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“Caracortada” no acepta la amnistía o el fin de los tiranos

10/02/2019

Al Pacino como ‘Caracortada’ en la película Scarface (1983). Universal Studios | IMDB

Amnistía, s. Magnanimidad del Estado para con aquellos delincuentes a los que costaría demasiado castigar”
Ambrose Bierce: El diccionario del diablo.

 

En República IX, Platón demuestra que, en el tirano, el alma apetitiva somete tanto a la racional como a la pasional. Esto provoca la total caída del carro alado, el símil con que Platón, en el Fedro, ilustra su distinción de las tres partes del alma, y la tragedia moral humana.

Sin embargo, en los diferentes tiranos, no es uniforme la sumisión de lo pasional a lo apetitivo, pues hay tiranos en los que predomina lo pasional sobre lo apetitivo. En este caso, el honor se sobrepone al cálculo utilitario. Son los déspotas que deciden morir con las botas puestas.

Cuando se necesita ilustrar esto, no hay mejor imagen que el final de la película Caracortada (1983) de Brian de Palma, con Al Pacino en el papel protagónico de Tony Montana, un capo de la droga con ambiciones de grandeza. La película se ha convertido en objeto de culto. Sus frases se han vuelto célebres.

La escena a la que queremos hacer referencia es la del desenlace, donde Tony se enfrenta solo contra una banda enemiga. Es un momento épico. El gánster es capaz de hacer frente a un buen número de enemigos disparando con un rifle lanzagranadas, mientras vocifera:

“¡Necesitan un maldito ejército para matarme! (…) ¡Vamos! ¡Vengan por mí! (…) ¡Soy Tony Montana! ¡Querer joderme a mí, es joder al mejor!”.

A pesar de todo, Tony es derrotado, pero ha demostrado su condición de irreducible. El cuerpo sin vida de Tony queda tendido, irónicamente, en una fuente de agua que contiene un globo terráqueo con su lema personal: “El mundo es tuyo”.

Las bestias indomables

Montana encarna el arquetipo que muchos dictadores quisieran representar, aunque no siempre lo logran. Un tirano que murió en sus trece fue el protagonista de Macbeth, una de las más vigorosas obras de Shakespeare. Como dijo Schlegel, después de la Orestíada de Esquilo «la poesía trágica no había producido nada más grandioso ni más terrible».

Seducido por la profecía de las Hermanas Fatídicas, Macbeth traiciona y asesina al rey legítimo para usurpar el trono. A partir de allí, un clima iracundo gobierna el drama hasta el cumplimiento de la profecía. Los pronósticos de las hechiceras constituyen la revelación a Macbeth de sus ambiciones más ocultas. Así transforman al leal guerrero en traidor, y lo hacen caer en una trampa fatal. Aunque el personaje es arrastrado por la tentación de poder, sufre remordimientos que hablan de su perdida nobleza.

Después de sufrir la crueldad de Macbeth, hacia el final de la obra, sus enemigos atacan el castillo donde ha establecido su defensa. Él cree que las brujas le vaticinaron que sería invencible, pero va descubriendo, a su pesar, la ambigüedad de la profecía. En el ataque definitivo, Macduff da muerte a Macbeth. Se cumplen así los augurios crípticos, y Malcolm, el sucesor legítimo, sube al trono.

Si pasamos a una era más reciente, nos encontramos con otro tirano acorralado: Sadam Hussein. Su caída comienza cuando se convierte en chivo expiatorio de los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York. El presidente estadounidense George W. Bush incluyó a Irak, junto a Irán y Corea del Norte, en un club de villanos, el »eje del mal».​ Dos años después, una coalición formada por EE.UU. y sus aliados declaró de nuevo la guerra a Irak y le pidió la rendición a Sadam.

A pesar de las bravuconadas del dictador, quien amenazó a Occidente con la “madre de todas las guerras”, los aliados invadieron al país con facilidad. Nada pudieron hacer los 600.000 hombres del ejército más temible del Medio Oriente contra la tecnología norteamericana. Sadam huyó y se ocultó. El paradero del dictador fue desconocido durante varios meses hasta que, el 13 de diciembre de 2003, fue hallado escondido bajo tierra en los alrededores de su localidad natal.

Durante el juicio, Husein se mostró desafiante​ ante el tribunal iraquí. Tras dos años de juicio, Husein fue condenado a muerte por el Alto Tribunal Penal iraquí, que lo encontró culpable de haber cometido crímenes contra la humanidad.

En el momento de cumplirse la sentencia de morir en la horca, el 30 de diciembre del 2006, Husein pronunció las siguientes palabras: “Larga vida al pueblo, larga vida a la nación. Abajo los invasores. Dios es grande”.​

Rendirse es sobrevivir

Otros tiranos prefieren no luchar hasta el final y retirarse prudentemente. En la Constitución de los atenienses, Aristóteles nos cuenta que cuando murió Pisístrato, dejó la tiranía en manos de sus dos hijos: Hipias e Hiparco. El verdadero poder lo llevaba Hipias, pero tras el asesinato de su hermano Hiparco, su gobierno se convirtió en un régimen de terror y desconfianza, lo que terminó con las connotaciones positivas de tiranía que había observado Pisístrato.

