Arte

El “Juicio final” de Tintoretto

Detalle de "Juicio final". Tintoretto.

15/06/2023

Juicio final. Tintoretto. Detalle inferior

Cuando en una obra predomina el color negro, algo nos impele a detenernos ante ella. Pero ¿qué es ese algo? Esta palabra expresa una vaguedad que nada dice. Quizá sería conveniente aludir a términos que emocionalmente nos incluyan y expresen una atracción, una curiosidad que en silencio podemos escuchar formulando preguntas a la obra, al pintor y, sí, también a nosotros mismos. Estamos ante esa pintura con la necesidad de ver y leer en ella con algunos de los destellos que ofrecen la memoria, la tradición o las correspondencias que entablan con la vida misma. En esta oportunidad, no es difícil adivinar el misterioso colorido que nos convoca a escuchar.

Mientras escribo estas palabras sobre la oscuridad en algunas obras ‒negrura que es un color sobre el que Delacroix en sus Diarios afirmó eran cuarenta y nueve las tonalidades conocidas‒, no puedo dejar de aludir a ese tono de noche oscura que es también un humor, una melancolía, un ánimo, un espíritu y, en consecuencia, una visión. Cuando me detengo en ese matiz, con emoción recuerdo las llamadas pinturas negras de Goya, o los lienzos gris y negro y aun los negrísimos que realizó Mark Rothko poco antes de morir, o la desconcertante y lóbrega representación del Juicio Final (1562-1563) de Tintoretto en la iglesia de la Madonna dell’Orto en Venecia. Al ver a Tintoretto en la perspectiva de su noche, advertimos una turbulencia teñida de esa tonalidad. Y sabemos que el pintor, aspirando a la inmortalidad, utilizaba el negro de momia, un color raro y costoso que se obtenía triturando en un mortero el polvo de las momias egipcias[1]. En verdad son muy inquietantes y simbólicos el origen y las filiaciones de la negritud del veneciano.

Son varias las representaciones pictóricas del Juicio Final que podemos recordar – nos referimos a ese momento en el que, como nos dice Dante, no habrá más futuro y perderemos la capacidad de conocer. Además, es oportuno tener presente los distintos infiernos, castigos creados por el poeta toscano para quienes se encuentran sufriendo en los distintos círculos del inframundo de su Divina comedia. Rememoro algunos juicios finales, entre ellos el fresco de Giotto en la Capilla Scrovegni de Padua, el imperecedero díptico de Van Eyck en Nueva York, la gran pared con mosaicos bizantinos en la iglesia de Santa Maria Assunta en Torcello, el magnífico fresco en la Catedral Vieja de Salamanca o el siempre recordado fresco de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina de Roma, donde vemos al artista autorretratado en el pellejo desollado de San Bartolomé. Todos estos juicios tienen en común un fondo con variedades de azules o luminoso dorado, en el caso de los mosaicos de Torcello. Con excepción del fresco de Miguel Ángel realizado en el esplendor del Renacimiento, los demás pertenecen a la mal denominada oscura Edad Media, con su imagen infernal del diablo como un horrible monstruo por cuya boca ingresaban los condenados a las tinieblas del Averno. La monstruosidad del maligno estaba en correspondencia con la amenaza que representaba para el hombre, así como igualmente ponía en evidencia su manifiesta inhumanidad.

Con el Medioevo a las espaldas, la tradición clásica griega es incorporada por los humanistas del Cinquecento italiano a una cultura que retoma el viaje en barca por el Estigia, río del odio, por el que los muertos serían conducidos al reino de Hades, reino de los muertos, mundo otro al de la tierra. Una vez en el Hades tendría lugar el Juicio Final, la separación entre los salvados y los condenados, entre las almas que ascienden a la luz de los cielos y las que se precipitan abismalmente a las oscuridades del infierno, y allí, entre unos y otros, se establecería la clara división entre el bien y el mal. Miguel Ángel nos deja la imagen del tránsito por unas aguas en cuyas orillas, de agobiantes tinieblas, el fuego sofoca a las almas. Entre las llamas del infierno no encontramos la representación del demonio y su monstruosidad. Esta ausencia no pasa desapercibida. En el Averno no hay figuras horribles devorando seres humanos; sólo hay hombres y cómo no imaginar el terror, la desesperación y quizá un arrepentimiento apresurado de quienes ya no cuentan con divinidad o juez supremo que los escuche o perdone. Allí hay sólo hombres ante su condenado fin último.

