Perspectivas

El editor como ser mitológico

05/04/2023

Pierre-Jules Hetzel. Fotografía de Nadar | Bibliothèque nationale de France | Wikimedia

Una historia de la literatura no podría considerarse completa si no incluye entre sus páginas la figura de aquel ser mitológico –mitad liebre, mitad zorro– que es el editor. Poco se habla de él y en realidad mucho le debemos, al punto de que su labor sobrepasa el papel que se le ha endilgado de invisible intermediario, de anodino correveidile entre la imaginación de los autores y la curiosidad del lector.

Editores célebres ha habido muchos, como Perkins, Gallimard, Feltrinelli, Barral, Einaudi, Tusquets, Espinal, Segrestáa, Catalá… y cada uno, desde su visión de mundo y desde su peculiar manera de tratar a autores y públicos, ha logrado lo imposible: imaginar la biblioteca que luego cada lector atesorará en sus hogares con esfuerzo y pasión.

Digámoslo de una vez: los editores han existido desde que el libro es libro y sin ellos, sin esos personajes que logran convertir en objeto material las ensoñaciones de los autores, el mundo quizás sería muy distinto y acaso peor. Ellos son los lectores cero, quienes modelan y posibilitan gran parte de los imaginarios que nos mueven, los que nadan entre manuscritos antes de que esas páginas se transformen en pilares de papel y tinta sobre los cuales se soporta el mundo.

Sin embargo, habría que hacer mención de un aspecto mundano, vulgar, que le corta las alas a esa imagen mítica que se ha construido alrededor del editor: el de ser un equilibrista de la cuerda floja que oscila entre los polos del mercado y el arte. Intentaré explicarlo mejor. Todo editor sabe que construye un producto que debe ser comercializado y puesto en las manos de los lectores y, al mismo tiempo y quizás paradójicamente, es consciente de que el libro no es un producto cualquiera, equiparable a un jabón o a un frasco de jalea. Por eso hay editores que se acercan más a los gustos del mercado y descuidan la calidad o las experimentaciones y exigencias del autor. Y hay otros quienes se arriman más a la calidad literaria y a la búsqueda del libro perfecto y transformador y les importa poco la posible ganancia del best seller. En esa oscilación entre el carácter mercantil de la labor de la edición y, por otra, sus efectos sobre la cultura, pende su labor y carácter.

Quizás a eso se deba el variopinto abanico de emociones y afectos que pueden encontrarse en el trato que los editores dan a los autores, y viceversa. Así, hay editores más cercanos al autor y otros, en cambio, prefieren entenderse con sus agentes literarios como intermediarios. Mario Muchnik, el conocido editor de Anaya y fundador de Muchnik Editores, luego llamado El Aleph, lista en su libro de memorias titulado Oficio editor las destemplanzas que usualmente ocurren entre escritores y editores:

Hay autores que son una paliza:

Por ejemplo, aquellos que no admiten que se les toque una coma de su texto, aunque no se entienda bien lo que escriben.

Por ejemplo, los que intentan imponer su propia idea de cubierta.

Por ejemplo, los autores extranjeros que, sin saber una palabra de español, pretenden corregir una traducción.

Por ejemplo, los que van por el mundo convencidos de que el editor se enriquece a costa de ellos.

(…)

Por ejemplo, los que proponen al editor manuscritos de sus amiguetes.

Por ejemplo, los que llaman una o más veces por día para ver qué tal va la producción de su obra.

Por ejemplo, los que entregan «la última versión» de sus manuscritos… una y otra vez.

Y, sin embargo, en este oficio de editar libros, lo peor no son los autores.

Pero también hay editores que, como Saturno, devoran a sus hijos autores. Se inmiscuyen en el proceso de creación y dirigen la escritura al punto de cambiar acciones, personajes y desenlaces en nombre del éxito de ventas y del gusto del público. En esa relación de amor y odio entre editores y autores quizás la historia más asfixiante de todas haya sido la que protagonizaron Pierre-Jules Hetzel y Julio Verne.

