Perspectivas

El colapso de la civilización

Estambul. Fotografía cortesía del autor.

30/05/2020

En el viejo barrio de Üsküdar, del lado asiático de Estambul, donde está el malecón que bordea la orilla oriental del Bósforo, allí donde los alucinados turistas van a contemplar “la puesta de sol más bonita del mundo”, hay un monumento que conmemora la caída de Constantinopla, el día que las tropas otomanas, al mando de Mehemet II, tras dos meses de asedio finalmente tomaron la ciudad. Ahí, unos destartalados números rojos en fibra de vidrio, de unos dos metros de alto, recuerdan la gesta: “1453”, y abajo en turco y en inglés: “el Comienzo de la Era Moderna”.

Sucede en los asuntos humanos que lo que para unos es amanecer, para otros puede ser el comienzo de la noche más oscura. Como consecuencia de la caída de Constantinopla, Atenas cayó también bajo ocupación turca casi tres años después, a comienzos de 1456, ante el imparable avance de las tropas de Omar Pasha. El Partenón fue convertido en mezquita y el Erecteion en harén. La ciudad, que ya había conocido un importante declive bajo Bizancio, quedó sumida en el más espantoso atraso durante tres centurias, que los historiadores llaman “los siglos oscuros”. El poder político fue trasladado a la fortaleza de Mistrá, en una montaña cercana, ironías de la historia, a las ruinas de Esparta. Atenas, que en su peor momento llegó a tener tan solo 4.000 habitantes, se convirtió apenas en capital de un kaza, un distrito administrativo otomano, aunque en realidad no era más que una insalubre e insignificante aldea de sobrevivientes, un pequeño poblado de casas precarias y pequeñas mezquitas apiñadas en la ladera norte de la Acrópolis, bajo el lugar donde hoy quedan los pintorescos cafés y restaurantes del turístico barrio de Plaka.

Cuentan que una parte de los atenienses, los que no murieron por el hambre y las enfermedades, huyó, a Italia y Europa los que pudieron, a las montañas del norte la mayoría, donde trataron de rehacer su vida bajo las más duras condiciones y donde algunos comenzaron una larga resistencia armada. Estos guerrilleros, los klefthés, se convirtieron después en héroes de muchas leyendas y canciones populares, las llamadas kleftiká. A los que quedaron en Atenas, los invasores “generosamente” permitieron conservar su religión, su lengua y su cultura a cambio del pago de un impuesto. Sin embargo, no sería tan fácil acabar con la milenaria lengua de los helenos, ni menos con la fe en Cristo. Algunos viajeros de la época reportan la existencia de ciertas “escuelas secretas”, las krifó skholío, en Atenas y otras ciudades del mundo griego. Allí se estudiaba la lengua griega, imprescindible para leer la Biblia y el Nuevo Testamento, pero también se leía a los viejos filósofos y poetas. Así, gracias a estas escuelas clandestinas se mantuvo viva la religión ortodoxa, pero también la milenaria tradición de la cultura helénica, su riquísima civilización, durante los siglos oscuros.

Recuerdo que (cuando aún se podía) una vez escuché en la televisión alemana una entrevista al corresponsal de un diario europeo en Caracas acerca de la situación venezolana. Le preguntaban por qué la comunidad internacional no ha reaccionado debidamente ante el espanto que estamos viviendo. El corresponsal aventuraba una explicación personal: decía, y tiene razón, que quizás la situación venezolana no se puede comprender a través de parámetros europeos. Que los términos “crisis política”, “crisis económica” o “crisis humanitaria” quizás no sirven para describir la complejidad y magnitud de lo que está pasando. Entonces le preguntaron cómo definiría él, con sus propias palabras, nuestra situación, a lo que respondió después de pensarlo un poco: “tal vez lo que se está viviendo ahora mismo en Venezuela es un colapso de la civilización”.

Las palabras del periodista nos pudieran parecer exageradas, pero cuando pensamos en los saqueos, los linchamientos, los delincuentes quemados vivos, los ajusticiamientos, las personas descuartizadas y lanzadas a los ríos, en cómo se accidenta un camión y el conductor, en vez de ser auxiliado, es asaltado y el camión saqueado; en cómo algunas personas, valiéndose de su posibilidad de acceder a ciertos alimentos y medicinas, los revenden cincuenta y cien veces por encima de su valor, sabiendo que un paciente, si no toma esa medicina, puede morir, y el revendedor se aprovecha de eso sin el menor remordimiento; y que, además, a muchos venezolanos todo esto les parece no solo normal sino incluso “lógico”, terminamos por pensar que nuestro periodista no está nada lejos de la razón. La salvajización y el envilecimiento generales son evidentes.

Posiblemente a nuestro periodista se le vino a la mente el libro Colapso de Jared Diamond (2005), que estudia por qué algunas civilizaciones perduran y otras no. Sin embargo, el término me parece acertado por otra razón. “Colapso”, que yo recuerde, viene del verbo latino collabor, que significa “derrumbarse”, “desplomarse todo en conjunto”.

Eso implica que después de la ruina cabe siempre la posibilidad de la reconstrucción. El tiempo debería llegar en que volvamos a construir el edificio grande de la cultura y de los valores del venezolano, igual de bonito pero con mejores materiales y más sólidos. Como dice el escudo de la Universidad del Zulia: Post nubila Phoebus, “Después de las nubes, el sol”. O como me decía mi sabia abuela: “hijo, llueve y escampa”.


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