Perspectivas

La fuga y la vida pequeña

10/07/2021

«Huir es tratar de fugarse de cárceles injustas y oprobiosas pero para ocupar mejor puesto en la trinchera de lo debido siempre, eso sí, que lo injusto sea efectivamente injusto y lo debido verdaderamente debido, y no ideológica y cínica desfachatez para oprimir en realidad y evitar responsabilidades». Esta cita corresponde al libro presentado en Barcelona el 22 de junio de 2021, La vida pequeña. El arte de la fuga (Anagrama), de J. Á. González Sainz, considerado uno de los mejores y más desconocidos de los autores españoles actuales, ganador del Premio Herralde de Novela en 1995 por Un mundo exasperado, y que lleva su vida entre ciudades de dos países: Italia y España.

La presentación tuvo lugar en la Librería La Central del Raval, un barrio barcelonés conocido por la multiplicidad étnica que la habita y en cuya rambla se encuentra –estoico– desde hace años un gato de Botero de siete metros de largo y tres de alto, punto de encuentro entre personas y grupos. El evento se desarrolló con el debido protocolo que exige la pandemia, al aire libre, entre un cocotero altísimo y el alboroto de pericos, palomas y gaviotas, el sonido sutil de una fuente de agua que era como un peñasco de piedra reverdecido, las sillas con suficiente separación para los asistentes fieles a sus mascarillas entre la brisa suave y fresca.

Hay que referirse al ambiente en torno al evento porque es necesario ubicarse en el presente y para ello hay que usar los sentidos en la plenitud de lo real, como nos sugiere el autor. Me preguntaba qué era lo que ocurría en ese momento en que me encontraba allí, al que había llegado por puro azar y habiéndome devorado la mitad del libro en dos días, luego de enterarme de este autor que desconocía: ¿una presentación o una puesta en escena perfecta de fines de primavera?

Desde «Reconsiderar la vida» hasta «Huir al edén», este libro consta de sesenta y un textos que conforman un artefacto literario que el autor no desea considerar como un conjunto de ensayos, que lo son y no lo son. La amplitud de temas tiene el efecto de una onda expansiva, pero al mismo tiempo están conectados como si fuesen aristas de un mismo tronco y a veces nos da la sensación de un entramado de novela de no ficción, que tampoco lo es porque, además, los capítulos se podrían leer en orden o aleatoriamente. Lo que sí es un hecho es que este particular libro es un disparador de ideas, reflexiones y sentimientos que traen luz a la convulsionada vida moderna, cargada de ruido, estridencia, saturación, egos empeñados en vanagloriarse, deseos superficiales que en la mayoría de los casos nos alejan de la felicidad en vez de acercarnos a ella.

Por otra parte, las ideas expresadas en esta obra son una postura contra el nihilismo. «Nihil», en latín, significa nada y aunque hay varias acepciones del concepto se podría resumir, en general, como que la vida carece de sentido, noción con la que se halla en desacuerdo, de manera vehemente, González Sainz. Lo que procura el ser humano es más bien intentar lograr un sentido, una actitud, una manera de mirar y enfrentar las cosas que proporcionen un estado de felicidad sin estridencias, mesurada y a la vez plena de regocijo, entendida esta de modo distinto a los vanagloriosos convencionalismos respecto de los grandes logros, hazañas y emprendimientos. Una vida en la que debemos asombrarnos por el ahora cotidiano, crear mundos propios, huir hacia lo real y deshacernos de las fantasmagorías que enturbian nuestra claridad de pensamiento y acción. Para el autor, vivimos una época de colosal griterío:

Las cosas a secas, las cosas cosas y los datos datos se han escurrido en el fregadero de un mundo que no tolera ya verdad alguna sino solo un disparadero de percepciones e interpretaciones, un redondeo de mundo que se resuelve continuamente en clics instantáneos de me gusta o aborrezco, de ristras de opiniones y distorsiones en perpetuo movimiento que se quitan la delantera las unas a las otras sustituyéndose acerrada y mendazmente, quítate tú que aquí estoy yo, que soy otra cosa que el haberte quitado y desplazado de la pantalla del mundo.

