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I.
Sobre la proyección internacional de la poesía venezolana, habría que admitir que es insuficiente, por no decir desordenada. Se reconocen, si acaso, nombres cimeros (Ramos Sucre, Sánchez Peláez, Cadenas, Montejo), pero difícilmente movimientos, agrupaciones o tendencias. Los buenos años de Monte Ávila Editores, entre los sesenta y los ochenta, permitieron ampliar la lectura, sobre todo cuando la editorial abrió librerías en Buenos Aires, Bogotá o México, pero al cabo esa valoración quedó reducida a poetas conocedores o a estudiosos especializados. En tiempos de sólidas políticas culturales, amparadas por la sucesión de gobiernos democráticos, curiosamente Venezuela se preocupaba más por ser centro de captación y difusión cultural iberoamericana que por exponer sus propios valores, pues se daba por hecho que éstos hallarían sus cursos naturales. El balance, sin embargo, apuntaba hacia otra dirección: la proyección no sólo no variaba, sino que incluso empeoraba, hasta llegar a las primeras dos décadas del nuevo siglo, cuando la indiferencia del aparato público se ha hecho absoluta. En esta última etapa, han sido los propios poetas, con sus ediciones artesanales o sus portales digitales, con sus distinciones o reconocimientos, con sus recitales o puestas en escena, quienes nos han hecho ver que el cuerpo no sólo está vivo, sino que también goza de buena salud.
Hay quien ha argumentado que a la poesía venezolana le ha faltado recepción académica, o difusión editorial, o entroncamiento mayor en el cuerpo de la poesía hispanoamericana, o premios internacionales, o experiencia de exilio, pero lo cierto es que, en la lectura propia, no es exagerado decir que es el más importante género de la literatura venezolana: el más constante, el más determinante, el más exploratorio, el que más rápidamente abandona las viejas formas y se hace moderno, el que lee la poesía universal con antelación y la vuelve pasto de sus digestiones. Durante el siglo XX, para no irnos más atrás, abandonamos muy tempranamente el Modernismo, si es que alguna vez lo tuvimos, y en su lugar contamos con la Generación del 18, que traducía a los románticos alemanes. En paralelo descubrimos a un verdadero raro, como José Antonio Ramos Sucre, que sólo escribía poesía en prosa y que prematuramente nos hundía en las aguas de la modernidad. Fuimos claramente vanguardistas desde los años 40, con poetas anticipatorios como Luz Machado o Juan Sánchez Peláez. Y ya en los 50, la puesta al día se hace clara: la poesía venezolana no es ajena a ninguna influencia y su lectura de la poesía universal se hace cabal.
Hacia 1958, con la renovación política que significó la recuperación del hilo democrático, surgieron agrupaciones literarias que fueron determinantes para el resto del siglo. Sardio, El Techo de la Ballena o Tabla redonda, fueron algunas de las trincheras que se esgrimieron para fijar posiciones políticas, postular horizontes estéticos y crear esquemas de valoración. En la primera de ellas participó Guillermo Sucre, como figura clave, junto a importantes compañeros de generación como los narradores Salvador Garmendia, Adriano González León y Elisa Lerner; los poetas Ramón Palomares y Luis García Morales; y el ensayista Rodolfo Izaguirre. Sardio, en el plano ideológico, celebró e hizo suyo el momento de renovación democrática, alejándose así de las tentaciones extremistas que ya comenzaban a cautivar a otras agrupaciones ilusionadas con los barbados de la Sierra Maestra. Pero es en el plano de la creación y la crítica donde se confirmó como una agrupación auténticamente renovadora: Garmendia y González León fueron novelistas que excavaron en los referentes históricos para cambiar los modos del lenguaje y las técnicas; Lerner parecía una narradora centroeuropea, de entreguerras, que hablaba de una sociedad cambiante, capaz de asimilar toda la inmigración de huía del fascismo imperante en el viejo continente; Palomares tomaba el habla campesina, un castellano casi arcaico, y la convertía en una cosmovisión: reflejaba “la mirada anterior” de la que hablaba Octavio Paz. La revista que llevaba el mismo nombre de la agrupación fue un modelo de reflexión y recensión: nos mostraba que una literatura sin acompañamiento crítico estaba condenada a la adolescencia. Exigir buenos libros, aspirar a la madurez expresiva, era la senda apropiada para entroncarse en el vasio campo de la literatura occidental, que hizo del siglo XX su período más ambicioso y de mayor contraste. Ese temple crítico, sin duda, era el aporte principal de Guillermo Sucre, un lector integral y omnívoro, que igual leía a Mariano Picón Salas, para dar cuenta de un gran ensayista venezolano, como a José Lezama Lima, para resaltar a una de las grandes inteligencias literarias del continente.
