CRÓNICA

Fotos Andrés Kerese

EL HAMBRe Y LOS días

Un Estado paralizado por el hambre



Abel sólo ha comido un mango en lo que va de día y ya son pasadas las dos de la tarde. Todavía no sabe si volverá a comer algo antes de acostarse. Está sentado en una silla de plástico azul, detrás de una mesa sobre la cual descansan los jugos que vende a media cuadra del Hospital de Carúpano.

 

Abel debería estar en el colegio, pero la difícil situación económica que atraviesa su familia lo empujó a dejar los estudios para ayudar a sus padres a conseguir comida. Lo que gana vendiendo jugos naturales apenas le alcanza para comer una o dos veces al día. “Cuando consigo mango, trato de guardar uno hasta la noche pa’ quitarle el ruido al estómago y poder dormir más tranquilo”.

 

En medio de una aguda crisis de escasez de alimentos, los habitantes de la Península de Paria han dado con un nuevo nombre para el mango: lo llaman "el quitarruidos". El término se ha popularizado y ya es de uso común para designar tanto a la fruta como a su poder de neutralizar, al menos durante algunas horas, el ruido de las tripas.

La gente de Paria ha empezado a llamar al mango con un neologismo que pone en evidencia la crisis de alimentos que se vive en la provincia

Nadie se acostumbra a convivir con el hambre, pero cuando aparece un término en el habla popular nunca es por casualidad. En el estado Sucre la comida escasea y los habitantes de la zona han reestructurado su dieta a base de verduras como el ñame y la yuca o, como bien lo describe una frase ya muy repetida, “con lo que se consiga”.

 

El país con la reserva probada de petróleo más grande del mundo no puede garantizar la seguridad alimentaria de su población. Los bajos niveles de producción hacen a Venezuela dependiente de las importaciones de comida, que se han visto afectadas por la rápida disminución de ingresos del país. El 96% de las divisas que entran dependen del petróleo, cuyo precio en el mercado internacional ha caído vertiginosamente, dejando al Banco Central de Venezuela sin liquidez para importar alimentos con la libertad de otros años.

 

La falta de comida es la principal causa de las manifestaciones que se producían a diario en 2016 en Paria. Cumaná, la ciudad capital del estado Sucre, fue militarizada luego de la ola de saqueos que empezó el 14 de junio del año pasado, cuando más de setenta comercios se vieron afectados. Aquellos disturbios se originaron cuatro días después de que una protesta por alimentos en El Cerezal, una comunidad de Cariaco, fuera fuertemente reprimida por los cuerpos de seguridad y dejara el saldo de un muerto y doce heridos.

Durante el año 2016, distintas comunidades del estado Sucre protagonizaron episodios relevantes de violencia y protestas por la escasez de alimentos en los anaqueles

Con las protestas en pleno ejercicio, en Río Caribe las bolsas de los CLAP se expedían por un monto de 2.500 bolívares, mientras que en El Pilar las vendieron en 4.500 y en Cumaná en 4.600. Los precios variaban dependiendo de los productos que contengan y los beneficiados del sistema no pueden elegir lo que necesitan comprar: el contenido de las bolsas ha sido dispuesto previamente por el CLAP, así que lo toman o lo dejan.

LAS PROTESTAS

 

Jefferson Figuera vive en Quebrada de Piedra. Es padre de tres hijos y participó en varias de las protestas. Con indignación describe el contenido de la última bolsa que recibió de los CLAP. “Nos mandaron dos jabones, un desodorante y dos paquetes de harina P.A.N.,  ¿y yo qué iba a hacer? ¿Comerme una arepa con jabón?”.

 

Según testimonios del fallecido presidente Hugo Chávez, en 2012 el estado Sucre producía el 60% de la pesca en Venezuela. A falta de fuentes proteicas, la sardina había tomado el rol protagónico como medio para paliar el hambre en la región y también ha conseguido un nuevo nombre: “En vez de sardinas le decimos bluyín, porque pega con todo”.

“A mí no me gustaba la sardina, pero tengo que comerla” Celsa Tovar

“Me gustaba comer de todo… carne, pescado, pollo. Pero ahora ni huevos se encuentra y el sueldito no alcanza”. Celsa Tovar parece no recordar cuál es su comida favorita, tiene el rostro huesudo y cuando habla muestra los tres dientes que le quedan con un tono de resignación: “¡Ay, mijo! A mí no me gustaba la sardina, pero tengo que comerla porque no se encuentra más nada”.

