Entrevista

Luis García Mora: “Ya no me queda tiempo para desperdiciar”

Luis García Mora retratado por Alfredo Lasry | RMTF

07/02/2021

En periodismo, Luis García Mora es una marca, así que no necesita presentación. Pero últimamente, su olfato periodístico está en modo hibernación, por esa razón no leemos sus columnas que invariablemente indagaban, como un buscador de hallazgos y miradas, en la política venezolana. Sin embargo, de un tiempo a esta parte se despertó en él una pulsión que permanecía dormida o aletargada. Aquí mismo, en Prodavinci, hemos podido disfrutar de sus ensayos sobre la novela negra. Sus perfiles de diversos autores (Dashiell Hammett, Ross Macdonald, Raymond Chandler, Fred Vargas y Jorge Luis Borges) atraen a los fanáticos de un género que nos cautiva sin cesar.

Novela negra, novela policiaca. De eso se trata esta conversación, con un gran lector y conocedor de este género.

En un ensayo sobre la novela negra, Ernest Mandel, el intelectual trotskista más importante de la segunda mitad del siglo XX, establece un paralelismo entre el revolucionario que cuestiona las perversiones del capitalismo —la corrupción, las injusticias derivadas de la iniquidad y la decadencia “burguesa”— y las motivaciones que llevan a los héroes de la novela negra a buscar la verdad y algo de justicia por los crímenes que han cometido sujetos que se valen de su posición de poder para eludir la mano de la justicia. Uno puede ver un punto de coincidencia. ¿Quisiera hablar sobre ese elemento en común?

Creo que el punto de coincidencia es la rebeldía. Sentir el dolor, el sufrimiento de la exclusión, pero no vista desde la perspectiva económica y social, de los proletarios y de los burgueses, que también se sienten en esos libros, sino la que podemos apreciar en los libros fundacionales de la novela negra, ubicada en los Estados Unidos, que es la verdadera novela negra. Pero también está el policial abstracto, que nace con el caballero Lupin y encuentra, al otro lado del atlántico, en Inglaterra, a su mejor paradigma en Arthur Conan Doyle y Dorothy Sayers y que rebota, nuevamente en Estados Unidos, con S. S. Van Dine, que es la novela de la resolución de un sortilegio, de un enigma, que ocupa todo el espacio narrativo. Ese fair play en el cual el detective le da al lector todas las herramientas para descubrir al asesino, que es el centro de gravedad del relato. Esa novela se daba en espacios cerrados, en grandes mansiones, por ejemplo, y en el desafío, una suerte de crucigrama, tú tenías que descubrir si el asesino era el mayordomo o una prima que regresaba de la India. Toda esa narrativa, de lo que se llama novela negra o novela abstracta, policiaca, por supuesto, sufre un sacudón muy grande en los Estados Unidos a raíz del crack del año 1929 y de la gran depresión que contagió al mundo entero. Gente que se arruinaba repentinamente y se lanzaba por las ventanas en Wall Street.

El escenario cambió radicalmente. ¿Qué implicaciones tuvo ese hecho histórico en la novela negra?

Un grupo de escritores se encontró con el tema de que no podían escribir novelas policiacas ambientadas —como lo hacían los ingleses— en unos palacetes, en los grandes jardines, sino en la calle. Escritores que empezaron a publicar en lo que se llamó los pulp fiction, esas revistas que se imprimían en papel ordinario y se compraban por unos céntimos. Allí encontraron un recodo —como el que podríamos encontrar nosotros si esto prosigue— para tratar de subsistir. Entonces, en medio de la violencia que desató la crisis y la ley seca en Estados Unidos, la novela policiaca se funde con los intereses políticos de la clase política —alcaldes, gobernadores, senadores— aparecen montados en un numen, una suerte de imán que atrae debido al impacto que causó la ruina.

Este reflejo de la realidad en la literatura policiaca, del mundo interior y psicológico, en ese traslado del escenario de la aristocracia a las grandes ciudades y sus calles —Nueva York, Los Ángeles, Chicago— imponen nuevos personajes, nuevos héroes.

