Notas al atardecer: para Harry Abend

19/01/2021

Harry Abend. Fotografía de Vasco Szinetar

El escultor y arquitecto venezolano de ascendencia polaca Harry Abend murió este lunes 18 de enero de 2021 a sus 83 años. A continuación reproducimos un texto de Alejandro Oliveros sobre la obra del artista

1.

Se lo leí hace muchos años a Novalis y nunca lo he olvidado. Aquello de que, en el sueño, las cosas suelen presentarse al revés de lo que son, o van a ser en la realidad. Hace poco en el sueño, se me apareció, a la distancia, una torre altísima, construida en ese estilo que durante una época llamamos “futurista”. Es decir, una edificación, tipo “Metrópolis”, de Fritz Lang, con una altura improbable y un equilibrio poco obvio. Incluso para la topografía onírica, el edificio era sorprendente. Pero no eran las dimensiones ni el estilo lo que me inquietaba cuando alguien, que no reconocí, me dijo que el arquitecto había sido Harry Abend. Contemplé la torre durante largo tiempo, hasta donde se puede medir el tiempo en la experiencia onírica, sin salir del desconcierto. Se trataba de una obra magnífica, un atrevido diseño felizmente realizado. Lo que no entendía era cómo Abend podía ser autor del proyecto. Algo le faltaba y no podía descubrir qué era. Así, hasta que me desperté, con la imagen fresca en la memoria, y me di cuenta de lo que se me escapó en el sueño. A la estupenda construcción le faltaba lo que le sobra a los trabajos de Abend: alma.

2.

Czeslaw Milosz y Harry Abend, lo había olvidado son ambos emigrados de origen polaco. Milosz emigró, en 1960, a Berkeley, California, y Harry, en 1948, a Venezuela. El primero nació en 1911 y el segundo en 1937. Dos generaciones que fueron marcadas por la guerra, en el caso del escritor, y por la postguerra, en el de nuestro artista. Son muchas las diferencias entre ambos. Pero no menos las afinidades. Diferencias ya no de orden cronológico, sino espiritual.

Milosz cristiano y Abend judío. Pero polacos: polaco cristiano y polaco judío. La distancia, sin embargo, se acorta por la manera en la que han expresado su religiosidad. No pocas veces de manera indirecta y siempre oblicua. Para los dos, la experiencia religiosa va de lo general a lo particular. De la creencia compartida a su ejercicio en términos existenciales. Por supuesto, esta no es la manera más ortodoxa de entender un culto. Algo que las distintas autoridades religiosas de sus respectivas tradiciones no han dejado de recordárselos. No podemos decir que Milosz sea un poeta religioso. Aunque lo es, de la misma manera que Abend es un artista religioso. En ambos casos, la expresión de la religiosidad en sus obras, no ha sido la principal preocupación. Tal vez porque entienden que la religiosidad no es la única preocupación de la existencia. Milosz se encuentra tan alejado de la militancia cristiana de Paul Claudel como Abend de la reiteración judía de Chagall. Demasiado lúcidos los dos para cualquier tipo de sectarismo. Y no sólo el religioso.

No entender este aspecto primordial de la producción de los dos creadores es entender poco menos que nada. En sus obras poética y religiosidad son indisociables. Porque la negación de todo sectarismo es la afirmación más clara de sus obras. En un tiempo en el cual los sectarismos fueron asumidos como bondad necesaria y calidad irrefutable, cuando el poeta surrealista o comunista era bueno porque era surrealista o comunista o yo que sé, Milosz pasó por delante de las intolerancias literarias de la manera más lúcida, no se paró a “ver a los lados”. Su lírica es un cuestionamiento permanente al sectarismo estético. No es sino lo más natural decir lo mismo de Abend. Frente al unidimensionalismo sectario, nada mejor que una escritura plural. Algo que entendió desde temprano. Del constructivismo de Cézanne, Vasarely, Le Corbusier , Soto and Co. al informalismo de Moore y Hepworth en un diálogo poco obvio. El resultado es un sendero que se bifurca para llevarnos, al final, al mismo punto: el triunfo de la lucidez sensible sobre la oscuridad de las parcialidades.

3.

Toda escultura es un tótem. Algo que Policleto sabía demasiado bien cuando creó su “canon”. A un doríforo, precisamente, escogió para materializar sus cálculos. Un joven que porta una lanza o jabalina para resguardar la tribu. Un figura protectora, como corresponde a la tradición totémica. El genio griego transformó la primigenia formación vertical en una elegante y alegórica figura masculina. Un tótem tiene por lo menos dos funciones: una protectora y otra “fertilita”. Para esta segunda, la de estimular la fertilidad de los integrantes del grupo, asume su apariencia fálica. Si esto es así, y todo parece indicar que lo es, entonces, si toda escultura es un tótem, toda escultura es, también, un falo. Brancusi, mejor que nadie, lo sabía. Harry Abend, constructivista y descontructivista, abstracto y mitológico, también.