 

El Mercado Municipal de Carúpano es el principal mercado de la ciudad y de Paria. Abría a las cinco y media de la mañana y cerraba a las cinco y media de la tarde y atendía diariamente entre cuatro y cinco mil personas. Sin embargo, la crisis económica y la inseguridad han impactado en su actividad y ahora cierra al mediodía.

 

Además, los vendedores deben evitar ser víctimas de robos durante la noche. Por ejemplo, Marina Ávila se lleva lo que no vende durante el día. “Roban los locales de madrugada, le quitan el pescado a las personas que lo dejan congelado y si quedan pescados de un día para otro se los quitan”. Marina teme sufrir una pérdida total por la inseguridad reinante. Ella misma afirma que no sólo en su casa están pasando hambre sino en “toda Venezuela” y ésa es la explicación que consigue para entender que los ladrones no estén robando dinero: “Ahora están robando comida”.

Una vendedora corta pescado en   el Mercado Municipal de Carupano

Hace cuarenta años que Félix Villarroel es vendedor en el mercado. Está apoyado en su estantería y, aunque no dice su edad, tiene arrugas en el rostro y por los costados de su gorra se asoman mechones de canas. Son las seis y media de la mañana y es el único vendedor de las mesas. Exhibe un solo producto en venta: cambur. “No hay luz en este mercado. Tampoco hay seguridad. Uno pide seguridad y dicen que no hay presupuesto. Acá roban todos los días”.

 

“Yo me comía dos arepas, compai, pero hoy… hoy estoy fallo: no he comido nada”. En las hileras de mesas, algunas embaldosadas y otras en cemento crudo, donde alguna vez se ofreció pescado fresco, calamares, carnes, verduras, hortalizas y legumbres, hoy no hay mercancía. Incluso hay gente durmiendo encima de ellas.

Félix Villarroel es el único con mercancía para vender en la mesa que ocupa en el mercado

Luisa Salazar vende pescado en el único puesto medianamente surtido de todo el mercado, un centro que antes abastecía a Carúpano y a los pueblos cercanos. Tiene cinco montoncitos de peces: corocoro, bonita blanca, pargo, lamparosa y tahalí. “Las ventas han disminuido con la crisis que se vive en el país. Lo que la gente está comprando es el famoso bluyín, porque es lo que está más económico”.

 

En otros tiempos, el sancocho de pescado era uno de los platos más populares de Oriente. Incluso un viejo dicho popular que se escuchaba a lo largo de toda la península de Paria dice: “Un sancocho ‘e pescao no se le niega a nadie”. El refrán se hizo popular por las facilidades que existían para reunir los ingredientes del sancocho, para agasajar a quien llegara por un plato de comida, pero la crisis lo ha dejado en el olvido.

 

Según se puede calcular a partir de la visita a distintos mercados de Carúpano y sus alrededores, el costo de elaborar un sancocho de pescado para cinco personas, un sueldo mínimo o una pensión de vejez no pueden costear cuatro sancochos al mes.

Su nombre es Lissandra Santana. Le entregó su hija de 8 años al padre porque no podría garantizar su alimentación

El carro que nos lleva se detiene al dar con decenas de autos orillados a un lado de la carretera. Los conductores apagan sus vehículos. Algunos permanecen adentro, otros se bajan para estirar las piernas. La parada obligada no será corta y a cientos de metros más adelante se encuentra la explicación del evento: otra tranca por comida.

El bloqueo en Quebrada de Piedra duró más de 10 horas. Vecinos de la zona demandaban comida a las autoridades

Esta modalidad de protesta que se ha institucionalizado en el estado Sucre consiste en trancas orquestadas por la comunidad de algún pueblo, demandando la presencia de una autoridad gubernamental para que traiga bolsas de comida y las reparta entre la población o se comprometa a traerlas al día siguiente. Cuando los funcionarios no cumplen, la tranca continúa. Este bloqueo de camino en Quebrada de Piedra, vía El Pilar, es con palos y cauchos. Los manifestantes están sentados en mitad de la vía, impidiendo el tránsito de los carros. Uno de los manifestantes sabe lo que quiere decir.

Así, la vida en el pueblo se paraliza. Un autobús se detiene al encontrar la barricada y descienden grupos de estudiantes de la Universidad Politécnica Territorial de Paria, quienes deben pasar el bloqueo a pie para tratar de encontrar transporte a Carúpano y asistir a clases. Madres con bebés en brazos superan la barrera caminando para evitar que sus hijos permanezcan horas bajo el sol. La temperatura hoy es de 32 grados.

