Fotos Julio Estrada
EL HAMBRe Y LOS días
Entre el hambre, las sobras y un plato de sopa en un hospital infantil de Caracas
Gaby Yoandrys Espinoza nació hace un año y nueve meses y sólo pesa seis kilos. Debería pesar al menos doce kilos, pero dejó de tomar leche materna en enero y desde entonces está desnutrido. Su piel está deshidratada y tiene la textura de quien ha estado mucho tiempo bajo el sol. Se adhiere a sus músculos marcando los huesos y hace que sus piernas lánguidas contrasten con el tamaño de sus pies. Su rostro casi no tiene volúmenes y su cabello luce opaco. En brazos de Sugey, su mamá, lanza unos quejidos que ya reventaron las membranas de sus oídos. Por eso Gaby no escucha el volumen de su propio llanto, que desde hace rato superó el umbral del hambre.
Su historia clínica es la misma desde enero: una diarrea que lo deshidrata y lo adelgaza. Todos en su casa han sufrido del mismo virus: la mamá, la abuela, el hermano y un primo. A diferencia de los demás, Gaby no ha podido superarla: “Pensamos que el virus era por el agua… como a veces llega marrón” dice Sugey.
Aunque viven en Guarenas, una ciudad dormitorio ubicada 45 minutos al este de Caracas, el bebé recibe tratamiento en el Centro de Atención Nutricional Infantil de Antímano (Cania), que queda en el oeste de la capital. Allí le dan leche formulada especial y medicamentos cada tres meses, que es cuando tiene cita. “El siete de septiembre debíamos ir, pero no lo pude llevar porque ya estaba enfermo. En enero pesaba ocho kilos y llegó a nueve doscientos… pero en veintidós días con diarrea los bajó”.
Gaby Espinoza padece desnutrición severa desde enero de 2016. Su historia clínica es la misma desde entonces: una diarrea que lo deshidrata y lo adelgaza
“Cuando Gaby empezó con la diarrea fui al CDI, pero ahí solo me lo hidratan. El día que lo llevé no tenían un yelco chiquito para él así que no lo pudieron atender. Yo le preparaba el remedio con el suero que me conseguía una doctora en los cubanos, pero él lo vomitaba. Lo traje para acá y le mandaron un tratamiento con enterogermina por cinco días, pero otra vez se deshidrató. Y cuando lo volví a traer me dijeron que no se iba a curar de un día para otro… que tuviera paciencia”.
Ya tienen 18 días en una habitación del Hospital de Niños J. M. de los Ríos.
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El Hospital de Niños J. M. de los Ríos no tiene comida para sus pacientes hospitalizados.
Ya en 2004 el Ministerio de Salud había eliminado a todo el personal de cocina de ese hospital y de todos los que dependen del organismo. El gobierno contrató a una empresa de alimentos para que los surtiera de comida. Aquello comenzó cuando Juan Barreto ejercía como Alcalde Metropolitano de Caracas. Cuando el partido de gobierno perdió las elecciones regionales, se inició un proceso de transferencia de competencias que fue aprobado por la Asamblea Nacional en 2009 y terminó quitándole la potestad a su sucesor en el cargo, Antonio Ledezma, sobre los 14 hospitales y ambulatorios adscritos al ente, entre muchos otros organismos.
“El problema empezó ahí, cuando le quitaron noventa y cuatro por ciento del presupuesto a la Alcaldía Metropolitana y ese servicio de comidas comenzó a pagarse con créditos adicionales que otorgaba el Cabildo”, revela uno de los involucrados, quien afirma que eso fue lo mismo que sucedió con las empresas de seguridad, mantenimiento y servicios generales. “Pagaban retrasados, pero siempre buscaban la forma de pagar”, recuerda.
Sugey espera que su mamá pueda escaparse del trabajo para llevarle sábanas limpias, algo de comida y dinero para soportar la estadía en el hospital
El 20 de diciembre de 2014 fue la última vez que la empresa de alimentos recibió un cheque de la Procuraduría General de la República. Ese día pagaron los últimos siete meses de ese año, un monto que equivaldría a mil bolívares diarios por las tres comidas de cada paciente. Desde que decidieron retirarse de los hospitales en los que servían, las empresas que prestaban el servicio quedaron en liquidación. “De treinta y cinco empleados, la empresa ahora tiene veinticuatro porque los acreedores quedaron guindando”. Debían pagar gas, gasoil, bolsas de plástico, empaques y los ingredientes de más de 500 comidas diarias, entre dietas completas, hiposódicas, diabéticas y blandas, en tres de los hospitales de la capital. Desde 2013 hasta 2016 la deuda con ellos alcanzó los 90 millones de bolívares.
