El escritor francés Emmanuel Carrère retratado en 2016 por Joel Saget | AFP.
Destacadas
Te puede interesar
Diario literario 2020, octubre (parte III): Pasando el tiempo; Alfonso Reyes y Esparta; Habermas y Scully; Carrère
Por Alejandro Oliveros
Inopia y fascinación en la autoficción de Carrère
Por Doménico Chiappe
Vasco Szinetar: Quien hace un retrato tiene la obligación de construir algo hermoso
Por Nolan Rada Galindo
Los más leídos
Si el título del nuevo libro de Emmanuel Carrère no estuviese ligado a su nombre, que ocupa un lugar destacado en las letras francesas de las últimas décadas, tal vez lo hubiésemos pasado de largo pensando que sería una obra descriptiva del ejercicio ancestral, de interés solo para los practicantes de yoga. Se trata, sin embargo, de una obra inquietante con varios puntos de inflexión en donde los inteligentes giros narrativos la convierten en una novela fragmentaria. Para el autor «puede calificarse de yoga todo aquello a lo que uno se dedica con seriedad y amor, desde el kungfú hasta el cuidado de una motocicleta».
Yoga se convirtió un éxito de ventas en Francia, con unos ciento setenta mil ejemplares vendidos el primer mes de su lanzamiento. Publicado en español por Anagrama en febrero de 2021, tras unos años de sequía creativa y turbulencias personales del autor, la obra contiene varios elementos autobiográficos. En noviembre de 2017, Emmanuel Carrère declararía a El País: «No tengo ningún proyecto de libro desde que escribí El reino (2015). Se lo cuento con ligereza, pero no es un momento ligero. Estoy pasando por una situación difícil».
Carrère ha publicado, en el transcurso de su vida, obras que podrían considerarse de no ficción. La más emblemática es El adversario, la historia de un impostor que se hizo pasar como médico por más de veinte años y que acabó matando a su familia al ser descubierto. También destacan De vidas ajenas, Una novela rusa y Limónov. A Carrère le gusta llamar a sus libros «novelas de lo real».
Su última obra, sin embargo, se ha visto contaminada por una polémica desatada por su ex esposa, Hélène Devynck, de quien se había divorciado apenas en marzo de 2020, pocos meses antes de la publicación de Yoga. En un derecho a réplica publicado en Vanity Fair afirmó que su ex marido violó el contrato de privacidad que le prohíbe mencionarla en sus novelas, de manera explícita o implícita, sin su consentimiento. Por si fuera poco, luego de la ruptura matrimonial, lo acusa de mentir. Y afirma, entre otras cosas:
He sido expuesta a través de una fantasía sexual acompañada de revelaciones indeseables de mi vida privada. Más allá de esto, el libro se presenta como una autobiografía y es falso, porque se miente. La más clara es que en la novela se indica que pasó dos meses en la isla de Leros cuando solo fue un viaje de pocos días. Presenta una visión complaciente de su enfermedad psíquica. Tiene un ego despótico y sus ataques megalómanos de bipolaridad son disimulados.
La carta de Hélène Devynck ocasionó que sacaran a Yoga de la lista del prestigioso premio Goncourt, en el que era favorita.
Carrère tiene una versión distinta de los hechos y dice que más bien se vio obligado a extraer las referencias a su ex mujer y que, precisamente por esa razón, terminó escribiendo una obra distinta donde tuvo que acudir a la elipsis narrativa. Así inferimos que pareciera referirse a ella cuando llega al refugio estival en Leros, Grecia, habla en plural y se sobreentiende que está con su ex esposa, además de que el tiempo cronológico es anterior al divorcio. Por otra parte, en una escena erótica prolongada y detallada que aparece en el libro se supone que es donde revela sus intimidades sexuales, pero contado como si fuese una persona distinta.
A veces uno cae en la duda intuitiva si lo que se cuenta es fidedigno o se utiliza la invención, aunque Carrère diga que para él la literatura «es el hogar donde no se miente». De lo que si no cabe duda es de la inclusión de un personaje ficticio hacia el final, Frederica Mojaje, en la referida isla de Leros. El autor francés admite que se trata de una invención y lo hace en una escueta línea para decirle al lector que tenía que «aliviar mi conciencia confesando que Frederica es un personaje novelesco». Lo confiesa, con inteligencia estratégica, cuando faltan pocas páginas para que termine la novela, después de que el lector inadvertido de la polémica, leyendo el libro en estado puro (como deben ser las lecturas), ha comprado el cuento de que todo lo que se relata es real. Así nacen dudas retroactivas sobre el texto cuando a un lector atento le han podido parecer inverosímiles algunas escenas y se plantea interrogantes: ¿será verdad que ha escrito todos sus libros con un solo dedo (el índice derecho) como confiesa –tardíamente en su carrera– a su editor? Carrère admite: «Es la fatalidad que sucede, creo, cuando empiezas a cambiar los nombres propios: la ficción toma el poder y, como decía Emmanuel Guilhen (un amigo de la infancia), es la puerta abierta a todas las ventanas».