 4.

En una página escondida de La raggione errabunda, sus “cuadernos póstumos” editados por Adelphi, Giorgio Colli se refiere, con la improbable originalidad de todo lo que escribió, al nacimiento del pensar en Grecia. Nos revela que, en su origen, el pensamiento griego se mantuvo alejado de la expresión indirecta (abstracciones, etc.): “Ser filósofo se expresaba en un comportamiento, una vida de sabio.” sólo después de las guerras persas el filósofo comenzó a hablar en público superando de esta manera el ámbito estrecho de amigos y discípulos. Algunas líneas más adelante, el maestro italiano refiere lo que más nos interesa aquí y ahora: ¡La aparición de la expresión filosófica en Grecia favoreció una oposición entre pensamiento intuitivo, el cual era propio de los sabios, que no situaban su pensamiento fuera de sí, sino que simplemente lo traducían en juicios relacionados directamente con las cosas percibidas, y un pensamiento discursivo, abstracto, nacido, y rápidamente robustecido bajo el impulso del enfrentamiento con lo exterior…con aquello que en Grecia se convirtió rápidamente en un arte, una esfera de emulación para los individuos que es la dialéctica… El poderoso desarrollo de la dialéctica fue favorecido por la oposición entre pensamiento intuitivo y pensamiento discursivo.” En otro de sus “quaderni”, escrito dos días después, Colli agrega: “El hombre moderno carece de esta polaridad, quien a menudo ni siquiera sabe que posee una inteligencia intuitiva.”

El triunfo de la racionalidad en Occidente, falaz y alegremente atribuida a los griegos, terminó desacreditando a la inteligencia intuitiva. Para Hegel, por ejemplo, las posibilidades de una epistemología intuitiva carecían de fundamento. Se comenzó a sospechar de la intuición. Se le asoció con un peregrino sexto sentido y se consideró atributo de la femineidad, lo que no era más que la expresión dialéctica de una rampante misoginia. Ni siquiera el costoso fracaso de la razón “instrumental” a mediados del siglo pasado, alivió el descrédito de la intuición entre pensadores y filósofos. Ante el colapso de la razón “instrumental” se propuso una nueva razón que iba a superar las limitaciones de la otra. Una nueva razón surgió que fue bautizada “crítica” por los alemanes. Pero a nadie se le ocurrió darle un chance a la intuición. El único pensamiento válido seguía siendo el discursivo, el de las grandes abstracciones y arbitrarias generalizaciones, elevados conceptos e ingeniosas construcciones. Lo que afirma Colli es doloroso. Recordemos en el original: “Questa polarità manca al uomo moderno, il quale neppure sa di avere un’intelligenza intuitiva.” Sentimos que nos hemos disminuido grandemente, ¿un cuarenta, cincuenta por ciento? Ser intuitivo es ser considerado poco menos que primitivo, elemental, rústico, cuando no afeminado en el caso de los hombres. El conocimiento intuitivo, no obstante, se niega desaparecer. No podría, por lo demás. Si fuéramos atentos, nos daríamos cuenta de que no conocemos menos por lo que intuimos que por lo que racionalizamos, así fuera porque el componente emocional es menos influyente. La expresión de la inteligencia intuitiva, después de los griegos y especialmente después de los presocráticos, no fue motivo de preocupación por los grandes pensadores tradicionales. Un poco Schopenhauer, un poco Nietzsche, un poco Heidegger. Pero será a través de la poesía y el arte que la intuición siga expresándose.

Todo esto se me ocurre al pensar la dilatada y compleja escritura escultórica de Harry Abend. En su obra, inteligencia intuitiva e inteligencia discursiva cohabitan de manera armónica, sin fractura ni rupturas. Comparten los espacios y los sueños, se les oye dialogar en el taller y, al final del día, susurran palabras luminosas al maestro. Que las entiende y las convierte en formas y volúmenes. En realidad son dos Harry Abends en un solo Harry Abend. Intuición y racionalidad que no se interrumpen sino que parecen alimentarse sin hegemonías ni preponderancias. Al rigor de su constructivismo en cemento o madera se corresponde el informalismo de su madera en negro. Nada de colores aquí, sólo pátinas, brillos, oxidaciones y texturas. El sector intuitivo de la producción de Abend despierta las más inquietantes asociaciones. Epifanías, experiencias religiosas, visiones totémicas, restos arcaicos recubiertos de misterio. Describe el logos con sus construcciones y esculpe el mito con su informalismo.