Es por ello que, como reacción a esta disparatada y dislocada dinámica del mundo enhebrada en la mente de las personas, la fuga cobra sentido: no tiene nada de particular mandar todo a la mismísima porra cualquier santo día, afirma, librarnos de las pesadumbres que, de paso, nosotros mismos nos hemos forjado producto de nuestras ambiciones desmedidas, de quererlo todo al dejarnos llevar por la corriente durante años en vez de cultivar la satisfacción por la vida pequeña, entendida en su buen sentido. Ello en condiciones relativamente posibles en cuanto se refiere a la figuración de un individuo en sociedades estables, como en las que ha vivido González Sainz, que luego de estar años en Madrid, Barcelona, Venecia, Trieste y Padua de pronto decide regresar a Soria, su pueblo natal.

Afortunados aquellos que cuentan con condiciones particulares para que esta decisión sea por voluntad propia. Ocurre en sociedades de bienestar en las que la gente casi nunca se conforma con nada, todo es insatisfactorio, siempre se quiere algo: el martirio de aquello con lo que no contamos y de aquello que pudo haber sido y nunca fue. Esto también es muy evidente en la vida española en la que nada escapa a la crítica de multitudes de voces, sea cual sea la postura, todo el mundo cree tener la razón y se atrincheran las posiciones, creencias, mentiras forjadas que hacen que las personas se sientan inconformes con sus vidas supuestamente desdichadas. El camino contrario de este modo de ser es el de la vida pequeña, que es sentir «una verdadera inclinación por la alegría». Lo heroico hoy en día es saber vivir en lo pequeño, saber discernir lo que es bueno, suspender nuestras creencias y no dar palos de ciego, acogernos a lo real con la sencilla herramienta de saber mirar.

Pero si se vive en regímenes que coartan la libertad, ¿cómo se puede elegir? El arte de la huida es también una meditación para aquellas personas que viven bajo sistemas autoritarios, en donde la huida cobra el sentido de la primera cita de este texto: «Huir es tratar de fugarse de cárceles injustas y oprobiosas». Escapar de un sitio donde una minoría nada ilustrada y militarista, por ejemplo, decide e impone a los demás la forma de vida que padecen, suprimiendo el sentido de libertad. Cabría preguntarse si en medio de circunstancias adversas que amenazan desde tantos ángulos la cotidianidad es posible abrazar la vida pequeña sin que se trate de un positivismo fingido o exaltado.

Hay ocasiones en las que toca huir por amenazas a la integridad física, moral e inclusive por sobrevivencia ante la «ola arrasadora de estupidez y maldad que deja cada vez chiquita cualquier otra destrucción anterior». Y los que, sin embargo, no pueden o deciden no huir de ese lugar que los oprime, los que tienen que quedarse no tendrían otra opción que aceptar el estado de cosas, lo que el autor llama la aparición del temple: tener la inteligencia emocional y capacidad de aguante, engañar a la mente, no caer en el melodramatismo, saber adaptarse a las dificultades, desarrollar y cultivar el fuelle, hacer que brille la vida pese a tener tantas cosas en contra.

Y, encima de todo: una pandemia.

En las primeras páginas del libro se comenta que la pandemia sorprendió a González Sainz en ese regreso o escape a su pueblo natal, como si se hubiera adelantando al acontecimiento planetario. Tal vez al regresar a Soria estaba huyendo de tanto huir. Guerra y pandemia. Vivimos en una época de indigencia en la que no queremos aprender de las lecciones del pasado, cuando se necesita más que nunca: «Estudiar a fondo las guerras del siglo XX, civiles o mundiales, sus revoluciones y sobre todo sus regímenes totalitarios, sus purgas y masacres físicas y mentales masivas, y tratar de aprender de todo ello, de despertar, es una forma de que nuestros ojos no se conviertan en sal». La guerra civil española, sin ir muy lejos, no se encuentra en una realidad tan distante en el tiempo, y así, con esa pregunta que inicia el libro, pensando en el interrogante que se hacían las personas mayores tan común en un tiempo en España: «¿Dónde te pilló la guerra?, es decir, ¿dónde y cómo te sorprendió?, ¿dónde te alcanzó y revolcó y atropelló?, ¿dónde saqueó la vida que llevabas?», que es como preguntarse dónde y cómo te pilló la pandemia.

A un venezolano cabría preguntarle: ¿Qué estabas haciendo cuando te enteraste del intento de golpe de estado de Hugo Chávez el 4 de febrero de 1992? Como preguntarle también a un español: ¿Dónde estabas y qué hacías el 23 de febrero de 1981 cuando Antonio Tejero irrumpió en el parlamento en un intento de golpe de estado? Tejero y Chávez, ambos tenientes coroneles, ambos con sus asonadas en un mes de febrero. España supo preservar su democracia mientras que Venezuela le entregó luego el mando al ex golpista. Cuando unos años más tarde Chávez se convirtió en presidente, a mí la guerra me pilló en la escalera de mi casa, sin fuerza en las piernas, sentado en un escalón, petrificado como por media hora, sin saber pronunciar palabras, con lágrimas en los ojos y una presión incómoda en el corazón. Tuve temple y fuelle durante muchos años y después emprendí la fuga.

