Perspectivas

Elizabeth: sus perros

08/11/2021

En conmemoración del centenario de Elizabeth Schön, publicamos este hermoso relato de Antonio López Ortega, aparecido en su libro La sombra inmóvil (2014), en honor de la recordada poeta.

Fotografía de Alfredo Cortina. © Archivo de Fotografía Urbana

In memoriam E. S.

Me habían encomendado una tarea ingrata: disponer de la casa de mi tía Elizabeth, la única de tres hermanas que le quedaba a mi abuelo Miguel. Su casa era la de siempre, la de Los Rosales, o al menos la que conocíamos los nietos, porque en la familia cualquiera de los mayores se remontaba hasta casas de Puerto Cabello, donde al parecer llegaron nuestros bisabuelos, los progenitores alemanes de los cuatro hermanos. Decir tía, o Nanita, eran convenciones familiares, supongo que asociadas al cariño, porque mi tía en verdad era mi tía abuela, que dolorosamente no pudo tener hijos. Quizás esa ausencia, o la falta de primos en esa casona, nos condujo a tenerla más cerca de los afectos: decirle tía era como reconocer en ella a una madre sustituta. Su candor, su ternura, sus maneras, así lo atestiguaban. Los recuerdos que de ella tengo están sobre todo asociados a la infancia, cuando las tres generaciones (abuelos, hijos y nietos) se juntaban en esa casa para comer (los mayores) o jugar (los niños). El bosque preciso en el que se nos convertía el jardín, las correrías por entre matas que considerábamos gigantes, fue un espejo perdurable, que nos alimentó por años. Pero entrar a la casa después de tanto tiempo, para reconocer que ningún esfuerzo podía retener la ruina, quebraba todas las imágenes anteriores. A raíz de la muerte de su esposo Alfredo, mi tía se había quedado muy sola, apenas en compañía de su hermana Olga, que un Parkinson avanzado había ausentado para siempre. En ese período, con su hermano Miguel lejos del país y sus sobrinos más que dispersos, no se dejaba visitar, como tampoco atendía llamadas. Sólo la paciencia infinita de Belkys, su criada de siempre, nos aseguraba un mínimo de profilaxia.

Debo advertir que mi abuelo Miguel emigró a Estados Unidos a mediana edad, y que su hija María Luisa, mi madre, creció y se formó con las memorias de una geografía distante. Parte de esas memorias son las mías, las que mi abuelo ha alimentado y mi madre secundado, pero a veces siento que no pasan de ser fragmentos, imágenes, pozos de los que nadie bebe. Mi pasión ha terminado siendo la arquitectura, y por derivación el urbanismo, y quizás mi elección de concluir un doctorado sobre modernismo arquitectónico en la Caracas de los años 50, me ha llevado de vuelta a los orígenes. A esta familia dispersa (primero a mi abuelo y luego a mi madre, en llamadas casi simultáneas) se les ha ocurrido que siendo arquitecto tengo competencia o autoridad para decidir sobre el espacio de vida que mi tía Elizabeth ha dejado. Y no sólo sobre la casa, que comienzo a recorrer con pasos lentos, como si necesitara encajarlos en las huellas del niño que fui, sino también sobre el mobiliario, sobre su cuarto, sobre la ropa, sobre las prendas, sobre sus escritos, sobre los retratos que mi tío Alfredo dejó colgados en todas las paredes o por revelar en su taller de un orden prístino. Avanzar por estos aposentos, congelados o abandonados, no hubiera sido una maniobra fácil para mi madre, por ejemplo, como tampoco para ninguno de sus primos, quizás con la excepción de Luisana, por aquello de las afinidades electivas. En todo caso, puedo entender que los mayores hayan creído que alguien de la tercera generación (en este caso yo) tendría más voluntad, o mayor desapego, para encarar la situación con mayor objetividad, o con mente fría, que es la frase que le he escuchado a mi abuelo.

Mi juventud ha transcurrido en Charlottesville, donde se residenció mi madre, y también allí he cursado toda mi carrera, en la muy bicentenaria Universidad de Virginia, donde por cierto también estudió Edgar Allan Poe, cuyo busto conmemorativo veía casi todos los días. Quizás todo esto le haga pensar a mi abuelo que yo tengo mente fría, y no dudo que la tenga, pero nadie puede ocultar que en la familia ronda algo que, a falta de mejor nombre, mi madre llamaba la vena poética, y de la cual mi tía Elizabeth era la mayor exponente, pero no la única, porque ya la parentela de tres generaciones agrupa a un artista, un pianista, una profesora de letras y un antropólogo. Creer que con la arquitectura yo enterraba mi sensibilidad en un sótano, podía ser una idea de mi abuelo, pero en momentos de indecisión vocacional, justo antes de emprender el doctorado, fue precisamente ese paisaje biográfico el que vino en mi auxilio, orientándome como un eco remoto. Si he vuelto a Caracas después de niño, para hacer investigación de campo, consultar bibliografía o comprobar con mis propios ojos tanta edificación deslumbrante, es por una inclinación que está más cerca de las corrientes subterráneas que de los parajes gélidos que imagina mi abuelo.

No oculto que pisar la casa de Los Rosales después de tanto tiempo me produjo escalofríos. Sucede que los infantes ven todo en proporción gigantesca, y este paraíso, aunque variado y amplio, se me reducía a poca cosa. Belkys no me reconoció en la puerta, y tuve que presentarme como el hijo de María Luisa para que reaccionara, pero su fidelidad con mi tía nos la aseguraba como la ama de llaves idónea hasta que las disposiciones se cumplieran (incluida la que tomaríamos con la propia Belkys, hasta ahora incierta). Apenas traspuse la puerta, me detuve como por reflejo en los jardines, en el patio con flores donde transcurrían todas las tardes de Nanita. La estampa era la de un esplendor que se deshacía, y no sólo a raíz de la muerte de mi tía, sino incluso antes, en sus últimos años, cuando se veía impedida de plantar, regar o llevar un pequeño vivero que alimentaba con semillas que ella misma recogía. Los rosales seguían vivos, incluso las damas de noche, pero ya con un gesto de despedida. También el jardín andaba de su cuenta, con árboles frutales tapizados por la maleza creciente. Al recorrer las pruebas, pensaba que un hogar era una apuesta voluntariosa para oponerse a la adversidad, que crece por doquier. Sólo que cuando la apuesta decrece o pierde fuerza, la adversidad vuelve por sus fueros. Y creo que esto, aunque improbable, es lo que le ha debido de ocurrir a Nanita. Con tanta vigilancia, con tanta inteligencia, se daba cuenta de que su ruina había tocado a la puerta y ya no la dejaría en paz. Sin Alfredo, sin hijos, sin perros, sin familiares que velaran por ella (aunque las remesas de su hermano Miguel llegaban puntuales), el encierro de los últimos tiempos era comprensible. La vida quedaba puertas adentro: en su memoria, en su sensibilidad, en sus palabras.

