COVID-19

[Fragmentos de un diario sobre el año de la peste (VII)]

Fotografía por Federico Parra | AFP.

02/10/2020

Misceláneas

UNO: «Comenzamos a vivir cuando concebimos la vida como tragedia», dice Yeats. Es entonces cuando comienza nuestra agonía, pienso yo. Mientras tanto, me doy con una piedra en los dientes cada mañana al despertar pues de acuerdo con Heráclito aún estoy «vivo y despierto».

DOS: Recibo un e-mail muy divertido de Enrique Vila-Matas a propósito de los tres fragmentos de mi diario sobre la pandemia publicados el domingo 10 de mayo en Papel literario de El Nacional. En uno de ellos cuento que he seguido el ejemplo de nuestro común amigo Tono Masoliver Ródenas de caminar media hora diaria en mi búnker de Mérida, mi herida. Enrique llama a Tono y este le dice, aunque supongo que es una ocurrencia de Enrique, que nunca más pisará la calle. Lo entiendo perfectamente. Yo aguardaré tranquilo y con algo de nervios que aparezca la bendita vacuna para salir a dar un paseo por el mercado de Wuhan. Mientras tanto continuaré con mis caminatas en preparación para la maratón de Tokio de 2022.

TRES: Mi novia, Rosbelis, que me acompaña en este confinamiento forzoso, es el ejemplo perfecto de una millennial que no se arredra ante ninguna dificultad. A la minuciosa preparación de los originales y elaborados videos sobre temas bizarros que cuelga en «Lectora de Bulgákov», su cuenta de YouTube, agregó una nueva tarea: el estudio del idioma ruso, según ella inventado por el diablo. Todos las tardes a las cinco en punto se sienta con sus audífonos delante de su laptop y durante dos o tres horas ni siquiera un terremoto la sacará de ahí.

CUATRO: Me escribe desde Madrid mi súper amigo Ernesto Pérez Zúñiga. Contento pues después del vendaval que azotó con furia su bella ciudad, al fin puede salir a caminar con su preciosa Molly, una de las perras más encantadoras y simpáticas que he visto alguna vez. En mayo de 2017 la conocí en la plaza de Isabel II, al lado del Teatro Real, y luego de que hubiéramos cruzado unas miradas de reconocimiento sellamos un pacto de amistad hasta el fin de los tiempos. A veces pienso que en una de mis existencias anteriores fui un perro negro muy perezoso tendido al sol. Comenta Ernesto que el hecho de tener una perra es un privilegio ya que durante la desescalada de la cuarentena, al menos en Madrid, tienen prioridad las mascotas. Siguiendo ese razonamiento creo que es Molly la que saca a pasear a Ernesto.

CINCO: El amor es la peor de las pestes según Catulo: «Libradme de esta peste: el amor, este veneno helado en mis huesos, que se destila en mi sangre, que ahuyenta la alegría del corazón» (Carmina LXXVI). Heráclito, el Oscuro, lo decía varios siglos antes con otras palabras: «Difícil es luchar contra el deseo porque lo que quiere lo paga al precio de alma».

SEIS: «Bien, hay quienes creen que una epidemia selectiva es lo más humano para la superpoblación y las secuelas concomitantes de la contaminación, inflación y agotamiento de los recursos naturales, una plaga que mata a los viejos y deja a los jóvenes, menos un porcentaje razonable… uno se siente tentado a permitir que tal epidemia siguiera aun cuando tengamos el suficiente poder para detenerla» (William S. Burroughs. Ciudades de la noche roja, 1981).

SIETE: Desde Lyon me escribe mi gran amigo Philippe Dessommes, editor y traductor de varios de mis libros, en particular de la preciosa edición bilingüe de El hijo de Gengis Khan. Philippe leyó el cuarto fragmento de mi diario sobre la pandemia («La lengua amenazada»), lo tradujo al idioma de Pascal y me pide permiso para publicarlo en una revista. Le doy las gracias y le respondo que puede hacerlo. Conservo de mi viaje a Lyon en junio de 2010 recuerdos muy gratos: la hospitalidad de Philippe y su esposa Catherine, los paseos por los antiguos barrios donde vivían los trabajadores de la seda, la amabilidad de los lyoneses, la exquisita comida. Asocio Lyon, la ciudad más bella y fluvial de Francia, ciudad natal de Antoine de Saint-Exupéry, con la delicada novela Seda (1996) de Alessandro Baricco, llevada al cine con el mismo título por Franҫois Girard (2007). De las ciudades que amo, Lyon es una de mis preferidas. Si salgo con vida de esta peste, allí me encantaría vivir…

