Entrevista

Alfredo Meza: “Somos una sociedad de sobrevivientes”

Foto cortesía de Alfredo Meza

07/04/2024

A Alfredo Meza* lo vieron los días jueves en la tarde (a mediados de la década de 1990) en la redacción del diario Economía HOY. Llevaba un diskette en la mano, en el que almacenaba la columna que escribía para la edición dominical del diario. Bajo el título Desprecio por la vida, Meza contaba historias del mundo criminal en Caracas. Reconstruía los hechos mediante informaciones publicadas, la lectura de los expedientes y las consultas debidas a fuentes involucradas. En una ocasión viajó hasta la Penitenciaría General de Venezuela para entrevistar al distinguido Ledezma, aquel famoso caso del policía que cometió el triple crimen de Mamera.

Meza es de los que cree que el éxito consiste en tener dos por ciento de talento y 98 por ciento de duro trabajo. Esa columna semanal lo llevó a construir una historia bien armada, con lógica irrebatible y de lectura accesible. Sus crónicas de gran impacto, ya en otros ámbitos de la vida nacional, aparecieron en el cuerpo Siete Días del diario El Nacional como el siguiente peldaño de su carrera periodística. 

A fines del año pasado, la editorial Dahbar publicó Ciudadano Wilmito, la historia del primer pran de las cárceles venezolanas, cuyo autor es, precisamente, Alfredo Meza. Ayer sábado, Meza hizo una presentación vía zoom en el marco del II Festival del Libro y la Lectura, que hoy clausura en los espacios del Centro Comercial Parque Cerro Verde. 

¿Por qué escribió la historia de un pran?

La historia de Wilmito forma parte de un libro, cuya edición estuvo a cargo de la periodista y escritora argentina, Leila Guerriero. El libro lo publicó el sello editorial de la Universidad Diego Portales de Chile. La idea de Leila era hacer un conjunto de relatos sobre la maldad en América Latina. Personajes siniestros. Gente cuya conducta, de sólo saberla, nos espanta. Ese contacto se produjo en 2013, año sangriento en las cárceles venezolanas. Recordarás, por ejemplo, la toma de El Rodeo. Ella había leído sobre un personaje (alias) el mocho Edwin. Pero yo le sugerí, porque me parecía más importante, contar la historia de Wilmer Brizuela, un pran a quien todos conocían en Ciudad Bolívar, ciudad que conozco porque nací allí. En los círculos sociales de la ciudad, todo el mundo hablaba de (alias) Wilmito y de la influencia que ejercía en el entorno. 

¿Qué elementos, o qué características distintivas o novedosas, convierten a este individuo en el primer pran de Venezuela?

En primer lugar, su exposición mediática, sus acciones delictivas eran ampliamente reseñadas en la prensa. Brizuela tenía una especie de afición por darse a conocer fuera de la cárcel. Una de esas acciones consistió en una protesta que llevaron a cabo familiares y conocidos de Brizuela en el puente Angostura. Sus allegados querían que lo regresaran a la cárcel de Ciudad Bolívar porque lo habían trasladado al penal de Tocuyito. Brizuela manejaba información y se convirtió en una fuente para los periodistas. Él editaba una suerte de boletín, un facsímil, donde se reseñaba el trabajo social que Brizuela hacía en las cárceles. En segundo lugar, él tenía una idea distinta a la que tenemos el común de la gente de una cárcel, digamos, el lugar en el cual los presos cumplen una condena y se regeneran. Para Brizuela, un preso tenía el derecho de vivir como se vive fuera de la cárcel. ¿Qué significa eso? Reproducir en la cárcel el lugar de origen de los privados de libertad. Ahí se crea un ecosistema donde un preso tiene derecho a hacerse su comida, a tener aire acondicionado en su celda o a proveer productos o servicios de uso cotidiano. 

¿En qué consistía el trabajo social de Brizuela?

