Entrevista

Julián Márquez: “Nací en un pueblo oloroso a brea”

04/02/2023

Julián Márquez fotografiado por Alejandro Sebastiani V.

Julián Márquez atraviesa un extraordinario momento creativo: en el momento de publicar esta entrevista ya habrá cumplido setenta y nueve años de edad, escribe ahora mismo dos novelas, tiene otra lista para publicar –El asilo de Dios– y además dos libros de cuentos concluidos en espera de alguna propuesta editorial. Lo anterior viene acompañado de Subterráneos insondables (2022), un tomo que reúne sus cuatro primeros libros de narraciones: Los círculos solares (1988), Simulacro de Helena (2000), Sinfonía de caracoles (2005) y Laberinto de sombras (2008). Su tesón narrativo se combina con la vocación docente –dos décadas dictando talleres literarios– y una prosa ensayística que le permite elaborar sólidos artículos, crónicas y reseñas aún por ser compilados.

¿Quién es Julián Márquez? ¿Cómo te describirías?

Nací un 7 de enero de 1944 en Caripito, bajo el signo de capricornio. No por esa significación astrológica soy terco y al mismo tiempo inseguro. Tiendo hacia el perfeccionismo sin lograrlo. En el lenguaje literario me muevo entre la metáfora y el doble sentido, modelando un estilo satírico que raya en el terreno lúdico, reflejado en el resultado de mi escritura.

¿Cómo abordas la escritura?

Concibo el hecho literario de diversas formas estructurales: se van armando las palabras en un juego donde los flujos de imágenes son partícipes fundamentales. Combino fábulas, símbolos, metáforas que luego derivan en elementos poéticos y crean un corpus narrativo. A veces hago una especie de ritual antes de comenzar a escribir: escojo un libro al azar y repaso unas líneas. Eso refresca un poco la mente para asumir la escritura.

¿Tienes una imagen del escritor que te acompañe?

El escritor es el hombre del misterio, el que alumbra la oscuridad, las tinieblas. La escritura es un combate, digamos fraterno, una lucha entre el creador y la palabra hasta que el texto toma un matiz coherente y le dice a uno: “ya no te necesito más”. Un escritor no se forja necesariamente con estudios formales. Recuerdo una entrevista con el narrador Gustavo Díaz Solís. Él recomendaba a quienes aspirasen al oficio literario lectura persistente: en la casa, en la calle, en la parada del autobús. También consideraba importante comparar la estructura narrativa de los autores buenos y los malos. El escritor debe ser su crítico principal. Debe hacer una revisión constante de sus textos. La coma que se colocó en la mañana podría cambiarse en la tarde y una frase que resulta hermosa hoy después quizá ya no lo es.

¿Puedes decir cuál es la poética de tus cuentos?

Simulacro de Helena y Los círculos solares reúnen cuentos urbanos: planteo situaciones burlescas, grotescas y exacerbadas con tintes de humor negro. En esos relatos aparece Caracas. Tengo una relación de amor-odio con esta ciudad, siempre presente en mi escritura.

Por su parte, el elemento humorístico no escapa de Sinfonía de caracoles ni de Laberinto de sombras donde pongo diversas “trampas” al lector. Siempre me propongo jugar con él y hacerlo partícipe de la construcción del relato. Algunos de mis amigos dicen que en esos libros se asoma una especie de sonrisa que se parece a la mía, un poco lacónica e irónica; no sé hasta qué punto esto sea cierto.

Cuéntame sobre Caripito y tu afición al cine.

De pequeño me gustaba mucho el cine. En Caripito vivía cerca de dos cines ubicados en la calle Bolívar: el Princesa y el Ayacucho. Tenía siete años y desde entonces las películas me apasionaron. Algo así como mi propio Cinema Paradiso. Conocía los nombres de actores, mexicanos y norteamericanos, casi de memoria. Jugaba a hacer cine en mi casa donde había un cuarto repleto de arena destinada a ampliar la vivienda familiar. Ese cuarto se convirtió en un refugio creativo para mí. Recreaba un mundo ficticio, un cine bastante personal y privado. Yo no tenía la más mínima idea de cómo hacer un guion, pero imaginaba mis propias películas donde los personajes eran representados por las piedras extraídas de la arena.

¿Recuerdas cómo empezó tu vocación narrativa?