De entrada, no podía imaginarme cómo organizar los despojos, la herencia de enseres y archivos personales. Suponía que algunos muebles se podían rematar: aquéllos que tuvieran poco valor para la parentela. Pero sobre los más personales habría que consultar, pues seguramente miembros de la familia querrían atesorar floreros centenarios, o una mecedora de maderas impolutas, o algún gavetero de remembranzas coloniales. Con los archivos de Elizabeth o el estudio de Alfredo, las decisiones se hacían más difíciles, pues requerían de alguna experticia técnica, sobre todo en el caso de Alfredo, cuyo taller, junto a toda la operación de revelado, estaba lleno de prodigiosas invenciones: desde cremas humectantes (concebidas inicialmente para Nanita) hasta salvillas para resguardar los cubiertos a la hora de comer. Me quedaba claro que alguna biblioteca universitaria acogería con entusiasmo los archivos de la gran Elizabeth, y con estudiantes de Letras podrían organizar sus papeles para consulta de los investigadores. Ese legado tendría un valor que yo no llegaba a calcular, razón por la cual estaría mejor en manos especializadas. Entrar, sin embargo, en sus espacios más íntimos: su cuarto, la antesala de su cuarto, su cama, su armario, la peinadora, el escritorito que tenía al pie de una ventana… se me volvía como el obstáculo mayor. ¿Qué hacer con sus prendas de vestir, qué hacer con sus retratos, qué hacer con los innumerables cofrecitos en los que guardaba mínimas cornucopias: papelitos doblados, telegramas, tarjetas postales, estampillas, monedas, cuentas sueltas de un rosario, un pedazo de tela de velo, la foto de un rincón de cielo? Antes de decidir cualquier cosa, me puse a guardar todo en cajas, con una mínima enumeración de contenido. En algunos casos, embalaba lo más frágil; en otros, acuñaba los objetos en la caja para inmovilizarlos. Todo secuencialmente, hasta que comenzaron a aparecer las papeletas.

Moviendo la base circular de una lámpara de la peinadora, que era de porcelana, entre arabescos azules y blancos, se desprendía una cinta de papel que hasta ese momento estaba enroscada. Al principio me pareció una etiqueta, o el resto de un envoltorio, y estuve a punto de estrujarla y botarla. Pero algo al trasluz –¿una caligrafía temblorosa?, ¿una tinta azul?– me hizo extenderla y alisarla. Tenía escrita esta frase: Nadie agrega nada al cielo, y obviamente era de mi tía Elizabeth. Pensé que podía ser una anotación cualquiera, o el recorte de algo más extenso, o simplemente un olvido de quién sabe qué época. Pero entonces, ¿por qué la minuciosidad del enroscamiento, por qué haber engomado el papel? Reanudé el llenado de cajas hasta una nueva interrupción, que sobrevino una hora después. Estaba embalando uno de los cofrecitos y, al arañar la parte de abajo para reducir lo que creía un sucio o pegoste, se desprendió otra cinta, esta vez doblada sobre sí misma innumerables veces, como el cuerpo de un acordeón. Al alisarla, surgió una nueva frase: La inmensidad es una hoja, escrita en tinta azul con la misma mano temblorosa.

Mi tía estaba obrando desde la distancia, desde el cielo, desde otro tiempo –de esto no me cabía duda. ¿Habría dejado una secuencia de señuelos, un mapa de sentido, una obra dispersa? En cada rincón que revisábamos, surgía una alerta, un enunciado, una parálisis. Comencé a llamarlas papeletas, y a guardarlas en un cuaderno especial, como si fueran una secuencia de versos únicos. Al cabo de unos días, en la primera página de ese cuaderno se podía leer el siguiente texto:

Nadie agrega nada al cielo

La inmensidad es una hoja

El río es la piel del árbol

Cada pensamiento se parece al brillo de la estrella

Todo lo nombrable va a la muerte

La nada es el silencio sin fin

Olvidar es pronunciar

Aunque inconexas, las frases marcaban un sentido. Iban de cielo a muerte, o de inmensidad a nada. Me gustaba esa última línea que el azar había puesto como final de la primera página: Olvidar es pronunciar, porque la llegué a interpretar de muchas maneras, o quizás de una sola. En síntesis –pensaba–, cuando ya comenzábamos a olvidarnos de Nanita, ella estaba más presente que nunca: pronunciando palabras en cada rincón, asomándonos trozos de vida, refrescándonos su visión de mundo. ¿En qué interlocutor pensaba –o habrá pensado en varios– cuando se decidió a sembrar su hogar de frases? ¿Esta escritura dispersa habrá sido premeditada o accidental? ¿La habrá comenzando, por ejemplo, con tío Alfredo aún vivo o después de su deceso? ¿O acaso esta habrá sido la escritura de sus días finales, cuando reivindicaba su encierro o apartamiento?

Me niego a pensar, en todo caso, que yo haya sido el destinatario único de mi tía (es una idea que me sobrepasa). Y lo digo porque el enlace afectivo que sigo teniendo con ella es el del niño que fui. Por ejemplo: me veo sentado en sus piernas, o me soba la cabeza con sus dos manos, o me saca de un cofrecito un caramelo de coco (mis preferidos), o me levanta del suelo después de una caída (iba persiguiendo a uno de mis primos). Hasta ahí todo claro. Porque después viene un borrón, que es cuando mi madre viaja a Charlottesville y entonces ya son otros ambientes, otros amigos y otros relatos. Atrás quedaba el pasado, o mi historia original, o la geografía de mis primeros pasos, que sólo ahora reencuentro con dificultad. Y en ese reencuentro (con la ciudad, con mi memoria, conmigo mismo) pareciera que Nanita me guía, como quien me levanta del suelo (igual que antes), como quien me sustrae de la caída. ¿Cómo pudo imaginar que entre los nietos dispersos yo sería su albacea? Es una temeridad creer que así lo dispuso, a menos que su visión se anticipara hasta rastrear la vueltas de mi destino y saber que en el día menos pensado, después de muerta, yo estuviera entrando a su casa.

A medida que avanzo en el inventario y lleno las cajas, el cuaderno crece en páginas. Y las papeletas ya no se circunscriben a su cuarto, sino que aparecen en frascos de perfume, en latas arrumadas en la despensa, en el borde metálico de un aspa de ventilador. Los versos han ido creciendo en longitud, como si cada hallazgo fuera la progresión de algo que ignoro, ¿o de un libro en formación? Hay frases que he dejado solas en una página, porque me han parecido muy cerradas, muy concluyentes. Una de ellas dice: Dejar que la luz entre y hunda el garfio peregrino, que forzosamente me hace pensar en la manera en que amanece en la casa, de delante hacia atrás, como si la luz entrara por las ventanas, por el zaguán, y reservara la tarde para desaparecer por la cocina, junto a los fogones. Otra dice: Fruto que al desprenderse inflama la tierra hasta convertirla en ave, que me lleva a la concordia que Nanita buscaba entre los frutales del jardín y los pájaros mañaneros, ignorando quién alimentaba a quién. Cuando pensaba en su autenticidad, mezclada con humildad pero también con determinación, releía esta otra papeleta: No es agradable sentir sobre la piel un rostro distinto, y enseguida recuperaba su rostro afable, níveo, que fue marchitándose con el tiempo sin que la belleza expirara. También recordaba las sobremesas memoriosas de los mayores, con mi abuelo Miguel y Nanita a la cabeza, cuando leía: Lúcido y fértil el pozo con la luz que estalla en el fondo, porque en la casa de Los Rosales, y para complacer a su joven esposa, a quien siempre llamaba mi novia, mi tío Alfredo intentó reproducir el pozo de su niñez de Puerto Cabello, quizás para emular ese efecto de la luz sobre las aguas oscuras que los subsuelos de la ciudad le negaron pese a todos los empeños.

