Entrevista

Javier Vidal: el teatro “es el espejo en donde se refleja la imagen virtual de la realidad”

24/01/2020

Fotografía de @CasasMuertas20

Casas muertas duele. Duelen sus imágenes de humildes anhelos y sus diálogos imperecederos; duelen sus descripciones de días mejores y la melancolía que despierta en nosotros; duele ese pasado que nunca vivimos y que ahora se repite aunque, por sobre todas las cosas, duele este presente que no es más que el calco deformado del ayer: el resultado grotesco de infinitas tragedias evocadas para nosotros bajo el nombre de Ortiz (el pueblo en el que se desarrollan las acciones novelescas), a pesar de que fácilmente podría cambiarse por el del país: Venezuela.

Hay algo en esta novela que nos muerde el recuerdo: su historia resulta demasiado familiar, demasiado presente y, conforme avanza, deja la huella de un dolor condensado que dibuja una épica de la modestia en donde los personajes viven en la prisión de la memoria, intentando reconstruir el pasado y del cual solo sobrevive el recuerdo leído en las páginas de una de las obras más entrañables de la literatura venezolana.

Este 2020, la segunda novela de Miguel Otero Silva cumple sesenta y cinco años de haber sido publicada por primera vez. Mucho se ha escrito sobre ella; no obstante, la riqueza de las valoraciones críticas no parece agotarse. Quizás allí radica el acierto de Jan Vidal al adaptar la novela al formato de una pieza dramática.

Se trata de una atrevida puesta en escena llena de sorpresas, de cartas bajo la manga, digamos, con juegos de adaptación escondidos con inteligencia, sobre la base de la que sin duda resulta una de nuestras obras narrativas identitarias.

El elenco está conformado por Caridad Canelón (Carmelita), Claudia Rojas, (Carmen Rosa), Wilfredo Cisneros (Padre Pernía), Vito Leonardo (coronel Cubillos), Theylor Plaza (Sebastián), Marielena González (señorita Berenice), y otras figuras que suman, en total, quince actores. Las presentaciones arrancaron ayer el 23 de enero y culminan el próximo 2 de febrero en el Centro Cultural Chacao.

Con motivo de esta presentación, entrevistamos al dramaturgo, actor y director Javier Vidal.

¿Qué expectativa tiene en relación a la puesta en escena de Casas muertas?

Estoy muy emocionado, con muchas, bellas y hermosas expectativas. Esta es una pieza que, aunque no se encuentra nítidamente en el imaginario colectivo, forma parte de nuestra cultura. Esta novela la han leído distintas generaciones y por ese hecho nos ha acompañado en diferentes dictaduras. Miguel Otero Silva la escribe durante la de Marcos Pérez Jiménez, pero el propio relato nos lleva a la muerte de un país en manos de Juan Vicente Gómez durante el año 1928. Sin embargo, hoy en día cobra especial vigencia cuando en Venezuela nos repetimos con otro tipo de dictadura, como las anteriores, pero más sofisticada.

No obstante, esta no es la única arista que rescata la novela en nuestros días, también se conecta con la fuerza de la mujer venezolana y nos lleva un poco a todo lo que se está viviendo en estos tiempos con el Me Too o de igualdad de género, porque en ese aspecto, como dice Ana Teresa Torres, las mujeres de Casas muertas tienen que inventarse para poder seguir viviendo en Ortiz, un pueblo que se está muriendo, que se está acabando.

Son interesantes las imágenes que muestra Miguel Otero Silva en su novela. Han pasado sesenta y cinco años desde la primera edición de Casas muertas , ¿por qué aquí, por qué ahora llevar Casas muertas al teatro?

No fue idea mía. La idea se la atribuyo completamente a Evelín Navas. Yo no le hice esa pregunta porque observé que la pieza tiene una gran vigencia en estos momentos, podía haberse estrenado en noviembre del año pasado o ahora como se está estrenando este 23 de enero, con todo que en el mes de octubre uno tenía otro tipo de expectativas para el inicio de este año.

Sin embargo es loable y casi natural que Evelín haya pensado la propuesta, yo la haya secundado en la dirección y mi hijo Jan haya tenido la responsabilidad de llevar un relato narrativo a la escena, cosa que no es nada fácil.

¿Por qué no ha sido fácil?                                                                                                      

Porque Miguel Otero Silva es muy descriptivo, nos habla a través de muchas descripciones y no maneja casi diálogos, y el teatro es todo lo contrario, hay mucho diálogo. Por eso cuando yo hablé con Jan le pedí un teatro de texto, no uno de imagen, eso mejor se lo dejamos al cine. Por esta razón él tuvo que elaborar, a partir de esas descripciones y narraciones, diálogos que albergaran la esencia de la obra. Creo que nos ha quedado guapa.

A pesar de que esta novela puede ser algo lúgubre, en apariencia, ya desde el mismo nombre de Casas muertas nos dice algo, el primer acto del montaje es muy fresco, lleno de juventud, incluso de cinismo, sarcasmo y de humor. Yo creo que en los primeros treinta minutos todo tiene algo de alegría, pero después va cambiando. Comienza con la presencia del coronel Cubillos, que es el brazo militar de Ortiz, y allí todo empieza quebrarse, todo adquiere ese aspecto de tragedia lorquiana.

Usted comenta la dificultad para adaptar la novela al teatro, pero en la dirección, ¿cuál fue la mayor dificultad?

En mi juventud, mi maestro Ugo Ulive hizo un montaje en donde yo fui actor y asistente de producción, y quise hacerle un homenaje aplicando lo que de una u otra forma me enseñó al hacer un montaje épico/brechtiano, pues esta es la mejor forma en la que yo pude abordar este texto que tiene esa dificultad casi cinematográfica y está saturado de espacios y saltos temporales.

