CRÓNICA

Fotos Patricia Galindo

EL HAMBRe Y LOS días

Luis en Guanta, contra la ballena blanca del hambre



“Esto no es humano, nadie, nadie debería pasar por lo que estamos pasando”

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Luis es el menor de todos los pescadores que van en este peñero, pero es el mayor de los hijos de Griselys Díaz. Tiene doce años, la piel salá y tostada por el sol, los ojos grandes y oscuros. No habla. Sólo escucha a su mamá contar sus aventuras. También mira a su hermano de ocho años devorar la comida en el plato y decir “ahorita me toca comer a mí, porque voy pa’l béisbol”.

 

Griselys vive en Guanta. El dinero que gana lo consigue limpiando quintas y villas en el municipio más pudiente de todo el estado Anzóategui. Víctor, su esposo, es empleado de mantenimiento en la Alcaldía y gana un poco menos que ella, “pero él tiene cestatickets”. Juntos tienen tres hijos de 8, 10 y 12 años.

 

En febrero de 2016 un carro atropelló a Víctor. El impacto lo hizo volar y cayó sobre el pavimento caliente. Desde entonces está en cama recuperándose. Aunque ha avanzado, el incidente trajo otras consecuencias que requieren cuidado especial y desde ese día Griselys no ha podido salir más a trabajar. Ella tiene que asearlo, ayudarlo a moverse, a ir al baño. Es su enfermera, sus piernas. Así que ahora el proveedor es Luis, un pescador con doce años de edad. “Luis me está ayudando para que sus hermanitos puedan alimentarse. Es muy caballerito y le doy gracias a Dios por eso. Deja de comer para darle a los más pequeños y me dice que no tiene hambre… pero yo sé que sí tiene hambre”.

 

La casa de barro y zinc hunde a todos los presentes en un vapor inmóvil, fatuo. Mientras la madre habla, se le corta la voz y ahoga el llanto en el humo de un cigarro que pidió fiado en la bodega. “Nuestros vecinos nos ayudan: aún tenemos hasta crédito, ¿ves?”. Desde una esquina, Luis mira fijamente a su madre despojarse de la fortaleza que la caracteriza. En segundos rompe en un llanto silencioso pero continuo: “Hoy no he comido”.

“Ahorita me toca comer a mí, porque voy pa’l béisbol”

Mientras, ve el plato de pescado hervido y arepa de verdura de su hermanito. Son poco más de las dos y media de la tarde, pero explica que comerá más tarde. “Todos los días es así. A veces se puede y a veces no”. Con Luis de vacaciones siempre hay pescado en la casa. Su mamá dice que siente paz al saber que, ante toda a precariedad, aún pueden alimentarse. Para acompañar los pescados que trae Luis, la familia compra verduras, casabe y otras cosas que venden en la misma comunidad. “Eso lo hacemos con el sueldo de mi esposo. Menos mal que le siguen pagando”.

 

En época escolar, la situación es diferente. Luis sólo puede salir a pescar los fines de semana y, quizás por falta de experiencia, a veces llega a casa con las manos vacías. Durante la semana, Griselys y su esposo, quienes ya han bajado varias tallas, dejaban de comer para darle lo poco que había a sus hijos,  para que pudieran rendir en la escuela. En ocasiones, no los llevaban a la escuela para evitar que se desmayaran. Cada vez es más frecuente ver esos desmayos en el plantel educativo. “Prefiero dejarlos aquí acostaditos y así no gastan mucha energía. Tomamos un poquito de café con casabe, cuando hay. No me los rasparon porque saben la situación en la que estamos, en esa escuela. Estudian en la Tomás Alfaro Calatrava de Lechería, y muchos están en nuestra misma condición. La mayoría de los alumnos son de aquí de Santa Rosa”.

 

Santa Rosa, el sector pesquero de Lechería, está a escasas cuatro cuadras de la avenida principal de una ciudad que exhibe elegantes restaurantes, supermercados, bodegones y negocios donde el sueldo de una familia como la de Luis no tiene nada que buscar.

 

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Hoy la entrada a Santa Rosa está colapsada por culpa del sistema de drenaje. Quienes entran en sus carros suben los vidrios evitando el olor a cloacas, mientras los peatones dan saltos justificados por los ríos de aguas negras. Y metros más adelante, una fila de mujeres cargando tobos se ordenan como hormigas delante de un grifo con la promesa de conseguir agua.