Raymond Chandler —el autor de El largo adiós— dijo una frase muy conocida: «Dashiell Hammett sacó el crimen de su vaso veneciano y lo tiró a la calle». Hammett, quien había sido detective de la Agencia Pinkerton, que había saboteado huelgas de trabajadores, se encontró con un pensamiento neomarxista en algún momento de su vida, que lo llevó a una reflexión social profunda. Un pensamiento difundido cada vez más en Estados Unidos. A Hammett se le considera el padre de la novela negra, desde el punto de vista propiamente dicho, con todas sus convergencias y divergencias literarias, tan importantes en un mundo como aquel, un mundo que verdaderamente respiraba ruina y depresión por todos los contornos. Hammett escribió una famosa novela, Cosecha Roja, que cambia —para siempre y de forma inequívoca— todas las maneras de escribir la novela policial. Pone de manifiesto la realidad de la política delictiva y criminal. Cuando el Estado falla, decía John Le Carré, se convierte en un Estado criminal. En los Estados Unidos, donde funcionaba una democracia bastante robusta a pesar de la crisis, esas manifestaciones (del crimen) fueron soportadas, metabolizadas, pero quedó una narrativa, en la que había un compromiso social, entendido como la rebeldía humana contra todo, porque eran artistas y, como decía Camus: «¿Qué es rebelde? Ser rebelde es decir no». Esa visión, a lo mejor en algún momento, pudo haberse emparentado con los revolucionarios, desde el punto de vista del marxismo. No olvides que Hammett tuvo que comparecer a una audiencia de los tribunales del senador McCarthy. Muchos fueron convocados allí sin ninguna razón. Simplemente porque había permeado un germen perseguidor, autoritario (el macartismo), un germen radical, paralizante, como el que hemos conocido a lo largo de la historia, en el mundo y aquí también.

¿No quisiera hacer una mención de la novela de Horace McCoy Acaso no matan a los caballos?

Lo que más impacta de esos libros es que en esa rebeldía hay un componente literario poético, muy grande y sumamente importante. En algún momento ya no lo puedes encasillar en un género. Tenía esa base germinal, pero esa literatura estaba tomada por la recurrencia de numerosas reflexiones e imágenes, sobre todo, que te permitían a ti evolucionar como lector y con el resto de la literatura buena que tú estabas leyendo.

Parece que es un modelo de escritura, una estructura lógica, que tienta a cualquiera que tenga la pulsión de escribir. El género es tentador, pero muy pocos tienen éxito.

Como ocurre con todas las ramas de la literatura. Pero ya sabemos lo engañoso que pudiera ser el éxito. Lo que tiene que haber es un compromiso no mercenario con la literatura. Pero lo que es importante acá es que ese modelo tiene mucha riqueza, tiene mucha empatía, con el resto de los escritores y con la literatura en general, porque parte de un punto sumamente humano, pero muy frágil, tan frágil como decía (Oscar) Guaramato, «como una pupila de reptil». Es un punto de apoyo oscuro, muy oscuro, de la naturaleza humana, en donde se encuentra uno con la muerte, uno con la vida. Un punto donde la muerte puede estar naciendo y la vida acabándose. Allí, en ese punto tan radicalmente humano, reposa la novela negra, la novela policiaca. Un modelo en el cual hay hambre de conocimiento de la naturaleza humana. ¿Por qué se mata? ¿Por qué se asesina? ¿Por qué, en un momento determinado, un autor considera que matar, aunque sea moralmente cuestionable, encierra cierta belleza? Y esa cierta belleza, que irrita a la moral convencional, al artista lo seduce como lo hizo con Poe, con Hammett, con Patricia Highsmith, cuyo propio origen familiar, disfuncional y catastrófico era lo más parecido a un nido de escorpiones.

Luis García Mora retratado por Alfredo Lasry | RMTF

Ese mundo psicológico, Ese dulce mal, que atraviesa, de principio a fin, y en forma trasversal toda su obra.