Llegué al mundo de la ficción en bachillerato. Allí tomé interés por algunas lecturas de Rómulo Gallegos. Hubo una época en la que compré muchas revistas literarias que me abrieron puertas. Fui conociendo a Miguel Ángel Asturias, Alejo Carpentier, Juan Carlos Onetti y los autores del llamado boom de la literatura latinoamericana, como Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Guillermo Cabrera Infante y sus juegos extraordinarios con el lenguaje. Una de sus obras más conocidas, Tres tristes tigres, encierra un gran sentido lúdico de fuerte atractivo. En esta etapa también descubrí a los franceses del nouveau roman, sobre todo me interesó la obra de Alain Robbe-Grillet.

¿Qué te interesa de Gallegos?

De Rómulo Gallegos me interesa particularmente «El crepúsculo del diablo», un cuento al que suelo regresar cada cierto tiempo. Creo que la literatura de Gallegos que a mí me interesa no está en Doña Bárbara, Canaima o Cantaclaro, sino en esa breve narración. Curiosamente, hace años vi un afiche en el Metro con un fragmento de ese cuento. Apenas lo leí reconocí a Gallegos.

Julio Garmendia es otro de mis narradores preferidos entre los venezolanos, siempre presente en mi mesa de lectura.

¿Cuándo y cómo escribes?

No tengo un método de escritura propiamente dicho, pero me gusta hacerlo en las madrugadas –generalmente a mano– y luego transcribo en la computadora.

Volvamos al principio, ¿cómo te ves a ti mismo?

Soy bastante perseverante y tenaz, sobre todo en lo relacionado con la literatura, la cual llena una gran parte de mi espacio vivencial. Con mis libros mantengo estrecha relación. Puedo hablar de política o filosofía, pero no soy vehemente; me siento más seguro en la literatura que en cualquier otro ámbito, incluyendo el periodismo. Definir cómo soy está ligado al hecho literario. Yo comencé haciendo revistas con unos amigos. Posteriormente fui conociendo a gente ligada al medio. De una manera u otra, siempre me tocó escribir artículos y crónicas. Iba publicando y me pedían que siguiera escribiendo notas para periódicos y revistas. Para mi columna en La Razón –semanario que coordiné entre 1995 y 1998– redacté durante dos años una especie de misceláneas: se llamaban «Siempre en domingo».

¿Qué temas desarrollabas?

Tenían que ver con situaciones que observaba en la calle, sucesos cotidianos ocurridos en las busetas, eventos de cierto interés para ser llevados a la crónica. En ocasiones hacia referencia a algún libro o a una situación de la vida actual. Hay una relación entre periodismo y literatura. Es una especie de simbiosis que no puede soslayarse. Aunque haya delimitación entre la literatura y el periodismo se pueden ejercer ambos oficios sin que uno menoscabe al otro. Tal es el caso de Gabriel García Márquez, Ernest Hemingway, John Dos Passos, Tomás Eloy Martínez…

¿En cuáles talleres literarios has participado?

Estuve en el Celarg como tallerista con Denzil Romero, entre 1979 y 1980. Terminada esa experiencia decidí participar en el taller dirigido por Antonia Palacios en su casa, Calicanto, nombre que asumió el taller. Todavía me sigue pareciendo una experiencia maravillosa, especialmente como integración al ámbito de la literatura. A mí me trajo satisfacciones. Conocí personas que aprecio y respeto. Discutíamos los textos y los confrontábamos. Se trataba de planteamientos que contribuían con el proceso creador. No había cabida para los recelos.

Reflexionas mucho sobre el acto de la escritura.

La escritura literaria es un sendero que se bifurca, para decirlo con una metáfora de Borges; hay diversas maneras de abordarla, convergen elementos de gran sentido lúdico que permiten romper los convencionalismos. Pero también se exigen ciertos requerimientos en uso del lenguaje. La estructura cuentística de Borges es exigente, con gran vigor en la palabra y un manejo preciso del lenguaje, pero esto no implica que su trabajo esté exento de humor y sarcasmo. Así pasa con Cortázar: maneja la literatura lúdicamente, pero con gran exigencia expresiva.

En el caso venezolano podemos mencionar, de nuevo, a Julio Garmendia como uno de los grandes renovadores de nuestra literatura. Maneja el humor con soltura y tiene una precisa elaboración lingüística.

En general, debe tenerse muy presente el sentido lúcido de la escritura, aspecto este no exento de riesgos al combinar símbolos, imágenes y metáforas que por lo común derivan en poesía para, finalmente, desembocar en la narración: porque toda expresión armoniosa de la palabra atraviesa el hecho poético, entendiéndolo como poiesis, como creación.

¿Cómo te alimentas de estos autores?