Mientras, el panorama político se iba volviendo cada vez más adverso. En primer lugar, caen los tiranos aliados, Polícrates de Samos y Ligdamis de Naxos. A esto se agrega la ofensiva persa que destroza el primer imperio marítimo ateniense, creado por Pisístrato. Finalmente, surge la ruptura de relaciones entre Tebas y Atenas tras la alianza sellada por esta última con la ciudad de Platea.

Los ejércitos de Esparta, conducidos por el propio rey, Cleómenes I, consiguieron sitiar a Hipias y sus seguidores en la Acrópolis ateniense. Para salvar las vidas de sus hijos, que habían caído en poder de los sitiadores, consintió en partir al destierro, en el 510 a. C. A partir de entonces, se establece la democracia ateniense.

Noriega

Un dictador que luchó, pero al final se rindió, fue Manuel Noriega, “el hombre fuerte de Panamá”. Comenzó a destacar en la política como jefe de inteligencia de Omar Torrijos. Cuando el avión de este estalló en el aire en 1981, se rumoró que se podía tratar de un atentado promovido por el propio Noriega.

Ocupa el lugar de Torrijos, como jefe indiscutido de la Guardia Nacional, desde donde controla a los presidentes como si fuesen títeres. Juega peligrosamente a la política internacional. Se asocia tanto a la CIA como a Fidel Castro. Hasta se hace cómplice de Pablo Escobar y del narcotráfico. De esta forma, Panamá se convierte en un centro de procesamiento y exportación de cocaína, así como un paraíso para el lavado de dólares.

Ante la escandalosa gravedad del narcotráfico, en 1989, el gobierno de George H. Bush decide quitarle del medio. Noriega comete la imprudencia de declararle la guerra a Estados Unidos. Cinco días después, comienza la operación “Causa justa”, una campaña militar para invadir al país centroamericano.

Noriega se asila en la Nunciatura. Ante la imposibilidad de irrumpir en la casa del nuncio papal, las tropas recurren a la táctica de reventarle los oídos con rock pesado. Después de tres días de ataque sónico, se entrega.

Es trasladado a Estados Unidos, donde es acusado de narcotráfico. Después de pagar su condena de 30 años en Estados Unidos, no queda libre. Francia lo pide en extradición por lavado de 3 millones de dólares.

Después de Francia, tampoco queda en libertad. En 2011, viejo y en silla de ruedas, es enviado a Panamá a pagar condena por el homicidio de Hugo Spadafora, un opositor que se atrevió a denunciarlo como narcotraficante. Por esto pasa sus últimos años en una cárcel panameña, donde muere después de una operación de un tumor en el cerebro.

Según Platón, el ansia de poder es una enfermedad del alma. Es la peor patología que pueda sufrir el ser humano. La carrera de los tiranos está sembrada de crímenes que confirman su perversión espiritual. Como hemos podido comprobar, unos deciden luchar hasta el final, otros huyen o se rinden. La locura del honor criminal les impone morir antes que perder el poder, o el cálculo utilitario les aconseja vivir sin honor, pero en definitiva, sobrevivir.

La amnistía

A veces, la estrategia recomienda la amnistía. Esto significa ofrecer el perdón por los desmanes y el “puente de plata” para la huida pactada. De esta forma, se rescata la libertad de la república, aunque haya que preterir la justicia. Lo explicaba Sun Tzu en El Arte de la Guerra: “A un enemigo cercado debes dejarle una vía de salida. Si carecen de todo debes prever su desesperación. No te encarnices con un enemigo acorralado».

Durante sus gobiernos dictatoriales, la injusticia expulsa del mundo el sentido de la vida, tanto para los demás como para sí mismos. Desde el principio de los tiempos, el hombre se ha preguntado por el injusto éxito de los tiranos. Hasta en la Biblia, el hombre santo cuestiona desesperadamente:

“¿Por qué prosperan los malvados mientras se vuelven viejos y poderosos? Llegan a ver a sus hijos crecidos y establecidos, y disfrutan de sus nietos. Sus hogares no corren ningún peligro, y Dios no los castiga.” Job 21:7-9.

En el fondo del espíritu del tirano solo hay un vacío que parece repetir, como un eco, el parlamento célebre de Macbeth, quien acaba percibiendo la vida como “un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y furia, que no significa nada” (acto V, escena 5).

Frente a esa aridez existencial, lo que más rescata el sentido de la vida es la lucha por la justicia, y un especial regocijo embriaga nuestro espíritu cuando el despotismo es derrotado. Es la afortunada ocasión donde los ciudadanos le pueden gritar al opresor: “el mundo no es tuyo, el mundo es nuestro”.


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