 

Frente al grifo, en una casa azul, vive Jesús Sarabia. Tiene 23 años y una hija de apenas tres meses a quien ya le da sopa de pescado por no poder comprarle fórmula. La bebé tiene la piel amarillenta, pero come su sopa entusiasmada. Saborea con los ojos muy abiertos y su madre, recelosa, previene posibles juicios, esconde el plato y le da vuelta al cochecito donde está la niña.

 

La única manera de conseguir la fórmula con la cual deberían alimentar a la niña exige hacer unas largas colas en las que hay que estar desde la noche del día anterior. Los altos precios que le ponen en el mercado negro imposibilitan al padre, un pescador de Volcadero, en Guanta, comprarlo a los revendedores.

“Lo bueno de ser pescadores es que de hambre no nos vamos a morir”

Desde su nacimiento, no han podido comprarle a la bebé las vitaminas necesarias. “Estoy ocupado intentando que todos comamos. No tengo dinero ni para el pasaje, pero tampoco tengo tiempo”. Sarabia vive junto a ocho personas en una casa de tres habitaciones. A su cargo tiene a su mujer y a tres hijos. Todos comen dos veces al día: la primera a las once de la mañana y la segunda a las seis de la tarde. “Lo hacemos así para engañar a estómago”.

 

El menú de hoy es pescado sancochado. No hay contornos. No hay bebidas.

 

Jesús y su hermano son pescadores. Ya no venden la mercancía, sino que la dividen en dos: la mitad se queda en casa y con la otra mitad hacen trueques por harina, arroz, queso, huevos o verduras. Así sobrevive la familia en una de las zonas más necesitadas de un municipio que, desde su puerto, distribuye la comida a toda la zona norte del estado.

 

La distancia entre Volcadero y Bolivariana de Puertos es de cinco minutos a pie. Teóricamente, desde que se inició la Gran Misión Abastecimiento Soberano, la Guardia Nacional debe escoltar la comida desde allí hasta los depósitos de los Comités Locales de Abastecimiento y Producción. Sin embargo, a esta comunidad tan cercana, no ha llegado ni una sola bolsa de comida en semanas, según cuentan los vecinos. “Por lo menos sardina hervida comemos. Lo bueno de ser quienes somos… lo bueno de ser pescadores es que de hambre no nos vamos a morir”.

 

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Sixto Melchor, de 56 años, tiene las manos deformadas por las redes, el sol y el trabajo. Proviene de una familia pesquera, él se dedica al oficio desde que tenía diez años. Desde entonces, cada día se va al Mercado Los Cocos de Puerto La Cruz a vender su mercancía, aunque asegura que ahorita prefiere hacer trueques. La crisis no le ha quitado su generosidad: del pequeño plato donde come pescado y ocumo saca comida para el loro que tiene posado en su hombro derecho y el perro que está a sus pies. “El dinero ya no vale nada. ¿Dónde voy a comprar? ¿Qué voy a comprar? Después de todo Chávez lo logró: nadie quiere vender y todos queremos cambiar la mercancía por otras cosas… comida principalmente”, dice con su voz ronca.

 

A su lado, Alberto González dice que ya no puede creer en el gobierno de Nicolás Maduro. “Nos tiene muy decepcionados. Las cosas está muy feas por aquí, muy duras”. El sector donde viven está lleno de murales con la cara del fallecido presidente. Estas casas, construidas por la Gran Misión Vivienda Venezuela, son un hito del municipio: un logro del chavismo en Guanta.

“Después de todo Chávez lo logró: nadie quiere vender y todos queremos cambiar la mercancía por otras cosas… comida principalmente”

Al entrar en la casa, la pared de enfrente cuenta quiénes son. Hay fotos de todos los hombres de la familia con sus nombres rotulados, mostrando los peces más grandes que han logrado atrapar. Él está cubierto de tatuajes que han perdido vigencia y nitidez por los años de sol y trabajo que tienen encima. Su esposa, una morena tierna de cabello negro, tiene en brazos a su hijo menor, mientras que el mayor se para vigilante a su lado.

