PerspectivasFragmento de un diario sobre el año de la peste

Sin novedad en el frente

25/12/2020

Brigitte Bardot retratada por Sam Levin (1959).

UNO. No sé cuántas veces he leído el breve volumen con las cuatro entrevistas que le hiciera el escritor francés Charles Juliet, entre 1968 y 1977, a mi admirado Samuel Beckett. Ayer lo leí de nuevo y reencuentro estas dos joyas: «Siempre he deseado tener una vejez tensa y activa… El ser que no deja de arder mientras el cuerpo huye». Y esta otra: «La caída de una hoja y la caída de Satanás son la misma cosa». Chapeau!

DOS. De pronto me acuerdo del comentario que me hizo con su humor inglés mi amigo Masoliver –lo llamo así con su primer apellido para no caer de nuevo en el error de llamarlo José Antonio– a propósito de las columnas hebdomadarias de un connotado escritor, algunas por demás arbitrarias, por no decir desafortunadas. Dice Masoliver: «La convivencia con ancianas causa estragos». ¿Alguien me puede recordar el nombre de un narrador español que afirmó, sin que se le arrugara el entrecejo, que Kafka había sido un mal escritor?

TRES: La demenza senile de su admirado Giorgio Agamben mantiene a Rosbelis, mi compañera de cuarentena y de vida, al borde de la decepción. El archi famoso y genial filósofo italiano opina que la educación telemática que se anuncia como secuela de la pandemia equivale al sometimiento de los profesores italianos en 1931 a los dictados de Mussolini. ¡Habrase visto semejante despropósito! A Rosbelis, que continúa con su disciplina espartana estudiando ruso a diario, le ha dado en los últimos días, quizá para curarse del despecho con Agamben, por iniciar en sus ingeniosas historias de Instagram una feroz campaña contra el cigarrillo. No la he podido convencer de que estudie mandarín. Por suerte, dejé de fumar hace ya catorce años. Durante cuarenta y uno fumé como un chino. Por todos lados se nos aparece el espectro del murciélago de Wuhan.

CUATRO. Como todo el mundo se siente impelido a opinar sobre la crisis global causada por el bicho aquel, no podían faltar las declaraciones de Brigitte Bardot. La diva francesa a sus ochenta y seis años no tan bien llevados mantiene su tipo y su tenaz y loable campaña en defensa de los animales. Dice Brigitte que el problema consiste en que el planeta de los simios, la Tierra, se entiende, aunque deberíamos llamarlo Acqua, está excesivamente poblado. Le sobran, afirma BB, sin que le tiemble la voz, la bicoca de cinco mil millones de homínidos. ¿Qué hacer con ellos?, pregunto yo. Parece que Elon Musk lo tiene bien claro, planea llevarse un selecto grupo para colonizar el planeta rojo. A los millones que estamos de más los podría liquidar un virus selectivo ideado en algún laboratorio chino, ruso, gringo o de Corea del Norte, da igual. Imagino que William S. Burroughs desde su cielo plagado de bellos donceles desnudos estaría de acuerdo con esta última alternativa. Si no lo creen, lean lo que escribe en su fantasiosa novela Ciudades de la noche roja:

—… Consideren las ventajas que confiere en una epidemia parecida a la mortal gripe española.

—¿Habría modo de provocar una epidemia semejante?

—Sin el menor problema. Todas las enfermedades respiratorias se trasmiten por los esputos, los estornudos o la tos. Solo tenemos que recoger estas exudaciones y enviarlas a territorio enemigo.