En 1967, después de muchos ensayos sueltos y artículos penetrantes que hoy están dispersos revistas y suplementos hispanoamericanos, Sucre publica Borges, el poeta. Ya para entonces, el maestro argentino era reconocido y celebrado, pero quizás más como el gran renovador de ficción que era y no tanto como bardo. Su poesía, en todo caso, se leía como un referente clásico, como el disparadero de su reflexión literaria, más valiosa por los temas que abordaba pero menos atractiva en cuanto a apuestas formales. La crítica pasaba por encima de las esquinas de Buenos Aires o de los Evaristo Carriego para deslumbrarse con los enigmas del Aleph o adivinar adónde llevaban esos senderos que se bifurcan. Quizás haya sido este estudio, precisamente, el primero que acota la calidad de esa poesía, que la sitúa en el cuerpo de relaciones de la poesía hispanoamericana y que revela el pensamiento auténticamente poético que yacía en la base de toda la obra borgiana. Unos años después, en 1975, Sucre da un salto mayúsculo al publicar La máscara, la transparencia, una de las más importantes tentativas ensayísticas que se haya hecho para ordenar la poesía hispanoamericana moderna, para identificar su cuerpo de relaciones, para concebirla como un canto coral. Esta visión de lector profundo, que busca la identidad (lo que nos une) en medio de la heterogeneidad, no es la que hoy abunda. Una cierta pereza de miras prefiere abocarse a un catálogo de nombres y no a un tejido de obras que ha crecido en función de la interrelación y las influencias recíprocas. Como lo ha dicho Sucre, La máscara, la transparencia no es una historia de la poesía hispanoamericana del siglo XX, pero sí –acotaríamos nosotros– una lectura hondamente poética de un corpus desafiante: quien quiera entrar al laberinto que lo haga al menos consciente de la complejidad que va a encontrar, pues quizás ese entramado no le ofrezca escape alguno. El deleite siempre ha estado en convivir con lo que nos sobrepasa y no en aspirar a resoluciones inmediatas. Sólo un poeta con fino instrumental crítico podía ofrecernos una obra que en sí misma honra a la poesía hispanoamericana.
II.
La poesía de Guillermo Sucre siempre ha vivido a la sombra de su obra ensayística y de su infatigable labor como docente, a la que se ha dedicado con una constancia admirable: muchos han sido sus alumnos y sus contertulios de variados seminarios. Escrita en los rincones del día, relegada a un plano íntimo, recogida como iniciales apuntes, su obra parece desprenderse contra la voluntad del autor, como si el exceso de rigor contuviera cualquier amago de fuga. Es importante observar la secuencia de años en que sus libros se publican: 1961, 1970, 1976, 1977, 1988 y 1994, con largos espacios o silencios entre una entrega y la siguiente; y es también revelador enumerar la secuencia de ciudades: Caracas, Buenos Aires, París, México y Sevilla, como propiciando la dispersión editorial que dificulta la visión de conjunto. Tiempo y espacio parecieran confabularse contra una unidad de sentido, pero más responden a una escritura que se exige mucho a sí misma, que busca la palabra precisa –así requiera años. La poesía es condensación y no exceso o esgrima: si se quiere llegar a fondo, debemos esperar hasta ese preciso momento de revelación en el que el verso surge para quedarse, pues en la mayoría de los casos “las palabras que no logro inventar/ son las que me explican”. Toda una poética para indicar el abismo que existe entre intención expresiva y concreción textual: si la poesía aspira a sintonizar el hilo de la conciencia, que siempre es una corriente vertiginosa de palabras, lo que pesque ya vale y, siempre según Quevedo, “tendrá sentido”.
