Perspectivas

John Le Carré o la verdad de las mentiras

John Le Carré. Fotografía de John MACDOUGALL | AFP

30/01/2021

¿Qué valor tiene la lealtad en un sistema que sabes podrido, donde debes construirte un complejo sistema de máscaras para sobrevivir porque no acabas de encajar en ningún sitio?

Con tales interrogantes, un hombre llamado David John Moore Cornwell, mejor conocido por el pseudónimo de John Le Carré, nacido en Dorset, Inglaterra, escribió unas novelas en plena Guerra Fría, que devinieron en el tipo de exploración del alma humana que, en algunos momentos, hacen recordar al mejor Chesterton, Conrad o Graham Greene.

Ahora que acaba de morir a los 89 años, no podemos evitar recordar lo que nos horrorizó leer por azar el libro que lo catapultó a la fama, El espía que regreso del frío. Y luego, ya lanzados a la apasionante saga de Smiley —su valiente desmitificación de los tipos de esmoquin que tomaban dry martinis, a lo James Bond—, nos sumergimos en la trilogía «Karla», que comenzaba con El topo (o El espía que sabía demasiado) y seguía con El honorable colegialLa gente de Smiley.

Que para muchos, en un primer momento, significó la deslumbrante metamorfosis de la novela negra en “novela de espionaje” —en las que parecía que los hombres del contraespionaje político tomaban el relevo de los grandes detectives, coincidiendo con los intentos de renovación de la novela policiaca—, pero que, por encima de todo, nos llevó a la brumosa atmósfera de la Guerra Fría y el “circus”, la versión imaginaria de Le Carré de la inteligencia británica, el Berlin oriental y la vida del otro lado de “el muro”.

Había una mezcla pintoresca de brutalidad, farsa y máscaras felices recompensadas por su complicidad cotidiana con el poder. Obligadamente recordamos los años 70, donde Le Carré contribuyó, con su afán desmitificador del contraespionaje de ambos bandos, a percibir un espantoso riesgo real, cuando en medio de la fantasía juvenil soñábamos con tomar el cielo por asalto.

Ahora, al releer esas novelas, como mudo homenaje en este amanecer caraqueño de 2021, experimentamos algo de déjà vu, con esta atmósfera opresiva, paranoica del “enemigo externo”, trocado en pretexto para aniquilar a los “sospechosos”, en esta mezcla de desconcierto y desanimo convertido en resignación y sometimiento.

Esa absurda sujeción que aparece —como decía Norman Manea de la Rumania de Ceaușescu—, cuando la insatisfacción busca a toda prisa metas marginales, y la estupidez y la violencia estallan donde pueden en condiciones de miseria y acoso cotidiano.

Contradictoriamente, en los 70 se asemejaba al marasmo de la Alemania pre-nazi de la película de Ingmar Bergman El huevo de la serpiente, y vuelve a desplegarse hoy al salir a la calle.  “Un huevo cuya membrana translúcida permitía ver —como explicaba Bergman— todavía enroscado en su cáscara y a punto de romperla para desperezarse, el embrión reptiliano del fascismo.

Y su inasimilable depresión.

El incurable mentiroso

Decía Vargas Llosa que la novela es la exorcización de los demonios que atormentan u obsesionan al escritor. Y que escribir novelas “es un acto de rebelión contra la realidad, contra Dios, contra la creación de Dios que es la realidad”. Es una tentativa de corrección, de cambio o abolición de la realidad real, de su sustitución por la realidad ficticia que crea el novelista. En el caso de Le Carré, este intento de deicidio es palpable.

Desde niño.

David John Moore Cornwell era un infante solitario, hijo de una familia de clase media de Dorset, obsesionada con el trabajo duro y el sentido del decoro, en la que su padre resultó ser un fraude. Ronnie era un genio embaucador del que su hijo estaba todavía asombrado y a cuyas hazañas e influencia volvía una y otra vez, hasta el punto de la obsesión perpleja, cuando en 2019 lo entrevistó para The Guardian John Banville.

—He tenido la suerte en la vida —decía— de nacer con un tema, no el de la guerra fría. El la criminalidad insaciable de mi padre y la gente que tenía a su alrededor. Una procesión incesante de gente fascinante que recorrió su camino criminal a lo largo de su infancia. E hizo que en sus primeros días se sintiera “liberado de cualquier concepto real de la verdad”, pues “La verdad fue que te saliste con la tuya». Por lo que le resultaban demasiado familiares los fraudes que se abrían camino hacia el centro de atención en la farsa política de entonces.

Y la actual.

“Creo que lo que fue divertido para él fueron los grandes trucos de confianza que logró. Era esto es lo que le fascinaba, y se preguntaba, por supuesto: “¿Soy simplemente la versión afortunada de él?”.

