MEMORABILIA

El baladrón

07/03/2020

[Entre los costumbristas célebres del siglo XIX venezolano destaca Francisco de Sales Pérez. Acá un texto suyo publicado en 1875]

Me voy a ocupar en hacer el bosquejo de un ciudadano que no se ocupa en nada; de un ser que gana su vida amenazando la ajena: especie de piedra suelta con que tropieza todo el mundo, y con la cual no se puede construir nada.

El baladrón no es una calamidad nueva: existe desde que se descubrió que la insolencia tiene superioridad sobre la moderación, y más ruido hace un hombre gritando que mil callando.

Entre nosotros no hay plaga más vieja: pero el baladrón antiguo era muy distinto del que nos azota hoy.

Aquel era un mocetón medio criollo y medio andaluz, rico por su regular y botarate, simpático a las mujeres, repugnante a los maridos, espada pronta, jamás puñal; mal ciudadano si se quiere, pero gallardo en la agresión y travieso sin maldad. No permitía que nadie pagara donde estaba él, a trueque de que nadie se creyera más valiente y de que todo el mundo estuviera dispuesto a aceptar los compromisos que él provocara. Era un buen bailador, billarista y coleador.

Él llegaba inesperadamente a los bailes de candil, embozado en su capote, y por quítame allá esas pajas, o por puro placer, echaba el capote atrás, apagaba las luces a garrotazos, cortaba las cuerdas del arpa, hacía volar la guitarra, lanzaba una imprecación y se quedaba en medio de la sala desierta, blandiendo su garrote, gozoso de ver que hombres y mujeres, en apiñado tropel, corrían despavoridos por dormitorios y pasadizos, como manada de ovejas a la aparición del lobo.

Tal era el baladrón de los tiempos pasados; de aquella época de inocencia, o más bien de ignorancia —anterior al revolver, cuando a nadie le ocurría reclamar su derecho, porque no le ocurría tampoco que podían negárselo; cuando la libertad y la igualdad y otra multitud de palabras hermosas, no se veían sino en algunas proclamas antiguas, y nadie averiguaba si tenían alguna significación, o si eran vocablos sonoros para dar rotundidad a los períodos.

Pero el país abrió un día los ojos; empezó a tomar y darse cuenta de todo; tradujo las palabras en ideas, puso las ideas en práctica, importó el revólver, y anuló para siempre al baladrón de los bailes del candil, que no podía existir sino al favor de la mansedumbre de aquellos tiempos.

La nueva corriente de ideas encontró resistencia en las ideas antiguas, y el choque produjo la guerra.

Con la nueva era de militarismo, de sangre, de persecución, de odios y de violencia, brotó de nuevo el baladrón, en la forma moderna que conserva en nuestros días.

El baladrón es militar forzosamente: sin machete no podría amenazar a nadie; es su arma, aunque no la tenga empeñada: la milicia es su profesión, al menos no se le ha conocido otra.

Es bueno advertir aquí que el baladrón no es liberal ni oligarca; de cualquier partido puede salir, pero regularmente está con el que manda, sin que le esté vedado ser oposicionista.

Tiene diferentes jerarquías.

El más encopetado se pasea por los corredores del palacio de Gobierno, tutea al Ministro en presencia de la gente, atropella al portero y manda trabajar de balde a los empleados subalternos.

Es una especie de poder futuro que supedita a los gobiernos débiles.

Del palacio pasa a la tesorería, y de allí a las casas de juego, que son su tertulia familiar. Se quita el saco para ostentar su revólver de doce milímetros, arrebata el mejor asiento a quien lo tenga; pide fichas a la casa y no integra su valor; tira siempre la parada más grande; dispone del dinero ajeno, sin consulta de sus dueños; hace apuestas de boca, y ¡ay de quien se las rehúse!

En todo caso dudoso, decide imperiosamente, y si la duda es con él mismo, la resuelve sin apelación: él no admite arbitramento, porque tiene su revólver al cinto, y, con esa ley, le sobra para tener siempre razón.

El baladrón de las cantinas es también general, pero ése no tutea al Ministro sino al amo del café; no atropella al portero sino a los mozos y al coime.

Él cena en todas las mesas y en ninguna paga: bebe cerveza a costa de todo el que le llega; y entre una copa y otra refiere una proeza, un campaña, una tropelía; y como habla tan alto, y es tan condimentado su discurso, y tiene el quepis tirado hacia atrás, y escupe levantándose el bigote, y deja ver el puñal bajo la solapa del chaleco, todo el mundo le obsequia y le cree sus mentiras y le ríe sus escándalos.

Este baladrón tiene algún barniz de educación; habla bien, es medio poeta y entiende el patois francés y la jerga de Curazao, que aprendió en sus épocas de ostracismo.

Hay otro baladrón de más baja estofa: no pasa de comandante, pero nunca está en servicio; cuando más, en depósito para tomar la ración.

Es una especie de perro que se mantiene y se ata para que ladre.

Iba a pedir perdón por haberle comparado al perro; pero caigo de pronto en que muerde también, sino las carnes, el bolsillo, sin piedad.

Este militar no viste nunca el uniforme de ordenanza: no usa más que un chaleco cerrado, con botones dorados, cuando tiene alguno; por lo regular no lo usa, porque su lujo es ostentar el pecho de pavo, que hace brotar el cinturón de cuero, cuya hebilla tiene en relieve las armas de Venezuela. Un sombrero de paja tirado con abandono hacia atrás y al lado izquierdo, y un fuete en la mano, completan su verdadero informe.

Sus puntos de parada son el mercado público o una plaza de barrio.

Este baladrón mantiene a su lado una corte de viciosos, o mejor dicho, una corte que le mantiene sus vicios; este círculo se renueva, pero siempre va con él.

Cual más, cual menos, andan todos desplomándose hacia sus costados, y tartamudeando maquinalmente esta frase: ―¡Ah comandante! ¡Este comandante es mucho hombre!…

Es cosa divertida oírle referir que la acción tal se ganó por él —que ensartó catorce con su lanza, y que el quince, de lástima, no hizo más que atravesarle las costillas, —que, al jefe cual, que pesaba doce arrobas, le hizo dar vueltas en el aire, como una tarabita, —que a un marido le sacó el viento de una estocada, porque tuvo la osadía de no querer que le robaran la mujer, —a otro le rompió el bautismo, porque saludó a su dama, —a otro le quitó el apetito para siempre, porque no la saludó, y mil bravatas más.

Y es lo más célebre que siempre hay entre los oyentes dos o tres que atestigüen el hecho con la mayor circunspección, y que jurarían, de buena fe, que lo han presenciado. ¡Tanto lo han oído!

Este baladrón es el más peligroso de todos, porque arma camorra por cualquier cosa, pide prestado a cuenta de miedo, y no suelta nunca la eterna amenaza «de que en la primera revuelta que se arme va a dar la sangre el pecho, y que no va a dejar ganado que no arree por delante, ni pícaro a quien no mate». Él llama pícaro a todo el que no se deja quitar lo que tiene.

Aquí concluyo, aunque dejo en el tintero muchas caricaturas de este personaje, que tiene, por desgracia, tantos originales en el país; pero el lector estará aburrido de los baladrones, como estoy yo.


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