Perspectivas

Walter Mosley o el color de la piel

Walter Mosley. Fotografía de Jean Estel | Flickr

10/08/2021

Pedagogía en el gueto

—¿Papá?

—¿Sí?

—¿Por qué los negros siempre se matan unos a otros?

(pausa larga)

—Para practicar.

Desde que Chester Himes introdujese y con mayúsculas el racismo en la novela criminal contemporánea, presentándonos a sus dos locos y belicosos policías negros, Ed “Ataúd” Johnson y “Sepulturero” Jones, que persiguen y machacan a todo bicho que se arrastre en las peligrosas calles del gueto negro de Harlem, no había aparecido en el noir otro novelista de piel negra como Walter Mosley, que removiese con tanta ira esa profunda y sanguinolenta herida norteamericana.

Por supuesto, está el Virgil Tibbs de la novela del olvidado John Dudley Ball, In the Heat of the Night de 1995. De aquel negro del departamento de homicidios de Filadelfia, que viaja a visitar a su madre a Sparta, Mississippi, y al llegar es arrestado bajo sospecha de haber asesinado a un hombre blanco adinerado, y a la cual sólo recordamos por Al calor de la noche, el thriller que rodó Norman Jewison, ganador de cinco Premios Oscar en 1997, y que protagonizara Sidney Poitier, a quien en la premiación se ninguneara sin remilgos.

Shaft de Ernest Tidyman, cuya fama probablemente también se deba más a la versión fílmica de Gordon Parks considerada como uno de los iconos más representativos del blaxploitation, de las calles de Harlem a la pantalla, aquel movimiento cinematográfico de los 70 con la comunidad negra como protagonista.

Pero es un hecho que antes de que Walter Mosley publicara El demonio vestido de azul en 1990, los escritores policíacos exitosos “de color”, eran tan raros que eran casi desconocidos. Y el detective privado negro tampoco era entonces un elemento básico de la ficción estadounidense.

Por lo que ahora, en 2021, cuando se publica la decimosexta entrega de la saga de “Easy” Rawlings, Blood Grove, que aún no ha sido traducida al castellano, démonos una refrescante zambullida en este autor, que trasciende el realismo seco y amargo de este género, para trascenderlo, con un lirismo contenido y una radicalidad que estremece.

 

Negro, pero no esclavo

Mosley, nacido en Watts el 12 de enero de 1952, es hijo único de una mujer judía blanca e hija única, Ella, nacida en Nueva York de origen letón-estonio, de padres huidos de los pogromos de Rusia y Europa del Este, y de Leroy, un negro huérfano de Luisiana, autodidacta y culto. Ambos eran revolucionarios de izquierda que, cuando trabajaban —él como conserje y ella como empleada administrativa— en una escuela pública de Los Angeles, se conocieron y se casaron.

Ella había estudiado en la Hunter High School de Nueva York e ingresado a los 15 años en el Hunter College —esa universidad que se integra en el sistema público de la Universidad de la Ciudad de Nueva York—, donde se convirtió en una activista política trotskista, graduándose cuando tenía 19.

A Mosley le han preguntado mucho cómo fue eso de ser hijo de una pareja interracial de los 50. Sus padres estaban comprometidos con la idea de que él no tendría que enfrentar esos problemas. Así que vivían en Watts y eran parte de todo lo que Watts tenía para ofrecerles, pero nunca los escuchó hablar de eso.

“Y me protegieron de lidiar con ese tipo de cosas hasta que fui adolescente. Entonces, cuando era niño, recuerdo hablar con mi padre sobre lo que sabes, mamá es blanca, no es blanca, es judía y ya sabes, eres negro”.

Y su padre, respondiendo: “Walter. Soy negro, tú eres negro. Eso es”.