Odalys Díaz Miranda es una de las persona manifestando. Ella y su familia sólo pudieron realizar una comida

Una patrulla de la Guardia Nacional llena de efectivos avanza hacia la tranca. El conductor baja el vidrio de su ventana y ordena que los dejen pasar. Uno de los manifestantes niega con el dedo. El vehículo acorta distancia, acelera y frena repetidas veces, acercándose a la barricada en forma retadora. La escena es de película de suspenso.

 

Desde la barrera emergen los gritos del grupo de manifestantes que dicen: “¡Tranca es tranca! ¡No pasa ningún carro!”, pero la Guardia Nacional se sigue acercando, tanto que ya uno de los manifestantes le da un golpe con la mano al capó exigiendo que se detenga. El vehículo se queda estático. Los guardias no se bajan. Permanecen en silencio frente al bloqueo. También ellos son espectadores conformes. Contemplan lo que pasa. En un rato comenzarán a bostezar.

 

En esta carretera nadie se mueve. Ni civiles ni uniformados. Estamos trancados y ya.

 

Ahora es un taxi lo que se aproxima al epicentro de la tranca. Lleva una mujer embarazada rumbo al Hospital de Carúpano. Se desata un debate entre los manifestantes hasta que deciden cederle paso. El vehículo de la Guardia Nacional sigue estacionado en el mismo punto frente a la barricada. No se mueve, pero ahora tampoco le da paso al taxi, que termina haciendo una maniobra enrevesada para evadirlo y pasa a través del hueco que le abrieron los manifestantes. Si tiene suerte, ese bebé nacerá hoy en una cama de hospital.

 

A Luis Marín, un camionero flaco y jovial, le preocupa que una tranca lo agarre en medio de un monte donde no haya lugares para comprar comida. El camionero cuenta que los bloqueos de vías en protesta por escasez de alimentos han proliferado y se pueden dar hasta cuatro o cinco en un solo día. “Las trancas pueden durar hasta ocho horas y más. Depende de si la alcaldía les responde a los manifestantes. Normalmente no les llevan la comida de una vez. Todo queda en promesa para el día siguiente”.

 

Rodando por la Troncal 10, Marín se percata de una moto en la que van dos oficiales de policía. Uno maneja y el otro sostiene una escopeta que sobresale por encima de sus cabezas. Hoy en día los camiones de carga suelen ir escoltados por motorizados armados para evitar ser saqueados por los manifestantes. Explica Marín que cuando la Guardia Nacional tiene información de que hay protestas en el camino, detienen las gandolas alrededor de las alcabalas para protegerlas de posibles saqueos.

 

Marín viaja cada vez menos. La empresa para la que trabaja debe presupuestar hasta cuatro trancas semanales, considerando los viáticos y el hospedaje para cuando sus empleados se quedan a mitad de camino. Mientras las autoridades no pudieron garantizar la seguridad en las rutas de transporte, los camiones que llevaban el alimento al estado Sucre fueron cada vez menos y las trancas terminaron siendo un factor de aislamiento aún mayor para la región.

DESMAYOS PATRIÓTICOS

Esta maestra ha pedido que se proteja su identidad. Por eso la llamaremos Consuelo. Teme que su testimonio le ocasione represalias.

“En otras escuelas se ha sabido que los niños se desmayan cantando el himno. Se desvanecen”, dice temerosa Consuelo, docente en un colegio bolivariano del estado quien ha pedido que le cambiemos el nombre para proteger su identidad. Acá los salones de la escuela no tienen ventanas, sino rejas. La profesora gesticula con sus brazos huesudos, mientras evalúa cómo la situación de escasez de alimentos afecta a sus alumnos. “Al principio la escuela daba desayuno, almuerzo e incluso merienda. De un tiempo para acá eso fue aminorándose: o se daba desayuno o se daba almuerzo. Pero finalmente, el almuerzo solo alcanzaba para tres días de la semana. El alimento que traen no alcanza para la cantidad de niños”.

 

La profesora Consuelo Pérez dedica la mayor parte de su tiempo a la educación. Trabaja de lunes a viernes en la escuela bolivariana y utiliza las tardes de la semana para dar un refuerzo extra a los niños que lo necesitan, cobrando cien bolívares a los alumnos que lo pueden pagar, porque la gran mayoría lo recibe gratis. La mezcla del desabastecimiento con los precios disparados y las protestas por comida impacta todas las esferas de la vida en el estado Sucre. Y la educación no escapa a esta realidad.