Después de reducir la intimidad, el alma podríamos decir, a un número preciso de cajas, en las que se pueden leer nominativos como perfumes, cofrecitos, prendas o misceláneos, sólo restaba por recoger de la casa el taller de mi tío Alfredo que, bien visto, constituía una casa anexa. Pasé tardes enteras, sentado en la silla de sus labores, sencillamente pensando en cómo encarar aquella diversidad de piezas, invenciones, aparatos, álbumes. Las estanterías, además, adosadas a las paredes, llegaban hasta el techo, en alturas que superaban los tres metros. En cada cuadrícula se podían ver cafeteras, frascos, molinetes, morteros, estopas. No había un reino específico, sino varios, aparentemente congruentes. Había también maquinaria pesada, difícil de transportar: una prensa de grabados, una máquina de coser, un torno, una mesa de hierro rodante, un diafragma quizás pensado para el ojo de Dios. Hasta aquí, me parece, no llegaban las papeletas, porque en todo el proceso de selección y ordenamiento, que duró meses, no encontré ninguna. Pero esto no debe llevar a pensar que la presencia de Elizabeth en esa porción de casa fuera efímera, sino todo lo contrario: estaba aún más presente que en el reino de sus papeletas, quizás porque a diferencia de sus aposentos, en los que era sujeto, en el taller de mi tío Alfredo era objeto, el más preciado objeto de toda esa cornucopia con la que se quería resumir el universo.

Entre la afición por la radiodifusión (fue un gran pionero), por los guiones de televisión, por las plumillas (fue un dibujante fino, preciso), por la hechura de remedios, por las aleaciones químicas, por inventos domésticos que imperceptiblemente mejoraban las tareas pesadas, la fotografía fue su pasión secreta. No creo que en su momento haya sido consciente de lo que hacía (de la calidad de lo que hacía) sino que iba experimentando, innovando, profundizando, creyendo que el cúmulo de imágenes que iba ordenando en álbumes diversos pertenecía a un dominio semejante a cualquiera de los otros en los que incursionaba a diario. Pero vista en perspectiva –por la abundancia, la originalidad, la destreza, la composición–, su obra se impone por misterios que tienen que ver con la belleza. Si una imagen gravita entre nosotros –si nos toma, si nos cambia, si perdura–, es porque algo en ella encuentra eco en quien la ve, en quien la valora, en quien se sumerge. Y al poco tiempo de estar hojeando álbumes, o abriendo carpetas de todos los tamaños, o descubriendo envoltorios de celofán que recubrían grandes formatos, me daba cuenta de que tenía entre las manos una inmensidad, una desmesura, una obsesión sin fin. Sencillamente, se trataba de una colección deslumbrante, en la que se percibían etapas, temas, y también técnicas. En un tramo largo, como si se tratara de establecer una nueva cartografía, a mi tío Alfredo le interesaban los paisajes: montañas, ríos, praderas, cañaverales, árboles, recodos de selva… todo valía para saciar esas ansias íntimas de abarcarlo todo. Pequeño Adán de una comarca inabarcable, las imágenes remitían a viajes diversos, innumerables, que ha debido de hacer en diferentes etapas de su vida. Se repetía la escena de un automóvil (seguramente el suyo) apostado a la orilla de cualquier carretera, como dando a entender que las pausas del viaje eran sucesivas: el país de entonces no dejaba de ofrecer maravillas. Esa idea dominante de una columna (el camino) a la cual se le adosaban vértebras (las imágenes) se imponía como una constante. Me imaginaba al tío Alfredo en pantalones de kaki, ligeramente abombados en los muslos; la camisa blanca arremangada; botines de cuero que se cerraban en el tobillo; sombrero de paja para contener el sol; la cámara colgando desde su cuello, pero sujeta por la mano izquierda que le impedía bailar tanto en el andar. El objeto aparecía ante sus ojos y él sencillamente lo retenía, lo preservaba, lo salvaba del olvido o de la muerte.

Dejé para la revisión final un archivo esquinado, de madera, con cuatro gavetas grandes y profundas, corredizas, que abrían como una seda. Por el orden, la limpieza, incluso el olor, supuse que era una sección muy visitada, o más bien alimentada. Era difícil explicar el contenido porque a primera vista parecían cuadernos amplios, gruesos, hechos a mano. No llegaban a ser cartapacios, pero en vez de hojas estos libracos se ensanchaban por las cartulinas gruesas, que a su vez arropaban páginas intermedias que eran bolsones de celofán. En cada una de esas delicadas fundas, con la transparencia necesaria, se explayaban imágenes extraordinarias, con una calidad de revelado inusitado para la época. Al comienzo reconocía los árboles, la orilla de un río, la limpidez de una playa, la silueta de una montaña, pero en todas siempre se repetía una figura, una especie de modelo, una mujer siempre joven. Aguzaba la vista y adivinaba de quién era ese rostro que se me ocultaba. Tuve un sobresalto cuando lo descubrí: era el de mi tía Elizabeth, era el de Nanita en sus años mozos. Yo podía imaginar que en todos esos viajes mi tía lo acompañara, le sirviera como única presencia humana (ante la abrumadora impronta del paisaje). Allí reconozco a una Elizabeth que es incluso anterior a mí mismo: joven, hermosa, risueña; a veces también cansada, ¿aburrida?, de tantos andares sin tregua. Luego descubriría que las tapas de los cuadernos, todas escritas en plumilla de distintos colores (a veces con un pájaro, a veces con una flor), repetían una caligrafía entrañable, una especie de clave: Mi novia. Y así, un rápido conteo de las tapas agrupaba títulos como los siguientes: Mi novia y las montañas, Mi novia y las orillas, Mi novia y los cielos, Mi novia y los árboles, Mi novia y las sombras. Elizabeth era la concordia, la multiplicidad, el infinito, pero también la agonía, la apuesta contra la muerte. En cada imagen debía estar ella: en cada esquina, en cada recodo, en cada orilla. Como si todo fuera un homenaje, una celebración; o como si de la cotidianidad, del accidente, de la ignorancia, surgiera una apuesta de perdurabilidad, de constancia. Eran maneras, poses o muecas que perseveraban, que trascendían. Mi tía volvía a mí desde el pasado, al igual que las papeletas, al igual que sus pertenencias, al igual que la casa que había contenido todas mis correrías.