“Fui consciente de los problemas raciales. Y cuando fui a la primaria en esta pequeña Victory Baptist Day School en Los Angeles, estudiamos la historia afroamericana, así que sabía todas estas cosas sobre la historia de los negros, la historia de los blancos, es sólo que no estaba en mi mente, no hubo conflicto entre esas cosas. Y creo que cuando la gente suele hablar de estas cosas, está hablando del conflicto. Y, no hubo conflicto. Mi madre, mi padre, mi vida, y todavía hoy, muchas personas internamente tienen muchos conflictos por su origen birracial. Pero simplemente yo no lo tengo, nunca hablaron de eso. No permitieron que ese tipo de cosas entraran en la vida. Bueno, fue más fácil crecer negro y judío en Watts que negro y judío en Beverly Hills, eso es seguro”.

Pero la vida, el origen, la épica del padre lo marcó.

Un extraordinario hombre llamado Leroy Mosley

Había nacido en medio de una guerra mundial y había servido en la siguiente, pero sus batallas verdaderas, como las de tantos afroamericanos, se libraron más cerca de casa.

“Él fue y es mi inspiración, el hombre que me enseñó a mecerme y tejerme en la vida y en el arte”, escribiría en el The York Times en el centenario de su nacimiento. “Cobré forma como escritor gracias a las historias sobre su infancia en Louisiana y la pobreza extrema que soportó allí, el derramamiento de sangre y las risas de burla en el Fifth Ward de Houston, y el despiadado despertar de lo que era recibida en el ejército”.

Y le puso Walter por su padre, un negro que había cometido un crimen misterioso y terrible allá en Tennessee, por lo que cambió de identidad y tomó el nombre y el apellido de Walter Mosley. Era leñador y se marchaba durante semanas seguidas a trabajar en las cuadrillas que cortaban árboles y los llevaban río abajo hasta Nueva Orleans.

“Así que soy un Mosley, y en realidad no estoy relacionado con ningún Mosley porque ése es un apellido que él inventó”.

Se había despegado de su madre—la fuente y centro de su hogar—a los siete años cuando murió y se fue a trabajar y no volvió. Quién fue la madre de Leroy es un enigma. Lo cierto es que es un período muy oscuro en el que él, como su padre, a los ocho, se marchó. Se subió a un tren de carga que se dirigía a Houston, donde se suponía que vivía el padre de su madre.

Cuando llegó, este otro abuelo le informó que podía dormir en el porche delantero, pero que no iba a darle de comer.

Y así de esta manera, de milagro Leroy sobrevivió.

“Creció rápidamente en el Quinto Distrito, aprendiendo a llevar dos pistolas y una navaja todo el tiempo, cuenta Mosley. “Podía luchar duro y correr rápido, coser y cocinar, limpiar, hacer carpintería y arreglar cualquier motor”.  Y por sí mismo aprendió a leer y a escribir, y mecanografiar. Y según su hijo, era un narrador extraordinario.

“Pero eso no es inusual para la gente pobre que vive bajo el pulgar de la historia: mis parientes judíos de Europa del Este no eran diferentes; se pasaban la noche sentados y se deleitaban mutuamente con los horrores de los que habían sobrevivido”.

Su sueño, era escribir para las pulp-fiction, e incluso, cuenta Mosley, que envió una historia de vaqueros a una revista, solo para verla publicada después de un año, con otro nombre. Cuando tenía 13 años, Walter le preguntó qué quería que él fuera cuando creciera, y le dijo: “Lo que quieras”.

“Me enseñó a ver como un escritor, a estar atento a las historias que surgen por todas partes: el epiléptico de la esquina medicando su condición con vino; el hombre lamentando a su esposa infiel; una mujer que pasaba abrigando a un niño en sus brazos; por no hablar de su propia historia”.

Llegó a ser propietario de tres edificios de apartamentos, pero sus inquilinos asumieron que él era el que limpiaba. Y su sentido del mundo de la historia y la humanidad, que su padre usó como su lámpara de guía en la oscuridad proyectada por el racismo y la pobreza, está ahí intacto. Y como un íncubo le acompaña.

