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Venecia: insólito escenario

Fotografía de la Iglesia Santa Maria dei Miracoli, de Alejandro Merizalde

29/07/2021

Este texto es la introducción del libro del fotógrafo Alejandro Merizalde 100 Churches of Venice and the Lagoon, recientemente publicado por la editorial italiana Damiani editore.

En Venecia los pasos siguen a los ojos. Detenemos la mirada en una esquina, en una cornisa, a lo mejor en una figura tallada en piedra, quizá en una iglesia blanca que vemos a la distancia o, quién sabe, acaso en el mascarón de la muchacha que desde una altura superior a la nuestra mira en algún lugar más allá del canal de la Giudecca. La ciudad se nos muestra en líneas, volúmenes, colores y reflejos que nuestra observación atrapa como fragmentos dentro de un caleidoscopio íntimo que gira uniendo y separando imágenes posibles en el deambular de cada día. Aquí, con la lenta caída de los párpados, los ojos resguardan nuestra visión interior.

Recuerdo a Italo Calvino, quien acertadamente dijo: De una ciudad no disfrutas las siete o las setenta y siete maravillas, sino la respuesta que da a una pregunta tuya (1). Desconocemos la interrogante que se hizo el fotógrafo Alejandro Merizalde, sin embargo, el volumen que el lector tiene entre sus manos es una respuesta. 100 Churches of Venice and the Lagoon es el reciente título que el autor dedica a la antigua Serenissima. El primero fue Of Water and Stone: Photographs of Venice 2008-2020. Este segundo quizá se impuso como necesidad de regresar a la ciudad que recorrería de nuevo con un proyecto que iría tomando forma mediante el lente de su mirada. De esta manera, las fotografías de las fachadas de las iglesias venecianas que nos ofrece son momentos detenidos y encuadrados dentro de una ritualidad que ve, desde la distancia, el lugar donde se construyen los espacios de lo sagrado y la trascendencia.

Fotografía de Alejandro Merizalde

En estas fotografías entramos en una Venecia solitaria, con frecuencia de calles húmedas y de un gran silencio. Sabemos que la gran mayoría de las imágenes de este libro fueron captadas muy temprano en la mañana, horas antes de que las prisas de las personas cruzaran el espacio. La ciudad está así todavía envuelta en el sigilo de la noche. Lentamente va despertando; quizá se escucha el repique de una campana, el graznido de las gaviotas en su vuelo, o el agua, cadencia tal vez perceptible para el caminante que va al encuentro de la iglesia que retratará. Las piedras de las edificaciones muestran sus huellas; las figuras adosadas a los muros usualmente exhiben fracturas: faltan un brazo, unos dedos o quizá es la nariz la que, a pesar de su ausencia, no logra afectar la placidez del rostro tallado. En Venecia la tierra no es cimiento, allí la tocamos en los ladrillos que respiran sal por sus porosidades. Los muros de las calles, las edificaciones, los lugares sagrados, se construyen con arcilla cocida que en repetidas ocasiones será revestida, unas veces con friso, otras con piedra.

El silencio es una manera de ver. Es una atenta lentitud en la que lo visto y lo que se está viendo hacen perceptibles inflexiones que la mirada va tejiendo en imágenes que nos involucran. Imagino la secuencia de Alejandro Merizalde, también la de sus pasos sordos. Sólo quien no ha sabido escuchar a Venecia acompaña con estridencias su transitar.

La mirada de Merizalde enaltece la distancia. Las fotografías de sus iglesias privilegian la visión completa de cada monumento; de esta manera sólo podemos detenernos en el espacio que hay entre los muros santos y el lente de la cámara. La visión alejada es un llamado a demorarse en un vacío, quizá con historias posibles, fantasías con que el estupor imagina y ha imaginado mucha de la literatura que no solamente se ha escrito sobre la ciudad, sino que la ha tenido como escenario. Percibimos lo que rodea a la iglesia, pensamos en quienes viven en las casas próximas, vemos el pozo, lugar de encuentro y reunión de personas en el pasado y, un poco más allá, el canal que en muchos de los casos pasa frente a la puerta principal.