Ella termina abominando todo lo que tenga que ver con las normas convencionales de vida. Y eso se retrata en todas sus novelas. Pero adónde voy es a lo siguiente. En novelas tan importantes como las de John Banville, por ejemplo, que escribe bajo el pseudónimo de Benjamín Black, ese hombre es capaz de utilizar ese marco, que a ti te seduce y que nos seduce a todos para, a partir de allí, comenzar una elaboración, levantar todo un prontuario humano, psicológico, social y económico, de lo que es la existencia que nos ha tocado vivir en este mundo.

No es lo que ves a primera mano, pero en el trasfondo de la novela policial lo que termina de estallar es la violencia, la crueldad, el resentimiento, la claustrofobia, de un alma enferma. El hombre es el verdadero monstruo de la historia.

Todas estas novelas «constelizan» —hacer consciente lo inconsciente— todo lo que hay en la naturaleza humana de lo bueno y lo malo con toda su ambigüedad. Y esa ambigüedad es uno de los aspectos que más interesó en el desarrollo de la novela negra. Liliana Cavani, la directora de cine italiana que en la película «Portero de noche» intentó explorar la relación que hay entre la víctima y su verdugo, decía que la víctima nunca era totalmente inocente y, agrega, que la única forma de conocer la naturaleza humana es a través de la ambigüedad. Ahí, en la ambigüedad, es donde la novela negra encuentra un campo propicio, entre otras cosas, porque borra todas las referencias que tienen que ver con la polarización esquemática, artificial, de los buenos y los malos. En un momento determinado, los héroes, que son los detectives, también tienen un componente maligno. Y los malos, los gánsteres, los políticos corrompidos, los asesinos, tienen aspectos que pudieran considerarse positivos. Tienen un código de ética dentro del marco de su organización.

El Padrino, la novela de Mario Puzo —al igual que la película— además de ser una novela adictiva, es un buen ejemplo para ver en qué momentos y bajo cuáles circunstancias se aplica ese código de ética no escrito. El crimen, el homicidio, termina siendo una consecuencia de una dinámica que lleva, invariablemente, a la aplicación de esa justicia sui géneris. Y esa justificación es la que nos fascina, la que nos atrae como un imán.

Vito Corleone tiene sus normas de conducta, incluso morales, dentro de su organización. Ya no es la pandilla de rateros del callejón, sino verdaderas mafias del crimen organizado. Son gánsteres de muy alto nivel que tienen vínculos muy sólidos con los capitostes de la política, la economía y las altas esferas. Llega un momento en que las mafias necesitan un código de conducta que, en realidad, es un código moral que se cumple para los miembros de la organización, para «la familia». A las familias rivales se enfrentan sin ningún tipo de consideración. No son adversarios, son enemigos. Y a los enemigos, dentro de lo que es una categoría militar, hay que eliminarlos, ¿verdad? En esos exterminios, los líderes criminales se hermanan con los líderes políticos autoritarios que actúan, invariablemente, en gobiernos cuasi revolucionarios, fuera de cualquier estamento democrático, precisamente, para hacer frente a sus enemigos. También en la concepción revolucionaria, a los enemigos hay que exterminarlos. En eso encuentras paralelismos que a veces desconciertan, ¿no?

En su entrega más reciente, a propósito del fallecimiento del escritor John Le Carré, se advierte que el virus de la novela negra muta como el coronavirus, a la novela de espionaje y a diversos géneros de la literatura. Así como a historias rigurosamente reales No digas nada, de Patrick Radden Keefe, abreva del método clásico del thriller.  Entonces, el género policial —y sus variantes— vuelve a demostrar que goza de buena salud.

