Fotografía de Pablo Fernández Burgueño | Flickr
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La primera casa que viene a mi memoria nace de un par de tijeras de punta roma, papel lustrillo y las manos de una niña que no entendía por qué las casas pintadas o recortadas tenían un techo triangular si ella vivía en un cubo con puerta delantera y trasera que se llamaba apartamento, pero también casa. Quizás por eso no recortaba los bordes parejos; las aristas de mis casas de manualidades siempre fueron en zigzag. En aquel entonces, no discutía con los adultos, tenía claras mis ideas: una casa no es una sola, uniforme, repetida al infinito.
Una casa es muchas casas. Mi casa, por ejemplo, se asentaba sobre un pentafinio en el que coincidían cinco geografías: Caracas, La Palma, Tenerife, un collage peninsular y un collage alemán con acento en Múnich. No podía explicarle eso a la maestra cuando me reñía por mis bordes dentados, sabía que no me entendería porque a mí misma me costaba moverme en un mapa interior múltiple. Lo doméstico estaba definido por una base desde la que se miraba el allá. Allá era el horizonte. Un horizonte que tapaba la montaña y que se hacía presente en la radio que mi tío escuchaba para estar al día con las noticias de Alemania, en los paquetes que llegaban con postales y quesos de almendra, en la sevillana que bailaba sobre el televisor, en las folías que mi papá cantaba los domingos a las siete de la mañana.
Las segundas casas las vi en un viaje. Todavía era pequeña. Aterricé en La Palma y subí a Tijarafe para conocer a la familia que enviaba a Caracas cartas de letra redonda y medias caladas. Esa es la casa de mi madrina, dijo mi papá, mientras subíamos la pendiente. Miré hacia la casa y la vi como a una persona: las ventanas, los ojos; la puerta, la nariz; el muro bajo de piedra, la boca. Nos va a comer, pensé, sin saber que, en efecto, las casas abrigan y devoran.
Hablo de segundas casas, en plural, porque en la isla conocí las cuevas y aprendí que también son casas. Orealis, familia de mi padre no sé en qué grado, me enseñó la cueva de verano (las paredes de roca fría y sudorosa) y la cueva de invierno (un pajar calentito). Me llevaba de la mano y bordeamos juntas orillas que yo veía como precipicios y que ella llamaba barrancos. Orealis era ciega y sabia en accidentes geográficos. Eso lo supe después de cambiar de casa muchas veces.
Se cambia de casa como el cangrejo ermitaño que vive en una concha ajena para proteger sus partes blandas.
Se lleva la casa a cuestas como el caracol de tierra que deja una huella húmeda para señalar lo que quedó atrás.
Se hace la casa para multiplicarla como el pájaro pergolero que levanta un emparrado y lo amuebla con tesoros: un vidrio pulido, flores, piedras, frutas.
Se extravía la casa como las casas de la artista venezolana Amalia Caputo: el esqueleto metálico de una carpa encajado en la arena junto a la orilla, las siluetas delineadas de una mujer y un niño miran el horizonte a través de los hierros que parecen los vestigios de lo que fue.
Entre el infinito y sus miradas, la incertidumbre y la nostalgia: dos casas más.
Mi primer intento de buscar un caracol vacío para convertirlo en casa ocurrió en mi cabeza. Un cuento sobre la casa soñada que escribí con la voz para mi hermana pequeña. Elisa, en El Ávila hay una casa de merengue. Todo es suspiro: las paredes, el piso, el techo, las curvitas que la adornan. ¿Y los muebles?, preguntó. También. ¿Y se puede comer? Sí, le dije. ¿Y si nos comemos toda la casa? Buscamos otra, la montaña es grande. ¿Y tiene chimenea? Sí. ¿Y qué cocinan? Y como no supe qué responder porque la mesa de nuestro apartamento-casa también era un pentafinio de sabores, le dije que la chimenea no era para cocinar sino para contar historias frente al fuego.
Hogar y lar hablan de la casa y del fuego. El techo que recoge, el espacio que se habita, el piso que sostiene, el fogón en el que se cocina, se habla, se convive.
Hogar y lar responden al resguardo y a la nutrición, pero el abrigo y el alimento son solo el principio.
La casa con sus objetos y la mesa con su despliegue de sabores configuran nuestra identidad y labran nuestra memoria.
Una memoria que mitifica jardines y habitaciones, que escribe un diccionario personal, que nombra platos propios.
Una caja que sacude y revuelve todos los elementos que viven en ella y los deforma.
Esa memoria alterada, lúdica, en dobleces es el principio de la ficción.
