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Hay un punto que puede ser discutible y, mientras así sea, es un ingrediente que alimenta el debate. Dice Loris Zanatta* que no hay frontera entre la historia de las religiones y la historia de la política. América Latina es un buen ejemplo de esa mezcla. El Vaticano, asentado como un minúsculo Estado en la ciudad de Roma, participa en política internacional y es cortejado por las grandes potencias debido a su enorme poder.
Pero volvamos a la región y a su extendida cristiandad, mayormente católica. Al impacto que ha tenido en la política. Para poner en evidencia el sentido, el alcance de la frase de Zanatta. Echaré mano del libro de viajes de Christopher Isherwood para citar lo siguiente: “Me consterna la pretendida estupidez de los ateos militantes de izquierda. Está muy bien tachar de supersticiosos ciertos cultos y leyendas y atacar los crímenes políticos de las sectas históricas, pero ¿en alguna ocasión se han detenido a preguntarse para qué es la religión? ¿Cómo demonios se imaginan que puede funcionar su comunidad democrática si han eliminado toda base espiritual de mutuo acuerdo? ¿Es que no saben nada sobre la experiencia humana?”. Esta cita corresponde a 1947, cuando el populismo era una ola gigantesca que inundaba a Latinoamérica y, particularmente a la Argentina. Quizás esa izquierda se detuvo en el significado de esta frase, porque, en Cuba, en Nicaragua y también en Venezuela, el aborto, el matrimonio igualitario y los derechos de la comunidad LGTBI, por ejemplo, no han sido modificados, entre otras cosas, para no cruzar la línea roja que pudiera irritar aún más a las autoridades eclesiásticas. Así se entrelazan las demandas de los populismos y los intereses religiosos.
Las pulsiones del pasado populista están de regreso en Chile, en Brasil y ahora en Colombia. Es cierto lo que usted dijo en una oportunidad: “América Latina es el paraíso del populismo”. ¿Qué nos dice ese eterno ritornelo? Esta tendencia política de la cual parece que no podemos escapar.
Hay una tendencia de tipo general. No solo en los países que ha mencionado, sino también en Perú, Argentina, Nicaragua, Honduras, Bolivia, en fin. Esa tendencia, que tiene raíces antiguas, comunes, y que podríamos definir como una nostalgia de unanimidad alrededor de la idea de que hay un pueblo mítico, armonioso, sin conflictos, que ha sido corrompido, a lo largo de la historia, por la penetración de las ideas modernas, esencialmente liberales, anglosajonas, protestantes. Por lo tanto, el sueño, la utopía, el poderoso mito de los líderes populistas, no está en el futuro, sino en el pasado. Es volver al mito originario de la pureza perdida. Claro, hay elementos coyunturales que ayudan a explicar por qué se dan tantos populismos, especialmente, en este momento. La pandemia, sin duda, tiene que ver, porque ha difundido como respuesta en todos los países del mundo, una especie de invocación comunitaria, como volver a la idea de un pueblo unido, aunque sea por encima de los individuos. A lo que se agrega un crecimiento inevitable de las tendencias populistas, dadas las circunstancias no solo económicas, sino institucionales de Estado. Todos estos fenómenos favorecen lo que yo llamo el momento populista.
¿Qué elementos se combinan para definir o configurar el momento actual?
Sin duda, la difusión de una demanda en la sociedad de reintegración, de pertenencia, de comunidad, que en sí misma no es criticable, pero el populismo la concibe como una guerra de tintes religiosos, digamos, de un pueblo que se presume puro versus otros pueblos que, en teoría, son los corruptores. Por lo tanto, la vida política, en lugar del debate democrático, agudiza esa “guerra” y esto destruye las instituciones.
América Latina sueña con la unidad, con una sola identidad, y el populismo se apoya en esa idea, pero a la vez refuerza las diferencias. Es una emoción totalmente contradictoria, ¿no?
