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La reciente ganadora del premio Princesa de Asturias de las Letras, Fred Vargas (París, 1957), es visitada por Luis García Mora, como avezado lector del género policial.
Compré Huye rápido, vete lejos, de Fred Vargas, una fría tarde hace diez años en Callao, Madrid. Me generó un estremecimiento. Una sensación de elevación y solemnidad inefable que desde los doce años rara vez se repite, déjà vu de aquel primer sobresalto de los doce años, cuando leí El asesinato de Rogelio Acroyd, de Agatha Christie, en la inolvidable y rústica colección de Selecciones de Biblioteca Oro de la Editorial Molino.
Me la prestó –“¡y me la devuelves!”– mi compañero Douglas Barrios, del liceo Andrés Bello, a cambio de una de Marcial Lafuente Estefanía.
La novela me trasladó, en aquella desgastada y vieja butaca de pensión de inmigrantes de los cincuenta, en Ferrenquín a Cruz de Candelaria, de las polvorientas calles de Tombstone, Arizona, a una pequeña y sosegada King’s Abbott, en la neblinosa campiña inglesa, donde aparte de la novela policial conocería al imborrable Hércules Poirot.
Y aquella primera adolescencia se compuso. La isla del tesoro, Veinte mil leguas de viaje submarino o Los tigres de la Malasia se evaporaron.
La eficacia emocional del misterio, del suspenso, la rigurosa racionalidad de la intriga, me arrastró, depositándome en aquel universo cargado de conjeturas, de presagios, de miedos. Pero también de reconocimiento mutuo, de camaradería por ciertos escritores, por los que sentimos, como diría Savater, “algo que no puede ser descrito sencillamente como admiración o interés, sino que merece ser llamado amistad”.
Camus, John Banville, Isaiah Berlin, Muñoz Molina, Otto, Octavio Paz, Simenon, Cortázar, Walter Mosley, Ellroy o John Connolly.
Novelas-enigma que desde los albores del género configuraron un fenómeno centrado en el misterio, en el razonamiento que explica el misterio, descendiente directo de la novela popular de terror del siglo XVIII, poseída por la lucha a muerte entre lo maravilloso del ocultismo, la magia y la razón, y que con advenimiento el espíritu científico salta en pedazos por ese afán de explicarlo, de deducirlo todo, y que encuentra en Edgar Allan Poe y el primer relato policial moderno conocido, Los crímenes de la calle Morgue, junto con el primer detective amateur de la historia, el caballero Auguste Dupin.
Engendraría, simultáneamente, un nuevo tipo de lector según Borges, el lector de ficción policial. Una especie de sujeto paranoico que desde las primeras páginas lee cargado de incredulidad, de sospechas y de una suspicacia especial. Un sujeto que absorbe la literatura como un hecho intelectual, una operación de la mente, no del espíritu. Y, en este caso particular, del crimen más sangriento y brutal como parte de un insólito juego, despojado de cualquier implicación moral y social, en el que, a partir del uso de una capacidad lógica excepcional, el detective, llámese Dupin, Sherlock Holmes o Philo Vance, Nero Wolfe o Ellery Queen, despeja la incógnita de la ecuación. Considerándose a partir de entonces el crimen como una de las bellas artes.
Hasta que adviene la Primera Guerra Mundial. Y aquel orden geométrico, perfecto, de la Belle Époque segura, optimista, positivamente ambiciosa respecto del porvenir, entra en crisis y se resquebraja ante la lógica del terror. El rompecabezas del misterio, del crimen de salón, es sacudido, deshecho, por un profundo desencanto de lo lógico y racional ante la propia guerra de un mundo donde nadie está limpio. Es en los Estados Unidos donde estalla el crack económico en 1929, la recesión, la Ley Seca y el consecuente incremento del crimen y la violencia. Y ese marco genera una literatura cargada de escepticismo, en la que el profesor Moriarty, contra toda lógica, le está dando de cachetones a Sherlock Holmes. Poirot terminará por cuestionar su propia cordura y por pensar como Hanibal Canibal, para dar paso a un nuevo detective: Sam Spade.
Inflexible, irónico, lacónico, solitario y agresivo. Todo un hard-boiled. Impredecible y contrario a su genealogía clásica: un perdedor. Con menos distinción, con menos elegancia, pero más real. Con escritores como Dashiell Hammett, que, como escribe Chandler -su genial seguidor-, “sacó el asesinato de su jarrón veneciano y lo arrojó al callejón”, escribiendo sobrio, frugal, duro, para gente con otra actitud ante la vida, sin miedo a la sordidez de las cosas.
Con escenas, como dijo alguien, que parece que nadie hubiera escrito jamás. Consiguiendo, además de diálogos conducidos con mano maestra, construir, como dijera John Sallis, un género duro, bautizado por los franceses como novela noir, “otro de esos regalos extravagantes de América al mundo, como antes lo habían sido los blues, y que lo transforman para siempre”.
Y del otro lado del océano, los franceses, émulos de Balzac. Desde Maurice Leblanc cambiando las formas de sentir, de ver, hasta Simenon con su sabio y profundo conocimiento del alma humana, con su comisario Maigret, cuyo descubrimiento provocaría en su momento otro déjà vu de elevación y solemnidad inefables que nos produjo Poirot, Sam Spade y el mejor: Philip Marlowe. Pero Maigret, Maigret, es único.