En mi cabeza se había sembrado una primera duda sobre su verdadero apego a lo real en sus libros cuando el propio Limónov, polémico personaje anárquico-combativo, en entrevista a La Vanguardia, en junio de 2019, a menos de un año de su muerte, afirmó:
Carrère ofreció su visión de mí, una obra inspirada en mí, pero no soy yo, no me reconozco. Aunque le estoy agradecido porque lo hiciera. Tengo otros amigos que decían que iban a escribir un libro sobre mí, pero no lo hicieron. Él, además, es muy diferente a mí, es un representante de la burguesía francesa, y yo no.
Cabría aquí mencionar la diatriba, ya clásica, que se presenta en el sentido de los efectos de incluir ficción en una obra donde lo que se pretende contar se supone que es real. Cuando se introduce ficción en una «novela de lo real» ocasiona que todo se ponga en duda, lo que no tiene que ver, quedemos claro en este punto, con el gozo de la lectura ni con la calidad de la obra. Eso es harina de otro costal; estamos ante un libro por demás particular y adictivo, sorprendente y que cautiva al lector, con todo y el ego engrandecido admitido por el propio autor. Carrère: «Soy un hombre narcisista, inestable, lastrado por la obsesión de ser un gran escritor».
La no ficción entendida como ese lugar donde el autor, a nivel consciente, nunca miente o inventa para satisfacer vacíos narrativos se apega al material investigado o vivido. Pero como nada es absoluto en esta vida existe, por supuesto, el carácter subjetivo de las palabras escogidas para contar una historia real y, además, la manera y orden en la que se cuenta esa historia. Ello ocurre, no obstante, dentro de la celda de la realidad. Con Yoga Carrère rompió los barrotes, escapó, se dio a la fuga. Y en ese diálogo intermitente cuando se dirige al lector para ir contando cómo se construye el libro, deducimos que combina la autoficción con la autobiografía en lo que iba a ser, originalmente, un librito risueño y ligero sobre el yoga.
Es así como en la primera parte narra su experiencia en un retiro de meditación vipassana por diez días, suerte de campamento militar del espíritu en el que no se podía hablar con nadie. Hombres y mujeres se dividen en sectores diferentes. Carrère llega allí como resultado de tres décadas de prácticas de yoga y taichí. Esto parece coherente con el hecho de que su fotografía –sentado en un cojín de meditación– apareciera en la portada de la revista Le Point en enero de 2018, en relación con un artículo que versa sobre yoga (¿publicidad anticipada de su libro en progreso?). De hecho, en el transcurso de la lectura el autor va dosificando múltiples definiciones específicas de lo que se considera el yoga. El taichí también juega rol importante porque una de las tesis subterráneas que atraviesa las cinco partes de la novela es que el mundo se maneja siempre en niveles de opuestos, como dicta la sabiduría china: el ying y el yang aplicado a la experiencia humana.
A su vez, más antagónicos no podían resultar meditación y escritura. La meditación busca reducir los pensamientos parásitos, los que nos atormentan a diario y sabotean la felicidad. Así los llama Carrère, «pensamientos parásitos», pero también los denomina insectos nocivos o burbujas en la superficie de la conciencia. La escritura estimula esos pensamientos, que en sánscrito se llaman «vritti», los cuales pretende aplacar la meditación pero que, de la orilla de la escritura, muchas veces redundan en el germen de un relato, una novela o en la resolución de un capítulo.
Meditar es reducir los «vritti», esto es, los pensamientos que colapsan nuestro bienestar personal, en tanto que la escritura los estimula; quizá de allí el estado clásico-tormentoso de infelicidad de muchos escritores. Esto es halar fuerte la cuerda, simultáneamente, desde los dos extremos: meditación y escritura, aceite y vinagre. O, como lo afirma Juan Liscano en su estudio Espiritualidad y literatura: una relación tormentosa: «Las exigencias específicas de la literatura no corresponden a las de la realización espiritual. La espiritualidad se cumple en el silencio; la literatura es lo verbal». Si a ello le agregamos el ego de algunos escritores, nada más distinto lo que persigue la meditación que es precisamente la disolución del ego, el entendimiento de que el alma es parte de un espíritu colectivo.