 

Alberto acaba de llegar de pescar. Descargó la mercancía y la llevó hasta su casa. Cogió los tobos, se dio un baño, abrazó a sus hijos y se alistó para, más tarde, volver a salir. Cuenta que ésa es su rutina desde que comenzó este año. “Mientras más aprietan, más trabajamos”.

 

Cuando se le pregunta desde cuándo no come pescado, responde evadiendo con confianza: “Mira, ve, yo te voy a dar unas sardinas y cuando tú tengas alguna Harina P.A.N. me las traes, ¿de acuerdo?”. Sardinas. Las glorias de grandes peces quedaron en el pasado. Alberto dice que la situación económica ha creado más pescadores y con eso más competencia. “Aquí difícilmente alguien se muera de hambre: cualquier niño tira un nailon y pesca lo que sea. ¿Te das cuenta? Ahora la competencia es dura. El mar se llena de embarcaciones de personas que no venden, si no que pescan para poder comer. Y eso ha causado que haya hasta escasez de peces”.

“Ahora la competencia es dura. El mar se llena de embarcaciones de personas que no venden, si no que pescan para poder comer”

La pesca pasó de ser un oficio a ser la carta bajo la manga que tienen los padres de familia para subsistir. Alberto clama que alguien, de algún bando, haga algo para mejorar el acceso a la comida y las medicinas. Ambas son sus mayores preocupaciones. A pesar de que todos en casa han rebajado más de diez kilos en el transcurso del año, la familia trata de que Junior, el hijo en edad escolar, coma lo mejor posible y en casa. “Lo que yo pueda darle de dinero no le alcanzará para un desayuno adecuado. Además, tendría que salir a la calle a comprar comida, porque el comedor de la escuela cerró a comienzos del año escolar por falta de insumos”, cuenta su madre.

 

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Detras de largas hileras de ropa guindada, se escuchan vocecitas que avisan a mamá que alguien llegó a casa.

 

Magaly Figuera tiene 24 años y cinco niños. Ella y su vecina Juliana, quien es madre de tres más, decidieron ayudarse mutuamente para poder alimentar a los niños de la mejor manera posible.

 

A pesar de que Magaly quiso ligarse después del último parto, en el hospital le dijeron “que no porque estaba muy joven”. Su hijo menor tiene diez meses, pero aparenta siete: es pequeño, delgado, distraído. Nunca ha tomado leche de fórmula por lo difícil que se hace conseguirla y lo cara que la venden los bachaqueros. Sin embargo, aún queda el pecho de su mamá y los teteros de verduras licuadas que prepara. “Yo no sé si será por las preocupaciones o por lo poco que como, pero con él no produzco tanta leche como con los anteriores… pero igual se pega y se siente mejor. Al menos se queda tranquilito un buen rato”.

“Por más chavistas que seamos, cuando vayamos a votar con el estómago vacío y nos pregunten si queremos que sigan mandando, diremos que no”

Magaly asegura que su fuerza proviene de sus hijos y no de la comida. Hoy desayunó un mango y hasta las cuatro de la tarde no había comido nada más. “Generalmente le dejamos la comida a ellos. Si no hubiésemos tomado la decisión de pasar juntas esta situación, estaríamos peor”.

 

Juliana contó que un día los niños no paraban de llorar. “Estaban locos de hambre”. El esposo de Magaly pudo pescar algo y Juliana, después de pasar toda la noche afuera de un supermercado, trajo espagueti para el almuerzo. Ambas cocinaron mientras la mayor de las niñas supervisaba a todos los demás. Fue entonces cuando se les ocurrió juntarse con la finalidad de que comieran más y mejor. “Ella trae cosas que yo no tengo y yo consigo otras que ella no. Si vamos a comer una sola vez al día, que sea lo mejor posible”, cuenta Juliana antes de abrazar a Magaly.

 

Dividen cada comida para ocho comensales que van, sin demoras, directamente al plato. No hay tiempo de poner cubiertos ni de decir alguna palabra. En segundos los niños ya están por acabar la comida.

 

“¡Mire aquí lo que estamos comiendo! ¡Vea!”, dice la niña mayor con la boca llena, enseñando el esqueleto desnudo de la sardina. Y con tan sólo 12 años exclama: “Este menú no tiene sentido… ¡pero llena!” y se ríe. Justo ahora no tiene hambre.



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