“En uno de esos días, mi madre y yo salíamos de la casa en su coche. Mi padre, de quien nos dijeron que estaba demasiado enfermo para estar de pie, de alguna manera había llegado al porche trasero”. Y mientras se alejaban, lo vio apoyado pesadamente contra la barandilla. “Pero cuando hicimos contacto visual, de repente sonrió y levantó la mano”.

Este fue su regalo para él, el de un espíritu indomable. El talento de tomar solamente la belleza de la vida. Y rechazar su resto maloliente. De hecho, Mosley terminaría inmortalizando a Leroy en ese su personaje más popular, “Easy” Rawlings.

“Easy” Rawlings y Leroy

“Easy” Rawlings es un negro nacido pobre en New Iberia, la Luisiana de 1920 que, huérfano a los ocho años, saltó a un tren que lo llevó al 5th Ward de Houston, Texas, con una historia que, como dice Mosley, comprende el jazz y los linchamientos de negros y “la conciencia del Nuevo Mundo bajo el sistema de clases del Viejo Mundo y (…) la convicción, de que nadie saldrá vivo de esta prueba”.

Casi un kamikaze.

Un héroe veterano de la II Guerra Mundial y una víctima innegable del racismo norteamericano que a lo largo de los años ha experimentado desde Joe McCarthy y los Beats y los Panthers al Verano del Amor del 67, detenido y molido a palos por la policía, sin rendirse ni echarse atrás.

Un autodidacta en todo, desde costura hasta literatura inglesa. Y un descendiente de la esclavitud: de los primeros humanos del mundo en ser considerados propiedad bajo la rúbrica del capitalismo puro.

Salvaje.

Y como Sam Spade y Philip Marlowe, debe existencialmente decidir lo que es legal o ilegal, justo o injusto, intentando trepar por la resbaladiza pendiente que son los Estados Unidos de Norteamérica, que es como respiran sus libros en un sentido muy desigual de la inocencia y la culpa. “Y que reconoce y prejuzga la raza, el género y la clase antes de preguntarse el por quién, el qué y el porqué del crimen cometido”.

Y sabe que jamás será visto como un igual por aquellos que creen que la igualdad debe ser ponderada de acuerdo a la clase, al color, el género y las creencias, pero a él eso le importa un carajo, el cómo lo vean o lo perciban, siempre y cuando sepan antes que está decidido a contraatacar. Será entonces cuando las reglas comiencen a inclinarse, muy levemente, a su favor.

Y como el resto de sus familiares y amigos de la comunidad negra de Watts, sobreviviendo (o no) ante la violencia segregacionista, entre destellos de esperanza y aguante, claudicación y firmeza: Raymond “Mouse” Alexander, por ejemplo, un negro que ha trazado una línea exigiendo respeto o muerte.

O el cobarde y genial Jackson Blue, cuya vida es un desafío total de las expectativas. O el jadeante y asmático Mofass, resoplando como un viejo bulldog, y su eterno cigarro bien sujeto entre los dientes, con mentalidad empresarial con “la intención de capturar la riqueza que tan a menudo extrae de la comunidad negra”.

O la tenaz Etta Mae Harris. “De ese tipo de mujeres que te andan rondando por la cabeza al despertarte por las mañanas”. Uno de los personajes femeninos más sensuales de la novela policíaca, una negra que se asegura de que sobrevivir sea la única consigna de sus seres queridos. Ama a “Easy” desde la primera novela escrita: De pesca. Dice lo que piensa y ríe de corazón, y todo el mundo la quiere, pero ella solo quiere al único hombre que “Easy” ha conocido en su vida, “Mouse”, que carece por completo de corazón.

Lo cuenta “Easy” en De pesca.