En Mientras suceden los días (1961), su primer libro, referentes como el mar, la luz, la materia, van creando una cierta elementalidad. Todo parece salir de un punto y volver a él. La observación, la expectación, la inmanencia, son las funciones esenciales. Se está a la expectativa de cómo procede el mundo, de cómo dispone, de cómo deriva hacia sus propias figuraciones. Se trata de una poesía de la decantación, de la quietud: Adán en el paraíso, seducido por el milagro de la existencia: “el mar que sella los enigmas”, “la luz devorándose a sí misma”, la “materia jadeando de materia”. Se refleja un cierto éxtasis ante lo que se nos dona, un cierto agradecimiento por recibir tanto a cuenta de nada. Todo es una revelación, una bendición, y en un plano más doméstico hasta se celebra “la rendida herencia del trigo sobre la mesa”.
Años después, en La mirada (1970), la otredad es el elemento decisivo, sustancial. Un tú implícito emerge para referirse a la amante, a las palabras, al desdoblamiento que es toda escritura. “Dispongo de lo que me dispone”, dice el poeta, como dando a entender que la voluntad no es lo que domina la expresión, sino las circunstancias. A medida que se avanza, la duda en torno a la expresión es recurrente, como si la poesía fuese también ensayo aproximativo, tentativa fallida. El lenguaje es, finalmente, un espejismo: “Y lo que digo es cosa de empezar/ a decirlo de nuevo”, o “Y de este espejismo surge acaso mi lenguaje”. Pero entre dudas y atisbos, o entre ensayo y error, también vamos descubriendo al sujeto expresivo: “El trato con la tristeza lo tornó rebelde”, o “No vivía en el desamparo sino en la soledad”, o “Soy esta tierra que nombro”. Un sujeto que, si bien se sabe limitado, logra sin embargo visiones memorables, imágenes únicas: “El clima estalla en los araguaneyes/ Otro fuego nunca fue más dorado”, o “El párpado de la ola se abre y se cierra”. También se cruza, por momentos, el erotismo, pero bajo un tratamiento que puede referirse a una simultaneidad: los amores, sí, pero también los cuerpos, las palabras o los recuerdos: “No veo no respiro sino tu cuerpo/ Río que crece ceremonioso”, o “Cuando te palpo te veo/ Cuando te veo me ciego”.
En La mirada, por momentos, van surgiendo frases que, como accidentes, como talismanes, remiten a fundamentos o concepciones poéticas. Son pocas pero muy reveladoras de cómo el autor concibe su visión de mundo. La memoria, por ejemplo, es un factor esencial, articulador. Cuando se afirma que “Regreso pero hay cosas/ Que ya nunca regresan con nosotros”, se da a entender que hay una fuerza de gravitación más poderosa que el instante: aquella que finalmente se acumula en la Cultura o la Historia. Contra esas fuerzas quizás vaya la Poesía, que siempre persigue la instantaneidad: llámese revelación o fulgor. Una síntesis de esa ambivalencia sería la siguiente: “No hay tiempo sino/ ese día único y último/ En que el recuerdo/ se te hizo memoria/ y no ya no posesión del mundo”. La poesía, como verdadera posesión del mundo, está más allá de acumulaciones u ordenamientos, está más allá de lo que llamamos el recuerdo: parca convención que nos hemos reservado para alejarnos del milagro.
Aparte de las concepciones, también en La mirada podríamos advertir los procedimientos poéticos, esto es, cómo se concibe o se forja ese estado de la escritura que se convierte en poesía. Jakobson nos habló de una función poética del lenguaje, que es cuando éste se refiere a sí mismo, pero en la poesía de Sucre las palabras parecen imantadas, y se atraen unas a otras dependiendo de una misteriosa gravedad. Al respecto, he aquí una estrofa muy reveladora: “La poesía las cosas concretas/ Otras que no lo son de manera callada/ Una palabra prende fuego entre ellas/ Se quema ese rostro al salir de su inocencia/ Se quema esa mano que surge de la noche”. Dicho de otra manera: tenemos “cosas” (¿referentes?) que son concretas o que están en silencio. Luego una “palabra” las enciende y esparce las llamas. Ese fuego del que esgrime signos, nunca inocentemente, y esa mano “que surge de la noche” forjan, sin duda, la escritura. El encendido de la palabra equivale a un estado de conectividad, de libre asociación, que funde una primera palabra con otras, y luego con todas. Principio de proximidad que contamina, altera la función de las palabras (esto es aquello) y da pie al discurso poético. No en balde el término fulgor, tan sucreano, habla de la transformación por fuego, remite a la revelación como una imagen llameante.
III.
