir al Pacifico colombiano me impresionó ver a las mujeres que eran grandes y fuertes; yo al lado de ellas me veía como una enanita flaquita y chiquitita, y me impresionaba mucho que eran mujeres capaces de coger un hacha y sacar leña de unos pedazos de madera enormes. Eso por un lado, pero desde otro ángulo, y aquí vamos hacer un spoiler tenaz, Damaris iba a matar, era una mujer que iba a matar con sus propias manos; entonces yo necesitaba tener una mujer fuerte, una mujer que fuera poderosa, que tuviera unas manos poderosas, unas manos viriles. Si yo con mis manos quisiera matar, no iba a poder porque soy chiquitica. Pero Damaris sí, porque Damaris es fuerte y enorme y tiene unas manos grandes de hombre.


ARTÍCULOS MÁS RECIENTES DEL AUTOR

Suscríbete al boletín

No te pierdas la información más importante de PRODAVINCI en tu buzón de correo