Carrère llega al retiro de meditación –admite con cierto desparpajo– para escribir el librito risueño sobre el yoga; utiliza, pues, la experiencia espiritual para un aprovechamiento creativo literario. Es decir, llega con una misión: el escritor espía, el observador empedernido. Casi que uno se lo puede imaginar en el lugar observando con los ojos semiabiertos. En la meditación se procura disminuir la cantidad de pensamientos, alejarlos, defenestrarlos, zambullirse en momentos de silencio absoluto, hacer contactos brevísimos con la espiritualidad del universo mientras que en la escritura ocurre más una profusión volcánica de pensamientos que luego redunda en la palabra escrita.
El retiro vipassana no permitía tomar notas ni traer lecturas (algo que coloca en puntos suspensivos), aunque más adelante admite haberse llevado Relatos del antimundo de George Langelaan. Estando allí, en esa suerte de impostura con fines literarios, cuenta lo difícil que fue –sobre todo el segundo día– permanecer sentado tantas horas sobre el cojín de meditación zafu; situación que enriquece con saltos atrás, hacia su infancia, producto de sus propios pensamientos o refiere que su vecino, que hace ruidos guturales mientras medita, le recuerda a un tal profesor Robicon de la primaria. Así va pasando los pocos días que permanece en el retiro hasta que, de golpe, una madrugada lo vienen a buscar y se lleva un susto pensando que ha podido morir algún familiar cercano.
El motivo de la abrupta interrupción se debe a que le informan de los acontecimientos ocurridos en París el 7 de enero de 2015 –día del lanzamiento de la novela Sumisión, de Michel Houellebecq, acusado de islamofobia–: la masacre en la revista satírica Charlie Hebdo en la que mataron a doce colaboradores e hirieron a cinco de gravedad; hecho que, dice Carrère, puede considerarse un 11 de septiembre francés. Justo en ese momento se produce en mí, como lector, un cortocircuito de credibilidad (lo de las dudas retroactivas que se confirman con la segunda lectura). Primero porque se había anunciado que el retiro no podía interrumpirse bajo ninguna circunstancia. Además, cuando se tiene una visión universal del ser y de la vida no cabría hacer semejante interrupción contradiciendo los principios del propio retiro. Y menos despertando de urgencia en la madrugada a uno de los practicantes solo para informarle de un evento de carácter nacional y político.
Esto me lleva a contrastar lo narrado por Carrère con mi propia experiencia personal en la época en que yo meditaba –para ratificar mi incredulidad– cuando asistí a un retiro de siete días en Tampa llamado “La seducción del espíritu”, dirigido por Deepak Chopra. En aquel tiempo había aprendido con el método de la Meditación del Sonido Primordial, basado en cálculos matemáticos a partir de la sabiduría védica, en el que se calcula el sonido del universo al momento del nacimiento de cada persona. Esos sonidos determinados se transforman en un mantra. Ese mantra se entrega, luego de hacer el entrenamiento en primer nivel, como un rito sagrado. Y ese es el sonido que uno repite en el silencio. Es un tipo de meditación occidentalizada que se hace en una silla, veinte minutos en la mañana y veinte minutos en la tarde.
En “La seducción del espíritu”, Deepak (así quería que lo llamáramos) hablaba sobre sus nociones de meditación, física cuántica, salud, alimentación, sabiduría ayurvédica, bienestar, visión del Universo, Dios, la vida, pero sobre todo meditábamos varias horas al día. Con Chopra tuve una conversación en los urinarios del lugar, la imperiosa necesidad de satisfacer las necesidades fisiológicas. Este médico endocrino convertido en gurú espiritual tuvo una charla conmigo de urinario a urinario, como cuando un par de amigos van al baño en medio de un concierto, pongamos, luego de tanto tomar cervezas: “Qué arrecho el solo de guitarra”; esa imagen es la que tengo más clara de ese retiro de meditación conversando con Chopra en el baño. Esa, y la otra cuando terminó el retiro al momento de empezar a conectarnos al mundo externo: colocaron música electrónica y empezamos a bailar desordenadamente, cada quien dando saltos en su espacio individual, moviendo las piernas, las manos, agitando el cuerpo como quisiéramos, incluyendo al propio Deepak que lo hacía sobre el escenario. Cuando uno medita tantos días seguidos, cosa que te advierten, se produce un proceso de liberación de toxinas. Al salir de allí lo pude comprobar ya que sentía una fatiga desproporcionada. Recuerdo que en esa transición me tocó alojarme en una habitación de hotel antes de tomar un tren de Tampa a Miami, y pasé un día entero sin poder levantarme de la cama.