Uno de los cuadernos, quizás el más oculto, ocupó de pronto mi atención. Llevaba por título Mi novia y sus hijos y, en apariencia, repetía los motivos boscosos o las estampas marítimas. Ese cuaderno me cautivó, me sigue cautivando, y es al que vuelvo permanentemente, como atraído por una adivinación progresiva. A ver si me explico: el paisaje como tema o fondo sigue inmutable, variando como el gran referente, sugiriendo la cartografía íntima de mi tío, quien finalmente fue un gran amante del país que recorría o lo enaltecía. También es una constante Nanita, siempre posando de cuerpo entero, presente o abstraída, convertida en un centro de gravitación, que todo lo concentra o expele. Pero junto a esas dos nociones, o continentes, no entendía el agregado que venía en la tapa: sus hijos, porque no los veía por ningún lado. ¿Serían señuelos invisibles, claves que sólo ellos dos entendían? Estuve ante esas imágenes por horas, por días (lo sigo estando), buscando hasta en las piedras de los caminos, hasta en las espigas de una ribera. Ya abandonaba la búsqueda cuando, una tarde, con la casa vacía (Belkys buscaba víveres en el abasto de la esquina), con el silencio que sólo enturbiaban los pájaros, tuve la revelación: cada una de esas fotos traía un perro, un perro que al comienzo supuse callejero, accidental, encontrado a la vera del camino o en las pausas del recorrido. Tamaño, raza y contextura distintos. Siempre cercanos a Elizabeth, como si la escoltaran, como si resguardaran su sombra. ¿Por qué la sintonía, por qué la rondaban como si fuera una aparición? Tuve que acercar la lupa para darme cuenta: todos los ejemplares llevaban collar; todos. Entonces no podían ser callejeros; entonces tendrían que haber sido esos hijos que yo no descifraba.

Fotografía de Alfredo Cortina. © Archivo de Fotografía Urbana

He decidido agregar estas fotos al cuaderno de las papeletas: las más significativas, las más hermosas. Con esto busco que Nanita esté concentrada en estas páginas. Ella seguirá preservando la intimidad que quiso, ella seguirá escribiendo el libro abierto que supo legarme. Le he puesto nombres a esas fotos, nombres que son guías. Veamos la primera: Vía Chichiriviche. Todo mira hacia la derecha: la flecha del anuncio comercial, mi tía Elizabeth, el perrito diminuto. Incluso el primer poste de la izquierda, que es un hombre espigado, con más lomo que cabeza, mira hacia la derecha. Con esta inclinación contrasta la propia carretera, que va hacia Chichiriviche, para entonces un caserío playero que uno supone hundido en la línea del horizonte. ¿Qué hace Elizabeth con sus manos? ¿Por qué cierra los ojos? Son preguntas sin respuestas. Hay una composición de cruz entre el anuncio comercial y Nanita, como si los brazos de un Cristo invisible estuvieran clavados en los extremos del latón que reza Chichiriviche, o como si la cabeza sangrante con espinas fuera la chapa gigante o como si sus pies terminaran en los propios mocasines de Nanita. Pero vayamos ahora al perro, que he llamado diminuto, porque de todas las imágenes es sin duda el ejemplar más desprovisto. Me interesa su postura, su estado de atención. Está pendiente de lo que Nanita haga, piense, sueñe. Está pendiente de sus manos, de lo que vaya a hacer con sus manos. Orejas paradas, rabito tembloroso. Tiene un hocico fino, y apuesto a que su olfato rastrea lo que pueda sobrevenir: algún movimiento de su dueña, algún paso, alguna determinación. ¿O acaso su sombra? Porque la sombra de Elizabeth se me antoja como lo mejor de la foto: sombra triturada, deshecha, deforme. Crece entre las piedras, o entre las piedras se pierde. Se trata de otro ser, desfigurado, rendido, postrado. Ante esa alteridad, sinuosa, Elizabeth cierra sus ojos y se dice a sí misma: No es agradable sentir sobre la piel un rostro distinto.

Fotografía de Alfredo Cortina. © Archivo de Fotografía Urbana

En Carro destartalado, la segunda foto que he agregado al cuaderno, la composición es aún más sorprendente. Al fondo, un bosque preciso, con dos líneas montañosas hacia la izquierda, y hacia la derecha, más a la mano, una agrupación de árboles que sugieren una entrada o un camino. Luego está la cabina de lo que parece haber sido un camión pequeño, con una puerta de chofer que ha sido sacada de cuajo. No queda motor; tampoco cabina. Y entonces el contraste entre Elizabeth y su perro de turno. El can de espaldas, mirando hacia la derecha, con un collar más claro que su pelaje negro. Tiene la boca abierta; la cola parece un anzuelo; las patas desaparecen tras el chasis. Nanita, en cambio, está en primer plano y mira hacia la izquierda. Tiene una braga puesta, como de mecánico, que armoniza muy bien con ese taller improvisado en medio de la nada, porque la imaginación sólo da para pensar en piezas dispersas y manchas de aceite. Su mano izquierda intenta hundirse en el bolsillo, pero dos dedos quedan por fuera; en cambio su mano derecha desaparece, tras su propio cuerpo, sin que quede rastro de ella. Nada importa más en esta foto que las miradas, porque la del perro parece enfocar el bosquecillo de árboles, pero en verdad mira más hacia la derecha, hacia un punto de atención que ignoramos, mientras que la de Elizabeth busca más bien un punto hacia la izquierda, que suponemos en lontananza. Ambas miradas construyen una diagonal, un eje secreto, que va desde la punta superior derecha (dominios del perro) hasta la punta inferior izquierda (dominios de Elizabeth). Nanita delante del camión y el perro detrás, como si todo el espacio estuviera cubierto, como si el alma fuera una sola, compartida entre dos seres.

Fotografía de Alfredo Cortina. © Archivo de Fotografía Urbana

En Lengua de tierra el eje dominante, vertical, es Elizabeth y su reflejo en una especie de laguna interior. El oleaje del mar del fondo contrasta con la quietud de estas aguas. El perro acompañante también tiene reflejo, pero incompleto: sólo se salvan la cabeza y parte del lomo. El perro, sin embargo, mira a cámara, de manera voluntariosa, mientras que Elizabeth se pierde en las sinuosidades del estanque. Algo tiene Nanita en las manos, aunque también pudiera ser que las tuviera recogidas en el regazo. Es evidente que en esta foto la composición es también de cruz, con la lengua de tierra como madero transversal y el eje Nanita y su reflejo como madero vertical. Otro relato podría ser cómo llegan Nanita y el perro a la lengua de tierra, porque la extensión hacia derecha o izquierda supone una buena caminata. Es de pensar que tío Alfredo ha debido de pedirle esa travesía, para que llegara justo al punto donde él imaginaba el mejor ángulo. Y sin embargo, Nanita no parece cansada o fastidiada, sino recogida en pensamientos lejanos. Algo ha encontrado en esas aguas, porque finalmente las mira con ternura, con recogimiento. Y yo he pensado en una de las papeletas del cuaderno: Lúcido y fértil el pozo con la luz que estalla en el fondo, intuyendo que en la serenidad de la superficie ha reencontrado algo de niñez. La niña grande que mira es en verdad su reflejo: un ser que yace hundido en el pozo.