Es difícil no percatarse de que la ausencia de la diabólica figura seguramente se debe a haber reconocido en el hombre la malignidad anteriormente imputada a Satanás. El Mal, con mayúscula, está en el hombre.  Y sobre el infierno, ¿qué decir de ese lugar que el alma sabe reconocer en la vida y que los poetas han sabido cristalizar con honda conciencia? Ese despeñadero tenebroso es una experiencia individual asfixiada de acciones malignas, errores, culpas; sima sofocada de palabras dichas y palabras nunca expresadas; una oscura aridez donde cobran cuerpo las omisiones y los apresurados juicios condenatorios que con ligereza golpean vidas. María Zambrano, con su acostumbrada agudeza, ha escrito que es imposible compartir el propio infierno pues, al comunicarlo, la emoción que lleva la palabra lo transmuta en purgatorio. Hago hincapié en el infierno propio, báratro individual y siempre personal. Rimbaud nos hizo partícipe de su temporada en ese abismo incandescente y con Baudelaire avanzamos día a día hacia ese lugar, lo hacemos sin horror y a través de tinieblas pestilentes.

*

La gran dimensión del Juicio Final de Tintoretto en la iglesia de la Madonna dell’Orto en Venecia es lo primero que nos impacta. En una verticalidad de más de catorce metros de altura, Tintoretto lleva a cabo la obra que nos coloca ante el proceso y la sentencia que el Todopoderoso ejerce sobre los hombres. Intimida la magnitud de esa tenebrosidad, mientras sobrecoge la multitud de cuerpos reunidos ante el último fallo, aunque no logramos discernir con claridad si ellos ascienden o se precipitan.

El pintor ha reservado un reducido cielo de tonos grisáceos y nubes negras en donde   Cristo está sentado en un montículo de piedra. El resto es una impresionante oscuridad en el Juicio Final del veneciano, la cual, sin embargo, está cruzada por la luz que emiten los cuerpos de los hombres y por la claridad de un blanco que es corriente de agua que cae desde la parte superior de la obra. Este torrente se abalanza con una fuerza implacable arrastrando sin piedad a muchos de los presentes. El agua de esa catarata ni bendice ni purifica. La luminosidad de esa blancura rasga la doble oscuridad de la obra: una de tonalidad, la otra del ánimo sombrío en el que se lleva a cabo el dictamen de las condenas.

En las aguas del veneciano resuenan las palabras de T. S. Eliot: Tema la muerte por agua[2]. Repito el verso de Eliot como si se tratase de una letanía: Tema la muerte por agua. Las aguas del miedo ciegan el horizonte, son mares de obstáculos que ahogan vidas. Hay cuerpos exánimes en el agua; en ellos se evidencian otros infiernos y otras metáforas. “…ahora te condeno a morir ahogado”, son palabras del padre de Georg en La condena de Kafka.

Juicio final. Tintoretto

 