Mi memoria es casa escindida. Mira desde un columpio hacia el país en el que nací, el país de los que me precedieron, el país que dejé sin dejar, el país en el que arraigué sin darme cuenta porque el tiempo es veloz, el país que escogí como mi lugar en el mundo, prístino y sin improntas como el mapa en blanco de Lewis Carroll.
Mi lengua (la que pronuncia, la que hablo, la que come) hecha de estratos de todos esos países y desde esos lugares, que son todos y al mismo tiempo uno, escribe.
Ese ser y no ser simultáneo me vistió de extranjera desde que nací.
En mi tierra, aunque caraqueñísima, gallega (lo justo es que me llamaran canaria), en la tierra de mis padres, visitante (cuando no turista, palabra abrumadora), en la tierra de arraigo, la duda: veinticinco años después me preguntan de dónde soy al menos dos veces al día. Doy la respuesta estándar mientras repito la pregunta mentalmente: ¿de dónde eres, Lena?, ¿dónde está tu casa? La duda y el mareo hacen que cada vez que salgo de Madrid y empaco para volver, diga: voy a hacer la maleta porque regreso a Caracas. Sigo allá, en mis casas de allá (que son muchas e incluyen la casa de papel lustrillo y la casa de merengue en la montaña), vagando, alma en pena, ocupa espectral de las calles que recorrí.
Y Caracas también está aquí, en mi acento, en los giros, en las maneras: tantos años en este lugar y aun ensayo lo que voy a decir cuando voy a hacer una gestión telefónica para esquivar la retahíla que me delata: buenas, por favor, disculpe la molestia, estoy llamado porque me gustaría saber si.
En la casa escindida conviven los universos del pentafilio: un traje de maga, la camiseta de la fiesta del diablo, el vestido de margariteña para salir a pescar el carite en la lancha nueva Esparta, un sombrero de fieltro con una pluma que una vez voló en Bavaria.
Suenan Lilia Vera, El trío Acaymo, Juan Vicente Torrealba, Los Sabandeños, Paco de Lucía, Mary Trini, La fórmula V y canciones alemanas cuyos nombres no recuerdo.
Cuelgan de la pared un timple, un cuatro, un par de castañuelas.
Se sirve una mesa con gofio escaldado, conejo, papas arrugadas y mojo picón. Rosquillas y truchas. Spaetzel, Stollen. Los tequeños, las hallacas, las arepas, el majarete llegaron después. Conquistaron pacientes un mantel que se resistía. Las palabras se unieron a la gesta y todo se mezcló: Jesús, mi niño, chamo, jabillo, drago, camionetica, guagua, maíz, millo, liebing, tante, danke.
Una casa es un punto de partida. Los que tenemos casa múltiple damos un salto para hacer la vuelta que los padres no hicieron y nos quedamos en el aire. Desde la suspensión comprendemos que nuestra casa es la suma de los territorios de origen y llegada, del mar que los separa, del cielo que cubre esa vastedad.
Una casa es el Atlántico y sus orillas.
Una casa es fuego y tierra que se vuelve aire y agua cuando partimos.
Pero migrar no es abandonar porque el cuerpo también es una casa.
El cuerpo la reconoce en un olor, en una temperatura, en el café por fin hecho como allá, en la gestualidad que desnuda, en los sueños que muestran las casas de infancia, los cuartos prohibidos, la mata de mango, el juguete que pensábamos roto.
Y según pasan los años, la casa de arraigo se integra al cuerpo: nos transformamos en anfibios bilingües de no sabemos qué o dónde y ya no importa porque somos la casa.
Como el cangrejo ermitaño, crecemos, la concha nos queda estrecha, bebemos mar para romperla y buscar una que se ajuste mejor.
Una casa es una planta casera que en una orilla sobrevivió al deslave y en la otra, sobrevivió al volcán.
Una casa es un libro que nos abre la puerta.
Un escritor es una casa que nos dice mi casa es su casa.
Leo a Giovanna Rivero y su casa es mi casa cuando escribe que «los patios de la infancia se achican con los años».
Leo a Henrik Nordbrandt y me veo en sus palabras: «cuando uno regresa nunca vuelve a la misma casa».
Leo a Andrea Abreu y reconozco mis casas en sus casas: «las de más colores, las rosadas, amarillas, más amarillas, amarillas güevo frito. De estilo venezolano, decían. Las casas de Venezuela, no joda».
Leo a Yolanda Pantin y asiento: «Los labios para nombrar la casa se quiebran como botijos en algún sitio que nadie sabe».
Y leo Árbol de luna, título de una novela de Juan Carlos Méndez Guédez, y pienso: casa en la tierra, casa en el cielo, casa vegetal, casa mineral, casa en la rama, casa en traslación, casa aquí y allá de los que estamos después del salto abarcando todo en el corazón.
Lena Yau
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