Eso me lleva a conjeturar sobre algunas partes del libro, oh el reino de las dudas; Carrère, citoiyen, ya que admitiste haber mentido, ¿cómo voy a creer que interrumpiste la meditación y no constaste nada de lo que sentiste?, ni en lo físico ni en lo espiritual. Nada, no hay nada de eso, no existe el más mínimo comentario al cortar de golpe el proceso de meditación (que luego admite haber retomado más adelante y que resuelve con un sospechoso breve capítulo —como un mateo). De hecho, Carrère ha señalado: «No puedo decir de este libro lo que orgullosamente he dicho de otros varios: “Todo lo escrito es cierto”. Al escribirlo debo desnaturalizar un poco, trasponer y borrar».
Todas mis sospechas se confirmaron, además, con una pregunta muy hábil del periodista Jordi Nopca en una entrevista con el autor: «Usted estaba en medio de un retiro de yoga vipassana. Tuvo noticia de la tragedia días después…» (los puntos suspensivos son del periodista). Carrère responde:
–El centenar de personas que pasábamos esos días en el retiro vipassana fuimos las únicas en toda Francia que no tuvimos noticia de los atentados. Lo recuerdo con preocupación y horror. De alguna manera me hace cuestionar el objetivo de esa práctica meditativa: pierde legitimidad. Podemos preguntarnos si habría cambiado algo, si lo hubiéramos sabido, y la respuesta es no. Al mismo tiempo, todo un país se paralizó por aquellos hechos terribles, y nosotros no estábamos al corriente, desde la organización creyeron que no tenía que ser así hasta que fue inexorable explicarlo.
Está ahora en París Helene F., una amiga que lo había elegido para que pronunciara unas palabras en el funeral de su pareja asesinada, Bernard Maris. Esta segunda parte se titula «1.825 días». Se llama así porque Maris pensó que le quedaban 1.825 días de vida a partir del 1 de abril de 2014, presunción algo excéntrica, me parece –o tal vez se trataba de un suicidio planificado–. Carrère saca la cuenta y relata que su amigo acribillado en la sede de Charlie Hebdo solo llegó a vivir 1.543 días de los que pensaba que le quedaban de vida y engalana esta más breve parte del libro en la que reluce su condición como miembro de lo que él mismo considera el uno por ciento de la sociedad francesa. Al concluir este episodio trágico dice:
Por mi parte, reemprendí mi proyecto de libro sobre el yoga, es decir, que he escrito mis recuerdos de la sesión Vipassana, cuando todavía estaban frescos, de la manera más detallada posible. Lo que el lector acaba de leer es una versión ampliada de este texto que ha sufrido más tarde, como verán si continúan leyendo, no pocas tribulaciones.
Una tercera parte, «La historia de mi locura», narra su horripilante caída en la depresión; pero más que una depresión, Carrère –valiente– se confiesa bipolar: depresivo y maníaco. Comenta que había sufrido antes dos episodios serios de depresión, pero el que experimentó en ese momento (suponemos que magnificado por el divorcio, la dificultad en escribir un libro risueño sobre el yoga, los tormentos de su gran ego –como siempre admite–, más los desbalances químicos propios) lo condujeron a ser recluido en el hospital de Sainte-Anne (especializado en psiquiatría, neurología, neurocirugía y adicciones) durante cuatro meses.
En este sustancioso tramo de la novela cuenta cómo fue su experiencia en el psiquiátrico y la manera en que fue emergiendo hacia la luz de su cotidianidad; lo que al final logra gracias al interés de realizar un reportaje en Irak, pues los difíciles años de vacío de «novelas de lo real» –que padecía desde 2015– los llenaba con crónicas y reportajes literarios para revistas. Es así como poco a poco va saliendo de ese lúgubre lugar donde había caído. Le diagnostican Trastorno Bipolar Tipo 2; lo que en una entrevista él llama «depresión melancólica».
En el hospital le aplican terapia electroconvulsiva (TEC) que sin duda le ayudó a salir de su estado, pero que afecta su memoria reciente. De hecho, aparecen dos metáforas –muy francesas– para referirse a su estado como un «camembert mental» o cuando se habla de la «mermelada de recuerdos». Confiesa que no recuerda mucho de esos días, que tuvo que hablar con amigos y personas cercanas, leer en detalle los informes psiquiátricos para poder reconstruir lo vivido y contarlo. «Mi memoria sigue siendo un campo de ruinas».