El 17 de junio de 2016 los niños del Hospital J. M. de los Ríos amanecieron sin desayuno.
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Gaby pasó 15 días en la emergencia del Hospital J. M. de los Ríos esperando un cupo en hospitalización. De 420 camas apenas funcionan 120. “Necesitaba la opinión de otro médico y me atendieron en el Hospital Universitario por la cara que tenía Gaby. Me lo agarraron y me lo hidrataron vía oral con Pedialyte y se tomó 10 botellas del que sabe a coco. Me mandaron a hospitalizarlo inmediatamente aquí. Traía la referencia en la mano y había como siete personas delante de mí en la emergencia, ¿pero cómo yo voy a hacer una cola en una emergencia con mi hijo deshidratado?”.
Sugey recuerda que Gaby pesaba 7 kilos con 700 gramos cuando comenzó el tratamiento. Durante este tiempo bajó a 5 kilos 800 gramos, menos de la mitad del peso que debería tener un niño sano a su edad. A Gaby lo atendieron cuando uno de los médicos que lo había visto anteriormente se dio cuenta de su desmejora.
En Cania tenía que hacer nueve comidas diarias para recuperar el peso: una cada tres horas con sopa y seco. “La receta de Cania no es nada del otro mundo, pero es mucho: una arepita pequeña con jamón y mantequilla, pero en la crema del mediodía tengo que ponerle media cucharada de aceite vegetal y eso era algo que ya no lo estaba haciendo, porque un litro de aceite cuesta tres mil quinientos bolívares. Antes agarraba una cucharada de mantequilla y se la echaba, porque allá se consigue mucho la de Mercal. Pero ahora hago la sopa tres veces a la semana y a veces se la hago con un pedacito de apio o calabacín”.
Para rendir la leche para hacer un tetero, Sugey la mezclaba con crema de arroz. Pero en el hospital se la acaban de prohibir: Gaby es alérgico a la proteína de la vaca y, en adelante, desayuna y cena un vaso de leche de soya que le dan en el hospital. Por suerte todavía hay.
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Según un trabajo publicado por la revista española Nutrición Hospitalaria, en 2010 la desnutrición infantil en países como Argentina, Chile, Brasil, Colombia, Costa Rica y Venezuela variaba entre 0.1 y 5% de acuerdo al peso para edad, de los indicadores más bajos para la región. El dato contrastaba con otros países como Honduras y Haití, con más del 15% y hasta 40% en el indicador estatura-edad. El asunto es que los porcentajes de nutrición proporcionados por el Instituto Nacional de Estadística, con los que se elaboran esos indicadores, no se actualizan desde el año 2000.
La Fundación Bengoa realizó un estudio más especializado y reciente. Durante el primer semestre de 2016 se atendieron 31 pacientes con desnutrición grave en el Hospital J. M. de los Ríos. Y se calcula que por cada niño atendido puede haber hasta 20 casos que no han sido diagnosticados.
Hay madres que no cuentan con recipientes adecuados para servir la comida de sus hijos.
Hoy la cocina del Hospital J. M. de los Ríos depende de la comida sobrante del Hospital Vargas, algunas donaciones y la fórmula de leche que llevan las pocas mamás que la consiguen para que les preparen las comidas a sus hijos.
En el Hospital Vargas aún se hace comida porque una de las empresas que prestaban el servicio prefirió seguir haciéndolo con el mínimo posible mientras se solventaban la deuda, en vez de cancelar el contrato. Desde entonces ponen la mano de obra para cocinar el almuerzo con los alimentos que llegan de Mercal, pero ya no se compran envases, así que la comida sobrante que va al Hospital J. M. de los Ríos se sirve en los potes que lleven las mamás de los pacientes. Las enfermeras se encargan de esterilizarlos e identificarlos.