Hay algo que me interesa mucho: la búsqueda de una realidad oculta detrás de la realidad cotidiana, lo cual implica trascender lo superficial, indagar más allá de lo que nos ofrece una simple mirada, el mundo dual que se superpone a otros mundos, realidades alternas más próximas a los sentidos. Son cosas sorprendentes, reveladas en mucho de los autores que he leído.

¿Los terrenos literarios resultan para ti espinosos?

Nunca se escribe con la certeza de que se plasmará una gran obra. Siempre existe un estado de inseguridad. Aquí entra en juego la personalidad del escritor y los estados de ánimo que lo puedan avasallar. Es como Saturno cuando devora a sus hijos. Pero un escritor no debería destruir su obra. Cada libro es como un hijo. En el caso de Kafka hay que darle gracias a Max Brod. De no ser por él, no conoceríamos a Gregorio Samsa, el protagonista de La metamorfosis. En Venezuela se conoce el caso de Enrique Bernardo Núñez, autor de la novela La galera de Tiberio. El autor, decepcionado, lanzó su obra al río Hudson, en Nueva York.

¿Qué te inquieta de esta época?

Observo avances tecnológicos espectaculares que no marchan paralelos con la consecución de la felicidad humana. Me acosa el fantasma de aquella imposibilidad de acceder a un estadio donde se manifieste un bienestar global. Recuerdo El mundo feliz, de Aldous Huxley, donde se plantean algunos temores hacia la revolución genética y la clonación de seres humanos. Nos podríamos acercar al mundo de temores y zozobra descrito en esa famosa novela. Son fantasmas difíciles de eludir, me hacen recordar una frase de Claude Lévi-Strauss que leí hace años en la revista Zona franca: «El mundo comenzó sin el hombre, y podría terminar sin él». A esta frase del antropólogo, a manera de coda, yo le agregaría: sin conocer eso que denominamos felicidad.

¿Una bestia mitológica que te interese?

La historia del Catoblepas parte de la mitología africana: es un monstruo que devora al que se atreva a mirarlo. Borges hace referencia a este ser fantástico en El libro de los seres imaginarios. Mario Vargas Llosa también lo refiere en Cartas a un joven novelista. Habla del escritor Catoblepas, el cual se devora a sí mismo en el acto de escribir. Me parece una hermosa metáfora para referir algunos estados en los que el escritor aborda su obra literaria, pero no creo que se devore a sí mismo. Existe, sí, una permanente lucha con el lenguaje, que de alguna manera es un combate consigo mismo. Se han visto casos de autores que viven ocultos bajo el nombre de sus personajes, como Sherlock Holmes, quien es más conocido que su autor, Conan Doyle. La criatura devorando al autor, pero no totalmente.

¿Cómo surge en ti el cuento?

No lo busco, surge con mucha facilidad. Nunca me falta una impresión digna de ser narrada. Siempre tengo un cuento en la mente, aunque muchas veces no se concrete en la escritura. En ocasiones, al momento de escribirlo se complejiza su lenguaje o la estructura con resultados a veces desconcertantes para mí. Eso sí, mantengo en la mira la idea motriz del relato.

La novela es otra cosa: parto de un asunto determinado y medito mucho la estructura formal antes de acometer su abordaje.

Hay una impronta poética en tu prosa...

La presencia del lirismo en mi prosa acaso obedece a mi temprano apego de lector a la poesía. Todavía continúa siendo así. Puedo compartir mis ratos de lecturas yendo de Vicente Gerbasi a Salvador Garmendia, por ejemplo. Los encantos de la lectura producen sedimentos.

¿Una evocación personal de Caripito?

Dicho con reminiscencias whitmanianas, yo nací en un pueblo oloroso a brea, donde hubo una de las refinerías petroleras más importantes de nuestro país. Durante mucho tiempo ahí se vivió un sentimiento de eterna primavera y de pronto todo ese ambiente se derrumbó. La actividad del petróleo decayó y se produjo un éxodo: la población se desplazó a otros destinos. La influencia norteamericana era bastante visible en los habitantes del pueblo, la mayoría de los pobladores se conducía según las costumbres impuestas por el estilo de vida del campo americano, el sector donde vivían los estadounidenses. En medio de esa atmósfera se desarrolló mi infancia. Como te decía antes, en las carteleras del Princesa y el Ayacucho descubrí el cine, más tarde llegó la literatura en los textos infantiles de los días colegiales. Todavía recuerdo la fábula de Androcles y el león en el libro Mantilla.

¿Qué escribes ahora?