Su idea nos habla de un modelo carcelario que se podía implantar en todas las prisiones de Venezuela. La sociedad civil de la región le atribuía aspiraciones políticas. Quizás era una exageración. No lo sé. Lo que es un hecho es que el Ministerio de Servicios Penitenciarios lo apoyó para que llevara adelante un programa de boxeo, diseñado por él, en la mayoría de las cárceles. Una forma de promover el deporte. Digamos, esta es la cara brillante de la moneda, porque el reverso escondía un sistema de castigos, de terror, para controlar las cárceles. Un sitio en el que había desprecio por la vida, donde funcionaban ciertos privilegios que se ganaban ejerciendo la violencia y otras actividades que lo convirtieron en un actor más de la sociedad bolivarense, con peso, con influencia. Yo creo que todo eso debía ser contado. 

¿Qué nos dice el señor Brizuela como sociedad? 

Habla mucho de la practicidad de una persona que se adapta a las circunstancias, porque de no hacerlo su vida corre peligro. Somos una sociedad de sobrevivientes. En ese sentido, a finales de 2017, la sociedad venezolana entendió que el contrato social, ya deteriorado, se disolvía aceleradamente, cómo las instituciones (al menos en el ejercicio legítimo de la violencia) iban perdiendo su poder de coacción. Entonces, ante un robo, un secuestro o una extorsión, había que entenderse con nuevos actores que iban ganando fuerza e influencia. En el libro no hago juicios morales de quienes le piden a individuos como Brizuela, que intervengan para recuperar, por ejemplo, un carro o un bien preciado. Es gente que se siente indefensa, que no confía en las instituciones para resguardarse. La verdad es que no somos una sociedad heroica. Somos una sociedad pragmática, que juega la partida como van viniendo las cartas. 

¿No resulta paradójico que, en una sociedad cada vez más militarizada, la gente tenga que acudir a los caminos verdes, las opciones que ofrece un pran, para tratar de resarcirse del daño causado por un delito?

Creo que la militarización de la sociedad es un fenómeno posterior a la muerte de Brizuela, quien fue asesinado en 2017. Son también los años de la grave crisis económica, del comienzo de la migración, de lo que podríamos llamar una sociedad desintegrada. Pero esto también tiene que ver con esa cultura de buscarse a un gestor, a alguien, que pueda prestar un servicio, porque desconfía del papel de las instituciones o está convencido de su nulidad. Realmente, no tiene que ver con la militarización, sino con esa visión pragmática de buscar una salida, sin que se convierta en un problema, en una mortificación. Hay una tendencia natural a explorar las opciones que ofrecen los caminos verdes. Voy a un ejemplo. Brizuela se relacionaba con empresarios, a uno de ellos le pidió que asfaltaran una calle de su barrio y eso ocurrió. Tal es la capacidad de un poder emergente. Forma parte del pragmatismo que nos caracteriza como sociedad. 

¿Puede referir algunos elementos de la conducta de Brizuela? ¿Tal vez de sus patologías?

Era una persona necesitada de reconocimiento. Hay algo de narcisismo en su deseo de ocupar espacios de prensa. Él entendía que los medios podían ser un vehículo para darse a conocer, más allá de las cuatro paredes de la cárcel. Era un hombre ferozmente autoritario, que no toleraba insubordinaciones o notas discordantes, en los planes que se trazaba. Sus órdenes debían acatarse a rajatabla. Brizuela no amenazaba, Brizuela actuaba. Su posición de liderazgo estaba en constante peligro. Otros presos esperaban una oportunidad para acabar con su reinado. Es la ley cuando no hay estado de derecho. Brizuela sufrió varios atentados. Ejercía el poder con una dosis elevada de sadismo. Su dominio del penal lo ejercía con la ayuda de un sistema de videovigilancia. En una oportunidad descubrieron que un preso se había robado un celular, las imágenes en el monitor eran una prueba irrefutable. A ese individuo lo condenaron a pasar 30 días a la intemperie en el techo del penal, bajo los diluvios que caen en Ciudad Bolívar o sometido a temperaturas extremas. Imponía ese castigo para que el ladrón tuviera tiempo suficiente para reflexionar. Disfrutaba con la idea de someter al otro. Es lo que percibí en las cuatro entrevistas que sostuve con él. Eran las tablas de la ley de su “política carcelaria” y eso quiero ponerlo entrecomillas. 

Sin duda son los atributos del liderazgo, en una sociedad sumergida en la disolución. 