La oscura angustia que expresa la obra de Tintoretto es la de una mirada oblicua que ha perdido su centro. Hay una gran confusión de la que no escapan las distintas figuras aladas, algunas de las cuales portan las alas negras de la tradición bizantina. Percibimos un gran desconcierto, un inmenso caos y un aire sofocante para los allí presentes. ¿Y cómo no sentir que en estas emociones se halla uno de los logros de la imagen de Tintoretto? Ante un juicio de esta envergadura es difícil concebir un orden. La tormenta que está sucediendo dentro de la obra propicia una especial torsión en la multitud allí presente. Hay figuras en escorzo, casi todas de espaldas, sin rostros, sin identidad. No tenemos certeza sobre los salvados, tampoco de los condenados, son muchos los que nos hacen dudar sobre la dirección final de sus cuerpos. En ese vórtice que es la obra, una pareja en el ángulo superior derecho llama la atención. Ellos parecen estar allí como espectadores de algo que les es ajeno. Él es un anciano con barba que recuerda a Tiziano y la mujer que está a su lado, viste como las aristócratas que él repetidas veces retrató. Ella dirige su mirada hacia algo que está fuera de la obra y su gesto nos revela la vida y los procesos que suceden más allá del límite impuesto por el marco de la pintura del Juicio Final. Ellos están dentro de la obra sin estar realmente en ella. La confusión que percibimos y nos impacta no cambia la impasibilidad que muestran. Ellos están allí como quienes, por error, han llegado al lugar equivocado. La presencia de esta pareja sorprende e inquieta. Ellos, que ven sin ver; ellos, representantes de una perspectiva otra, mantienen una distancia hacia lo que está sucediendo en el escenario en el que Tintoretto representa el pavor, la pesadilla y el desequilibrio del hombre que será juzgado, incluso por acciones que ha olvidado o desconoce.

Juicio final. Tintoretto. Detalle de la pareja e la derecha

*

Las preguntas más que las respuestas han guiado mi pasión en las imágenes que dan vida a la literatura, el arte y sus correspondencias. De pie ante el Juicio Final de Tintoretto y a pocos pasos de su tumba, me pregunto si Franz Kafka habrá alzado la vista hacia este tribunal.

El 15 de septiembre de 1913 Franz Kafka llegó a la antigua Serenissima y le envió a Felice, su novia, una postal en la que, lacónico, le decía: “Finalmente en Venecia”. Estuvo pocos días en la ciudad y en sus diarios y correspondencia no hay mención alguna a ella. Nada sabemos sobre su estadía en Venecia. Nada sabemos sobre los lugares que vio y visitó. Esos días son una incógnita y desde ese desconocimiento pongo en correspondencia a Tintoretto y Titorelli, el pintor de El Proceso, novela del autor checo publicada en 1914, un año después de su visita a la ciudad natal del pintor del Juicio Final que nos ocupa.

Tintoretto y Titorelli, ambos nombres de arte, los escucho con expectación. ¿Hay alguna relación entre ellos o sólo el azar los acerca en imágenes donde es necesario ver con atención? ¿Se conectan o debemos ser cautos ante las oscuridades en las que dentro llueven juicios, sentencias y condenas? ¿Rinde Kafka homenaje a Tintoretto en el pintor que retrataba jueces; el mismo que conocía el proceso de K.  y entraba y recorría los vericuetos de los pasillos de los tribunales donde reposaban los expedientes de acusados que desconocían los motivos por los que serían juzgados?

No he encontrado ninguna información que relacione a Tintoretto y Titorelli. Nada. Sin embargo, en el Juicio Final y en El Proceso no puedo dejar de reconocer una cercanía que ahondan el miedo y las incertidumbres. ¿Acaso en medio del desamparo es posible preguntarse por la justicia? Titorelli la está pintando con su balanza en las manos, pero le agrega alas en los pies, dice son Justicia y Victoria reunidas en una misma representación. En este caso K. le hace notar la imposibilidad de la sentencia justa; en él y en nosotros queda esa duda; es posible que suceda un leve titubeo ocasionado por el batir de las alas para que la balanza oscile sin ecuanimidad.

Es uno de sus aforismos, Kafka afirmó que eso que llamamos “juicio final” no es más que un juicio sumarísimo, uno donde el tribunal resuelve con limitación de conocimiento. ¿Y qué decir de Tintoretto? ¿Era para él infalible quien separaba a los salvados de los condenados en su Juicio Final?

Esta es una pregunta a la que no sé dar respuesta.

***

NOTAS

[1] Manlio Brusatin. Colore senza nome. Marsilio Editori, Venezia, 2006.

[2] T.S.Eliot. “El entierro de los muertos” en La tierra baldía. Poesía reunida 1909-1962, Alianza Editorial, Madrid, 1979. Traducción José María Valverde.


ARTÍCULOS MÁS RECIENTES DEL AUTOR

Suscríbete al boletín

No te pierdas la información más importante de PRODAVINCI en tu buzón de correo