El venezolano que ha migrado con títulos universitarios se ha visto forzado a desempeñar trabajos pequeños, manuales, afanándose por obtener un lugar en una sociedad que lo acoge y que le puede ser extraña. No nos referimos a los casos exitosos en sentido convencional, que los hay muchos, y queda claro que el venezolano destaca en muchos ámbitos de la vida económica, empresarial o artística. El que se ha quedado en el país, por otra parte, que es una mayoría, ha aprendido a desarrollar el temple, como dice el autor, ante el cúmulo de adversidades.

El creído se estrella, el que se piensa que tiene una posición superior todavía con la mente en lo que fuimos y no en lo que somos ahora, centrado en el afán por el consumo de riquezas por la vía rápida y que mira a los demás por debajo, aunque ahora se tenga poco y sus cuentas bancarias sean raquíticas, no acepta la realidad. En Venezuela, debido a la abundancia del petróleo, se impuso durante décadas la consecución de lo superficial, banal, materialista como forma o estilo de vida. Conocer a una persona humilde en una época era como descubrir a un santo. Se nos había sembrado una soberbia petrolera. Nuestros ánimos se centraban en la opulencia, en la manera de vestirnos, en los viajes que nos dábamos, en cuánta plata tiene este tipo o esta mujer porque hay muchos que no se reúnen con pendejos, para que no se les pegue su aura de perdedores. Todo lo sacábamos de la tierra, un regalo bendito y maldito. Bien sea que uno se ha quedado en el país o que ha decidido emprender la fuga, la diáspora, el secreto en ambas circunstancias es saber cultivar la vida pequeña, que no significa no tener aspiraciones sino aprender a apreciar las cosas que merecen la pena y que proporcionan un sentido de felicidad real.

Cuando comenzó a la pandemia el mundo se nos vino abajo. Nos creíamos inmunes a las desgracias históricas de la humanidad, como si las lecciones del siglo XX se hubiesen borrado; tan afanados estábamos en nuestras ocupaciones siempre urgentes que nos saboteaban el estado de felicidad. Porque no es lo mismo sentirse eufórico por cortos lapsos que generar un auténtico sentido de bienestar estable y permanente. Y cuando perdimos esa vida con la llegada de la pandemia, como en una guerra, muchos, a la fuerza, tuvimos que aceptar una vida más que pequeña, en el sentido positivo de la palabra. Una catástrofe que ha tenido también un resultado alentador en la manera de ver la vida. Cierto, una vida confinada no es lo ideal, pero el confinamiento ha traído los beneficios de apreciar muchas cosas que antes no apreciábamos: sentarnos a ver un amanecer o un atardecer, oír el canto de los pájaros, descubrir lo mejor de la persona que se quiere, revelar talentos y habilidades de uno mismo hasta ahora desconocidos. Ha sido un viaje a una vida forzada donde algo bueno tenía que salir en medio del dolor, la pérdida y el desconcierto.

Uno lee para ayudarse a uno mismo, para vivir mundos, sumergirse en el placer de la lectura, sacar algo de provecho de esos libros que dejan huella. De allí que este libro resulte un disparador de ideas de bienestar, un foco de luz de lo que verdaderamente importa en la vida, de la necesidad de abrazar la vida pequeña, bien sea en la huida o en la permanencia. Conformarse con lo pequeño, entregarse a la alegría que es la plenitud del sentido de lo real, saber que hay que huir de los idiotas, que son veneno emocional y, como hecho indispensable, la preservación del lenguaje, como dice González Sainz, la base de todo para construir el mejor de los mundos, porque «Hay un lenguaje que empobrece y otro que enriquece la realidad y la vida; un lenguaje que las cierra y estrecha y otro que las abre y ensancha. Toda huida empieza siempre con el lenguaje». Si la humildad nos ampara y nos penetra el alma habremos aprendido que la verdadera felicidad reside en la vida pequeña.


ARTÍCULOS MÁS RECIENTES DEL AUTOR

Suscríbete al boletín

No te pierdas la información más importante de PRODAVINCI en tu buzón de correo