En Terapia Intensiva, las mamás deben llevar las fórmulas para alimentar a sus hijos a través de una sonda. En el hospital no hay. Lo mismo sucede con las fórmulas especializadas para niños desnutridos como Gaby, quien comparte con otros dos pacientes que tienen su misma condición, uno de ellos con Síndrome de Down.
Sugey Espinoza, la mamá de Gaby, tiene acceso a comprar dos bolsas CLAP al mes para ella y su familia, lo que le alcanza hasta 22 días. “En un día normal comemos arroz, unas tajadas de plátano, a veces un pedacito de pollo. Cuando no tengo suficiente dinero les digo a los de la bodega: ‘Véndeme dos paticas de pollo o dos alitas’ o si no un huevito. Ahorita comer un huevo es como si nos comiéramos un bistec. Es un lujo”.
"Una cocina que no está habilitada por un personal de seguridad ambiental incide en la salud y la recuperación de los pacientes hospitalizados" Huníades Urbina, Director de Postgrado de Terapia Intensiva.
El Director del Postgrado en Terapia Intensiva, Huníades Urbina, aclara que la desnutrición estaba prácticamente erradicada de Caracas. “Siempre ha habido desnutrición en Venezuela, lo que pasa es que esa desnutrición severa que veíamos era de niños que venían del interior del país en los años ochenta o de zonas rurales aledañas, pero ahora están llegando pacientes que son de Caracas que tienen desnutrición”. Sobre el tratamiento de la desnutrición en el hospital, Urbina enfatiza: “Si no tienes las tres comidas y las dos meriendas para los pacientes, ese niño que ya viene de su casa enfermo y con un déficit nutricional, con una patología que incrementa su consumo de calorías y, de paso, no tiene comida en cantidad, calidad y frecuencia, ese muchacho se desnutre en el hospital. Y es lo que ahora normalmente pasa: los niños que tienen mucho tiempo en los hospitales sufren un cierto grado de desnutrición leve porque no comen lo mismo que comían en su casa ni comen al mismo ritmo y, además, están enfermos. Eso logra solventarse con el tiempo. Pero si sumamos que están llegando las comidas a destiempo e incompletas, eso incide en la recuperación de ese paciente. El problema de los hospitales sale del piso 6 del Ministerio de Salud, donde está la directora administrativa”.
Y al parecer la solución no vendrá de parte del Estado. Al menos no por ahora. Mientras tanto, además de la comida que queda del Hospital Vargas, desde hace algunos meses a los niños del Hospital J. M. de los Ríos le sirven las sopas que preparan diariamente los voluntarios de la Fundación Barriga Llena, Corazón Contento.
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A las once y media de la mañana de un jueves, la chef María Elisa Romero está a bordo del auto que lleva 250 comidas para el Hospital JM de los Ríos. Va junto al chofer y un ayudante, todos voluntarios de la Fundación Barriga Llena, Corazón Contento. Cuando llegan, toda la plantilla de enfermeras y nutricionistas está dispuesta a ayudarlos.
El comedor del hospital está vacío. Las sillas están apiladas en un rincón y la superficie de la barra de servicio está ocupada sólo por dos ollas gigantes que contienen 200 porciones de sopa normoprotéica y 50 porciones de sopa hiposódica para los pacientes renales.
Empiezan a servir una crema de auyama con base de caldo con pollo licuado, una receta base que elaboraron Francisco Abenante y David Akinin, los chefs que coordinan la iniciativa. En la pared que tienen al frente están los retratos oficiales de los últimos dos presidentes de Venezuela más el infaltable rostro enrarecido de Simón Bolívar. Los tres parecen vigilar cómo se sirve la única certeza que tienen los niños hospitalizados desde hace meses: una donación independiente que surgió de la buena voluntad de un grupo de cocineros reconocidos de Caracas.
Unas enfermeras empujan un carrito con los envases donde servirán la sopa, mientras una nutricionista lleva una lista con el número de pacientes que hay en cada piso, incluyendo Emergencias, y registra cuántas de esas porciones deben ser sin sal. “Nuestra prioridad son los pacientes. Segundo los padres, tercero los médicos y cuarto el personal del hospital. Ellos se organizaron y las primeras veces se hacía una cola afuera con los potes y había gente que no estaba hospitalizada ni era del hospital. Al principio todo el que se enteraba hacía cola para tomar sopa y un día descubrimos que alguien quería servirla para dársela al que le guardaba pan”, confiesa la chef Romero.