Fotografía de Alfredo Cortina. © Archivo de Fotografía Urbana

Paso de río ha debido de ser tomada en una pausa cualquiera de camino. No es una foto precisamente bella, porque le vegetación muestra los estragos de alguna crecida. El río tampoco es gran cosa, porque es chato y sólo se aviva con las lluvias de invierno. Al fondo, sobre el costado izquierdo, están unos hombres, no se sabe si hablando o cortando monte. Marcas húmedas de neumáticos que entran y salen del cuerpo del río forman una trama interesante, sobre todo hacia adelante, como cintas que se desprendieran de una caja de agua. Lo que hace significativa la foto son las miradas de los dos seres: Elizabeth y su perro, ambos viendo a cámara. Nanita con pantalanes bombachos y blusa, y ese gesto de las manos encontradas a la altura del abdomen, casi como de pose o ritual. Y luego el perro, con un asomo de lengua afuera, su sombra tan delgada como una lagartija, su cola como una interrogante que se abre, las orejas gachas. Vuelvo a la mirada de Nanita sin entenderla. Está seria, atenta, expectante. Es una belleza quieta, proporcionada, los cabellos cayendo hacia atrás como enredaderas. Los ojos buscan un punto hacia la derecha y allí se clavan. Es un rostro adusto, que flota indeciso entre la exterioridad y la interioridad, sin decidirse. Pero ésta es también la condición del perro, como si quisiera emular a su ama. Sobre la cabeza del can, hay piedras y agua; sobre la de Elizabeth, pastizales desordenados, como sus cabellos. En esta otra papeleta que he pegado: Permitid que la claridad invada y los restos del naufragio reverdezcan, me parece haber encontrado una pista, porque no hay duda de que ese rostro de Nanita pertenece a la claridad, mientras que el naufragio es más del río, a la espera de que la vegetación de ambos costados se acomode y reverdezca.

Fotografía de Alfredo Cortina. © Archivo de Fotografía Urbana

Con toda seguridad, en Torre de malecón la silueta del fondo corresponde al cabo Codera, lo que significa que estamos en una playa oriental, quizás cercana a la desembocadura del Tuy. El follaje que entra por la izquierda es una excrecencia de almendrón. La base de la torre es de piedras y cemento, pero ya muestra los azotes del mar: limo y porosidades cubren su piel. La torre está descabezada, lo que deja a la imaginación las opciones de un faro, de una estación repetidora o, más sencillamente, de un aviso centinela para extraviados. Una embarcación poco distinguible flota en el margen de la izquierda, quizás en el punto intermedio entre torre y cabo. Mar de lento oleaje; cielo brumoso; nubes escasas. No es el mejor de los días en términos de luminosidad y, sin embargo, allí está la fiel Elizabeth, de perfil, mirando hacia la izquierda. Su mano derecha sujeta a la torre; la izquierda, asiendo lo que parecen unos lentes. La modelo se los ha quitado para que su rostro, y sobre todo su mirada, queden libres para el fotógrafo exigente, que busca la composición exacta. La posición del perro no es menos significativa, porque encaja de lleno en la función de guardián: escolta a su ama; está erguido y firme; mira hacia un ángulo contrario, o hacia la zona desde donde podrían venir las adversidades, por no decir las amenazas. Pecho blanco; orejas caídas; patas afincadas en su musculatura. Podría decirse que mira a cámara, pero en verdad lo hace más allá, hacia el horizonte contrario. Esa proximidad, que casi roza a Nanita, se me antoja de un celo envidiable, expectante. Los ruedos recogidos de los pantalones, que terminan siendo graciosos, contrastan con esa ferocidad contenida. Pero el rostro perfilado de mi tía, pienso, viene sumarse a una tensión interna, que es la que opone la trama de la torre a las texturas variables de la base. Allí puede estar, creo, la esencia de esta imagen: en la tierra, como un ancla, una paleta de claroscuros, que se asemejan a las variables de la existencia, y hacia el cielo, enhebrado, el laberinto del deseo o de la superación, que precisamente busca horizontes más amplios. Elizabeth lo resumiría mejor que yo en una papeleta que he pegado al pie de esta imagen: Lo lejano sigue en manso enfrentamiento para pensar que miramos.

Fotografía de Alfredo Cortina. © Archivo de Fotografía Urbana

Cierro esta secuencia con un guiño del tío Alfredo, quien siempre supo hacer reír a su novia. Esta vez está vestida de blanco, presta a subir al altar, pero sin perro. El verdadero perro es el de Al pie de la valla, la última imagen que agrego al cuaderno, especie de setter inglés, que viaja cómodo y animado, con las patas puestas sobre el asiento delantero, junto a esa otra modelo ¿idealizada? que es también Elizabeth. Mismo rostro, mismo peinado, mismas aficiones. La mujer de la valla también es una mujer de ruta, de caminos interminables, sólo que con perros más finos que los recogidos por Nanita. Según el anuncio, la música que se desprende del vehículo anticipa la ruta: melodía curva que se adelanta a las curvas, o melodía que va adivinando el paisaje, tal como también lo adivinaban o buscaban tío Alfredo y su novia en los innumerables viajes que emprendieron. Si miro los zapatos también blancos de Nanita, o si descubro nuevamente sus lentes entre las manos, no estaré agregando nada a la pulsión de fondo que deja bajo mi custodia tantas imágenes de vida, tanta búsqueda, tanta pasión puesta en los más efímeros detalles. Las papeletas dispersas, los álbumes diversos, los cambiantes hijos de Nanita, su propia presencia a lo largo de tantas imágenes o testimonios, llegan a ser abrumadores, al punto de no saber cómo actuar o reaccionar, cómo proceder o preservar. ¿Habrá estado consciente mi abuelo Miguel de que los legados de su hermana y esposo tenían estas dimensiones? ¿Lo habrá estado mi propia madre cuando me llamó desde Charlottesville? Me temo que son preguntas que quedarán conmigo. Quizás pensando en mí ellos quisieron evitarse este desgaste, estas cargas de fondo, pero yo no he salido absuelto de estas jornadas, sino que más bien he quedado preso, triste o maravillado. Lo que he visto es inabarcable: no cabe en un hogar, en una biblioteca o en un abrazo. Pertenece a otro reino, a otros dominios. Yo he quedado sumergido con Nanita: con sus papeletas, con sus poses, con sus hijos. Estoy en cada una de sus imágenes: en los ríos, en las torres, en las lenguas de tierra. Ella sobrevive en mí y yo no me puedo borrar. Si alguna vez estuve sentado en sus piernas, algún susurro me ha debido de dictar al oído: una instrucción, un talismán, una frase sonora. Nanita me abraza en la memoria, y ha llegado el momento de abrazarla de vuelta.