5.

En pocos artistas contemporáneos se cumplen de manera tan ajustada las categorías que ingeniara Nietzsche a la hora de considerar el fenómeno de la tragedia griega, como en la obra escultórica de Harry Abend. Para el formidable pensador, dos instintos primordiales habían condicionado la aparición del fenómeno trágico. En una de las categorizaciones más exitosas de la filosofía occidental, y de las más apasionantes, Nietzsche habría de bautizarlas de acuerdo a sus dioses tutelares: “apolíneo” y “donisíaco”. Nada más opuesto que ambos impulsos. Apolo es la “Apariencia radiante de la divinidad de la luz.” El patrono de las formas, el defensor de la racionalidad, el origen del arte plástico, el soberano de todas las facultades creadoras de la forma. Apolo es el dios del artista plástico, el gran creador de técnicas, arquitéctónica, escultóricas, además de usicales. El más grande triunfo del espíritu apolíneo es el “canon” de Policleto. Nada más racional que este modelo fundador del arte escultórico en Occidente. Antes de Policleto todavía era posible encontrar rasgos de “irresponsabilidad” formal en la escultura. Como en la escritura cicládica. No poco de Dioniso hay en estas figuras enigmáticas, cuyos anónimos creadores todavía no eran súbditos de la estricta racionalidad expresiva de los tiempos helénicos. No de balde nos parecen tan modernas, ni es casual que Giacometti las asumiera como propias al comienzo de su carrera. Contra estas y otras, menos arcaicas, manifestaciones de irracionalidad en la escultura, es que el gran escultor de Argos escribió su canon y fundió su “Doríforo”. En lo sucesivo, toda escultura estará sometida a un sistema de proporciones. Ya el escultor no es libre a la hora de escoger el tamaño de las piernas, de los pies o, por lo mismo, de la cabeza. Ni siquiera el de la nariz, que no debe exceder la longitud de la frente, y así por el estilo. Apolo es la inspiración de Policleto, su referencia fundamental, así como la de todo formalista que se respete. Con estas aladas palabras prosigue Nietzsche: “Apolo se levanta ante mí como el genio del principio de individuación, único que puede realmente suscitar la felicidad liberadora en la apariencia transfigurada.” Es decir, gracias a su influjo racionalizador somos capaces de convertirnos en nosotros mismo, diferenciados del todo informal de lo que Schopenhauer llamaba “Voluntad” (die Will).

La escultura clásica, una de las grandes manifestaciones del espíritu apolíneo, encontró en tiempos de la modernidad un desarrollo insospechado. Se le llamó constructivismo, pero su “voluntad formal” es la misma de Policleto. Artistas como Gabo, Pevsner, Tatlin, El Litzitsky, Mondrian, Herbin, Vasarely, confiaron en la razón para estimular en el espectador la búsqueda de la propia individuación. Los padres fundadores del constructivismo moderno fueron redescubiertos a mediados del novecientos. El surrealismo entró en crisis, confundido con la irracionalidad inimaginable de la Segunda Guerra. De nuevo, ser constructivista, significaba ser moderno. Y, de nuevo, con todas sus virtudes, el constructivismo se mostró en todas sus limitaciones.

6.