En En el verano cada palabra respira en el verano (1976), la poesía de Sucre amplía sus intereses. Una primera sección del libro remite al concepto de felicidad, pero para renombrarlo o refundarlo: “Creo saber que la felicidad existe justamente allí donde no existe”. Se diría que ese estado de celebración habría que sonsacarlo de la acepción común y darle otro significado: se trata, precisamente, de otra operación poética. En su nueva condición, el concepto podría estar asociado a esto: “También el poema (…)/ quiere vagabundear y quedarse no con lo que nombra/ sino en lo que nombra”. La felicidad entonces es un vagabundeo, pero no ligada, digamos, al referente, sino a las propias palabras del poema: caja de cristal que encierra la plenitud.
En una segunda sección, la poesía se vuelve narrativa: quiere recuperar la crónica o el relato de un joven adolescente que “Tiene ahora catorce años y todo lo ha perdido”. Ese ejercicio de recuperación biográfica tiene un poblado, un río, unos árboles, unos amores no correspondidos, pero también una relación iniciática con la poesía: el río es el curso mayor, o la imagen más poderosa, para hablar de esos comienzos, de esa fe en torno a “un dios que es él”. Quien rememora hoy sobre ese adolescente, se pregunta: “¿miraba con tus ojos/o ya/ no tenía ojos y sólo/ veía con lo que podía ver?”. Es la pregunta sobre los orígenes, sobre la vocación temblorosa, sobre la duda en torno al destino, sobre la soledad como presidio o como necesario tránsito hacia un estado de revelaciones.
En todo caso, el verano como concepto en este libro, pero también en toda la poesía de Sucre, es amplio, vasto, maleable. Hay una primera instancia que es térmica y que tiene que ver con la propia creación (¿cocción?) del mundo: “los dioses nos olvidaron hasta en sus rayos luctuosos”; hay una segunda que es erótica: “se va dorando desde adentro tu cuerpo”; hay una tercera que tiene que ver con la naturaleza de la expresión: ¿desde dónde hablamos? Dice el poeta: “pienso en las páginas que pasan/ cuando escribo/ los días/ que se borran/ los signos/ las ocultas/ cifras/ que lentamente el silencio va/ rodeando/ de destellos”. Ese paso de las páginas para que los signos emerjan entre destellos remite también a la ligerísima combustión que es todo verano: calor como elemento esencial de la termodinámica, que es como decir de la vida. Entre el calor de las palabras que se atraen, entre el fulgor de los signos que se amoldan, podemos adivinar al sujeto que va enhebrando su trama desde un mínimo de corporeidad: “respirar también tiene respirar su disciplina/ el aire hay que amoldarlo al cuerpo/ al movimiento/ al ocio en movimiento del cuerpo para hacer del aire otro cuerpo que vive por el aire”. Vuelta al principio porque no hemos salido de ese círculo virtuoso en el que la creación depende de un soplo de aire: quizás el necesario para entibiar o serenar el magma de las palabras. Lo que quede entre el aire que soplo y el fuego “donde el sol reaparece” es la poesía.
Por último, también En el verano (…) es importante el concepto de exilio: “no estamos exilados en el mundo estamos/ exilados en las palabras/ en el poema”. Según esta premisa, la poesía remite a un estado de separación, de lejanía, ante la realidad; finalmente, crea una realidad aparte. Todo poema es un exilio: nos lleva a otro nivel de significación, incluso transforma las palabras de siempre en otras criaturas. El principio de aleación, de mezcla, de contigüidad, las altera. Dice el poeta: “la frágil encrucijada de todos tus asombros/ es tu único lenguaje/ la recurrencia de una sola imagen”. Encrucijada es cruce de caminos, y en este caso de asombros, condensados todos por la poesía como “único lenguaje”. Ese hallazgo de una sola o única imagen es un estado de exilio: las palabras no funcionan como tales, pues dejan sus viejas vestiduras y entran en un inédito principio de asociación. Sucre insiste en decir que no se trata de escribir el “poema del exilio” sino de reconocer el “exilio del poema”.
IV.