En momentos de extrema duda, he tenido que llamar a mi tía Luisana, quien fue la que más frecuentó a Nanita en sus últimos días de encierro. Dicen que no la tuvo fácil, porque Elizabeth ya nada quería con el mundo. Yo siempre creí que por lo que he llamado afinidades electivas (estudiosa de Letras, lectora voraz), Luisana era la más indicada para recibir y ordenar estos legados. Sin embargo, quién sabe si la misma dureza de estas últimas determinaciones, o la postración de tía Olga (la más pequeña de las tres hermanas, muerta en su propia habitación por los despojos de un Alzheimer), o la particular sensibilidad de Luisana, un apartamiento se impuso como necesario. Es bueno recordar que, de todos los sobrinos, Luisana era la mayor, y como tal la consentida de Nanita. Había sido la primera hija de su hermana mayor ya muerta, Luisa Amelia, que le llevaba cuatro años de edad, y a quien le tocó hacer las veces de madre una vez que la propia falleció a temprana edad en aquella lejana casa con pozos de Puerto Cabello. Esa primera muerte prematura –recordaban en todos los encuentros–, lo había precipitado todo, porque Abuelote, al verse con cuatro hijos pequeños, ya había decidido la mudanza hacia Caracas, donde una segunda vida comenzaba. En todo este trance, y mucho después, Luisa Amelia siempre estuvo al lado de Nanita, apoyándola en todo, y cuando Luisana vino al mundo, como la primera de una segunda generación, Elizabeth le quiso retribuir por intermedio de su hija todas las bondades recibidas. Luisana hizo suya la casa de Los Rosales desde muy pequeña: allí lloriqueó, corrió, abandonó los teteros y los pañales, probó su primera fruta; allí aprendió a decir Nanita, que es el nominativo que luego todos los sobrinos usaron; allí se hizo cómplice del tío Alfredo, quien la paseaba y la fotografiaba; allí se hizo escucha de su adorada tía, quien le transmitió todo lo que un ser puede entregar a otro: evidencias o secretos, revelaciones o penas.

El primer encuentro con mi tía Luisana, una vez que el hogar de Los Rosales ya estaba convertido en cajas y bultos, fue en su casa de El Peñón, cuyo patio trasero, curiosamente, entre rosales y frutales, se asemejaba mucho al de Nanita. Tuve que pasar un poco de vergüenza al admitir que no la había llamado en toda mi estancia de Caracas. También al descubrir que ni mi abuelo Miguel ni mi propia madre, su prima María Luisa, le habían contado de las tareas que me habían asignado. Molesta al principio por esos vicios familiares que a todos nos afectan, pero relajada al cabo por mi propio relato de encuentros y dudas, fue entrando en franca conversación, con soltura y generosidad. Ella me recordaba que, incluso con su Nanita viva, había intentado iniciar la organización de los archivos, pero que el peso de los recuerdos (verse a sí misma en cada rincón), más el propio deterioro mental de la tía, fueron el primer obstáculo. Unos meses antes de la muerte de Elizabeth, aprovechando sus últimas luces, Luisana había intentado organizarle un homenaje en una prestigiosa universidad, pero al final los discursos se hicieron sin la homenajeada, quien no quiso levantarse de su mecedora el día que le tocaba recibir una orden con toga y birrete. Ese vacío había sido determinante, y ya marcaba la senda del deceso. Dicen los más cercanos que quien la mantuvo en vida hasta el último de sus días fue su propia hermana Olga, la más pequeña, cuya custodia por enfermedad había asumido desde la muerte del tío Alfredo, y cuya expiración en la soledad de su cuarto la había liberado de tal manera que quince días después también se iba ella, siguiéndole los pasos a la hermanita.

A Luisana le llevaba como grandes hallazgos tanto el cuaderno de papeletas como el álbum Mi novia y sus hijos. En ambos se detuvo con ansias, entre la admiración y la extrañeza, haciendo todos los comentarios imaginables. Hablaba con tal propiedad, con tal entusiasmo, que tuve que interrumpirla. Le dije: “Tía, por favor; tengo que grabarte.” Me contestó: “Pero para qué… Todo esto ya está dicho”. Le repliqué: “No, no es así. Tú no tienes idea del valor de lo que estás contando…” Me miró a los ojos y se quedó muda; le costó recuperar el hilo del discurso… La idea de grabarla me la guardaba en secreto. Tenía que ver con toda la pulsión que me había precedido de registrarlo todo, de documentarlo todo. Su testimonio no podía quedar por fuera: era invalorable. Tantos años de convivencia con Nanita, tantos años transcurridos en esa casa de Los Rosales, no podían tirarse al cesto. Encendí mi grabador portátil y todas sus palabras quedaban capturadas para una memoria futura. También las he transcrito, debo decirlo, y agregado al cuaderno donde atesoro las papeletas, las fotos con hijos y ahora el testimonio de Luisana. He estado de tarde en tarde en esa terraza de El Peñón, y a mi vuelta, transcribo y organizo por temas sus palabras. Podría comenzar, por ejemplo, con la sección Hijos, que es la que tiene que ver con los comentarios que me hizo cuando vio la secuencia de imágenes de los canes. Fotos como Lengua de tierra o Paso de río podían aguar sus ojos e incluso imponer un silencio momentáneo. Luisana hacía esfuerzos por reconocer los nombres: en unos acertaba; en otros, sencillamente se rendía. También los lugares, los recodos de carretera, hallaban nombres bajo su mirada minuciosa: en algunos habría estado; sobre otros, le habían contado. Pasaba las páginas y su emoción crecía. De pronto se levantaba, se apartaba un poco para fumar y dejar que el humo buscara otro rumbo; también tomaba café y me ofrecía. Pasta seca no podía faltar cuando el atardecer desdibujaba los rosales.

Sección Hijos: Los perritos tenían dos características principales. Primero, eran cacris; y segundo, todos eran sus hijos. Ella no los recogía; a ella se los regalaban. Sufría mucho cuando se le moría alguno; al punto de pasar semanas enteras en cama, llorando la ausencia. La última perrita que le conocí dormía con ella; era su pasión. Con el paso de los años, la alimentación de los perritos se complicaba: ella les compraba siempre comida especial, pero ya la situación económica empeoraba. Llegó a tener hasta cuatro perros a la vez: uno llamado Alonso, blanco y negro, el más querido, que puede ser el que está en Torre de malecón; otro llamado Lorenzo, que francamente vi pocas veces; otro más de nombre Negro, muy obediente, que es el que está en Carro destartalado; y por último Chilindrina, un poco odiosa, que es sin duda la que está en Vía Chichiriviche. Todos ellos eran personajes fundamentales… Nanita comenzó a tener perros después de haberse casado tío Alfredo, pero nunca antes. De manera que las criaturas llegaron con el matrimonio. Venían a llenar un vacío, creo yo, porque la ausencia de hijos carnales en Nanita, aparte de ser un gran misterio, también fue un gran dolor. El amor de Nanita por sus perros llegó a ser inconmensurable; al punto de quererlos más que al propio tío Alfredo, quien, sin embargo, no dejaba de reverenciarla. Por transferencia, tío Alfredo los terminó cuidando y queriendo mucho, quizás porque en el fondo no le gustaban los niños.