OCHO: De mi lectura de la Eneida. El cortejo fúnebre que acompaña el cuerpo de Palante, hijo del rey latino Evandro, muerto en combate por Turno, enemigo jurado de Eneas, es seguido por su fiel caballo. Virgilio describe la escena así: «Desfilan además carros de guerra empapados de sangre rútula. Va detrás desjaezado Etón, el caballo guerrero de Palante, va llorando. Le corren por la cara gruesas gotas» (XI, 98). Una escena similar canta Homero en La Ilíada (XVII, 185) cuando narra el entierro de Patroclo, el íntimo amigo de Aquiles, muerto por el héroe troyano Héctor. «Los corceles de Aquiles lloraban lejos de la batalla al saber que su auriga había sido muerto por Héctor, exterminador de hombres (…) Con la cabeza baja, mirando al cielo y derramando copiosas lágrimas, yacían las manchadas crines desparramadas a un lado y a otro, silenciosas y mustias». A propósito de estas dos formidables obras clásicas, Tono Masoliver me dice que él prefiere La Ilíada a la Eneida. Comparto su predilección, y le respondo que también Virgilio estaría de acuerdo.

NUEVE: Antenoche tuve un sueño muy extraño: me hallaba en una especie de templo primitivo al aire libre, supongo que en algún páramo yerto allá por los rumbos del Guirigay donde he dispuesto que irán a parar mis restos mortales luego de la cremación. Lo llamo templo aunque debería hablar de un montón de piedras similar al que avisté a mis siete años cuando hice un viaje inolvidable en compañía de mi madre, ella en un fino caballo bayo y yo en una yegua mora resollona, desde la loma de Carora, cerca de la aldea donde nací, hasta Estapape, del otro lado de la cordillera de Cabimbú, allá donde mi abuelo materno, Onofre Montilla, tenía una pequeña hacienda de café. Al túmulo de rocas coronado por una cruz, parecido a una pirámide que me causó una mezcla de terror y fascinación, lo llamaban “El gritadero”, y decían que en aquel lugar lóbrego y sombrío un cristiano había muerto de frío. Era costumbre que al pasar por ese sitio había que arrojar una piedra y lanzar un grito. En fin, que en un escenario parecido estaba yo en mi sueño haciéndole a Odín, el dios de los vikingos, la promesa de que le dedicaría un holocausto de treinta y ocho ovejas si me concedía la gracia de recuperar por completo la visión de mi ojo izquierdo. El año pasado, como secuela de la severa neumonía que me atacó a mansalva y que por un tris no me envía para el barrio de los acostados, sufrí una infección en ese ojo que quince meses después aún persiste. Pero eso ¿a quién diablos le importa?, dígame usted. Desperté un poco asustado al recordar que Odín según una antigua leyenda había sacrificado su ojo izquierdo a cambio de obtener sabiduría, exceptuando el conocimiento de los sucesos del futuro. Durante esta pandemia todos queremos actuar de Nostradamus y pronosticar lo que habrá de acontecer el día después. Prefiero no hacerlo siguiendo el consejo de mi señor padre cuando decía: “Es mejor no dárselas de adivino pues siempre sucede lo inesperado”.

DIEZ: Una joya patria o nunca falta alguien así. No lo podía creer, pensé que se trataba de una de esas agudezas de «El chigüire bipolar», pero la información aparecía por todas partes. Un alto funcionario del gobierno de facto, creo que el más alto y en consecuencia el peor, sin que se le alterara esa horrible faz de yo no fui acusaba al presidente de la hermana República de Colombia de estar contaminando con el virus chino a los compatriotas que regresaban de aquel país con el fin de sabotear su ejemplar labor humanitaria durante esta pandemia, labor que mantenía al mundo boquiabierto de envidia. En fin, la perfecta escena para un remake de Ubu rey, la genial obra de Alfred Jarry, creador de la patafísica. Cosas veredes, Sancho. Prepárate para lo que falta, Don Quijote.

 

Mérida, mi herida, 22 de mayo de 2020.


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