En sí misma, y esto es una enseñanza, la unidad latinoamericana tiene sentido. Y lo tiene aún más en un mundo más globalizado. Pero hay que deslindar conceptos. Una cosa es la integración, que se hace entre diferentes que aceptan sus diferencias. O sea, se basa, como la Unión Europea, en unos valores comunes -la democracia, los derechos individuales, la división de poderes, un mínimo de economía de mercado- y a partir de ahí se crea una integración entre diferentes. Esto implica que, al cambiar un gobierno en un país, no se intenta destruir la integración. En cambio, en el sueño de los populismos, no hay una integración entre diferentes, sino una fusión entre iguales. La idea es que cada país cumpla una especie de revolución populista que los lleve a compartir una misma cultura, una misma ideología, una misma visión del mundo. Significa, además, que cada elección en Latinoamérica amenaza las bases de una posible fusión. De manera que el populismo, en realidad, es una causa de fragmentación. Es tal cual. La historia está llena de utopías que, al pretender la unanimidad, causan las fragmentaciones. En ese sentido, la idea de la “patria grande” es una bandera populista, pero por ahí no vamos a llegar a la integración de América Latina. No me cabe la menor duda.
Uno puede mirar el pasado y ver que el populismo tenía grandes reivindicaciones, asociadas, por ejemplo, con la justicia social, que tenían que ver, incluso, con ciertos elementos de la democracia. Pero ahora vemos una cara muy oscura del populismo, lo vemos entronizado en esta permanencia en el poder y en la deriva autoritaria de sus proyectos políticos. ¿Esto responde a la dinámica de la historia o al señalamiento que la propia historia hace la caducidad de todas estas ideas? ¿Qué diría alrededor de este planteamiento?
Yo pienso, en realidad, que el populismo latinoamericano tiene un núcleo común, más allá de sus diferencias nacionales. Siempre lo tuvo y sigue teniéndolo. No creo que haya una gran diferencia entre lo que vemos hoy y lo que vimos en el pasado. Uno podría discutir sobre justicia social y democracia, pero habría que profundizar en esos valores. Lo que quiero decir es: ¿cuál es la visión del populismo latinoamericano? El pueblo de los orígenes, que él está mimetizando. Su pueblo. El único pueblo puro. Y, desde ese punto de vista, el pueblo de los orígenes es el pueblo de la evangelización. Son, fundamentalmente, los pobres, porque la idea populista supone que el pobre es el arquetipo de la pureza, como el hombre del paraíso terrenal, sin conocer el pecado. ¿Quién es el corruptor? Todos aquellos que, prosperando, se han separado del pueblo y se han acercado a estilos de vida extraños a ese pueblo.
¿Adónde llegamos por ese camino?
El populismo termina reivindicando, a veces de forma explícita y la mayoría de las veces de forma inconsciente, un pasado de la región, un pasado nacional, cuando todavía el pueblo no había sido corrompido por la modernidad. Y la modernidad implica, esencialmente, la idea liberal y capitalista de la organización social. Por eso la idea de todos los populismos, no de ahora, sino desde siempre -desde la revolución mexicana hasta la revolución sandinista, pasando por el peronismo y más-, sin duda es incluir al llamado pueblo, pero al hacerlo transforma, como en la tradición hispánica y católica, “su pueblo” en todo el pueblo. Son unanimistas, no conciben la división de poderes, no conciben la pluralidad política. Son jerárquicos, siempre lo fueron. El peronismo era verticalista. El poder fluye siempre de arriba para abajo. Son corporativistas, conciben que el individuo está sometido a la colectividad. Y finalmente tienen una idea ética del Estado. No piensan que el Estado sea neutral, sea de todos. Piensan que el Estado debe ser utilizado, legítimamente, para convertir a la población a su ideología. De manera que no es ninguna novedad, ni ninguna sorpresa, que cuando el populismo llega al poder intenten perpetuarse, aplicar una política asistencialista, paternalista y tener políticas internacionales anti occidentales.
Ha enumerado los rasgos comunes que hacen del populismo parte de la geografía política de América Latina. ¿Pero en dónde radican las diferencias?
En los contextos nacionales, que son muy diferentes. En distintos países, el populismo se ha transformado en régimen, en México, Argentina, Cuba y ahora Venezuela, que si bien tuvo una experiencia democrática en su historia tiene una larga tradición de caudillismos, caudillismos muy alejados de lo que sería una democracia. En otros países, como Colombia, más aún Chile, yo dudo, dudo mucho, que el populismo, a pesar de triunfar, pueda transformarse en régimen. Y esta es la reflexión general que puedo hacer sobre sus observaciones.
Alguna vez le escuché decir a Antonio Pasquali que América Latina era un continente mestizo dentro de Occidente. Oyéndolo a usted, le pregunto ¿somos mestizos porque somos populistas? ¿Somos mestizos por una herencia? ¿Realmente tenemos una identidad Occidental?