 

Una generación de niños crece comiendo de a poquito y yendo al colegio con el estómago vacío. ¿Quién puede aprender con hambre?

 

Danny Díaz, padre de dos niños, afirma que ya no se puede confiar en que la escuela va a ayudar con la alimentación de sus hijos. “Los míos estudian en el colegio de El Rincón. El año pasado les daban. Uno veía que era buena la comida. Pero últimamente lo que les pueden dar es arroz solo, o una ración de caraotas sola. Y no es la idea. Ahí no deben estar todos los nutrientes que requiere la dieta de un niño”.

 

Lo que más le genera ansiedad a la profesora Consuelo es que los niños asistan a clases sin desayunar. “Uno los ve tristes, apagaditos. Uno les hace preguntas para estar pendiente. Al no estar alimentados y no dormir bien, su capacidad intelectual, su parte cognitiva no funciona bien, así como su memoria. Su atención está centrada en su estómago; no en el libro o en la pizarra”, sostiene. La maestra no está exenta del drama que afronta la península. “Yo con mi sueldo a veces me quedo corta, porque en los mercados no se consigue nada y tengo que comprarlo todo a precios dobles, triples, exorbitantes, porque tenemos que comer. No puedo dejar a mis hijos sin comer”.

 

Consuelo tiene dos hijos. Desde temprana edad se ha esmerado por inculcarles el valor de la educación. El hijo mayor estudia en la universidad, mientras que el segundo acaba de pasar a cuarto año de bachillerato, pero ya no le encuentra sentido a los estudios. Quiere desertar. La maestra hace una pausa y dice a modo de confesión: “Mi hijo me dice: tantos años trabajando y trabajando, y ahora no tienes ahorros. Mamá, tú no tienes nada. ¿Para qué voy a estudiar?”.

 

Fiel a sus principios, la educadora trata a toda costa de disuadir a su hijo. Quiere convencerlo de que la educación vale la pena, de que es el único medio para superarse, de que una vida estudiando tiene recompensa al final del camino. Después de todo, es a lo que ha dedicado su vida. Pero el hambre pone en riesgo su proyecto de vida. Y su muchacho menor quiere abandonar.

 

Consuelo es presa de la ansiedad que le genera la falta de alimentos que padecen en casa. “Todos hemos adelgazado… mi familia, mis hermanos, mis sobrinos se pusieron delgaditicos porque no están consumiendo ni las grasas ni los carbohidratos necesarios”.

Comida de las maestras para celebrar el fin del año escolar 2016

UN PUNTO DE NO RETORNO

Isira Josefina Malavé vive en un rancho de bahareque. Bajo uno de los pocos bombillos de la casa, que se sostienen atados por cuerdas, está la olla donde más temprano sancochó el ñame que almorzaron sus once hijos. Uno de los niños duerme en el piso sobre una cobija arrugada, a un paso del gato que lame minuciosamente su pelaje. Aunque duerme, el pequeño parece estar desmayado. Sus piernas son tan delgadas que el pañal le queda grande. Es uno de los trillizos que Isira tuvo hace dos años y medio. Los tres padecen un estado de desnutrición severa, mientras que otros de sus cinco niños, que tienen entre 6 y 11 años, presentan desnutrición moderada, según lo indicó un estudio que se realizó en la escuela de los niños.

Isira vive en una casa de bahareque con sus once hijos. Ocho están desnutridos, entre ellos los trillizos de tres años.

De acuerdo con la Organización Mundial de La Salud (OMS), la desnutrición puede afectar a todos los grupos de una comunidad, pero los infantes y niños menores de 5 años son los más vulnerables porque necesitan una dieta de alto nivel nutritivo para su crecimiento y desarrollo cognitivo.

 

La voz de Isira es débil. Apenas se escucha por encima de la música que sale de una radio encendida. La madre de los once niños dice: “Sardina es lo único que se consigue. Cuando hay ñame, se hace ñame. Si no, yuca. Cuando se consigue para comprar maíz pilao, se les hace la arepa. Ahorita la cosecha está sembrada nueva y no se puede usar”.

 

En ocasiones, los trillizos no van al colegio porque amanecen con fiebre. A su edad, José Miguel, Miguel José y Mariana del Valle, deberían pesar alrededor de 12 kilogramos, pero apenas rondan los 7 kilos.