“—Una vez vi a “Mouse” meterle un cuchillo en la barriga a un tipo mucho más grande que él. Yo estaba borracho y aquel tipo, que se llamaba Junior Fornay, me fue detrás porque creía que la chica con la que estaba era de su propiedad. Se quitó la camisa y vino a mi encuentro con el torso desnudo y los puños en alto. Despejaron el local. Pero yo estaba borracho y me golpeó una y otra vez hasta que besé el suelo y empezó a darme patadas.

Entonces “Mouse” se aproximó tranquilamente.

Junior se dirigió hacia él agitando la pata de una silla.

Juraría que no le llegaba a Junior ni a la altura de la frente, pero le dijo:

—Ya le has dado una lección, hombre, déjale vivo para que aprenda.

—Será mejor que… —fue lo único que pudo decir antes de que “Mouse” le clavara el estilete en la barriga, quizás solo un centímetro. Yo estaba tirado en el suelo entre los dos mirando hacia arriba. Veía a “Mouse” sonriendo y a Junior con la cara cada vez más pálida. “Mouse” agarro a Junior por el cuello con la mano que tenía libre y dijo:

—Será mejor que sueltes ese palo, chico, o te remuevo la sopa con esta cuchara”.

“Creo que hubiese preferido que siguiera golpeándome a tener que ver lo que vi y, además, olerlo”.

Decía Barbara Probst Salomon de Toni Morrison que “su peculiarísima voz es una sorprendente mezcla de indignación femenina, resistencia y valerosa sexualidad con una sensación de triunfar en una cultura o estilo de vida alternativos que trasciende el sexo”, en Mosley es idéntica la indignación, pero masculina.

Cuando escribió El demonio vestido de azul, Mosley tenía en mente un simple pensamiento: contar una historia sobre Los Ángeles que resaltara la vida negra y su contribución a la cultura como un espejo que reflejara la experiencia estadounidense dentro de su sombrío paisaje de vergüenza nacional. Particularmente, la de los negros pobres que emigraron desde el sur profundo de California, de cómo florecieron y finalmente fracasaron, sólo para de nuevo en pie y florecer y volver a fracasar.

En medio de destellos de esperanza y resistencia.

Como Leroy, venido desde Luisiana, Ezekiel «Easy» Porterhouse Rawlins, su personaje de ficción, vino de allí y en 1948, una época en la que muchos negros no eran nativos de California.

Y son y no son lo mismo en la ficción.

Cuando alguna vez este se acercó a aquél y le pregunto: “Papá, ¿te acuerdas de esto, de esto y de esto?”. Él le respondió: “No, Walter, eso debe ser algo que pensaste o experimentaste o imaginaste”. Y empezó a imaginar historias que él le contaba y luego se convirtieron en su historias propias.

Y, ¿por qué no las de su madre? “Porque ya hay muchas personas que relatan su experiencia judía, como Bernard Malamud e Isaac Bashevis Singer y que han hecho un muy buen trabajo, gracias. En cambio hay menos negros. Y tenemos una historia oral increíblemente rica y grandes historias que piden ser contadas”.

Del gueto judío al gueto negro

Cuando Walter Mosley tenía alrededor de 30 años y se inscribió en el programa de posgrado de escritura en City University of New York —hasta entonces había sido programador de computadoras—una de sus mentoras, la novelista irlandesa Edna O’Brien, lo animó a escribir su primera novela diciéndole: “Eres negro, judío, de mala educación, pero hay riquezas ahí”.

Nadie necesitaba decirme que era judío y negro, Pero ella era una escritora extraordinaria, y cuando le dijo “Bueno, ve a escribir una novela”, se impactó tanto que seis semanas ya había escrito esa novela, Gone Fishin, que en el momento nadie publicó.

O’Brien estaba realmente fascinada con su mezcla.