Regresamos a la ambigüedad de que, si la asumes con entereza y libertad mental, eres capaz de elaborar reflexiones, tanto o más acabadas que las convencionales. Eso es, finalmente, lo que importa en la creación. Salirte de lo convencional y reinventar la realidad. Encontrarte con las salidas que no adviertes en ella. Es una demostración fehaciente de que no hay creación sin libertad, como no hay periodismo sin libertad. Y eso está allí en esa novela real. Ahora, el de Le Carré es un caso extraordinario. Él nace en una casa donde el papá era un rufián. El hombre era un farsante y un estafador. Y eso le permite al niño, que luego sería el escritor, convivir con una suerte de segunda existencia, como una máscara, en la cual lo más importante era tener una buena idea para salir de un tacle y sobrevivir.

¿Qué te llevó a elegir el perfil de estos autores? ¿Cómo los eliges? ¿Es algo que tiene que ver con tu trayectoria como lector?

Las circunstancias que vive el país me llevaron, prácticamente, a renunciar a la carrera, al periodismo, y refugiarme en la vida privada a una edad como la mía, yo tengo 76 años. Ya no le queda a uno tiempo para desperdiciar. Y para mí, el tiempo más útil es el de la lectura y la reflexión. Eso te obliga a ensimismarte, a esconderte y, gracias a Dios, he encontrado la posibilidad de hacerlo con la mujer mía. He podido reflexionar luego de una carrera atropellada como periodista. La primera novela que me leí en mi vida, a los 12 años, cuando vivía en una pensión de inmigrantes en La Candelaria, fue Cianuro Espumoso, de Agatha Christie. Entonces, mi mundo cambió. Ya no vivía en Caracas, sino en Londres. Incluso, le pedía a mi mamá que me preparara un té a las cinco de la tarde. Y, a partir de ahí, comenzaron a llegar las novelas, los detectives estadounidenses. A mí Mike Hammer me fascinó a los 13 años. El tipo era un facho, mataba y le gustaba. Tenía un lado misógino, a las mujeres las ponderaba carnalmente.

El sólo título de Boris Vian, Con las mujeres no hay manera, es sospechosamente misógino.

Tienes a Dorothy Sallers, a Fred Vargas (Premio Princesa de Asturias de las Letras, 2018) y, por supuesto, a Patricia Highsmith. Tienes a Donna León, la autora estadounidense que se fue a vivir a Venecia, la ciudad en la que ocurren todos sus crímenes. Su novela Acqua alta es una verdadera maravilla. Las mujeres también han sido grandes escritoras de la novela negra. Pero sí, hay una masculinidad del género, pero eso es producto del atraso que hemos tenido socialmente, inclusive psíquico, que hemos tenido en nuestra relación con las mujeres. Pero eso se está rompiendo. Hay una eclosión o una revolución en ese sentido, que, por cierto, nos agarra a los venezolanos con los pantalones en la rodilla.

Lo que se pone en duda, en tela de juicio, en la novela policial, es la propia existencia de la justicia. Realmente, ¿existe la justicia?

No. Existe la ley…

…Y los abogados. Un detective de novela negra, ¿qué debería investigar en Venezuela hoy?

Los detectives de la novela negra están enmarcados en su propio ámbito. Aquí, creo, se requeriría de un súper héroe. Un poco desbordando la estatura del detective tradicional. Tendría que ser un gran investigador, además, valiente, que tuviera la facultad de Sherlock Holmes, con su mentalidad fría, analítica inobjetable y lo mejor de Quirke (el detective de Banville). Una suerte de James Bond que fuera capaz de enfrentarse a esta situación. Pero no termino de vislumbrarlo bien, nuestra situación escapa a la novela negra convencional. Lo de nosotros escapa a cualquier convención artística o literaria, sino a la necesidad, a la urgencia, de cómo vivir esto, cómo salir de esto. ¿Cómo se soluciona un problema que tiene un encono tan grande como el nuestro? Tiene raíces históricas, en el resentimiento social, en la onda expansiva de la crisis, pero no podemos seguir mirando hacia atrás, tenemos que poner la mirada en el mañana. No podemos tirar la toalla. No podemos prolongar la crisis económica.

¿Resienten?


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