CINCO. Tal vez a la Bardot la esté afectando el mismo virus que mantiene al filósofo Agamben delirando como el personaje de la divertida y triste y satírica novela Perorata del apestado (1981), de su paisano Gesualdo Bufalino. Por cierto, en su sombría fábula sin moraleja Bufalino utiliza este epígrafe: «UNTORE: Distribuidor y fabricante de los untos pestíferos, esparcidos por esta ciudad, para extinción del pueblo… (Actas del proceso, 1630)», que se refiere a la peste que asoló Milán durante ese infausto año. Plaga descrita con clásica elegancia y maestría por Alessandro Manzoni en su conocida novela Los novios (1842). Si traigo a colación estas referencias es porque me parecen pertinentes y acordes con el fragmento de Burroughs citado más arriba.

Lo lamento por Brigitte y también por mí. A mis diecinueve años, en el Cine Club de la Facultad de Ingeniería de la ULA contemplé con los ojos abiertos de par en par el filme de Roger Vadim, Y Dios creó a la mujer, protagonizado por una joven y sensual Brigitte Bardot. Era la primera vez que veía aquella mujer maravilla. Desde ese instante me prendé como un idiota de la chica francesa, oh, là, là, que coqueteaba con jóvenes y adultos agitando su divino trasero como una canalla rumbera. BB tenía un no sé qué de caribeño y tropical en el andar y representaba en mis sueños de adolescente el ideal perfecto de la belleza. Por más que lo intentara no lograba curarme de aquel enamoramiento furtivo y cinematográfico que me mantenía en estado de gracia. La veía en mis ensoñaciones, como en el filme del afortunado Vadim, bailando chachachá. Sin embargo, cuando descubrí los primeros desnudos de la joven Marilyn Monroe comprendí que Dios podía ofrecer más de una prueba de su existencia, al menos dos.

SEIS. La nefasta semana entre mayo y junio ha estado plagada de noticias horribles:

1. En Minneapolis, un policía asesina salvajemente, por sofocación, casi en vivo y directo, a George Floyd, un afro descendiente. Crimen racista registrado en una grabación que ha dado la vuelta al mundo causando indignación. Las calles de las principales ciudades del Imperio arden como en los días del asesinato de Martin Luther King. También George Floyd tuvo un sueño, que la intolerancia y la malignidad humanas apagó.

2. El coronavirus, un bicho malo, tendencioso, insidioso, sibilino y letal, que viaja oculto en los cuerpos de las personas sanas (las así llamadas asintomáticas) continúa su labor de zapa y destrucción por aquí y por allá, ensañándose en la buena gente de Brasil, Perú, Chile y Ecuador. Que los dioses de la peste nos agarren confesados.

3. Sin ir muy lejos, la peste roja o como la llamó Manuel Caballero en un libro memorable, La peste militar, sigue en lo suyo, no descansa ni de día ni de noche en su pertinaz empeño de destruir lo poco que queda de este destartalado país del cual un alucinado genovés afirmó que era el lugar donde se encontraba el paraíso. En Cumaná, la patria chica del Mariscal de Ayacucho, Antonio José de Sucre y de su pariente, nuestro insigne e insomne poeta José Antonio Ramos Sucre, una banda de pirómanos dio fuego a la biblioteca central de la Universidad de Oriente. Junto a las cinco universidades autónomas, la UDO representa uno de los contados baluartes que no ha doblado la cerviz ante las pretensiones despóticas del régimen. De estas sucias tareas de amedrentamiento se ocupan los sospechosos habituales que para confundir a los ingenuos actúan en la oscuridad disfrazados de hampones comunes. ¿Cuál es la diferencia?, dígame usted. Imagino que alguno de los ideólogos del régimen habrá leído Fahrenheit 451 (1953), la novela de Ray Bradbury. Se me viene a la mente uno, enano, mezquino y con fama de gallina, otrora filósofo de cafetín y harto protegido por los gobiernos de la IV República que lo colmaron de prebendas, jugosos premios y billetes de avión para cuanto sarao se escenificaba en la Cochinchina y más allá. Él debe conocer la famosa requisitoria distópica de Ray Bradbury. Él sabrá que los libros ajenos, aquellos que expresan los anhelos libertarios del hombre, arden a 451° Fahrenheit.