Sección Nanita: De niña, Abuelote siempre pensó que Nanita era un desastre. No estudiaba; lo que le gustaba era pasear y contemplar. A su lado, mi madre era muy aplicada, pero tenía que cargar con ella. Cuando ambas quedan huérfanas, mi madre tiene diez años y Elizabeth seis (Olga con cuatro y Miguel recién nacido poco contaban). Así que mi madre, a su manera, asume las riendas del hogar maltrecho. Yo puedo imaginarme que, para Nanita, la muerte de su progenitora, que se va muy joven, siembra un pesar muy hondo. Se sabe que ella adoraba a su madre, pero ese amor es casi inconsciente; queda sólo como una marca de agua en su espíritu. Abuelote pensaba que Elizabeth no aprendería a escribir ni una carta; su sueño, aparte de encaramarse en los árboles, era bailar: quería estudiar ballet, pero Abuelote nunca se lo permitiría. Lloraba por eso, secretamente. Hay una foto muy vieja de las tres hermanitas (Luisa Amelia, Elizabeth y Olga) que tío Alfredo logró salvar: en ella Nanita aparece muy triste, diríase desolada. Son los tiempos de la madre ida, de la rigidez de Abuelote, de la imposibilidad de bailar. Siempre hablaron de una infancia muy dura, con medios económicos escasos. Y sin embargo, esas niñas que luego fueron jóvenes cosían, cocinaban, tocaban piano, aprendían inglés con una señora de Trinidad y nunca dejaban de estudiar. Llega un momento en que Nanita comienza a leer, insistentemente; todo lo que le cayera en las manos. Cambió el ballet por el piano; y los estudios formales por lecturas que la fueron llevando cada vez más a la Filosofía, que terminó cursando en Caracas.

Sección Tío Alfredo: Entre ellos siempre tuvieron una relación muy plena, a pesar de la diferencia de edad. Se respetaban mucho, y además se adoraban. Él siempre estimuló la creatividad de Nanita, sin entrar en honduras. Sencillamente, le daba mucha libertad; tenía sus propias amistades, sus propios círculos. Ella me dijo un día: “Amé a Alfredo y lo sigo amando”. Y así fue hasta el último de sus días porque, después de muerto, cada vez que hablaba de él, el llanto era inevitable. Esa admiración, que fue mutua, fue un sentimiento clave, fundamental. Era como el nudo, el nexo, que los volvía inseparables. “Si quieres sólo al cuerpo –me dijo un día–, no amas.” Nanita celebraba toda esa inventiva de Alfredo. Y además la gente lo venía a visitar, a escuchar. Él echaba cuentos, o se los inventaba. Todas las tardes, después de almuerzo, comenzaban los cuentos de fantasmas, de aparecidos, de extraterrestres. Se juntaban grupos pequeños, de cuatro a cinco personas, todos vecinos, y él los deleitaba. Ese optimismo a toda prueba de tío Alfredo era muy importante, porque también los períodos de tristeza –sobre todo de Nanita– llegaban de manera imprevista, y él era el que más los combatía con su actitud natural. Muchas veces me tocó quedarme o dormir en la casa de Los Rosales, y recuerdo mucho una palabra –surmenage– que se asociaba con las depresiones de Elizabeth. No se podía hablar, no se podía correr; tan sólo guardar silencio. Aunque siempre tierna, era una persona frágil; cualquier cosa la podía afectar. Tío Alfredo no entraba en esas negruras, porque se le hacían ininteligibles, pero se encerraba en su estudio para idear alguna de sus invenciones, que se convertían en regalos para Nanita: un par de zarcillos, una crema para la cara… El orden de su estudio era legendario; al punto de que cuando tío Alfredo murió, Nanita no quiso tocar nada. A mí me llamó para recoger las cosas de tío Alfredo, pero ya eran tiempos de su primer accidente cerebro vascular y no podía caminar bien, como tampoco pensar. Creo que allí comienza la ruina de la casa, a pesar de los esfuerzos de Belkys: las filtraciones, los frisos caídos, el polvo, la suciedad, el abandono del jardín. Se comenzaba a meter gente y se llevaban cosas, sin que los perros hicieran nada. Ya ni ladrar tenía sentido.

No recuerdo el número de tardes que estuve en casa de Luisana, pero después de las grabaciones, más que tía y sobrino, nos convertimos en grandes amigos. La excusa para vernos ya no podían ser sus testimonios, porque teníamos la sensación –ahora sí– de que ya todo estaba dicho. Dejábamos atrás la casa de Los Rosales y nos metíamos en otros temas, más propios de nuestros respectivos subterfugios. Yo había descuidado por completo mi investigación de campo, y la fecha para regresar a Charlottesville se acercaba. Debía apurarme para enviar un primer informe de tesis, pero me faltaba mucha data y varias entrevistas a arquitectos connotados. Para entonces ya los papeles de Nanita estaban comprometidos en donación con una universidad, y aparte de esto una fundación científica se haría cargo de todo el estudio de tío Alfredo. Quedaban los archivos más íntimos de ambos y algo del mobiliario más preciado, cuyo destino debía discutirse en familia. Me tocó liquidar a la fiel Belkys por una suma considerable, que mi abuelo Miguel debió girarme desde Estados Unidos. Fue la última persona que salió de la casa de Los Rosales, no sin antes llorar temblorosa sobre mi hombro. En sus manos se llevaba a Chilindrina, que para entonces era una bola de pelos: última sobreviviente de una fauna diversa. La casa la pusimos en venta, pero aún no aparecen compradores, quizás porque la depresión de la zona, llena de maleantes, desanima al más entusiasta.

Ahora que lo pienso, mi tía Luisana ha debido de tener más similitudes con Nanita de las que ella misma cree. Al estar retirada y ya no dar clases, pasa casi todo el tiempo en su casa. Sus dos hijas (mis primas) ya están casadas y viven fuera del país, y por toda compañía tiene un golden retriever al que llama Bronce. Recibe siempre en su terraza, que debe parecerse a la de Nanita, con macetas de flores alrededor y frutales un poco más al fondo. Se va quedando sola, con sus libros y recuerdos, y frecuenta a muy pocos amigos, generalmente colegas de la academia. Más de una vez me dijo que la vida social la aburría, que la gente sólo habla tonterías. Yo sé que escribe en sus horas, como lo hacía su tía, pero poco muestra, como poco también mostraba Nanita. Hay una foto en la mesita de entrada en la que Luisana aparece sentada en las piernas de su tía: una imagen que trasluce amor, empatía, ganas de vivir. Cada vez que la veo, me pienso también en el regazo de Nanita, todas las veces que me aquietaba entre abrazos cálidos y besos. A esa terraza he vuelto (¿o a la de Nanita?) para despedirme de Luisana, justo un día antes de partir a Charlottesville. Lo he hecho de tarde, como siempre, para que el día se dilate entre nosotros y no tengamos la sensación de que el tiempo acaba. Luisana ha estado más servicial que nunca, porque sabe que pierde a su sobrino por un tiempo. Me ha hecho probar té de jazmín, galletas con sabor a cerezas, dados diminutos de mango fresco. Me ha dicho que me quiere hacer un regalo, con la promesa de que lo guarde, de que no lo comparta con nadie, so pena de excomulgarme. Se levanta, camina, se pierde por un pasillo, tarda unos cinco minutos, y regresa con un sobre. “No lo abras aquí –me dice–, sino en tu casa, o cuando ya estés lejos. No te voy a decir nada, salvo que esto pertenece a una buena amiga. Se llama Renate y es profesora de la Universidad de Friburgo. Hizo su tesis doctoral sobre Nanita, por aquello de los descendientes de alemanes, y aquí están todas las cartas que me envió.”