La manifestación constructiva por definición (con-struère) es la arquitectura. La casa, el templo, el circo, fueron “construidos”. Y, en este, el más antiguo de los menesteres, la razón es el más necesario de los instrumentos. No se puede “construir” decorosamente en estado de embriaguez dionisíaca. No es el delirio el estado ideal para acometer tan grave empresa. No se trata de negar las posibilidades de una arquitectura inspirada en la transgresión. En Occidente forma parte de una largar tradición. Borromini fue apenas el primer gran exponente en tiempos modernos. Pero, más recientes, Mendelsohn, Loos,  Gaudí, Zevi o Gehry, todos artífices en el difícil arte de edificar de acuerdo a los principios de la “obra abierta”. El constructivismo moderno, como el canon de Policleto, es lo que se opone a estos transgresores. Y Harry Abend es uno de sus más lúcidos exponentes, un constructivista de la luz. Abend realizó estudios formales en arquitectura, lo cual nos habla de sus aspiraciones racionalistas, de sus tendencias apolíneas. Y pocos lugares más indicados para desarrollar esta vocación que la Facultad de Arquitectura de la Universidad Central de Venezuela, donde desplegó sus actividades la “Escuela de Arquitectura de Caracas” (EAC), como me gusta llamar al grupo de distinguidos arquitectos que acompañaron a Carlos Raúl Villanueva en la fundación y desarrollo de la modernidad arquitectónica venezolana. Los principios teóricos adoptados por los maestros de la EAC fueron, las más de las veces, versiones y desarrollos del constructivismo contemporáneo. Se respira racionalidad cuando se camina por los espacios de la Ciudad Universitaria, o cuando se contemplan los edificios realizados por el grupo. De esa escuela recibió Abend su formación profesional. Y su profesión es la de arquitecto y su estilo el de sus maestros. No tiene nada de especial que el proyecto más dilatado de Abend se relacione con la arquitectura. Sus inmensos murales para el Teatro Teresa Carreño, de Caracas, no pueden ser entendidos como esculturas. En todo caso, lo serían tanto como los paneles acústicos de Calder para el aula magna de la Universidad Central. O, para ser más precisos, no son sólo esculturas. Son, más bien, elementos fundamentales de una arquitectura. Sin ellos, la construcción no sería más que un cascarón vacío. Es tan bello el Coliseo por dentro como por fuera.

Todo constructivismo es una aspiración a la luz. A esa “apariencia radiante de la divinidad de la luz”, que distingue al espíritu apolíneo. Y Abend, el apolíneo Abend, lo sabe muy bien. Su constructivismo es un homenaje a la incesante luminosidad de los trópicos, la primera y más permanente experiencia desde que, a los ocho años, desembarcó en Puerto Cabello, después de largas temporadas de luminosidad mezquina en los indeseados períodos de su vida de refugiado. Ni él ni su familia podían dar crédito a sus ojos. Tanta luz, en aquella rada porteña que, igualmente, impresionara al también polaco Joseph Conrad en su paso tránsfuga por ese litoral. Tanta luz y durante tantos meses consecutivos, eso fue lo que más sorprendió al niño que salía de las honduras de lo oscuro para integrarse al tejido del “trópico absoluto.” No creo que la luz sea el signo más obvio de su trabajo constructivista. Pero no sería lo que es, no tendría esa inquietante belleza, si Abend no se hubiera dedicado durante tantos años, con paciencia de tallista de cristales, de concentración de orfebre, a hacer de la luz el elemento central de su producción constructiva. Esa rara luz es lo que le otorga tanto dinamismo a esas superficies. No se trata de una forma tímida de cinetismo, como suelen pensar las almas simples. Lo que se propuso Abend fue reflejar en sus pirámides modulares la luz que ha bendecido sus pasos desde que llegó a Venezuela. Si queremos encontrar un antecedente renacentista, tendríamos que recordar las fachadas del Palazzo dei Diamante, en Ferrara. La superficie de sus muros expresa la misma obsesión de Abend en el Teresa Carreño. Las paredes no deben absorber nada, por el contrario deben reflejar la luz que todo lo hace posible, esa apariencia radiante de la divinidad apolínea.

7.

Hay algo en el constructivismo de Harry Abend que lo distingue de lo que llamaría “constructivismo ortodoxo”. Su postura la siento más cerca de artistas como Naum Gabo que de los padres fundadores del movimiento en la Rusia utópica de los años veinte. Para ingenios como El Lissitzky, el constructivismo era la negación de toda subjetividad. No es psicológico, y se asume como el fin de todos los romanticismos. En la Unión de los Soviets, su poética estuvo al servicio de una ideología, la marxista. Y es este uno de los riegos de la tendencia. Y otra de sus limitaciones. Su casi insoslayable dependencia de la arquitectura la hace susceptible de desviaciones y manipulaciones. No es casual que El Lissitzky haya sido ingeniero y arquitecto. Como tampoco debe serlo que Trotsky y Lunacharsky se contaran entre sus animadores durante los primeros tiempos. Un apoyo que, como era previsible, no duraría mucho. Con la Nueva Política Económica de Lenin, las libertades intelectuales serían cosa del pasado.