Su biógrafo Adam Sisman lo citó diciendo que “las personas que han tenido una infancia infeliz son bastante buenas inventándose a sí mismas”. Y en su autobiografía Volar en círculos, la parte quizá más cruda y emotiva es la de su infeliz infancia.

La del “niño congelado”. Desgarradora. Para algunos dickensiana.

Utilizado y humillado por el maestro de la estafa que tenía como padre, un hombre encantador y traicionero que no veía la incoherencia de aparecer entre las personas más buscadas por estafa y pavonearse con una chistera gris en el recinto de los propietarios de Ascot, el hipódromo estrechamente ligado a la familia real británica. Perdió irreflexivamente el dinero de la matrícula de su hijo apostando en Montecarlo y cumplió condenas en las cárceles de todo el mundo: Singapur, Hong Kong, Zurich , Yakarta.

Este patrón haría preguntarse al escritor si había “una gran diferencia entre el hombre que se sienta ante su escritorio e inventa embustes en la página en blanco y el que se pone una camisa limpia cada mañana y, sin nada más en el bolsillo que su imaginación, emprende camino dispuesto a estafar a su víctima”.

Y que describiría admirablemente en su novela más impecable y autobiográfica, Un espía perfecto (Plaza & Janés, 1986) en la que el espía y diplomático Marcus Pym desaparece tras la muerte de su padre y se cree que ha desertado. Un libro que para Philip Roth era “la mejor novela inglesa desde la guerra”.

Y su novela psicológica más compleja.

Por lo que le pareció del todo natural al chico David Cornwell, escapar del trasfondo tóxico de su infancia al entrar internado a los cinco años, después de que su madre, Olive Moore Cornwell, se escapara de las garras violentas de Ronnie, dejando sin respuesta la pregunta que mortifica a sus estudiosos, de si estaba más herido por el engaño de su padre o por la deserción de su madre. Pero que, en todo caso, hizo que el ser mentiroso se le convirtiera en un hábito.

Había que vigilar siempre a su padre que escuchaba sus conversaciones telefónicas y miraba sus cartas. Controlarlo, adivinar lo que tramaba, aprendiendo pronto a establecer tapaderas e inventar mentiras siempre, adiestrándose como espía sin saberlo, o como escritor de novelas de espionaje. Y esto, paradoja, con una familia obsesionada por el esfuerzo duro y el sentido del decoro y el pudor.

Quizá porque, como dijo Tolstoi: “todas las familias infelices se asemejan, pero cada familia es infeliz a su modo”. Desde el momento en que fue a los internados, Le Carré estaba aprendiendo a ser un caballero. “No tenía ninguna de las actitudes de la clase dominante para seguir adelante. No tenía un pony, ese tipo de cosas. Durante parte de mi infancia mi papá estuvo en prisión”. Así que llegó al corazón del establishment, la educación privada, como una especie de espía, “como alguien que tenía que ponerse el uniforme, afectar la voz y las actitudes, y darme un trasfondo que no tenía”.

Contacto en Berna y El espía que regreso del frío

“En este mismo salón —le contaba en 2010 Le Carré al periodista Iker Seisdedos en el Bellevue Palace Hotel—, se celebraba los sábados por la tarde un baile cuando llegué en 1949 a la soñolienta Berna escapando de Inglaterra para estudiar alemán. Pagabas tres francos y podías escoger a una chica con quien bailar bajo la atenta mirada de su madre”.

Sí, aquí tuve —dijo— mi primera conexión con los servicios secretos británicos. “Yo era un estudiante perdido en el mundo en los años de la guerra fría. Quería ser un héroe y veía el comunismo como una amenaza para la civilización”.

Cosa en la que se ha contradicho como en otras, pues se sabe que fue reclutado cuando daba clases de alemán en Oxford —y “tenía la sensación de estar viviendo un momento irrepetible de la historia”—, como parte de la sacudida que produjo el escándalo del descubrimiento del llamado “Círculo de Cambridge”, los cuatro jóvenes británicos, Donald Maclean, Guy Burgess —que huyeron—, Anthony Blunt y John Cairncross, cultos y brillantes, que pusieron en riesgo todo el sistema político, económico y militar de su país, ejerciendo como espías para la URSS durante la II Guerra Mundial y parte de la Guerra Fría. Lo que llevaría a Cornwell a deslizarse hacia el mundo secreto en Oxford, cuando fue abordado y reclutado por los servicios de seguridad para infiltrarse en los grupos de extrema izquierda y para obtener información sobre posibles agentes soviéticos.

Algo de lo que nunca se arrepintió John Le Carré o, mejor dicho, David Cornwell. Era, como acaba de escribir John Banville, en el fondo, un patriota inglés romántico y pasado de moda. Por todo eso, tampoco nunca se engañó sobre las costumbres del «mundo secreto».