Tengo en proceso dos novelas: Ángeles travestidos y Oración de olvido sobre Ambosríos [sic]. La primera es una visión un tanto desesperanzada de este mundo mediocre, desalentador, donde estamos inmersos; envilecido, realmente deleznable, dominado por lo falso y la estupidez. La segunda es una metáfora sobre Caripito percibido como un museo viviente de los efectos nocivos de los desacertados programas de la industria petrolera, impuestos sobre la bondad y el esfuerzo de un pueblo que ha sabido sobrevivir y medio prosperar pese a las adversidades.

¿Recuerdas en qué circunstancias llegaste a Caracas?

Llegué a Caracas una madrugada. Fue un sábado de 1959; en agosto, si mal no recuerdo. Había fiesta en varias zonas de la ciudad, sobre todo en el oeste. Una impresión inolvidable. La ciudad luminosa, sonora. Los elevados edificios envueltos en la bruma que descendía del cerro Ávila. Un deslumbre para el muchacho recién llegado de un modesto pueblo petrolero. Esa es mi imagen preferida de Caracas.

¿Tienes obras ya terminadas sin publicar?

La novela El asilo de Dios y el volumen de cuentos Náufragas ilusiones. No debo pasar por alto un trabajo de muchos cuentos en permanente escritura, cobijados bajo el título Extrañas conjeturas, por ahora de futuro incierto.

¿Cuáles son las imágenes de Caripito más recurrentes en ti?

Conservo muchas imágenes de Caripito. Pero por encima de todas está el río. Su presencia rumorosa, sus grandes crecidas, sobre sus aguas turbias los buques petroleros anunciando su llegada, el ruido de una sirena distendido en el aire. Una serpiente escurridiza, peligrosa para cualquier nadador bisoño. Eso es el río ‒o ambos ríos, el Caripe y el San Juan‒ ondulando su corriente hacia el golfo de Paria.

Muchas de tus ficciones le hacen guiños a ciertos mitos.

El mito es una de las elaboraciones más complejas del pensamiento y su origen se extravía en la protohistoria. Nace con las primeras interrogantes del ser humano acerca de su naturaleza y su relación gnoseológica con el mundo. ¿Cuándo surge? No lo sabemos. Sin embargo, el mito está ligado a la lucha de los primeros homínidos contra la naturaleza. Desde el seno de esa confrontación surge el héroe mítico, tan vital en la literatura de todos los pueblos. El mito adquiere un sentimiento colectivo, pertenece a toda la humanidad. El culto al Sol se conoce en todas las sociedades; a través de los ritos solares se arriba a la simbología del fuego, por ejemplo, llegando a expresarse en personajes legendarios como Quetzalcóatl, o Huitzilopochtli, ambos incluidos en uno de mis cuentos, por la curiosa razón de que me seduce hurgar en los mitos, un elemento fundamental que yace en el inconsciente y dispara los procesos de la imaginación y la fantasía.

¿Así tiendes el puente hacia la ficción?

Sí. El cuento me aborda, decía; su materia oscila en mi escritura entre la ensoñación y la vigilia, siempre consustanciales con la realidad, incluso en las narraciones de visos fantásticos. Esa doble vertiente no es producto de una premeditación, el diapasón imaginativo surge de pronto y tengo que sentarme a escribir, siento temor de perder las imágenes si no las escribo al instante.

Eres además un minucioso investigador: para tu primera novela, La rotación del zodíaco (2009), estuviste muchos años estudiando astrología.

Leí muchos tratados sobre el tema, algunos eruditos y otros de divulgación menos exigente, que se me han ido olvidando; sin embargo, en su momento me permitieron adquirir un conocimiento preciso sobre cada una de las significaciones astrales del zodíaco y sus aspectaciones para luego transferirlas al protagonista de mi novela, El Venerable, un famoso astrólogo de ficción, quien a su vez está inserto dentro de un juego cinematográfico, ilusorio también, como eso del arte dentro del arte.

Volvamos al proceso de edición, corrección, ¿en tu caso es largo?

Una vez terminado el cuento –o la novela– lo someto a un período de corrección, buscando articular el lenguaje que reclama el texto para sí. Respeto esa autonomía abstracta de la escritura. Si impongo mi voluntad es en el exigente manejo del lenguaje, su conducción estética es fundamental para concebir una poética propia. Curiosamente, no comencé con el cuento: en el principio estuvo la novela, con dos pésimos bodrios que merecieron el fuego. Podría abandonar la novela, pero no el cuento, lo continuaré escribiendo hasta mi último hálito de vida.


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