Mientras sirve las sopas, las enfermeras esperan que llegue la comida sobrante del Hospital Vargas para repartirla en conjunto. Sin embargo, ya saben que eso que llegará no es la comida indicada: “Se ve el mismo tipo de dieta para todos y no se cumplen los requisitos calóricos. La dieta es la que traen del Hospital Vargas y la mayoría de las veces es arroz con carne guisada. Sea un paciente oncológico, sea cardiópata, sea nefrópata, sea desnutrido, sea lo que sea, es lo que les dan”, afirma un médico residente del tercer año de Pediatría, que ha visto brotes consecutivos de algunas enfermedades en sus pacientes. “No sabemos si está asociado con la higiene de la comida que viene de allá, porque no sabemos bajo qué condiciones cocinan este tipo de alimento. Y cuesta más la recuperación, en vista de que no se cumplen los requerimientos. Aquí dan las tres comidas, pero generalmente el desayuno y la cena es avena”.
A la chef Romero le gusta atender a sus comensales: ver cómo los niñitos se comen la sopa, entregárselas ella misma. En uno de los pisos está una mamá dándole una fruta a su hija: “¿Les llegó la sopita?”, pregunta María Elisa. “¡Se me quedó el pote!”, afirma la señora con frustración. “En la lista de repente son 26 pacientes y ves que hay 23 potes. La persona se le olvida el pote, se le pierde, y tratan de resolver. Hay mucho médico también que necesita. Pero nosotros no podemos hacer nada”.
Las madres deben llevar al hospital la lencería que necesiten y lavarla como puedan. Las lavadoras industriales que prestaban servicio desde 2012 hoy no funcionan
En otra de las habitaciones se encuentra María Eugenia López, la mamá de uno de los pacientes que sufre de espina bífida. A sus tres años, su hijo ha pasado por 7 intervenciones debido a las 18 patologías diferentes que se le han desarrollado. “¡Pobres mamás que no les tengan nada a los niños! Porque eso no los llena. A veces traen la sopa antes, a veces todo al mismo tiempo, a veces no hay comida. Y hay muchas mamás que viven lejos y no les pueden traer comida todos los días. Eso es lo que pasa con el grueso de la gente que está hospitalizada”.
López estudiaba Medicina en la Universidad Central de Venezuela, pero tuvo que dejarlo para dedicarse a su bebé. “Yo voy siempre a hacer la cola del pan. Eso es lo principal: tenerle un pedacito de pan aquí, su cereal, una galletica… porque a mí no me traen comida todos los días y es fuerte. Un niño que se para todos los días a las cuatro de la mañana a pedir comida… siempre en la mañana trato de tenerle un juguito y un pan, si es que puedo”. Algunos días no hay suficiente para servir. “En estos días llegaron las enfermeras con un pedacito de pan y un vasito de leche. Nos dijeron: ‘Le vamos a hablar claro, no tenemos comida’. Menos mal que mi hijo ya había comido, porque hay mamás que no tienen la posibilidad de comprar así sea un pan”.
“Se ha propuesto muchas veces un cierre técnico del hospital, pero no tenemos respuesta alguna. Hubo un momento en el que no nos traían comida y las mamás tuvieron que asumir la alimentación”, dice una de las doctoras señalando un ala del hospital que tiene quince de veinte camas vacías por aguas negras y deterioro en la infraestructura. Mientras muestra cómo desde el techo cae el cableado eléctrico, sentencia: “El hospital universitario más completo en su área funciona como un ambulatorio gigante”.
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Sugey está inscrita en el Servicio Social del Hospital que le promete un almuerzo que nunca han podido darle y algo de dinero para pagar exámenes que el personal no puede practicarle a su hijo porque no tienes los insumos necesarios. Una endoscopia, por ejemplo, que cuesta un tercio de salario mínimo.
Este escenario ya es común en la cotidianidad de Sugey: se ha acostumbrado a que hay días en los que no come o se conforma con algo de café negro en su estómago, todo para que los dos hijos que viven con ella puedan comer. “A veces nada más comemos unos plátanos maduros: los sancocho o los meto en el microondas… como sea, pero nos los comemos. Porque ahorita ni yuca hay. Antes se podía comer, pero para comprar un kilo de yuca, que no te rinde nada, es preferible comprar una Harina P.A.N.”.