Los servicios de seguridad se fijaron en su candidato “por ser —como dijo él—, por un lado, ladrón”, su palabra favorita, “y por otro, leal”. Esta dicotomía le planteó cuestiones enormes y multifacéticas como, por ejemplo, qué distingue al patriotismo, lo bueno, del nacionalismo, lo malo. Una pregunta en particular que, como confesó a Banville, “me dio vueltas para siempre y sigue todavía sin resolverse».

Tras el fin de la Segunda Guerra Mundial y la derrota de Adolfo Hitler, la crisis de Berlín detonó la Guerra Fría, tras el ultimátum soviético exigiendo la retirada de las fuerzas armadas aliadas de Berlín Occidental.

Es así que con el bloqueo de Berlín por parte de la Unión Soviética en dos ocasiones (1948 y 1958) y la construcción en 1961 del Muro de Berlín, con el pánico nuclear gravitando sobre el mundo, bajo el disfraz de diplomático de bajo rango en la embajada británica de Bonn, David John Moore Cornwell, en la más extrema privacidad y bajo una tensión interna que más nadie percibía, tecleaba El espía que surgió del frío.

Sin mucho ruido llevaba escritas ya dos novelas, forzosamente firmadas con seudónimo, el de John Le Carré. No sabía, por supuesto, que esta tercera sería considerada una obra maestra y supondría para la novela de espionaje político, lo que El halcón maltés de Dashiell Hammett para las novelas de detectives. “La mejor historia de espionaje que he leído nunca”, afirmaría Graham Greene.

Con su tracción de miserias humanas, traición y deslealtades en aquella Guerra Fría. Una novela en la que con la mayor brutalidad y el más duro realismo enfatizaba el repudio de la moralidad de un quehacer esencialmente inmoral. Y en la que, sin clamores de piadosa alarma, lograba transmitir su disgusto por los sucios métodos de espionaje, al tiempo que contaba una historia de espías apasionante.

Y dejaría para siempre en nuestra mente la imagen del hastiado agente doble Alec Leamas, bajo y fuerte, al borde del colapso, un jugador clave sobreviviente en el juego de ajedrez aparentemente perdido, con una línea de terquedad en su boca delgada, que sabía que estaba eliminado: era un hecho de la vida con el que tenía que cargar en adelante, “como quien tiene que vivir con cáncer o en prisión”.

Pero su creación magistral fue la del complejo e imborrable espía ficticio George Smiley.

¿Smiley, dices?

Tan icónico como Sherlock Holmes o el agente 007 en nuestro estándar cultural y emocional elaborado con los formidables arquetipos del pasado siglo XX.

Retratado en la pantalla por varios y distintos actores, George Smiley es el universalmente conocido de los devotos de Le Carré y après  Le Carré, tras debutar en su primera novela Llamada para el muerto de 1961, y aparecer en ocho novelas más —la más reciente en El legado de los espías (Planeta, 2017)—, confiriéndole al personaje una carrera literaria que se extiende por seis décadas, en las que también ha sido interpretado tanto en adaptaciones cinematográficas como televisivas. La primera vez en 1982, en la miniserie Smiley’s People de la BBC, por el inmortal Alec Guiness. Y la última, por el igualmente genial Gary Oldman en Tinker Tailor Soldier Spy, la obra maestra de Tomas Alfredson.

Más que el espectacular James Bond es el maestro de los espías por excelencia. Y otro personaje entrañable que nos ha legado la literatura.

Según otro enorme fan de John Le Carré, el novelista Antonio Muñoz Molina, son los hábitos menores, los gestos sutiles que pueden no advertirse, los que retratan a las personas de carne y hueso, y en el caso de Smiley la costumbre de limpiarse los lentes con el forro de la corbata y la de subírselos con el dedo índice cuando está escuchando a alguien y los lentes se le deslizan por la nariz, así como entrar en una especie de trance de inmovilidad cuando escucha lo que alguien dice, entornando los ojos como un melómano atento a cada pormenor de una interpretación, son de las múltiples trampas lícitas del gran escritor que es Le Carré.

De mediana edad, bajo, con sobrepeso, calvo y con anteojos, de exterior plácido y discreto como el comisario Maigret de Simenon, inmerso y preocupado de los aspectos a veces crueles, sorbidos y poco éticos de su profesión, oculta una astucia animal y un dominio del arte del espionaje. Y tanto en Llamada para el muerto como en Asesinato de calidad, el segundo libro de Le Carré, la investigación de un asesinato por Smiley tendrá, más que de una novela de espías el trazo clásico del noir.

Tras el éxito de El espía que regresó del frío, en la siguiente de 1963, El espejo de los espías, con todos los agentes ocupados en otras misiones, el servicio de inteligencia británico acude a Fred Leiser, un antiguo agente germanohablante, quien tendrá que cruzar el telón de acero para desvelar la verdad.