En La vastedad (1988) los intereses se hacen innumerables a la par de la reflexión sobre los propios procedimientos poéticos. La existencia se procesa como un regalo, como un milagro cotidiano que no sabemos valorar. Pasado o presente, memoria u olvido, creación o destrucción se suceden como referentes, pero en todo momento se medita sobre al acto poético, sobre su naturaleza o circunstancia. La escritura podría definirse como un “Viaje que no es físico sino metafísico, que da saltos en el tiempo”, pero mientras el poeta lo constata también habla de su circunstancia inmediata: “apenas empiezo esta página la va quemando el insomnio”. También es revelador, aparte de recurrente, la referencia al insomnio, esto es, al desvelo permanente, como si la poesía sólo se pudiera concebir desde un estado de atención absoluto: desde la sobre-atención. Definida la realidad poética como “el lugar sin lugar”, no son “las palabras sino lo que consuman (…) lo que va ocupando la realidad”. Importante definición: “ya no hay sitio para la escritura porque ella es el sitio mismo– de lo que se borra”. ¿Qué es lo que se borra mientras escribimos? Se diría que es ese acto de mediación que es toda escritura, pues la realidad sólo aspira a ser realidad: no necesita de muletillas para dar cuenta de sí misma. El poeta vuelve a recalcar su condición de escribiente: “ya no estaré en el bosque sino en la hoja que escribo”, o mejor: “no somos recuerdos sino esa red que nos desteje sino ese libro/ que vamos leyendo en las mismas páginas marcadas”.
La memoria está allí pero no para recurrir a ella, sino más bien para reconocerla como un sustrato que alimenta el presente. Referentes que tienen que ver con la infancia –la casa, el patio, la higuera, la parra, el río, los cuerpos– reaparecen no porque se pesquen en tiempos remotos sino porque siguen muy vivos: “pasarán los años/ pero sólo allí estará reposando/ la cabeza/ cerca de ese cuerpo/ respirando la última tersura de su piel la trama cenicienta de su pelo/ en la claridad que ha ido escindiendo el tiempo”. Las viejas imágenes no son viejas porque siguen allí, resplandecientes. Y nuevamente el poeta describe lo que es su proceder (¿lo que es su escritura?), que está muy lejos de la voluntad o de la determinación: “a ese bosque no se entra para encontrar/ un sendero/ sino para seguirlo/ como los pasos que entre sí se alejan/ y lo borran/ al recorrerlo”. No incidimos en el sendero, que ya existe; más bien lo recorremos, porque “al fin al principio de otro viaje/ esos pies/ que nos llevan y nos traen y nos dejan/ donde no queríamos estar”. Nuevamente la noción de que la realidad es un don permanente, una estancia que nos arropa y nos recubre, y de que la poesía está para dar cuenta de esa circunstancia, que no siempre vemos o apreciamos, distraídos como estamos en “fundamentos (…) que nada fundarán”.
Veamos en este poema ese concepto de vastedad donde pasado y presente se entrelazan, así como memoria personal se funde con memoria colectiva, o inmensidad que se vuelve pequeñez, o naturaleza que se hace presente con pequeños asomos:
por primera vez vemos la vastedad
por primera vez el alba nos despierta con la arenisca de la infancia
el vacío hace ahora el espacio de la casa y le devuelve la profundidad de
lo frágil
un muchacho recorre con sus manos las pulidas espirales de la mecedora
al mediodía
se mece en el sopor que nos hace más lúcidos
los helechos la humedad humeante del patio
y allá lejos el cotoperís espaciosamente mudo la parra tramando la
soleada caligrafía
de la soledad
Una importante develación de La vastedad, en su sección “Irreflexiones”, expone una serie de frases o sentencias que, bien leídas, constituyen toda una poética. En cuanto a concepciones o procedimientos; en cuanto a señalamientos sobre falsas o verdaderas posturas, el poeta trata de deslindar lo que se acerca más al corazón de la poesía, a su esencia más fiel, más desnuda. Lejos de impostaciones, aquí se hace un ejercicio de indagación, de desfiguración, hasta llegar al hueso, o más bien a la astilla. Se trata de apartarse de poses, preceptos, recargas, intuiciones, grandilocuencias, imposturas, que a lo largo de los siglos han estado más cerca de los poetas que de la poesía. Sucre hace un aparte, toma distancia, baja al origen, busca la desnudez, siente las modulaciones de la escritura y enumera una serie de hallazgos que vale la pena enumerar:
- un objeto que no sea sensación/ una memoria que no sea recuerdo
- Las palabras tienen que seguir siendo lo que son lo que siempre han/ dejado de ser
- no hay dos lenguajes: la misma palabra que habla es la que calla/ pero hay dos silencios: la misma palabra que calla no es la que habla
