Perspectivas

Cuando los dioses decepcionan

11/08/2018

La muerte de Hipólito (1611), de Peter Paul Rubens. Fotografía de HEN-Magonza / Flickr

Todo aquel que se acerque a las tragedias de Eurípides quedará sorprendido de la forma como allí son mostrados los dioses. En Hipólito, con la que por cierto ganó el primer premio de las Dionisíacas del año 428 a.C., Afrodita se encuentra extremadamente indignada porque el joven no le rinde los correspondientes honores. Resulta que Hipólito, en realidad todavía un adolescente, desprecia los placeres del amor y prefiere vagar por los campos dedicándose a cortar flores silvestres y atrapar animalitos de monte, rindiendo más bien homenaje a Artemisa, la diosa de la caza.

Por supuesto que Afrodita no está dispuesta a aceptar semejante afrenta, y hace tiempo prepara un castigo ejemplar para el casto príncipe. En el prólogo de la tragedia aparece, muerta de rabia, explicando con lujo de detalles el terrible destino que espera a Hipólito: hará surgir en su madrastra, Fedra, un amor irresistible que la haga enloquecer de ciega pasión por el joven. Hipólito, por supuesto, rehusará asqueado los requerimientos de la reina, y ésta, en injusta venganza, lo acusará falsamente ante su padre. Dirá que ha sido él, el muchacho, el que ha tratado de propasarse. Y el rey Teseo, ¿a quién le va a creer? Echará al príncipe del reino de Trecén, su tierra, y lanzará contra él la más terrible de las maldiciones. En la última escena aparece un mensajero horrorizado, contando cómo es que ha sido el desdichado final del muchacho: camino del exilio los caballos que llevan su carro enloquecen a causa de la maldición, se desbocan y se estrellan contra unas rocas. Hipólito muere despedazado.

En Bacantes la venganza de los dioses no es menos terrible. En ella se muestra a Dioniso llegando a Tebas, ciudad que niega su condición de dios y no le rinde culto. Dioniso llega dispuesto a hacer valer su naturaleza divina y vengarse de aquellos que se oponen a que se le hagan los correspondientes sacrificios, entre ellos el mismo rey Penteo y su madre Ágave. El rey sabe que las mujeres que se entregan al culto de Dioniso enloquecen y caen presa de delirio báquico. Por eso ha mandado a apresarlas a todas, y en especial a un extraño extranjero que las trastorna y que anda diciendo que Dioniso es un dios. En realidad el extranjero es el dios mismo, que cae prisionero sin apenas oponer resistencia.

Entonces Dioniso ejecuta su venganza: hace que Ágave enloquezca y se sume al coro de las bacantes. Por otra parte, incita en Penteo curiosidad por ver el delirio de las mujeres. Disfrazado él también de mujer, marcha por la noche al monte Citerón, donde éstas se encuentran. Pero se acerca demasiado y es atrapado por su propia madre, Ágave, quien, enloquecida, lo descuartiza con sus propias manos creyendo que se trata de un cabrito. Frenética y delirante, Ágave se presenta en la ciudad mostrando su presa, en realidad, los miembros sangrantes de su propio hijo. Entonces Dioniso, que se ha liberado de su prisión, la libera también a ella de su locura y Ágave, horrorizada, observa ante todos el crimen que ha cometido.

En Ión esta vez el malo es Apolo (sí, Apolo). Creúsa es una princesa ateniense de la que el dios se ha encaprichado. La seduce y la joven, aterrada por la posibilidad de ser descubierta, abandona el fruto de esa seducción al pie de la Acrópolis. Entonces Hermes se conduele del expósito y lo lleva para que sea adoptado en el oráculo de Delfos, que es, recordemos, un santuario de Apolo. Allí, el joven Ión crecerá como esclavo del templo. Con el tiempo, Creúsa casa con Juto y ambos reinan sobre Atenas, pero no pueden tener hijos. Intrigados, acuden al oráculo a preguntarle al dios si acaso Creúsa es estéril, a lo que Apolo, claro, no tiene la menor intención de responder. Prefiere mil veces que se piense que el oráculo no sirve antes que revelar una verdad que lo compromete.

Creúsa, desesperada por el silencio del dios, decide denunciarlo. Cuenta la historia de su seducción e increpa a Apolo con las palabras que cualquier mujer usaría contra el hombre que la ha engañado (malvado, indigno, desgraciado…), pero el dios se mantiene mudo. Entonces Atenea (cuándo no, Atenea) acude alcahueta, como verdadero deus ex machina, a lavar la cara de su hermano. Como en cualquier culebrón que se precie, revela a Ión quién es en realidad su verdadero padre, y de paso lo entera de que es un príncipe. Pero le dice también que no tiene nada que reprochar a Apolo, pues éste nunca lo abandonó, sino que dio la orden a Hermes de que lo llevara al oráculo con el fin de salvarlo. Por esta vez, todos contentos.

A veces a los clasicistas nos cuesta un poco entender eso de que los dioses de los antiguos griegos eran «antropomórficos». Pensamos que significa que tenían forma humana. Y sí, pero también significa que encarnan lo mejor y lo peor que podemos llegar a ser. Los dioses griegos son, en efecto, hiperbólicamente humanos. Son poderosos, fuertes y hermosos en demasía, pero también pueden llegar a ser vengativos, malvados, retorcidos, mentirosos, traidores y crueles en extremo. Esta concepción implica también que nuestra relación con los dioses se humaniza demasiado. Los dioses nos inspiran temor y veneración, pero también pueden decepcionarnos.

En el año 431 a.C. los atenienses entraron en guerra contra los espartanos en lo que se conoció como la Guerra del Peloponeso. Miles murieron y Atenas llegó a ser destruida. Para completar, al año siguiente se declaró una peste que causó innumerables muertes en la población, empezando por la del propio Pericles. Los dioses, que antes habían auspiciado el auge y la grandeza de la ciudad, ahora la abandonaban, la traicionaban. Es la decepción que se huele tras los versos de Eurípides.

Con la llegada del dios de los cristianos nuestra relación con el mal cambió radicalmente. Ya no nos fue posible achacar a la traición de los dioses nuestras desgracias, ni pudimos desconfiar más de la impecable rectitud de la voluntad divina. Ahora tenemos un concepto cruel y complejo llamado libertad. Sin embargo el mal sigue ahí, y sigue causando sufrimiento. Ante la realidad de su existencia no nos queda más que preguntarnos por qué, y seguir confiando en un mejor futuro.


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