Los estudios de la Fundación Bengoa dicen que en Venezuela 23 de cada 100 niños tienen una dieta desequilibrada o deficiente y sus platos están conformados en 40% por grasas y cereales. Los hábitos alimenticios que han adoptado hacen que Gaby y su hermano de siete años rechacen el sabor del pollo y de la carne. “Sólo les gustan las sardinas”.
La desnutrición severa del pequeño hospitalizado ha incidido en su desarrollo: “Él se me ha atrasado mucho, ¿sabes? A los diez meses caminaba, pero con esta enfermedad está cargado, porque si uno lo pone en el piso se le van las piernas de lo débil que está”.
Las nutricionistas registran cuáles son los pacientes que necesitan sopa sin sal para que los alimentos no agraven su patología
Gaby está adormecido y es el único momento que Sugey tiene para descansar, aunque con el bebé sobre ella. No puede dormir. Dice que todos los problemas la despiertan de la siesta. No ha visto a su hijo de siete años desde hace 18 días. Piensa en sus otros dos hijos adolescentes. Viven con su papá desde que les ofreció educación privada, pero uno de ellos “está prefiriendo los vicios”. Piensa en su mamá, que limpia en una casa de familia en Chacao y es el único sostén de la casa, mientras Sugey retoma su trabajo como manicurista a domicilio. Piensa en el papá de Gaby, a quien tiene seis meses sin ver. Se separó de él cuando estaba embarazada porque no contribuía con los gastos de la casa. Piensa en Gaby, el único de sus cuatro hijos que sólo tiene el apellido de su mamá. Piensa en que si le vuelven a recetar la dieta de las nueve comidas no podría cubrirla, un círculo peligroso para un niño de un año y nueve meses con desnutrición severa.
Cuando Gaby se come la mitad de su porción de la sopa, Sugey piensa en guardarle la otra mitad para más tarde porque sabe que en la cena su hijo sólo se tomará el vaso de leche de soya que le traigan las enfermeras, un sabor que ya le produce rechazo.
A la mamá del otro niño que estaba en la habitación le llevaban almuerzo y había compartido algo de su comida con Sugey. Hoy le dieron de alta. Y eso que le quita la posibilidad de comer algo en el día, mientras cuida a su hijo. Así sea una sobra.
Presentación
LOS DATOS Y LAS CAUSAS
TESTIMONIOS
Por Roberto MAta
1. "Mis compañeros de trabajo me dan algo de comer" Leydis Mariana Farfán
2. "Mi niña está jugando y me busca: 'Papá, tengo hambre'" Alcibiades Lozano Guerra
3. "Mi esposo y yo nos acostamos sin comer, lo que hay se los damos a los niños" Sugey López
4. "A mis hijos les duele la barriga y la cabeza por pasar hambre" Milagros Jiménez
5. "He llorado por dos harinas de maíz" Natasha Salvador
6. "Estamos a punto de empezar a pasar hambre" Ana Bello
7. "No hago cola para comprar comida porque es muy peligroso" Dilcia Pimentel
8. "Me estoy acostumbrando a vivir sin los productos de la ciudad" Adolfo Marquina
9. "Nunca pensé que tendría que dejar de trabajar para comprar comida" José Luis Marín
CRÓNICAS
1. Un Estado paralizado por el hambre; Por Diego Marcano
2. Todo cuanto se olvida detrás del hambre; Por Sheyla Urdaneta
3. Luis en Guanta, contra la ballena blanca del hambre; Por Ari De Sousa
4. Comer basura: la última esperanza para sobrevivir; Por Yorman Guerrero
5. Aulas contra el hambre; Por Indira Rojas
6. Entre el hambre, las sobras y un plato de sopa en un hospital infantil de Caracas; Por Marcy Rangel
ENTREVISTAS
Por Víctor Salmerón
1. Carlos Machado Allison: “Es brutal el atraso tecnológico en el sistema agroalimentario”
2. Alejandro Gutiérrez: “Creían que todo lo podían resolver con importaciones”
3. Luis Pedro España: “El Gobierno tiene una política social fuera de contexto”
4. Susana Raffalli: “La idea de que esta crisis la vamos a resolver con ayuda humanitaria es un mito”
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