Pocos sobrevivieron al fracaso de la utopía. Naum Gabo, un heterodoxo, como en nuestros días Harry Abend, fue uno de ellos. Gabo rápidamente se había dado cuenta de las imitaciones de la teoría. Demasiado utilitaria, pensaba, y despersonalizada. No hay cabida, en su ortodoxia, como también había advertido Kandinsky, para los movimientos de la vida espiritual. Insistía Gabo en que, con sus líneas y formas básicas, el constructivismo debía empeñarse en superar sus limitaciones esenciales. La expresión de la emocionalidad humana es una de las condiciones de todo arte, constructivo o no. Ya lo hemos dicho, Gabo no pertenece a la ortodoxia, Harry Abend tampoco. Sólo los que no tienen nada que decir pueden ser formalistas puros. Abend no es uno de ellos. Tiene mucho que decir y lo dice de la manera más discreta y elegante. En su escritura, incluso el horror se expresa decorosamente, tanto en su constructivismo como en su más informal expresión dionisíaca. Esta heterodoxia abendiana es una de las razones de sus reiteradas incursiones en un soporte tan “vivo” como la madera, que no es de los más apreciados por el constructivismo clásico. Abend lo sabe y lo utiliza para salvar los estrechos límites del movimiento. Y la luz que se desplaza sobre estos relieves en madera es la menos física de las luces. Se trata, para llamarla de algún modo, de una “luz subjetiva”. El juego de sombras y luces de estas maderas tiene, en verdad, no poco de existencial. En su geométrica sintaxis se despliega una emocionalidad inquietante. El artista se retrata en esas superficies talladas, que una retina apresurada reduciría a líneas y formas básicas. Me gustaría advertir que no poco de dionisíaco y romántico debemos advertir en el constructivismo de Harry Abend.

 8.

En la primera página de su ensayo sobre la tragedia griega, Nietzsche habla del enfrentamiento entre el espíritu apolíneo y el dionisíaco. Y lo hace en apasionados términos: “la evolución progresiva del arte es el resultado del ‘espíritu apolíneo’ y del ‘espíritu dionisíaco’, de la misma manera que la dualidad de los sexos engendra la vida en medio de luchas perpetuas… estos dos instintos tan diferentes caminan parejos, las más de las veces, en una guerra declarada, y se excitan mutuamente a creaciones nuevas, cada vez más robustas, para perpetuar, por medio de ellas, ese antagonismo que la denominación ‘arte’, común a ellas, no hace más que enmascarar.” Para el discípulo de Schopenhauer, este antagonismo fue superado en un admirable acto metafísico, y el resultado fue la tragedia griega, a la vez apolínea y dionisíaca. Todo artista serio reproduce esta superación del antagonismo original. Y es, a la vez, apolíneo y dionisíaco.

Pero, aunque no son muchos, podemos recordar un grupo de artistas contemporáneos en los cuales ambas pulsiones sienten la necesidad de expresarse por separado y, en un momento dado de su evolución creadora, han asumido el compromiso de manifestarse de acuerdo a una tendencia o la otra. Son mayoría los creadores que llegan a encontrarse con una de ellas y la asumen hasta el final. Pollock o Hung, quienes encontraron en el informalismo dionisiaco una expresión adecuada a sus fines. Mondrian o Soto sintieron lo contrario. Harry Abend ha sido privilegiado con la capacidad para expresarse en ambos registros. Ya hemos hablado de algunos de los signos de su discurso constructivo. Una producción marcada por la heterodoxia. Una serie de obras en madera en las cuales las limitaciones del constructivismo eran salvadas a partir del constructivismo mismo, al agregar elementos que remitían a una idea de indudable espiritualidad. Como constructivista, Harry Abend es un heterodoxo. Como informalista, no.

 9.

En su ortodoxia informalista, Abend se transforma en crítico de sí mismo. O, mejor, crítico de su expresión más racional, la de un constructivismo casi siempre racional y, casi siempre, ligado a la empresa arquitectónica, la más racional de todas las empresas. Ahora, ya no le parece tan irrefutable el mencionado principio, atribuido a Eurípides, según el cual “todo debe ser consciente para ser bello.” Porque, como descubrió Freud para Leonardo, no creo que Abend, “ad integrum”, sea consciente de todo lo que dice en su informalismo. Una de las razones es que tiene mucho que decir, mucho que contar y cantar. De modo que, en ocasiones sin saberlo, incorpora al tejido de sus obras, imágenes, sonidos, visiones, asociaciones, recuerdos de una trayectoria existencial rica en dones y dolores que nos dicen más de lo que el artista se propuso. Otra de las razones es que la participación de los estratos más hondos del inconsciente son los más libres en la expresión informal y, si se quiere, los más autónomos. Estamos frente al “espíritu dionisíaco”, origen de ese “arte sin formas” que Nietzsche reconoce sólo en la música por razones puramente históricas. Pero el artista no abandona los rigores de la forma de manera siempre voluntaria. Es el asunto mismo quien se dirige hacia la forma, no la forma quien se dirige en busca del asunto. Y el asunto del informalismo de Harry Abend es el más dionisíaco. En su raíz se encentra el dolor, el desgarramiento, la fractura, la muerte y, al final, la resurrección. No tiene tanto de “orgánico” el informalismo de Abend como de místico. Reitera la vida cíclica del dios que nos trajo el vino, la embriaguez y el dolor. Tanto como sus resonancias de origen oscuro, su “coming of age” a través de las pruebas tan arduas de la persecución, el acoso, el destierro, el sacrificio y la resurrección en un espacio luminoso y propicio.