El narcisismo y el sadismo eran las tarjetas de presentación de Brizuela. Yo recuerdo haber entrado en ese penal dos o tres veces y no pasaba nada. ¿Aquí no hay día de visita? No, no. Entre y deje su cédula de identidad. Pasaban cosas insólitas. ¿Qué decía Brizuela? Nosotros no creemos en la justicia de los hombres, sino en la justicia de Dios. Quien aplica la justicia es el Altísimo. Nosotros no nos sometemos a la justicia de los hombres. Recuerdo que él decía claramente. ¿Tú ves a estos tipos en este penal? Sí, es cierto. La mayoría ha cometido delitos, pero ellos están aquí por los delitos que les achacan, no por lo que hicieron. Es una manera de rebelarse, de despreciar el estado de derecho, para quienes han crecido en una sociedad, pensando que tenemos unos límites, unos valores éticos, una convivencia civilizada. Para mí fue un choque cultural. 

¿Son todas esas características las que, en efecto, definirían a Brizuela como el primer pran de las prisiones venezolanas?

Sí, en el entendido de que es un personaje cuyas acciones trascienden el entorno de una cárcel. Un tipo que cree que puede implantar la política carcelaria, que aplica su propio código de justicia y los castigos más terribles, una persona que libra una guerra permanente contra el Estado. Parte de mí investigación refleja la tensión entre el estado de derecho y la vida de un pran. El Niño Guerrero (el pran que lidera el tren de Aragua) trascendió los límites del país. Es el cabecilla de una banda global, lo digo por todo lo que han reportado los medios del continente. 

Citas conversaciones que sostienes con la jueza que lleva el caso, Mariela Casado, a quién Brizuela ordena asesinar. Casado termina exiliándose en Costa Rica porque entiende que su vida corre peligro real. Llama la atención que quienes terminan perdiendo son aquellos que administran justicia. ¿Si el Estado venezolano no le garantiza la seguridad a una jueza, a los fiscales, a los abogados litigantes, que queda para los demás?

Hay que entender que el Estado consiente que eso ocurra. No voy a entrar en las razones que pudieran explicar esa conducta. No hago conjeturas. Pero cuando tú dejas que cualquier poder antagónico al Estado crezca, lo primero que va a pasar, es que ese poder va contra las instituciones constituidas. Y, desde luego, la persona que decidió enfrentarlo paga las consecuencias. La jueza quería poner límites al poder de Brizuela y lo termina pagando. Pierde la batalla. No puede cumplir con su papel. No es valedora del estado de derecho. Es una tragedia. Quien entra en conflicto con ese poder emergente, finalmente, se queda solo. No tiene adonde acudir. Por eso dije anteriormente que parte de la sociedad bolivarense fue muy pragmática y entendió que Brizuela ejercía cierta influencia en sus vidas. Quiero insistir. Somos una sociedad de sobrevivientes. No juzgo, no soy quien para imponer pautas de comportamiento o de conducta. 

La jueza termina exiliada por un caso de identidad equivocada. 

Recuerdo una conversación escalofriante que sostuve con Brizuela. Él me dice. ¿Tú crees que si yo hubiese querido matarla a ella hubiera fallado? ¿Cómo crees tú que yo me voy a equivocar? Lo que deja ver su personalidad egocéntrica, narcisista. Brizuela se creía infalible. Lo que ocurrió ese día es que la jueza le pide a su hermana que lleve a sus hijos a la escuela. Es la hermana quien maneja el vehículo. Y ahí pasó lo que pasó. Fue un asesinato por encargo, aunque Brizuela siempre lo negó. Pero el cruce de llamadas telefónicas y mensajes de texto y otros elementos de la investigación demostraron lo contrario. La participación de Brizuela fue plenamente establecida. Hay una cosa muy curiosa. El juicio lo radican en Valencia y es Brizuela quien organiza su traslado, quien alquila el autobús que lo llevará al tribunal en esa ciudad. Y la pregunta que uno se hace es: ¿En presencia de qué estamos? 

La violencia carcelaria es una epidemia en toda América Latina. Sin duda, somos el continente más violento a nivel global. De hecho, el país más pequeño de América Latina (El Salvador) ha construido la cárcel más grande del hemisferio. Es un récord del que mejor sería no enorgullecerse. 

El Estado venezolano, al parecer, retomó el control de las cárceles. ¿Pero está ganando la guerra contra las megabandas del crimen organizado? No lo sé. 

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*Periodista. Escritor. 


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