SIETE. Hace unas noches tuve un sueño extenso y detallado, un anuncio premonitorio del día después. Me veo de pronto en la Escuela de Letras de la ULA caminado por un pasillo. Alguien se acerca y me informa que las clases se reanudarán ese mismo día. Me dirijo entonces al aula que me asignaron para el curso que dicto sobre narrativa japonesa contemporánea. Allí me espera un grupo formado por unos quince estudiantes entre inscritos y oyentes. Saludo a dos o tres conocidos y doy inicio a mi cháchara, de pie, paseándome entre las filas de pupitres y sin la ayuda de apuntes. Comienzo diciendo que los japoneses no se consideran asiáticos, hablo de las diferencias culturales entre japoneses y occidentales, de la influencia de China en la formación de Japón, de la llegada de los primeros misioneros portugueses y españoles a las prefecturas de Kyūshū. Cuento algunas anécdotas bizarras de mis estancias en Tokio, como la de los policías de Sangenjaya que me saludaban por mi nombre: “Edonodio Kinotero-san”, y la de la chica de una tienda de ramen que se empeñaba en confundirme con un adinerado chino de Shanghái. Hablo de Yukio Mishima, del ukiyo-e y el shinju o suicidio en pareja, del pez globo, el namako y el ankimó, de los haikus de Matsuo Basho y de los cuentos eróticos de Junichiro Tanizaki. En fin, hablo de mi pana nipón Ryukichi Terao y del viaje iniciático que hicimos a Nagasaki, de todo hablé sin parar. Al parecer todos están atentos a mis palabras que se prolongan por cuarenta y cinco minutos exactos hasta que suena el timbre. Comienza la desbandada y de pronto descubro entre los asistentes a una chica japonesa, diminuta, bonita y coqueta, experta en artes marciales y literatura de la Restauración Meiji. Me saluda con una leve inclinación de cabeza y es entonces cuando la reconozco como Akira Sugiwara, una actriz porno que conocí en el invierno nuclear de 2011, en un Café de Shibuya, el mítico Segafredo, en Tokio-ga.

Despierto un poco aturdido y al abrir los ojos me doy cuenta de que no veo absolutamente nada por el ojo izquierdo, y por el derecho veo mal. Me acordé de Odín, el dios tuerto de los vikingos y le supliqué que me ayudara en este trance tan peliagudo. Me acordé de Santa Lucía, patrona de los fallos de luz, por favor virgen bonita, socórreme en esta tribulación. Por suerte, ambos se pusieron de acuerdo y me escucharon: se trataba de otro sueño del cual desperté aliviado, contento y feliz.

OCHO. Algunos vehículos del parque automotor de uno de los países con las mayores reservas petroleras del mundo comienzan a moverse luego de un largo y penoso letargo, impulsados por la gasolina importada desde Irán, comprada a precio de oro. La pagan precisamente con los lingotes de oro extraídos del Arco Minero del Orinoco, teñidos con la sangre de los mineros que trabajan de sol a sol en condiciones infrahumanas.

NUEVE. Presten atención, señores, el diagnóstico de los médicos es el siguiente: «Una pequeña contractura en el cuádriceps de la pierna derecha». La noticia sobre la leve lesión de Messi mantiene en vilo a los millones de fanáticos del deporte rey. ¿Cuándo será que la prensa y los medios dejan de hablar del mismo tema, el murciélago de Wuhan y se ocupan de asuntos trascendentes como el fútbol? Dígame usted.

DIEZ. A propósito de la supuesta vuelta a la supuesta normalidad del día después, una amiga me escribe desde Santa Fe de Bogotá para hacerme la pregunta de las ocho mil lochas. Le respondo con el verso de un poema de mi querido amigo Juan Sánchez Peláez, que utilicé como epígrafe de uno de mis primeros libros: «En la mayoría de los casos uno no sabe nada».

(Mérida, mi herida, 7 de junio de 2020).


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