10.

Más que de la “ebriedad”, deberíamos hablar del dolor como esencia de todo arte informalista. No se abandona la seguridad de la forma impunemente. Alejándonos de la luminosidad del logos, nos acercamos a las inciertas oscuridades del mito. Ese instrumento al que acude la psique a la hora de expresar los “contenidos intolerables” que encontramos en el origen de toda neurosis, de toda psicopatía. Que se me permita esta fugaz incursión en las arenas movedizas de la psicología. Pero es que ninguna época, desde los griegos, se dedicó tanto, y con tanto genio, a la expresión del dolor, como el doloroso siglo XX.

Desde los griegos porque, siguiendo siempre al joven Nietzsche, cabe preguntarse con él si el “deseo de belleza de los griegos, no estaba hecho de tristeza, miseria, de melancolía y de dolor.” No debe ser casual que sea el negro más opaco y nocturno, más denso y ctónico, el que predomine en las superficies de la escritura en madera del informalismo tardío de Harry Abend. Sólo recuerdo negros tan dolorosos en las telas finales de Rothko y en las monocromías de Reinhardt. Y cuando el “negro” habla, no es precisamente para decir linduras. El arte de Abend, como el de Rothko y el de Reinhardt, es la expresión de lo que me gustaría llamar lo “dionisíaco nocturnal”. Que, en su discreta gramática, se distingue de la estridencia y la algarabía. Su música es la de von Weber, que casi no se oye en su desgarramiento. Así hablan estos artistas, y hablan de la noche y los paisajes nocturnos. Saben de la noche y saben que ama el silencio y que su tejido puede ser tan serio como un golpe de ataúd en tierra. Pero la tragedia griega es un hecho catártico, una expiación. No se trata de negar la existencia. Lo contrario, por la catarsis, la angustia existencial, el “schmerz” se desvanece, se libera y desaparece. De acuerdo con un ciclo que, para el verdadero artista, y Abend es uno de ellos, no cesa. Y es menester superarlo en cada talla, en cada plano, en cada tela, en cada relieve, en cada línea.

11.

Harry Abend, quien como he dicho, ha conocido la noche profunda y nada en ella le es extraño, que aun en los momentos más indigentes nunca creyó que la indigencia fuera su destino, es, por lo mismo, un militante amoroso de la luz. Del milagro de la luminosidad de estos trópicos que han conocido sus pasos de artesano y artista. Sólo los que han sido reducidos por un tiempo al confinamiento de lo oscuro, reconocen en toda su grandeza el milagro de la luz. Para Goethe, hasta en su lecho de muerte, luz y vida eran una sola cosa y siempre lo fueron. Es de procedencia griega en Occidente, la relación entre luz y sexualidad. Sólo las restricciones de las religiones ascéticas han sido capaces de privar de luz a Eros. El sexo es diurno entre los griegos. Los cultos fálicos eran cosa diurna y sus imágines, en piedra y mármol, guiaban los pasos de los viajantes por los caminos de la Hélade. Que la vida es fálica es una de las convicciones más reiteradas del imaginario griego. Tengo la convicción de que Harry Abend ha encontrado una salida al “impasse” de lo nocturno, a través del culto a Eros. A nadie escapa el carácter telúrico de un sector de su producción informalista. Pilares, columnas, tallas, formas “testiculares” en bronce o madera, extraños ovoides, obras que salen o vuelven al suelo, todas expresiones de su afirmación en las capacidades renovadoras de Eros. Que es la manera más lúcida de afirmarse en lo vital, de negar el acoso incesante de lo oscuro. En esto, y en tantas otras cosas, nuestro Abend nos recuerda a Brancusi. En esa convicción en las capacidades curadores de lo vertical. En esa invitación a aceptar lo fálico como la más segura negación a la omnipotencia de la muerte. Abend, como Brancusi, es un creador que milita en el simbolismo y la alegoría. En su caso, cuando habla con columnas y pilares, habla de las infinitas formas que adopta Eros para negar a su reflejo, Tánatos. Sólo Eros puede salvarnos, en vida, de la noche. Abend lo sabe e insiste en recordárnoslo con la escritura discreta de su escultorismo fálico.