Cuando Mosley recibió la Medalla 2020 de la National Book Foundation, que rinde homenaje a una carrera literaria nacida y desarrollada en City University of New York por su contribución distinguida a las letras estadounidenses, Mosley era el primer negro en ganarla en toda su historia. Aunque no el primer judío: Saul Bellow, Philip Roth y Arthur Miller la han ganado.

“En cierto modo, ser judío es ser parte de una tribu”, ha dicho, reflexionando sobre su judaísmo. “Al ser parte de una tribu, nunca puedes escapar de tu identidad. Puedes ser cualquier cosa por dentro, pero al final siempre eres responsable de tu sangre”.

Al leer sus novelas y sus cuentos a algunos no nos resulta inevitable fantasear con el estallido de esta masa crítica racial en Walter Mosley, en cuya mente deben arder al mismo tiempo el gueto negro de Los Ángeles y el de los barrios marginales judíos rusos de los Cuentos de Odessa de Isaak Bábel —detenido, torturado y ejecutado durante la Gran Purga por Stalin—, con los mismos olores agrios y colores chillones de la pobreza.

Los gánsteres corpulentos y las molls demasiado maduras de los gangsters; los opresores con guantes y botas; los destellos de la esperanza mesiánica; la violencia que a la menor incitación está siempre dispuesta a saltar por esas calles, al igual que las de Los Ángeles de Easy” Mosley los 40 y los 50.

La misma Los Angeles de las novelas de Raymond Chandler y Ross Macdonald —con los que frecuentemente se le compara—, pero distinta. Diferente inclusive del magnífico LA Quartet de James Ellroy, de igual época y ciudad, pero donde como en LA Confidencial los negros sospechosos acusados injustamente son paisaje o complicación de la trama, como dicen, en la que jamás los policías pagan por echárselos, al contrario de si la averiguación la hubiera llevado a cabo “Easy” Rawlings.

Dijo el radical Malcolm X que cuando un músico negro cogía su instrumento y empezaba a soplar, improvisaba, creaba; salía de sí mismo. De su alma. Y que el jazz “es el único espacio de los Estados Unidos en el que el hombre negro puede crear libremente”. Eso es Mosley. Un espiritual surgido de la resistencia de los negros a la esclavitud.

Mosley y tesoro de la CIA

Durante la campaña presidencial de 1992, Bill Clinton alzó un volumen de El demonio vestido de azul y sorpresivamente proclamó a Walter Mosley como su escritor favorito, aumentando su popularidad.

La fama de Mosley se consolidaría en 1994, cuando el director Carl Franklin realizó su excelente adaptación de la novela, con Denzel Washington en el papel de “Easy” Rawlings y el magnífico Don Cheadle como “Mouse”, el infalible amigo y psicópata encantador de dedo volátil en el gatillo.

Se rumoreaba que, al llegar a la Casa Blanca, este voraz lector y amante de los libros deseaba ponerle mano a un valioso tesoro que la agencia de inteligencia poseía y que según el columnista David Von Drehle del Washington Post, había sido reunido durante décadas tanto a través de administraciones republicanas como demócratas: una copia de cada thriller de espías y novela de misterio publicados. Por lo que Clinton bromeaba con crear una oficina federal de detectives de ficción.

Las puertas de la Casa Blanca se abrieron de golpe y, al poco tiempo, Mosley estaba en la Oficina Oval, charlando con Clinton como el primer miembro afroamericano de un club muy exclusivo: el de esos pocos novelistas abrazados por presidentes.

Desde que John Kennedy cantó las alabanzas de Ian Fleming, el padre de James Bond, no se había iniciado con tanto éxito la obra de un autor. «Ver cómo era este país desde el punto de vista de una persona negra, particularmente en los años 40, 50 y 60, es muy interesante», diría en 1997 Clinton, estableciéndose una amistad imperecedera, aunque muy crítica. De hecho, Mosley cree la afirmación de Toni Morrison de que Clinton fue el primer presidente negro de USA, porque creció en la pobreza, económicamente en desventaja, “de clase trabajadora, sureña, muy cerca de ser negro… profundamente influenciado por la cultura negra”.