 

Los daños que causa la desnutrición en niños menores de 5 años son irreversibles. Según la ONG Child’s Best Start, dedicada a mejorar la condición nutricional de niños en estado de vulnerabilidad, la desnutrición afecta el crecimiento al corto plazo, pero también puede limitar el desarrollo total de los huesos de una persona. Y a nivel cognitivo, puede causar déficit de atención, disminución del rendimiento escolar, baja del coeficiente intelectual, deficiencia en la memoria, dificultades de aprendizaje, reducción de las habilidades sociales, dificultad para el desarrollo del lenguaje y disminución de capacidades mentales para resolver problemas.

Isira Malavé con uno de sus once hijos.

Isira sale a buscar los medicamentos que le recetaron para ayudar a sus hijos a ganar peso, pero en Paria el ácido fólico y el Intafer aparecen muy de vez en cuando. Hasta ahora ha resultado imposible mantener el tratamiento de forma continua. Si los niños lograran recuperarse de la desnutrición, quizás ya sería demasiado tarde.

 

Danny Díaz, el padrino de los once niños, está tratando de arreglar su carro desde hace dos meses para volver a transportar pasajeros entre los distintos pueblos de Paria. Pero la falta de repuestos no le permite saber cuándo lo logrará.

 

Con la ayuda de Díaz, el padre de los niños logró sembrar más de mil palos de yuca y maíz como posible solución que garantizara la alimentación de sus familias. Pero unos ladrones entraron al conuco y se llevaron la cosecha. Díaz se lamenta. Dice que están desamparados. “¿Ante quién va uno y pone la denuncia? Antes uno iba y en cualquier lugar te prestaban atención. Al menos iban al sitio a ver qué era lo que había pasado. Hoy en día sacan papel y lápiz. Y más nada. Estamos sobreviviendo con un poquito de maíz pila’o que se consigue: se compra un kilito y uno lo estira. Antes uno se comía dos arepas y ahora se come solo una… o media, para que la masa pueda durar hasta que podamos conseguir para comprar otro kilo… y así”.

Danny Díaz, no ha podido reparar el carro que representaba su única fuente de ingresos por la escasez de repuestos

Si hubiera que describir el ambiente en la Península de Paria, podría hablarse de un clima apocalíptico. Las trancas, sumadas a la escasez de alimentos, hacen del hambre la única certeza. El padrino de los once hijos de Isira dice que han podido aguantar porque son “un pueblo de casta”, pero mientras intenta reparar su carro confiesa su preocupación por lo que vendrá cuando no haya mangos para quitarle el ruido al estómago. “Estamos sobreviviendo con el quitarruidos y el bluyín, pero cuando se acaben, no sé qué vamos a hacer”.

LAS CICATRICES

Abel en su puesto de jugos, cerca del Hospital de Carúpano

Cerca del Hospital de Carúpano, Abel, el mismo muchacho que vende jugos y guarda mangos para calmar el hambre, se baja el cierre de la camiseta y muestra una larga cicatriz en el centro del pecho. Fue operado del corazón cuando tenía apenas 9 años. Desde entonces tiene que tomar digoxina de por vida. “Tengo tiempo que no consigo el Lanitop y es por eso que no me lo tomo”, dice el joven, consciente de que si no toma la medicina su corazón empezará a fallar. Sentirá fatiga, su frecuencia cardíaca disminuirá y el riesgo de sufrir un infarto, una angina de pecho o un accidente cerebro vascular será cada vez mayores.

 

En la precariedad de su situación dice que hace rato dejó atrás el miedo a que se le detenga el corazón. Abel no tiene tiempo para pensar en eso: lo que le preocupa es otro órgano vital. El estómago. Cada mañana abre los ojos y tiene una sola misión: llevar comida a la barriga. La comida, sostiene Abel, será lo único que le permitirá tener un día más con vida. Mientras tanto, como muchos habitantes de la región, Abel come mango en las noches. Y aguanta.

 

En Sucre, los mangos se dan entre los meses de abril y septiembre, en los árboles al borde de las mismas carreteras que fueron trancadas por los manifestantes pidiendo comida. En los alrededores del mercado donde solo hay sardina y cambur también hay mangos. En las escuelas donde los niños ven clase sin haber desayunado también hay mangos.

 

Al final de la temporada, cuando ya no caen quitarruidos, el sonido de Paria, aquel sitio donde Colón desembarcó por primera vez creyendo haber llegado al Paraíso terrenal, será el estruendo de muchos estómagos vacíos rugiendo al unísono.



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