12.

“Para sus representaciones el mundo sensible y el otro mundo son uno solo”. Me da la impresión de que esto fue lo que impresionó, instintivamente, a Harry Abend ante la visión de grandes árboles talados en el paisaje urbano de Caracas. Algo hay en estas maderas caídas que no es de aquí, debe haber pensado. O que no sólo es de aquí. El Abend de los troncos y el informalista (odio esta categorización), no se detiene en la causalidad de las cosas. Demasiado logos para un espíritu como el suyo. Para una “mentalidad mística” como la suya. Ambas expresiones son de Levy-Bruhl, en su no superado estudio de 1921 sobre la mentalidad primitiva. Lo que vio Abend en esas maderas de puy o caoba, debemos asociarlo más a la historia de la mística que a la de la arquitectura o escultura. Su transformación en objetos de arte es la más decorosa. Su intervención en ocasiones es casi nihil. Ya eran objetos mágicos esos troncos cuando los encontró. Tan sólo se dedicó a destacar sus rasgos, de acuerdo a una poética muy particular. Un desempeño que tiene en la intuición y la inocencia dos de sus fundamentos. Los mismos que lo animaron a realizar esas formas en esperma durante su infancia siberiana. Una epifanía que le gusta recordar y que, en un ensayo penetrante, Bélgica Rodríguez nos invita a tomar como necesaria a la hora de acercarnos a una escultórica donde la expresión espiritual es el centro, el eje firme, de su origen y desarrollo.

Con el ejemplo de otros grandes escultores del novecientos, Brancusi, Moore, Armitage, Hepworth, hay que destacar en Abend lo que el mismo Levy-Bruhl llamara las “influencias invisibles”, para designar las motivaciones no aparentes de una expresión artística. La primera, y fundamental, es el espíritu de los muertos. El color negro, el único, y es un no color, que el artista incorpora a sus maderas, es una muestra de un duelo permanente, de un culto benéfico a los ausentes. Parece una expresión de amoroso agradecimiento y una manera de comunicarse con el “más allá”. La experiencia espiritista de sus días infantiles, en el improbable siberiano, no se ha dormido en la psique del artista. De tanto insistir en escucharlo, el más allá se diría que le habla en forma reiterada. El resultado es esa atmósfera de misterio que se siente en la presencia de muchas de sus piezas, y aún más cuando se asiste a un conjunto de sus obras. Hay que insistir, aunque debería ser obvio: nada más lejos de una celebración de la muerte que la obra de Abend. Debemos entenderla como una afirmación, un reconocimiento de que el “mundo sensible y el otro mundo son uno solo”. Una manera de asumir la vida sin las limitaciones del logos.

13.

Una semiótica ajustada de lo que se ha llamado el sector “informalista” de la escultura de Harry Abend, orgánico o inorgánico, algo que a estas alturas del juego resulta irrelevante, se detendría a examinar su tratamiento del tiempo. O mejor, de cómo el tiempo aparece tratado en su obra. Y en esto se acerca, en esto y en tantas otras cosas, a la poesía. No sé si se ha dicho, pero Abend hace poesía cuando hace escultura. Y como en la poesía, la poesía moderna, se entiende, el tiempo real a menudo es abolido y transformado en la realidad del tiempo mítico, circular, el tiempo de la mentalidad primitiva: “Las cartas de amor que yo escribí en mi infancia/eran memorias de un futuro paraíso perdido”, nos dice Juan Sánchez Peláez, poniendo a saco la cronología convencional, afirmando que en el mito, que es todo lo que no es logos, pasado y futuro parecen confundirse, ser uno solo. Pero es que la poesía es la casa del mito, allí reside y allí se siente cómodo. Así se debe mirar, si se quiere mirar bien, el arte de Abend. No es que sea atemporal, que no lo es, es que se trata de otro tiempo que sólo la poesía es capaz de expresar. Por eso, cuando nos paramos frente a una de sus columnas, sentimos que las cosas se detienen, entre ellas el tiempo. Experiencias parecidas he sentido frente a otras escultóricas, como la de las cicládicas y, en nuestro tiempo, Brancusi y Giacometti. Por supuesto, Stonehenge es la manifestación primordial del arquetipo del “tiempo suspendido.”

14.