Ese estilo de un blues hablado

“—¿Alguna vez ha matado a un hombre con sus propias manos, “Easy”?

“¿Alguien de cerca? Quiero decir, ¿tan cerca como para poder percatarse de cómo los ojos se le desenfocan y el tipo se deja ir? Algunos podemos matar sin crearnos más problemas que el que nos creamos al beber un vaso de whisky”.

Y, después, la oscuridad.

Que en Una muerte roja, sigue, luego de que por el anterior trabajo y la indemnización por el despido de su trabajo, se haya comprado una casa en una subasta pública y alquilado… y acosado por los impuestos, se encuentra atrapado entre un resentido agente del IRS que busca desplumarlo, y otro del FBI que le ofrece sacarlo del tac impositivo si se infiltra en la Primera Iglesia Baptista Africana de Los Angeles, espía a sus pastores y feligreses, y captura a un judío escapado de los campos de concentración nazis, sospechoso de izquierdista en los 50, en plena caza de brujas y Guerra Fría.

Magistral.

Al igual que en Mariposa blanca, en la que está casado y con una bebé, y Jesús, su querido hijo adoptivo mexicano rescatado de la calle, se ha retirado de las investigaciones detectivescas, busca una existencia en paz, pero el Departamento de Policía de Los Angeles le interrumpe para obligarlo a descubrir en el gueto a un asesino de mujeres negras, que no les había interesado hasta ahora cuando ha matado a una chica blanca.

“El Sr. Mosley escribe en un estilo de blues hablado que es su propio tipo de música”, escribió Marilyn Stasio en The New York Times Book Review.

Como en su novela fuera del noir, Blues de los sueños rotos, donde el achacoso blusero, Atwater “Cuchara” Wise, se está muriendo, y con una prosa afilada como una navaja, Mosley cuenta cómo el dolor subía por la cadera del viejo como un arado arañando un terreno duro.

“A tres manzanas del apartamento sintió que se le abría una raja en el hueso. Una esquirla negra como la sangre que penetraba tan profundamente que lo hizo gritar:

—¡Oh, no!”

Y la música sonaba en su cuerpo: los estertores de la muerte en la torturada canción de su respiración. Había acompañado de niño al Rey del Blues del Delta, Robert “RL” Johnson, de quien se dijo que había vendido su alma al diablo para tocar la guitarra mejor de nadie, con sus manos que eran como arañas furiosas.

“Lo que mejor recuerdo son los olores” —recuerda el joven “Easy” de Mamá Jo, la corpulenta y enigmática negra bruja de la casa del pantano que aparece en De pesca —y la mayoría de los libros de Rawlings—, tan entrañable como la corpulenta y simpática Etta Mae, la novia de “Mouse”, que va por lo que quiere, y como Mamá Jo, es una mujer hambrienta —“Sí, esa Etta puede comerte entero”—. Y los olores que evoca “Easy” de cuando adolescente lo sedujo: “el de su boca y sus axilas como de almizcle, el fuerte aroma, casi abrasador de su entrepierna. Sus pies olían a tierra mezclada con una nueva esencia de estiércol. Sabía a sal”, y la respiración profunda y el subir y bajar de su cuerpo después de que se calmó, el único sonido que se oía y llenaba todo.

“Como la mirada de Dios desde algún rincón oscuro”.

Etéreo, como el de la Faith Lanier de La rubia peligrosa, demasiado sola, y cuya mente parecía presionar contra la tuya mientras te mira, y te atrae “hacia ella como un animal que huele el agua y recuerda vagamente su propia infancia distante”.

El jazz es la música de los negros de América, una experiencia destilada, es el género que mejor sirve para entender los conflictos raciales, ha afirmado el creador de “Easy” Rawlins.