La lejanía con que Merizalde capta las fachadas expresa los puntos de vista narrativos de una mirada que desde su perspectiva invita a reflexionar sobre los volúmenes, sus formas, la centralidad que ocupan las iglesias en las fotos o los efectos de la luz sobre los ladrillos y las piedras de los recintos sagrados. La curiosidad por ver los detalles y las figuras que adornan con maestría estas paredes frontales es, paradójicamente, una inquietud alentada por el mismo distanciamiento. Algunas fotografías son una invitación a franquear el umbral de entrada que vemos abierto y donde en penumbroso resguardo encontramos La Anunciación de Tiziano, La Virgen y el Niño con santos de Giovanni Bellini o el San Antonino repartiendo limosnas de Lorenzo Lotto. En otras imágenes, la concentración del fotógrafo en su motivo frontal, puede leerse como una metáfora para encubrir los tesoros que se conservan en el interior de los templos: la fachada solamente los encubre, los solapa sin ignorarlos, al contrario, los conserva posesivamente.

The jewel box (2), fue así como el poeta Ezra Pound denominó en sus Cantos a Santa Maria dei Miracoli. Un cofrecillo de piedras preciosas, rojas, verdes, rosadas y blancas veteadas con grises. Una joya preciosísima de Pietro Lombardo revestida de hermosísimos mármoles de Carraca, aunque hay quienes dicen que son de los bizantinos que sobraron después de haber recubierto la Basílica. La deslumbrante edificación es un pequeño tesoro que con orgullo muestra sus cuatro fachadas, una de ellas multiplicándose fragmentariamente en su reflejo sobre el agua. En su interior continúan las láminas de mármol gris pálido, amarillo, gris oscuro, cada una de ellas enmarcada en franjas de mármol rojo, en franjas de mármol gris. Los ojos recorren con asombro las paredes interiores de este “milagro”; se escuchan suspiros que por momentos se confunden con los susurros que manifiestan el deseo de resguardar ese joyero en la interioridad donde la visión detenida y emocionada es una gema en su mayor pureza. La mirada que ve en lo invisible es silencio que brilla en las pupilas.

Alejandro Merizalde sabe que en Venecia se ensartan visiones como los artesanos de Murano enhebran cuentas de vidrio en un collar. De pie en la Punta della Dogana vemos las iglesias, todas ellas en piedra blanca, que se reúnen en un diálogo visual, pero también en una conversación que conjuga historias de devoción, promesas, enfermedad y belleza. Il Redentore de Palladio y La Salute de Longhena   fueron construidas como votos por las promesas con que se rogó a la divinidad el fin de las pestes de 1560 y 1630. Vemos Il Redentore con sus tres frontones que evocan a los templos clásicos, su gran cúpula con el Cristo Redentor en la cima y a los lados las dos torres que como minaretes recuerdan la influencia de Oriente en la vida veneciana. Basta girar levemente la cabeza para ver de frente a San Giorgio Maggiore también de Palladio. Las estilizadas y altas columnas que sostienen el segundo frontón sin duda evocan la trascendencia del recinto sagrado. Elevación y espiritualidad se reúnen en una visión del triángulo que trasciende su herencia de la arquitectura grecorromana. En muchas de las iglesias fotografiadas en 100 Churches of Venice and the Lagoon, la representación del Ojo de la Providencia observa como metáfora desde lo alto de las fachadas. En los triángulos superiores que coronan los frontispicios, vemos un rosetón, a veces una ventana redonda y en repetidas oportunidades un círculo, ojo divino que propicia que la luz sea el rayo que entra e ilumina el interior del espacio sagrado.