Hasta 1974, cuando Smiley recobra su lugar central encumbrando de paso a Le Carré en El Topodonde forzado a salir de El Circus después de que una operación fallida resultó en la captura de un agente británico en Checoslovaquia, tiene la tarea de descubrir a un topo soviético infiltrado en el corazón de la inteligencia británica, por su misteriosa némesis del otro lado del telón de acero, el maestro de espías del centro de Moscú, “Karla”. Seguida de El honorable colegialdonde Smiley ha sido colocado al frente de la destartalada organización, con la esperanza de restaurar el prestigio perdido. Oportunidad que para Smiley está ahí, en los sospechosos movimientos que se producen en Hong Kong—. Y La gente de Smileyque en 1973 cierra la llamada trilogía “Karla”.

Una tríada que, tras Un espía perfecto, y sobre todo de la caída del Muro de Berlin y el derrumbe de la URSS, varios charlatanes ingenuos predijeron el final de su carrera. Su gran tema se había derrumbado de la noche a la mañana, ignorando que, después de él mismo preguntarse cuánto podía escribir sobre los problemas de enfrentar el comunismo después de haberlo hecho durante demasiado tiempo, otro Le Carré acababa de despertar.

El crítico feroz

Tom Wolfe, el tótem del Nuevo periodismo, elogió el instinto de Le Carré para captar el espíritu de los tiempos, “atento siempre a la geopolítica de actualidad, a las sucesivas guerras más o menos encubiertas en distintos frentes internacionales, hasta la amenaza del extremismo islámico y su uso por las potencias occidentales”.

“Tiene la astucia de Satán y la conciencia de una virgen”, dijo el jefe del alter ego de Le Carré, el agente George Smiley, al referirse a su capacidad de no perder en ningún momento el espíritu crítico y la autonomía moral en un mundo deshonestoY como decía The New York Times, parafraseando al famoso cuento ínfimo de Monterroso, “cuando nos despertamos en la segunda década del siglo XXI, la mitología del siglo XX seguía allí”.

Le Carré removía oscuridades, decía Muñoz Molina.

En El peregrino secreto, obra en la que el autor se despide de la Guerra Fría con una especie de viaje sentimental, Sir Anthony Joyson Bradshaw es un salvaje capitalista sin escrúpulos. En El infiltrado se mete con el tráfico de armas. El jardinero fiel está inspirada en unos ensayos farmacéuticos llevados a cabo en niños nigerianos. La canción de los misioneros, en los capitalistas que destrozan el Tercer Mundo, así como en otros con el oscuro mundo de las finanzas. O del blanqueo de dinero como en Un traidor como los nuestros, en la que un carismático magnate ruso que en realidad es un criminal mafioso pero con sentimientos, que quiere pedir asilo político en Inglaterra para él y toda su familia a cambio de contar lo que sabe.

Pero esta crítica despiadada de las instituciones occidentales no lo hace proclive a creer que lo que hay tras el Telón de Acero es distinto o mejor o atractivo. “Cuando en un sistema corrupto, totalitario y triste el Estado falla, surgen organizaciones alternativas que permiten sobrevivir a un gran número de personas —declararía Le Carré—, las mafias siempre surgen en momentos de crisis del Estado”.

En Un traidor de los nuestros, coloca en juego su consideración de que los bancos son en gran parte responsables del blanqueo internacional, y el non olet de los romanos, que el dinero no huela, “apesta a tráfico de drogas, de armas, asesinatos a sueldo, a opresión y enorme corrupción”.

El propio sistema de los servicios secretos se basa en el dinero negro y, por esa razón, decía, en todos los países hay un cierto matrimonio entre crimen e inteligencia. “En Rusia el matrimonio es completo. Rusia es un estado criminal”.

Dicen quienes le conocieron de cerca, como el editor de la unidad de investigación de The Washington Post, Jeff Leen, ya con el pelo blanco y su aire distinguido, que era el colmo de la sofisticación, con su acento británico, infaliblemente cortés, amable y atractivo. Nunca fue menos que agudo y penetrante y, aparentemente, en la cima de la vida, parecía el juez más autorizado que jamás vieran.

Se ha dicho que Smiley es «el hombre de Le Carré»: un guerrero frío, reacio, increíblemente inteligente, sabio para la maldad del mundo, pero inquebrantablemente decente de corazón. Y en estos tiempos aislacionistas y chovinistas que vivimos, preguntándose por qué luchó, declaraba: “Soy un europeo. Si tenía una misión, si alguna vez supe de alguna que estuviera más allá de nuestros asuntos con el enemigo, era Europa. Si fui despiadado, fui despiadado por Europa. Si tenía un ideal inalcanzable, era sacar a Europa de su oscuridad hacia una nueva era de la razón. Todavía lo tengo».


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