- cada palabra desplaza a otra que nunca logramos/ decir
- somos esa frase que nos deslumbra en las noches en medio del/ insomnio/ y luego nunca podremos escribir ni olvidar
- somos ese cuerpo que merece el esplendor de su propia muerte
- los que lo coleccionan todo para sentirse perdurables/ los que han contemplado una sola vez la belleza/ y ya ello les depara una riqueza un desamparo/ para siempre
- no vivir siempre escogiendo: vivir lo que nos escoge
- lo que cuenta de la vida (de la escritura) es que no sea/ infiel a la muerte (al silencio)
Vemos aquí reflexiones sobre tipos de memoria (que no de recuerdo), sobre las palabras (que son y dejan de ser), sobre el lenguaje (que para la poesía es uno solo), sobre el deslumbramiento (que remitiría a la frase precisa), sobre el cuerpo (que hace suya la muerte), sobre la belleza (que es a la vez riqueza y desamparo), sobre la vida (que se nos da sin que la escojamos) y sobre la escritura (que nunca será infiel al silencio). Como síntesis de poética podría quedar la noción de la “escritura como espejo” que este poema refleja con meridiana claridad:
Estar fuera del aquí que está dentro de lo que se escribe
la escritura como espejo: no la imagen que proyectamos
no la imagen que nos refleja
la escritura como un espejo sin imagen
no somos lo que escribimos
escribe por nosotros la imagen ya en el límite en la
inserción la intersección de dos reflejos ambos
falsos / verdaderos
escribir no el orden sino el ritmo de la vida
un ritmo que conocemos desconocemos y reconocemos
sólo por la respiración de la escritura
V.
Diera la impresión de que La segunda versión, último libro publicado por Sucre en 1994, es conclusivo. Sobrevienen en un solo punto imágenes de todos los tiempos y se reviven circunstancias de las sucesivas edades. Ciudades, amores, ríos, noches, amigos perdidos, la madre de rostro impoluto, se suceden como partículas de un gran mosaico. El tono podría sentirse como luctuoso, pero a la par se celebra la vida vivida. El mismo título del poema homónimo, La segunda versión, es tan revelador como enigmático, porque parecería que en algún momento podemos pasar revista a la existencia para reconocer tanto un recorrido como los atajos que no tomamos:
Yo mismo no supe qué oscura alegoría
buscaba. Escribí un poema y lo nombré
“la trama secreta”, como si nombrara
una enigmática –supuse que más
elusiva e infinita –trama. No hice
sino ingenuamente hilar en la historia
y sus tautologías. Cualquier vida,
sabemos, sólo es su desnudez, esos
lentos despojos del tiempo. Cómo
abrumarte, tierra, con ilusas
pretensiones. Quería apenas volver
a tu inclemencia.
Siempre -escribí-
el árbol de la tormenta se desatará
sobre el Río; en las mañanas siempre
la Ciudad irá floreciendo bajo la joven
luz, y en los ojos de un muchacho
la vigilia siempre y la purificación
aguardan.
La vida fluye y cambia,
pero no todo lo que cambia fluye
con la vida. Preserva, tierra, estas
imágenes, con ellas escribe lo que
te ha amado. También son epitafios.
El vocativo “tierra” se hace muy frecuente y con esa instancia se quieren arreglar las cuentas, si es que no se trata de la alteridad a la que se le encomiendan los últimos ruegos: “Siempre creí, tierra, que sólo en ti misma/ habías conocido la gracia y el perdón. /Más carácter tuviste que tus hombres/ y más que ellos habías sido fiel/ en la penuria o en la abundancia”. ¿Acaso se echa en falta que la humanidad –y más aún los poetas– sea indiferente a la belleza? O mejor: ¿que los bardos no puedan asimilarla bajo esa concepción que también incluye a la muerte? Como balance, nos vamos quedando con pocas cosas, y menos aún con verdades. En el poema “El otro destino”, quizás refiriéndose a la función de los versos, el poeta admite que “Ahora/ van envejeciendo y más frágiles son”, que “son torpes para los trabajos/ y los días, que “Se confunden en el mundo” y “apenas saben cómo seguirlo”, que “se enredan/ en la costumbre”, que “a cada momento/ tropiezan con el ayer”. Es decir, herramientas desamparadas, desvariadas, que “Todo lo olvidan”. Y ante la constatación, luego viene el ruego: “no seas tú, memoria, quien más los/ maltrate, no los cubras de culpas”. ¿Podría admitirse un cierre en el que el poeta reconozca los viejos fueros y admita alguna indulgencia? Se diría que eso podría responderse con otra pregunta: “¿Hay seres/ que aún vivan en la amistad del clima,/ respiren el hálito de la tierra/ cuando amanece, se bañen en el mar/ como una purificación?” Ante la compulsión por lo residual a la que nos conduce la vida moderna (léase la “secreta agonía), la poesía sería un “íntimo y desnudo destello” para prendernos del mundo.