Lo que si no olvida Carrère es un cuadro que había allí y que veía siempre al despertar de la terapia electroconvulsiva. Se trata de una marina de Raoul Dufy colgada en una sala del psiquiátrico. Ese cuadro, que pudiera parecer inocente, pasó a representar lo más horroroso de la vida, el mal infinito. Tiene la memoria tan afectada que le recomiendan leer poesía y memorizar versos. Lo hace por primera vez en su vida –confiesa que no leía poesía– al caer en sus manos una antología de Jean-François Revel (por cierto, padre de Matthieu Ricard, un monje budista considerado el hombre “más feliz del mundo”, de acuerdo con estudios neurológicos realizados). Se vuelve tan adicto a la poesía al punto de que –dice– perdió el entusiasmo de leer novelas.
Comprendemos mejor así el significado del título de la primera parte, «Mi cercado», cuando leemos: «No, vino de mí. Vino de esta tendencia a la autodestrucción de la que presuntuosamente me creía curado y que se desencadenó como nunca y me expulsó para siempre de mi cercado». Su cercado era la protección que le brindaba la escritura, las prácticas de taichí y yoga. Carrère dice que sufre de taquipsiquia, una especie de taquicardia pero de la mente, una aceleración de los «vritti: «Los pensamientos son erráticos, discontinuos, estridentes. Se agitan en todos los sentidos, demasiado rápido. Se arremolinan e hieren». Este capítulo que habla de su «locura» (¿exagera Carrère?) concluye con un toque clarividente sobre el libro que construye: «Mi autobiografía psiquiátrica y mi ensayo sobre el yoga eran el mismo libro».
En la siguiente parte de esta novela fragmentaria –pero conectada debidamente entre sus partes– encontramos al protagonista en una casa veraniega de la isla de Patmos, Grecia, donde se supone que se hace alusión implícita a su fallido matrimonio. Estos pasajes constituyen una suerte de despedida: «abandono para siempre nuestra Ítaca», leemos. Un día toma un ferry hacia Leros «donde se queda dos meses», en virtud de una especie de taller que impartiría a cuatro emigrantes. Frederika lo invita a ese taller literario con cuatro niños refugiados: tres afganos y un paquistaní. Carrère cuenta, a través de los jóvenes migrantes, la crisis de refugiados que es a la vez un problema de carácter europeo. Aquí pareciera que estuviéramos ante el más distinto de los relatos de novela plasmados en este libro donde narra su vida cotidiana en la isla y su relación con los talleristas. La conexión que surge con las partes previas de la novela se nota aquí más sutilmente, sobre todo cuando habla de su temor a que vuelva la locura y con los movimientos de taichí que enseña a Hamid, y que este empieza a practicar con otros niños refugiados. Frederika desparece y él se queda un buen tiempo solo en «en casa de ella» hasta que decide marcharse.
Tras completar la lectura de Yoga no cabe duda de que se ha cumplido lo que se ha propuesto Carrère cuando nos confiesa su objetivo en la vida: «Convertirme en un escritor original, ya fuera en tres días o en treinta años, era la obsesión de mi juventud, y no me ha abandonado». Este libro original, cautivante, seductor cierra con un tono optimista donde en otra isla, esta vez en Azores, redescubre el amor de alguien mucho más joven que él. Como afirmó en la entrevista con Xavi Ayen: «El amor es la mejor terapia».
Carrère nos advirtió que el libro risueño nos llevaría por muchas tribulaciones y así ocurrió. Esta novela –pese a los tropiezos de su vida personal y de haber obviado su propio credo de que la literatura es el hogar de lo real, y sin darle importancia al hecho de confesar las rimbombancias de su ego– resulta una lectura adictiva, con una estructura que –tal vez– al extraer la referencia explícita a su mujer la vuelve incluso más fascinante. Con todo y que el lector debe cubrir huecos narrativos y resolver enigmas:
Hablé con sinceridad. En 2015 se me acabó un periodo que había sido armonioso y fecundo. Desde entonces viví con inquietud. Quería escribir sobre las virtudes de la meditación, pero he acabado explicando mi caída en el abismo. En 2017 todavía no lo sabía, todo esto, vivía en este caos… pero al final, pasar por todas estas experiencias ha hecho posible el libro. Escribir es una manera de demostrarnos que no se pierde todo. En este sentido, las victorias son tan importantes como las derrotas.
Así pues, Yoga resulta, si me lo permiten, una derrota muy victoriosa.
Pedro Plaza Salvati
ARTÍCULOS MÁS RECIENTES DEL AUTOR
Suscríbete al boletín
No te pierdas la información más importante de PRODAVINCI en tu buzón de correo