Hetzel (1814-1886) fue un editor que tuvo mucho de zorro y no menos de Saturno. Este francés aprendió el oficio desde muy joven, y ya a los veintitrés años había fundado una próspera empresa de edición. Tuvo entre sus aciertos el haber sido el editor de La comedia humana, de Balzac, además de publicar a autores como Michelet, Emile Zola y Víctor Hugo. Sin duda tenía buen ojo y conocía el mercado del libro como pocos. Pero en cierta ocasión un desconocido tocó a la puerta de su oficina y desde ese día cambió todo.

Aquel día un hombre llamado Julio Verne, de treinta y seis años, que deseaba ser escritor y vivir de ese ingrato oficio, le llevó un manuscrito a Hetzel. Esa era ya la decimoquinta vez que visitaba a un editor y tenía la esperanza de no recibir un nuevo rechazo como respuesta. Hetzel, quien para ese entonces contaba cuarenta y ocho años, echó una ligera mirada sobre las páginas y le prometió leerlas lo antes posible.

Por ese tiempo Hetzel tenía un proyecto de revista cuya finalidad sería difundir entre los jóvenes temas científicos de una forma amena y atractiva, sin por ello restar precisión y seriedad. El manuscrito del desconocido venía como anillo al dedo para ese proyecto pues presentaba la historia, con los datos técnicos y cálculos respectivos, de un viaje en globo por los poco conocidos territorios del África. Era lo que buscaba: la comunión de la ciencia y la literatura, la difusión del tema científico envuelto en tramas de exóticas aventuras. Hetzel escribió inmediatamente a Verne para darle la buena nueva.

Ese sería el inicio de la asfixiante relación. Verne enviaba su trabajo y al poco tiempo recibía de vuelta largas anotaciones y correcciones de Hetzel que alteraban no solo el estilo, sino que además exigía cambios en la trama y la sustitución de personajes, entre otras pesadas sugerencias. Podría decirse que Hetzel pasó el límite y quiso ser coautor de la obra; pero, pensándolo desde otro ángulo, ¿no son de hecho los editores, diseñadores, traductores e ilustradores también constructores del sentido dado a la obra? ¿Dónde está ese límite que impide asumirlos también como copartícipes del libro?

Al fin, en 1863, salió publicada la primera novela de Verne, Cinco semanas en globo, que resultó ser un éxito de ventas, para beneplácito de Hetzel y sorpresa de Verne. Ahora Hetzel aguardaba por el siguiente manuscrito y Verne le llevó emocionado una nueva historia ambientada en una París futura, del siglo XX, con altos rascacielos de cristal, automóviles, y una humanidad interesada solo por el dinero y dominada por corporaciones. Hetzel entró en cólera, recriminó fuertemente a Verne por esa historia tan oscura, poética y pesimista, alejada de lo que pedía el público, y le exigió que la escondiera para no verla más. Hetzel no quería historias taciturnas, con protagonistas melancólicos o que terminaran suicidándose. Exigía protagonistas audaces, en medio de aventuras, y con mucha ciencia y progreso como aderezo.

Verne terminó haciendo caso (así hasta el final de sus días) y se puso a redactar otra historia, que llevaría por título Viaje al centro de la Tierra, siempre bajo la supervisión de Hetzel. El anterior manuscrito, aquel que rechazó airadamente el editor, lo escondió Verne y vino a ser descubierto ciento treinta años después, en 1989, y publicado en 1994 con el título de París en el siglo XX. En la correspondencia entre Verne y Hetzel es posible rastrear el largo pulso y la negociación que los mantuvo juntos durante veintitrés años, y que solo se vio interrumpida por la muerte del famoso editor.

No sabríamos decir si Verne llegaría a ser el gran escritor de novelas científicas que fue sin la intervención de Hetzel. Tal vez sí, tal vez no. Quizás Hetzel fue su Némesis, ese quien le recordaba no descansar en la ilusión de las primeras versiones e insistir con el borrón y la reescritura.

Por eso decía que sin los editores, sin ese ser mitológico ‒mitad liebre, mitad zorro‒ la historia de la literatura estaría incompleta.


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