El vibrar ampliado de su diapasón

A la fabulosa saga, que este 2021 alcanzó con Blood Grove su decimoquinta entrega, con un “Easy” Rawlings cincuentón y en la misma Los Ángeles pero más acá —en el mítico verano sangriento de 1969, que enterró el sueño hippie—, se han sumado aunque más cortas, la de Socrates Fortlow, un anciano exconvicto que después de 30 años por doble homicidio tras las rejas, sale libre y se convierte en un “Sócrates negro”, un detective filosófico —protagonizado en el cine por ese tronco de actor, Laurence Fishburne—.

O la de ese otro peligrosísimo detective de Manhattan, Leonid McGill —llamado así por su padre comunista, Tolstoy McGill, en honor a Brezhnev—, un excriminal con la altura de un peso gallo y 180 libras de músculo, en el mundo millonario del siglo XXI.

O Fearless Jones, otro durísimo detective y exconvicto, amigo de Paris Minton, que dirige una librería o intenta hacerlo, y a quien en la novela del mismo nombre se le presenta una hermosa joven que le pide ayuda para huir de un matón brutal. Y en cuestión de horas, a Paris le roban su carro y dinero en efectivo y ve su negocio quemado hasta los cimientos, pero, ¿pedir ayuda a la policía?

Como dirá Paris: “Un hombre negro tiene que pensar dos veces antes de llamar a la policía en Watts». Y agrega: «El mejor policía que he visto fue el policía que no estaba allí”.

Y llama a Fearless.

O el gran Joe King Oliver de Down the River unto the Sea, que con el título de Traición en su traducción castellana, ganara el consagrado Premio RBA de Novela Negra de 2018, compartiendo ese Olimpo con Benjamin Black y Don Winslow, Ian Rankin, Lee Child, Michael Connelly y Andrea Camilleri.

Oliver, un policía a quien encerraron en Rikers Island —llamada la cárcel de los horrores de Nueva York— por una acusación falsa de violación, y que fue tan brutalizado que estuvo a punto de perder el juicio—, ahora es detective privado y evita las estaciones de metro de Brooklyn cerca de su oficina, porque las siente como la cárcel.

Si antes de Rikers amaba el jazz clásico de Fats Waller y Louis Armstrong, ahora que está fuera, sus gustos corren hacia los atormentados sonidos de Thelonious Monk, la nota discordante del bebop, del que el insondable y genial John Coltrane, decía, que perderle la pista en algún cambio de acorde, era “como caer por el oscuro hueco de un ascensor”.

Dedicada a Malcolm X, Medgar Evers y Martin Luther King, en Traición rige aquel concepto de Mosley de que la novela negra es una novela existencialista, pues “plantea la pregunta de qué está bien y qué está mal, qué debo hacer y qué no”. Y Joe King Oliver, un personaje único. Su nombre lo sacó Mosley de Joe «King» Oliver, el maestro de la leyenda del jazz Louis Armstrong.

La obra de Mosley abarca desde los géneros destinados a los jóvenes y los comics, hasta la ciencia ficción. Pero sus ensayos políticos —como el último, Twelve Steps Toward Political Revelation (Doce pasos hacia la revelación política) se conocen menos.

Tras recibir el Premio RBA de Novela Negra, a Mosley le preguntaron:

—¿Cómo invertir el racismo crónico de la sociedad estadounidense?

—Primero —respondió—, dejando de creer en la existencia de la raza blanca, porque no existe tal cosa. Hay españoles, vascos, catalanes, ingleses, gitanos, vikingos… Y segundo: los negros necesitan entender que la gente que se autoidentifica como blanca se equivoca. Y lo que los blancos piensan de los negros también es equivocado. Es decir: deberíamos creer en el jazz.

—¿Por qué?

—Porque es la forma de arte más sofisticada que ha producido Estados Unidos y fueron los descendientes de esclavos los que la crearon.


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