Por eso, al ver este relato, que Jan dividió respetando los capítulos y esa estructura cíclica de la historia que comienza con la muerte de Sebastián, se va para el comienzo y regresa otra vez al cierre, quise hacer un montaje, aunque no me gusta decirlo en este término para no pecar de petulante, más brechtiano, antiaristotélico, un montaje en donde tengo el espacio vacío y solamente hay una mesa y unas sillas que se van matizando en el escenario y tienen la finalidad de ubicar las diferentes locaciones en las que se desarrolla la narración.

Hacerlo de esta forma ayudó a que los actores encuentren un espacio para interpretar sus personajes, pero que en determinados momentos –son unos cuatro o cinco– también puedan despojarse de sus personajes y se enfrenten directamente con el público para recitar textos reflexivos.

¿Qué significa para usted dirigir Casas muertas?

Yo no quiero darle mayores trascendencias a unas u otras actividades, es un montaje que me tocó y que la dicha, la dialéctica, Dios, el destino, lo que quieras, me ha entregado en las manos. Para mí es muy importante, lo tengo que anotar y subrayar en alguna parte porque en este momento donde la economía está tan volátil, hacer un espectáculo en donde tengo quince actores en escena, una escenografía corpórea creada por Héctor Becerra, utilería de acción, música original gracias a Gioconda Cabrera, en fin, todo un movimiento técnico, es muy difícil y hace tiempo que no lo hacía y me siento un privilegiado.

Lo que debo decir es que me siento privilegiado de estar en este montaje y me hago vocero de todos los actores que están trabajando conmigo, pues ellos también se sienten privilegiados. Y en eso quiero dar mi apoyo y mi mención a Evelín Navas, a quien se le ocurrió lanzarse en esta aventura en la que ella quiere seguir porque, ojo, compró los derechos de Miguel Otero Silva para teatro y ya me ha mencionado seguir con Oficina N° 1, La muerte de Honorio, y yo le dije: «Bueno, bueno, déjame hacer una cosa a la vez, poco a poco» (risas).

Una buena noticia para la audiencia.

¡Claro!, esta es una especie de trilogía en donde los personajes se repiten. Aunque en La muerte de Honorio la historia cambia un poco, porque Miguel Otero Silva tuvo la oportunidad de escribirla en democracia, porque hay que pensar que la primera edición de Casas muertas no fue en Venezuela, sino en Argentina.

¿Qué le ha pedido a los actores para esta puesta en escena?

Digamos que al principio les hablé un poco de la línea brechtiana y la fuerza lorquiana, les pedí que se alejaran del realismo y del naturalismo, es decir, que no fuese una cosa de Chéjov pues podía llegar a rozar el folclor, algo que realmente no quería. A pesar de eso, en la obra se toca una periquera y un zumba-que-zumba, incluso se baila joropo. Me van a ver a mí bailar joropo, eso también vale cash (risas).

También nos topamos con una dificultad y es que cuando Jan me entregó el primer borrador, percibí que le hacía falta un interlocutor a Sebastián, así que sugerí que el personaje de Feliciano tuviese mayor presencia y pudiese rescatar otros personajes y encarnarlos en sí mismo. No hacerlo haría muy extensa la obra y la aparición de los personajes adquiriría un aspecto episódico, carecerían de capacidad de desarrollo. Gracias a eso, mi hijo Jan encarna a un Feliciano más que necesario en este montaje.

Muchos creen que este montaje servirá de espejo a la actualidad. ¿Qué piensa de esto?

Los judíos sefardíes dirían: «tu boca es el cielo mi rey, tu boca es el cielo». Pues sí, totalmente, yo creo que el teatro es eso, exactamente lo que acabas de decir, es el espejo en donde se refleja la imagen virtual de la realidad y además lo hace, al mismo tiempo, de forma invertida. Entonces, claro, a veces hay gente que cuando va al teatro quiere una página arrancada de la vida misma, yo les digo que la vida misma está en la calle. El teatro es arte, es espejo y creo que sí, se van a ver retratados, van a ver ese rostro deformado de lo que es nuestra realidad como si fuera un espejo cóncavo, convexo, como los espejos de feria en los que uno se ve y se deforma.

¿Qué le espera a la audiencia cuando vea el montaje?

Primero le espera una emoción de identidad, no quiero decir nacionalista, sino de identidad. Cuando vayan sentirán: ¡esto es Venezuela, yo soy esto, soy un poco la Carmen Rosa que no quiere que esto siga así!

También creo que sentirán la emoción de ver un espectáculo que, ante todo, como buen espectáculo, entretiene. La idea también del teatro es que llene ese espacio de ocio que tiene el público, la gente, los trabajadores, los ciudadanos, para ver teatro, ver arte y al ver ambos elementos este ciudadano se sentirá más ciudadano, más gente, más persona, más humano, más civilizado y la civilización es la única que puede vencer a los bárbaros que nos siguen gobernando.

Después de sesenta y cinco años, ¿qué sigue diciendo Casas muertas de nosotros como venezolanos?

Lamentablemente la historia que representa de manera novelesca sigue muy vigente. Uno quisiera a veces pensar que esta obra es un clásico y nos gustaría que fuese un clásico como Don Quijote, solamente un clásico, inmortal. Sin embargo a Casas muertas le sucede un poco lo que podríamos asociar con una telenovela como Por estas calles, que cuando la ves uno quisiera dejar de cantar la canción de Yordano, dejar de verla, porque a nivel humano sería ideal que perdiera vigencia conforme vamos avanzando en el siglo XXI, pero no es así, sigue vigente, al igual que este montaje, y es una especie de horror lo que estamos viviendo. No me quiero poner muy pesimista pero ya llevamos veinte años del siglo XXI y las cosas van para peor.


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