Desde la Punta della Dogana y con un leve movimiento del cuerpo, se ven alzarse las cúpulas de la Basílica de San Marco. Debajo de ellas están los cuatro caballos que detuvieron su trote en la galería de la fachada. Con pasos cortos, dejamos San Giorgio Maggiore a nuestras espaldas para encontrarnos con la iglesia de La Salute, inspirada en su forma en la corona de la Virgen, quien en lo alto de la bóveda es acompañada, aunque en un nivel inferior, por ángeles, volutas, santos y un portón inmenso que debemos franquear para en el interior orar con la mirada fija en las rosas del rosario que en el pavimento florecen bajo el gran domo donde está entronizada la Inmaculada.

En una página de su Diario de un pintor, Ramón Gaya se refiere a Venecia como un escenario insólito (3). Con imágenes siempre evocadoras, artistas como John Ruskin, Henry James o Marcel Proust han descrito la ciudad como un teatro, en el que con frecuencia los mismos habitantes se sienten personajes de una obra, personal y colectiva, que los reúne en una escenografía cambiante, aunque siempre conocida: la ciudad misma.

El alma de las edificaciones en Venecia es el ladrillo. Las iglesias de San Giovanni e Paolo (plate 43) y Santa Maria Gloriosa dei Frari, ambas pertenecientes al llamado gótico veneciano, tienen la tonalidad rojiza de ese material; también la Madonna dell’Orto, I Carmini y Santo Stefano. Posteriormente algunos de estos lugares sagrados fueron recubiertos con friso y en sus superficies aparecen manchas en las que escrutamos como si viéramos el mapa que delinea el aliento de la humedad. La falta de terreno urbano es el motivo por el que una construcción está unida a la otra; se ocultan las superficies laterales y con frecuencia es sólo la principal la que se logra ver sin obstáculos. Como en un gran teatro, durante el Renacimiento y en épocas posteriores, el aspecto escenográfico de la ciudad propició que se comisionaran fachadas que se anexaron a los templos; estos revestimientos en piedra de Istria fueron denominados maschera. Venecia, ese escenario insólito, depositó mucha de su belleza y excepcionalidad en manos de arquitectos como Pietro Lombardo, Mauro Codussi, Jacopo Sansovino, Andrea Palladio, Vincenzo Scamozzi, Balthasar Longhena; ellos diseñaron coberturas notables para las edificaciones religiosas y no solamente para ellas. Algunos templos prepararon sus fachadas para recibir la máscara que debía revestirlas, pero la falta de fondos las dejó esperando la cubierta que nunca llegó. Son los casos, entre otras, de San Marcuola, San Lorenzo, San Pantalon. Las vemos como ejemplos de lo non finito; como caras preparadas para un decorado que no se realizó. En el entramado de su desnudez, algunas llevan travesaños, otras dejan a la vista las perforaciones por donde se encajaría la máscara, todas expresan la belleza de lo inconcluso, de la espera, de una despojada dignidad.

Lo que contemplamos en el detenimiento que nos involucra, suele devolvernos la mirada. Alejandro Merizalde lo sabe. El vio y fue visto por la ciudad que refugiada en su enigma es invisible a la celeridad. Cuando dos almas se encuentran, la del fotógrafo y su motivo, ambas confabulan para ofrecernos la posibilidad de una experiencia única, desnuda e irrepetible. Las visiones del artista, lo sabemos, incorporan lo no evidente a sus fotografías: una luz que, invisible en sí misma, calienta y hace visible el mundo (4). La entrega a su proyecto, la devoción a su quehacer y el respeto a un asombro que trasciende lo que mira, permite que estas fotografías sean un lugar para ver en lo insólito y el misterio. Ver para escuchar es una propuesta que se agradece.

 

 (1) Italo Calvino. Las ciudades invisibles. Ediciones Minotauro, México, 1983, p. 56

(2) Ezra Pound. “Canto LXXVI”. En The Cantos of Ezra Pound, New Directions Publishing, New York, 1986, p. 460.

(3) Ramón Gaya. Diario de un pintor 1952-1953. Pre-Textos, Valencia, 1984, p. 57.

(4) Ernst Jünger. Los titanes venideros. Ed. Península, Barcelona, 1998, p. 58.


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