Voy a tratar de resumir un tema complejo. Lo primero, todos los continentes son mestizos. Si uno mira la historia de Europa, la idea de que sea un continente homogéneo, cultural o étnico no tiene ningún sentido. Cada continente tiene sus características y, por supuesto, América Latina tiene las suyas. Y cada país, incluso, cada región, tiene un mestizaje diferente. Entonces, ser un continente mestizo no impide que sea parte de Occidente. Por otro lado, tenemos que entendernos cuando hablamos de Occidente. Si nos referimos a la actualidad, Occidente es la cuna de la civilización democrática. Ahora, la democracia en Europa, como modelo general, es relativamente joven. Es decir, tiene una que se remonta a la Ilustración, cuyas raíces son más antiguas. Pero en Europa también hay otra tradición, que no es nada democrática o liberal. También es europea la tradición corporativa, orgánica, estamental, monárquica, absolutista. Son dos tendencias de signo contrario. Esta dualidad, de alguna manera, también la vemos en América Latina.
¿Cuál es la gran diferencia entre un continente y otro? ¿Qué marca el hecho que nos distancia?
Esa diferencia, que ha cambiado y seguirá cambiando, porque la historia no es estática, radica en un hecho crucial: la ruptura de la cristiandad, la reforma protestante, que instauró el pluralismo religioso y el pluralismo político. Pero también, con el paso de los siglos, las condiciones para que se afirmaran de las libertades individuales, la tolerancia política, así como la creatividad y la innovación tecnológica. Es decir, el ambiente propicio para que prosperara la modernidad democrática y liberal. En Latinoamérica esto no pasó. Latinoamérica vivió la cristiandad. O sea, la unanimidad. La idea de que en la unidad política coincide con la unidad religiosa, con la unidad de fe, con la ortodoxia que castiga la herejía, lo vivió hasta la caída del Imperio español. Y diría que las repúblicas que surgieron de la emancipación fueron extraordinariamente condicionadas por esta herencia hispánica, de unanimidad religiosa, que se trasladaba a la unanimidad política. Por eso, en la región, los regímenes populistas duran tanto, el PRI mexicano, el peronismo, 70 años y sigue ahí, el sandinismo, el castrismo, el chavismo. Son como monarquías católicas, en las condiciones, obviamente, de la modernidad. Pero que tienen el mismo concepto orgánico, corporativo, hijo de la cristiandad hispánica y que tiene como enemigo la democracia liberal Occidental. Pero que tiene sus raíces en Europa. Pertenecer a Occidente no es una cuestión étnica, es una cuestión cultural. En Latinoamérica, por ahora, sigue prevaleciendo la tradición orgánica sobre la democracia liberal.
Hay un énfasis más en la cultura que en la política. ¿Nosotros nos vamos a diferenciar cada vez más de Europa? ¿Nos vamos a distanciar más de Occidente y de los parámetros que alguna vez soñamos o pretendimos?
No diría que esa sea la conclusión. Con el paso de los siglos, Latinoamérica se occidentalizó cada vez más. Claro, yo estoy hablando de cultura, pero no hay una frontera entre cultura y política. Esa cultura orgánica de la que estoy hablando significa que un movimiento de base, que adscribe a esa cultura, no reconoce la división de poderes, no reconoce la libertad individual, porque piensa que prima la comunidad sobre el individuo. Piensa que hay que controlar los medios -el aparato comunicacional- porque a través de los medios hay que evangelizar al pueblo unánime. Tanto Latinoamérica como Europa, forman cada una, con sus peculiaridades, parte de la Civilización Occidental. En Latinoamérica, la tradición de la cristiandad se mantuvo durante siglos e inhibió las condiciones, que en Europa permitieron la maduración de la liberal democracia. Pero esto no impide para nada que Latinoamérica pueda seguir ese mismo camino. A pesar de todo, y del pesimismo que uno pueda tener, cuando ve que florecen tantos populismos, yo creo que la idea de la democracia liberal ha avanzado mucho en Latinoamérica. Creo que en el futuro habrá un acercamiento mayor entre Europa y Latinoamérica.
El regreso de Lula en Brasil, la eclosión política que se producirá en Colombia, si Petro gana la segunda vuelta y el fantasma de la Unidad Popular que recorre a Chile. ¿Cómo entender este viraje?