VI.
En el poema “El último dominio”, con aire testamentario Sucre nos describe un mundo vacío: “Arrebatados como por un gran viento andamos/ por la tierra/ hostiles dispersos/ sin encontrar la claridad, la quietud.// Los seres no sabemos ya reconocer la belleza.// en el empañado cristal de la memoria/ la dicha o la herida,/ los amantes celebran otra historia”. Sirvan también unos versos suyos para anteponerlos al decaimiento de la civilización: “en el árbol también por devorar del lenguaje,/ resplandecieron, antes de abatirse –hojas, escamas/ del tiempo– nuestras palabras”. En poesía lo que resplandece son las palabras, que Sucre ha descrito con una frase inolvidable: escamas del tiempo. Obviamente no aspiran a mucho, porque son apenas partículas de un todo, pero puestas en un determinado orden o consonancia, se encenderán hasta producir nuevos sentidos y nuevas realidades. Quizás no haya mayor invención humana que la de la palabra: para describir el mundo, para entendernos los unos a los otros, para reducir el peso de los enigmas, para balbucearlas en estado amoroso o para extremarlas cuando la comprensión se hace insuficiente. Escamas del tiempo, sí, apenas escamas de ese pez voraz que atraviesa el oceánico universo oyendo los ecos tardíos del big-bang o nadando hasta los confines de un espacio que no cesa de crecer. Apenas palabras para medir el tiempo que nos subsume, apenas palabras para describir lo que nos supera. Con las escamas del tiempo hacemos poesía, con las escamas del tiempo apostamos a la existencia como un todo indivisible, donde vida y muerte de dan la mano.
VII. Coda
Creo haber visto por primera vez a Guillermo Sucre en 1976. Fue en un aula de la Universidad Simón Bolívar de Caracas, siempre concebida como un proyecto académico dedicado a la ciencia y la tecnología, pero cuyo Departamento de Literatura creció hasta cubrir muchas materias electivas y postular una Maestría de Literatura Hispanoamericana que fue de las más importantes en esos años. Sucre daba un seminario sobre la cuentística de Cortázar y yo asistía como oyente. Del argentino, autor de cabecera, ya había leído sus primeros cuatro libros de relatos, pero me interesaba mucho ir de la fascinación al análisis, campo en el que Sucre se movía magistralmente. En el grupo de alumnos no habría más de doce y, sin estar inscrito, yo era el más joven. No me atrevía a preguntar por vergüenza (escuchaba a un maestro) o por la sensación de estar donde no me correspondía, pero Sucre tenía una singular manera de discurrir, haciéndose preguntas que casi siempre él mismo contestaba. En una oportunidad, interrogándose a sí mismo, llegó a mirarme muy fijamente, al punto de sentir que algo debía responderle. Supongo que habré balbuceado una frase dispar, ante la cual el maestro sonrió, pero también la clase. Para entonces analizábamos “Continuidad de los parques”, pero yo sospecho que mi continuidad era la del asombro, o quizás la de la gratitud, porque ya para esos años Sucre era el autor de Borges, el poeta y La máscara, la transparencia, libros de cabecera para muchos de mis compañeros de curso. Años han pasado hasta llegar a esta edición, que cumple a destiempo con la tarea de honrar a un gran poeta venezolano, de los mejores de su generación. Si en aquel año 1976 no supe contestar, contesto ahora sintiendo que las concreciones de hoy eran los balbuceos de ayer. Seguimos en la continuidad de los parques, saltando de una secuencia a otra, y con este libro aspiramos a saldar una deuda que la edición iberoamericana tenía con este gran maestro y mejor poeta. Aquí están sus escamas del tiempo, aquí están sus mejores palabras, aquí está el papel que se escribe con caligrafía oscura para hallar la transparencia.
Antonio López Ortega
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