He dicho que Abend hace poesía cuando hace escultura, y es cierto. No son muchos los escultores de los cuales se pueda decir lo mismo. He mencionado a algunos de ellos, pero no deberíamos olvidar ni a Gaudier- Brzeska ni a Boccioni. En Venezuela, me gusta recordar al Guinand joven y al Narváez viejo. Más de una vez he acudido a una cita de Mircea Eliade y siempre me ha parecido oportuna. Aunque tal vez ahora, referida a Abend, resulte más adecuada que en otras ocasiones. Eliade: “Desde un cierto punto de vista, podemos decir que todo gran poeta rehace el mundo, por cuanto se esfuerza en verlo como si el Tiempo y la Historia no existiesen”. Es obvio que el mitógrafo rumano se refiere a la historia de los días, no a la historia del alma, indisociable de toda poética. Pero es cierto, durante los cincuenta años dedicados al oficio, Abend se ha propuesto rehacer, no el mundo, pero sí su mundo. Es lo más admirable observar cómo de las ruinas originales de su historia individual, material y anímica, Abend ha construido un paisaje existencial admirable. Ha ido, sin estridencias ni exhibicionismos, del opus nigrum a la Gran Obra. De las vecindades del exterminio a la celebración de la naturaleza, el amor y la vida. Que no son, a fin de cuentas, sino manifestaciones de su fe irreductible en la luz y en las capacidades regeneradoras de eros. Alguna vez habló de su simpatía por el azar y, bien leída, su escritura tiene no poco de aleatoria. Soy de los convencidos de que no es del todo producto del cálculo en la superficie de sus tallas, relieves, columnas y capiteles. Demasiado intuitivo, no me canso de repetirlo, demasiado convencido de las posibilidades de la razón intuitiva como para no saber que “el azar es la única divinidad que permanece insobornable.”

15.

Siempre he admirado el trabajo de Abend, en especial su vertiente no constructivista. Me reconocía en su voluntad de forma, en sus esfuerzos por ordenar lo informe, de ser apolíneo con una materia psíquica oscuramente dionisiaca, el decoro con el que expresaba insospechadas imágenes de su existencia. Recuerdo con especial afecto las columnas que se integraron al diseño de la estación Parque del Este del Metro de Caracas. Mi estación, después de cierto tiempo, cuando de noche regresaba de mis clases en la Universidad. Cansado o no, sabía que al final del trayecto iba a encontrármela. Creí que iba a estar allí para siempre, como una fuente de agua o un brillo en el firmamento. Si no siempre entendida, siempre familiar y empática. Había en ella algo me que producía alivio, aun en la más casual de las contemplaciones. Pasaba al lado de ella y me sentía confiado en las capacidades del hombre para imponerse al caos y el desengaño. Una verticalidad que se negaba a ir más allá de la escala humana, como los mejores ejemplos de la arquitectura griega, donde habría podido ser instalada con la misma fortuna. Las columnas ascendían, es cierto, pero no tanto como para hacerse inaccesibles. No puedo decir que estuviera exenta de seriedad y es que la empresa que se propuso el artista era seria. No obstante, como en un buen poema, lo que se proponía era un fragmento de conversación con los apurados usuarios del metro. No importaba cómo se hubiese presentado el día, al bajarme y subir las escaleras, ella iba a estar allí confiada y amable, esperándome para decirme, “Bueno, Alejandro, ya vendrán tiempos mejores”. O, “Nunca olvides, Alejo, que el espíritu también se alimenta y su alimento es la belleza, que el alma, inmortal o no, prevalecerá siempre”. O que, “Nada está perdido mientras estemos vivos”. Y me hacía recordar una frase atribuida a James Hillman, aquella en la cual el distinguido psicólogo confesaba que, después de décadas de práctica analítica, había encontrado que sólo la belleza era capaz de ofrecer una cura a los desniveles de la psique. Abend lo sabe porque lo ha vivido. Y la cura que encontró para males me la ofrecía, y me la ofrece, cada vez que contemplo una de sus piezas. La belleza cura y Abend, como en los viejos tiempos, es a la vez un gran artista y un gran curador. Que es lo que era la poesía en la Antiguëdad, una curación por la palabra, y que es lo menos que le podemos pedir a los que hacen arte y poesía. Que la obra sea un alivio a las tantas caídas del alma. Hay algo que alivia en la escultura de Abend. Una especie de “cordial” en el sentido original. Al fin y al cabo, como dijera Machado, “la poesía es cosa cordial”. Mis columnas del metro ya no están. La sordera es un signo de los tiempos. A pesar de lo que a diario nos decía, la escultura fue removida y destinada a un futuro incierto. Ya no nos espera al final de los escalones. Pero mi admiración por el trabajo de Abend permanece invariable. O no, a medida que pasa el tiempo adopta nuevas formas. Yo avanzo en la vida y siento que ella avanza conmigo.


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