Voy leyendo los folios de Renate entre nubes, mientras vuelo hacia Charlottesville. Hay cartas, correos impresos, anotaciones en hojas sueltas, papelitos. Es un material valioso, sin duda, escrito desde una perspectiva extraña. El mismo castellano vacila, seguramente porque viene pensado desde el alemán. He decidido entresacar algunos fragmentos, escogidos al azar, y copiarlos en el cuaderno que ya se abulta con papeletas, fotos o transcripciones. Les he puesto etiquetas con palabras que remiten a temas, quizás para orientarme yo mismo cuando busco releerlos. Siento que con esto ya cierro mi cuaderno de Elizabeth, siento que saldo mis deudas. Lo he ido escribiendo y compilando conforme fui hundiéndome en el abandono de la casa, conforme fui llenando cajas, conforme fui haciendo descubrimientos. El cuaderno es una senda, semejante al recorrido real: en un plano, hechos y sentimientos; en el otro, imágenes y palabras, las que Elizabeth y Alfredo urdieron para que sus vidas fueran una sola.

Hábito: Frecuenté a Elizabeth durante su último año de vida. Ella no sabía por qué la visitaba. Yo sencillamente conversaba con ella. Su mente iba y venía, sin propósito fijo. He leído todos sus libros, desde siempre, y he estado esperando este momento. Ella me recibía como una paseante, como si llegara a tomar el té. Pensaba que si le hablaba de temas cotidianos podía hallar algunas pistas.

Perros: Me dice que siempre tuvo perros. Y luego me presenta a Chilindrina, que no se deja acariciar por mí. Es tan anciana como su dueña, y le cuesta respirar. Me dice que la perrita está enferma, pero que no tiene para los medicamentos. “Es mi amiga, mi compañera… Quizás la última.” Cierra y abre  los ojos. Luego me susurra: “No quisiera que sufriera más.”

Sueño: Dice que se casará con un hombre alto, muy blanco, de frente ancha, de ojos verdes. Dice que se llama Alfredo. Dice que está enamorada. Dice que la boda será en cinco meses. Dice que vivirán en una casa de Los Rosales.

Estudio (nota al margen): Creo que las piezas que dejaba Alfredo después de  muerto buscaban acompañarla. Era una manera de estar no estando.

Alfredo (nota al margen): Ella lo nombra mucho. Todo el tiempo.

Relojes: Alfredo diseñó muchos. Grandes, pequeños; de pared, de pulsera. Elizabeth me muestra los suyos: todos muy bellos. Dato curioso: el que está en la sala principal, de pared, no funciona. La hora no cambia; el tiempo está detenido.

Nominativos (nota al margen): Eli, sí. Parece que así la llamaba Alfredo: Eli.

Casi (nota al margen): Le pregunto por un libro suyo: Casi un país. Me dice que no lo recuerda.

Sentencia (nota al margen): Me dice: “Soy una bruja”. Yo la veo a los ojos y sonrío.

Cuaderno: Me muestra uno que alimenta con caligrafía temblorosa. Escribe versos largos sobre cada una de las líneas. Hay páginas que están recortadas a pedazos, como con tijeras. Le pregunto por las hileras que faltan. Me dice que forrará la casa de versos.

Amor (frases al descuido): “Fui mujer de un solo hombre.” “Amor grande, amor realizado.” “Hay que amar sin pudor.”

Oscuridad (nota al margen): Si de pronto leía un verso y algo no le sonaba, se detenía y volvía a leer. Si volvía a leer y algo seguía sin sonarle, decía: “Aquí hay una oscuridad”.

Cuarto: Una sola vez entré. Belkys me abre la puerta y ella está sentada en la cama, en dormilona, arropada hasta la cintura, el pelo recogido. La veo muy lúcida, muy consciente de sí. Me recibe con esta frase: “Me siento muy mal.” Los ojos se le aguan, pero ella prosigue: “Me siento inválida. Creo que ya no podré caminar.” No supe qué hacer, qué decirle. Al salir, pasé por el comedor. Belkys ponía la mesa con dedicación: mantelitos, servilletas, cubiertos, salvillas. Pensé: ¿a quién le sirven la mesa?

Olga (nota al margen): Siempre estuvo, pero nunca la vi. Permanecía encerrada…

Frase (nota al margen): Elizabeth la repetía constantemente: “No me puedo ir todavía: Olga es mi responsabilidad”.

Belkys: La bañaba, la arreglaba, la trataba con cariño. Era dulce, pero a la vez ruda. Le hablaba con un tono especial: como si tratara a una niña. Le dice mientras la baña: “No está sola, doña Eli; no está sola.” Dice que eso la calma.

Sueño: Mi madre vive en Puerto Cabello. Mi madre es bella. Mi madre viste trajes elegantes. Tiene un sombrero verde, y el viento se lo mueve. La mecedora que tengo es suya. Mi madre me mira con tristeza.

Correo: Luisana, tuve que regresarme a Friburgo por quince días. Requisitos del doctorado. Me entero de la muerte de Olga; también de la de Elizabeth. Lo lamento mucho. Te llamo o visito al llegar.

Final: Me bañé. Me vestí. Pedí un taxi. Quise ir a la casa por última vez, sabiendo que ya no estaría Elizabeth. Necesitaba reconocer los espacios, necesitaba velarla de alguna manera. En el trayecto estuve abstraída: no veía nada, aparte de mis pensamientos. Llegamos a la casa. Le digo al chofer que me espere unos minutos. Me recibe Belkys. “Se la llevaron de noche” –es lo primero que me dice. Le contesto: “Necesito estar aquí, en la terraza, en el jardín; no entraré a la casa”. Belkys me mira sin entender. Camino lentamente; me siento; vuelvo a caminar. Los rosales, los frutales. La mecedora que era de la madre, donde ahora nadie se sienta. Le pregunto: ¿Visiones extraordinarias, Elizabeth? Sólo los pájaros responden. Repregunto: ¿Estás en estas ramas?  Sólo los pájaros responden. Miro de pronto hacia todas partes: mecedora, rosales, ramas… porque de súbito se hace un silencio. Levanto la vista y en una horqueta, precisa, la figura de una ardilla. Puedo admirarla; puedo olerla; puedo escuchar el ruido de sus dientes al morder. Ardilla cascabel, ardilla colibrí, ardilla de ojos azules (igual a los tuyos).

Sigo en las nubes; preso en las imágenes que me devuelve la ventanilla. Cierro el cuaderno después de agregar los apuntes de Renate. Aquí tengo a Nanita, pienso, entre papeles y letras. Veo el rostro de Luisana, en su terraza de El Peñón; veo también el de mi madre, que me debe estar esperando en el aeropuerto. Creo que no tendré palabras para explicarle nada; creo que tardaré en llamar al abuelo Miguel. Este cuaderno es la mejor herencia que tengo. Este cuaderno lo concibió Nanita desde temprana edad: su madre murió para que yo lo tuviera, su esposo fue Alfredo para que yo lo tuviera, su casa se volvió una ruina para que yo lo tuviera. Todos participaron; todos también contribuirán para que mi muerte pueda alimentar la vida de otros. Allí están las nubes, allí los gases y rizos dibujan el rostro de Nanita.

***

Nota de agradecimiento: Mucho debe este relato a Luisana Itriago, Edda Armas y Vasco Szinetar.


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