Lo más relevante de esos casos es que, tendencialmente, no son países que tengan una larga historia populista, más bien tienen una historia de populismos frustrados. Colombia tuvo un enorme potencial de populismos, pensemos en Gaitán, en Rojas Pinilla, en la guerrilla. Pero todos fueron frustrados. Brasil tuvo su populismo, pienso en Getulio Vargas, principalmente, pero allí, un poco una sociedad estamental, un poco las fuerzas armadas, lograron controlar el populismo, lo metabolizaron. Algo parecido pasó en Chile. Y más, Chile es el país menos populista de los tres. Son casos donde el populismo tiene el mismo ideal que en el resto del continente, pero crece en un ambiente muy diferente. O sea, no es Argentina, no es Nicaragua, no es Cuba ni Venezuela. No es un ambiente donde el populismo pueda derribar fácilmente todos los obstáculos y transformarse en un régimen populista. Si asaltan el poder judicial, que es lo primero que hace el populismo, van a encontrar dificultades tanto en los medios como en la propia institucionalidad democrática y en la sociedad civil. Si asaltan a las fuerzas armadas para transformarlas en una institución del Gobierno y no del Estado, van a encontrar oposición. Va a resultar muy difícil. Vamos a tener populismos híbridos. No creo que en Chile el Gobierno tenga la fuerza para imponer un régimen populista, pero el problema mayor viene de la Asamblea Constituyente, que fue elegida en un momento de efervescencia social y es una nave sin timón en el mar.
Vamos a vivir un momento de grandes contradicciones, de confrontación entre fuerzas partidistas. Yo creo que se avecina una crisis política en estos tres países.
El populismo siempre genera tensión, precisamente porque tiene una pulsión unanimista. Al populismo le cuesta vivir en la democracia, le cuesta mucho, porque no reconoce el principio básico de la democracia que es el pluralismo. Pero en muchos casos, el populismo puede cambiar sus impulsos autoritarios, puede amoldarse al medio en el cual está obligado a vivir. Esto es más probable que pase en Chile, donde tiene una sociedad más articulada e instituciones más sólidas. En Brasil, por otra parte, ya Lula gobernó y dentro de todo terminó amoldándose al Estado democrático. En Colombia es más complejo, porque tiene instituciones más débiles y el empuje populista es muy fuerte. Esto dependerá, además, de la Guerra en Ucrania, si Rusia, un estado autoritario, tan amado por los populistas latinoamericanos, sale mal parado, como lo deseo todos los días, esto podría ayudar a que resurjan los ideales democráticos. De manera que tenemos que considerar muchísimos factores. Pero Colombia, sin duda, va a ser el caso más preocupante. Influirá mucho la coyuntura económica y la paradoja es que mientras hay más dinero, más posibilidades tiene el populismo. Pero en este momento no hay mucho dinero para gastar.
La adaptación del populismo también es histórica y ha demostrado una gran capacidad para sobrevivir, versatilidad política y astucia para metabolizar los factores contrarios. De hecho, goza de buena salud en este continente. ¿Qué diría alrededor de esta última pregunta?
El populismo a lo mejor cambiará de nombre en el futuro, así como en el pasado tenía otros nombres, pero existirá siempre. Es una de las dimensiones de la vida social. La idea de una pureza originaria, a la que hay que volver, en contra de la corrupción de la vida y de la historia, estaba en Platón, en Heráclito, en los antiguos. Esta idea seguirá existiendo siempre, en Latinoamérica, en Europa, como en otras partes del mundo. Así que podemos darlo por seguro. El problema no es tanto que esta visión del mundo exista, es legítima también. El problema es que si esta fuerza del populismo, esta noción mítica de ver al pueblo como una comunidad que monopoliza la pureza, es tan fuerte como para derribar todos los límites institucionales y culturales, como ha pasado en Venezuela con el chavismo, como ha pasado en Cuba con el castrismo, termina controlando todos los poderes y se vuelve prácticamente imposible bajarlo del poder de forma pacífica. Por eso es tan importante que, en Chile, en Brasil, en Colombia, las instituciones existentes logren impedir que el populismo derribe todos los obstáculos. Obligar al populismo a hibridizarse. Hoy triunfa y mañana puede entregar pacíficamente el poder. Es decir, lo que no pasó en Venezuela.
*Doctor e Investigador en Historia de las Américas. Investigador en Historia e Instituciones de América Latina en el Departamento de Ciencias Políticas y Sociales en la Universidad de Bolonia. Licenciado en Historia Contemporánea en la Facultad de Letras y Filosofía de la Universidad de Bolonia. También es autor de varios libros (Historia de América Latina, El Populismo, La larga Agonía de la Nación Católica: Iglesia y dictadura en la Argentina, entre otros).
Hugo Prieto
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