Maigret simpatiza con el asesino, se instala en el lugar del crimen, se muda, a la calle, al bar, a la pensión, se metamorfosea dentro de su crisis psicológica: la habita. Posee esa intuición que instintivamente le permite sumergirse en París con toda su densidad humana y existencial. Y en esto hay algo que encontramos luego en Fred Vargas. La sola presencia de su comisario Adamsberg modifica la tensión del relato y sus personajes y te descoloca. Como Maigret, tranquiliza, y el crimen se despega de ellos o, como afirma Thomas Narcejat, “pierde parte de su gravedad”.
La propia personalidad de Maigret (como la de Adamsberg), ni intelectual ni cerebral, le dibuja como un hombre de la Francia profunda, un campesino, a quien el progreso asusta, inquieta, y su universo cotidiano está delimitado en París por su barrio, el boulevard Richard-Lenoir, donde vive, y el Quai des Orfèvres, sede de la Police Judiciaire. Por lo general, tiene más simpatía por el culpable que por la víctima, a la que hasta que no conozca bien no conocerá al asesino, y el punto de partida nunca será la intriga sino los personajes, y su intuición estará por encima de sus facultades de raciocinio.
En la tradición de la novela negra francesa, su esencia es el poema del miedo, el espanto y la lógica, cuidadosamente controlado y construido. Sus protagonistas desarrollan sus papeles fuera de la ley, la cual es apenas una excusa, en un ambiente en el que en toda relación hay una dinámica víctima-verdugo más o menos explícita, vivida a un nivel no consciente. Y como en la novela negra de Hammett a hoy, la tradición francesa acepta que es a partir de la ambigüedad, no del maniqueísmo, que se puede llegar a conocer la naturaleza humana, liberando la estética del realismo poético.
Fred Vargas, como Simenon, trabaja sobre esa ambigüedad y la necesidad irreversible de destruir su propio equilibrio, ya sea mediante el crimen, la avaricia, el alcohol o el sexo. O como diría Noël Simsolo, hablando de la interioridad casi patológica del actor Jean Gabin, en el mismo sentido del sufrimiento mudo frente a la podredumbre, la corrupción y el vicio, tanto Maigret (al que Gabin inmortalizó en el cine como a Philip Marlowe Humphrey Bogart) como Adamsberg encarnan al idealista desencantado que sobrevive con la consciencia cargada de una fatalidad inevitable.
Víctimas del destino.
Fred Vargas, que creíamos un hombre, nos sorprendía en El hombre de los círculos azules en su aproximación al comisario Adamsberg de una manera ambigua muy femenina, hasta descubrir que Fred era el diminutivo de la investigadora zooarquéologa Fréderique Audoin-Rouzeau y el Vargas venía del seudónimo de su hermana gemela Jo Vargas, pintora (tomó el apellido del personaje de Ava Gardner en La condesa descalza, la película de Mankiewicz). Así nadie supo nada en el Centro Nacional de Investigación Científica, donde investigaba la historia de la transmisión de epidemias en la Edad Media.
La peculiar complejidad de sus tramas, aparentemente dispersas y ricas en contenido humano, toman velocidad mientras ata cabos, cierra frentes y sacude interiormente al lector, sorprendiéndolo y exigiéndole perspicacia y complicidad.
Algo medular que convoca a una reflexión mesurada, con un humor sostenido y vital, con una galería de tipos originales y sugestivos, de una riqueza tal que nos resultan tan cercanos y entrañables como el París de Maigret, pero en otros términos, otra connotación, más profundamente emocional, adictiva.
Su atmósfera narrativa es obsesivamente cotidiana. Y en ella se penetra junto a Adamsberg, a quien nada ni nadie le fastidia ni aburre mientras, por ejemplo, el patrón de El Vikingo le sirve un calvado único en el mundo, porque se supone da la eterna juventud azotándote correctamente por dentro en lugar de lanzarte directamente a la tumba.
Perdido Adamsberg en sus senderos mentales, antes de golpear su gong del mediodía “dejando escapar un quejido de tormenta”, hace despegar en masa todas las palomas de la plaza y “en un fuego cruzado de volátiles y de hombres” acuden todos los hambrientos de París.
Vargas es quizás la más genial de las escritoras francesas hoy, desbordando, como ha hecho John Banville, cualquier molde convencional al escribir como Benjamin Black, y el forense protagonista de sus novelas negras, Quirke, que deja una inconfundible marca de estilo al pulir una y mil veces una misma frase como una gema y adentrarse en el laberinto.
Hablar de las tramas y las demás novelas de Vargas, anticiparlas en un ¿spoiler lo llaman ahora?, sería ofenderlo, amigo lector. Sería dañarle un fin de semana distinto. Porque hablamos de la mejor literatura de este “niño malo” de las letras (como dice Fred): la novela negra. Ella, como Black, Connolly, Lehane o Connelly, se identifica: “nunca he sido capaz de llevar zapatos normales, y estar al margen me va mucho mejor”.
“Me atrae la gente ‘marginal’ de la sociedad. Los llamo los ‘invisibles’ porque lo son para la inmensa mayoría. Yo trato de buscar su humanidad, ésa que nadie ve, y los coloco en el lugar protagonista. Hablan con mucho más realismo y espontaneidad que los demás. Tienen una capacidad de entender las cosas de un modo diferente. Ven cosas que nadie ve, con un lenguaje simple, claro, aunque luego los otros personajes, incluso el lector, las entiende de forma diferente”.
“Esa musicalidad es la que busco”.
Léala.
Escápese, como yo.
Luis García Mora
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