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Raúl Amundaray murió el 21 de enero de 2020, quizás demasiado cerca de «Las uvas del tiempo», ese poema de Andrés Eloy Blanco que para algunos ha envejecido mal, pero que todas las nocheviejas sonaba en la radio AM, despidiendo el año con el melodrama puesto en la voz del más importante galán en la historia de la radionovela venezolana y quizás el primer fenómeno viril de la pantalla blanquinegra, cuando las telenovelas se hacían en vivo y directo.
«Madre, esta noche se nos muere un año. En esta ciudad grande todos están de fiesta…», y la voz de abuelas y tías que supieron de El Derecho de Nacer se convertían en una hermosa caja de resonancia de esa cursilería cándida que deberíamos echar un poco de menos, porque también nos compone.
No hay que tenerle miedo a lo cursi.
Al menos no tanto como a nuestra crueldad.
Me gusta la idea de afirmar que Raúl Amundaray fue el último hombre de nuestro breve procerato local que era capaz de resumir en su manera de estar todas las virtudes de esa noción de galán que como humanidad tuvimos que aprender, después de la Segunda Guerra Mundial, para poder aferrarnos de algo.
Y aunque mucho se dirá, en medio de este luto, de su figura protagónica en históricos culebrones y dramáticos memorables, si hay algo que nos enseña el pop es que sólo se tiene verdadera influencia en lo humano cuando consigue lugar en la comedia.
Durante la década de los ochenta, cuando en el exitoso mundo de la telenovela a color Raúl Amundaray lograba pendular entre el estereotipo del galán y la honra del primer actor como no pudo hacerlo nadie más, en Radio Rochela existía un sketch donde dos hermanas solteronas buscaban desesperadas su último tren: Flora y Hortensia. Ambas, además de rezarle a San Antonio como cada mujer católica que creía necesitar una Celestina teologal, le rendían culto a un retrato de Raúl Amundaray que lo mostraba limpio y entre sonriente y rebelde. No importaba cuál protagonista de telenovela ni cuál cantante de éxito estuviera de invitado: Raúl Amundaray era el insuperable baremo.
En un mundo donde la televisión abierta tenía más influencia en nuestro comportamiento que cualquier otra industria, Raúl Amundaray era el macho alfa rayocatódico, pero no en los terrenos vernáculos y salvajes, sino en la urbana salvación cosmopolita del país petrolero que lo tenía todo. Su nombre equivalía a sumar la idea de un traje de hombros altos y tres botones, pañuelo a juego con la corbata audaz, camisa blanquísima, peinado perfecto, dentadura impecable y un olor a lavanda y madera.
Fue él quien se atrevió a asumir un riesgo actoral solo para desmedidos como Bela Lugosi, Chirstopher Lee o Gary Oldman: Drácula, ese inmortal príncipe de la oscuridad que padece una desconexión con la idea del tiempo en lo humano, cuyo exceso de refinamiento puede mover a una burla que siempre sabe cobrar con sangre. Incluso mucho antes soportó osadías mayores, como cuando en Historia de Tres Hermanas tuvo las credenciales suficientes para soportar el peso de interpretar por primera vez a nuestros héroes de la Independencia en la vulnerable circunstancia del sentimentalismo.
Sobre Raúl Amundaray, el bueno (y cáustico) de Ramón Pasquier contaba una anécdota de aquella épica mínima. En una cena informal, a la amiga que había acompañado a Ramón se le había calentado un poco el trago de whisky. Luego de asegurarse, con mucha discreción, de que Ramón no tenía intenciones carnales con aquella mujer, Raúl Amundaray tomó con maestría dos cubos de hielo, se acercó hasta ella, la miró a los ojos y le dijo: «¿Hielo, quizás?»
Aquella manera de desbaratar la sintaxis con tanto arte y, a la vez, con tanta anacronía sólo me resulta comparable con la cruel fascinación que puede sentirse al ver, hoy en día, el desempeño magistral de un torero. Es algo que entendemos que está fuera de tiempo, que hay una violencia implícita en esa manera de leer el mundo, que no debería hipnotizarnos, pero que está ahí. Y precisamente por eso sólo tiene lugar en el exceso.
El asunto es que la bestia que enfrentaba Raúl Amundaray nunca fue un miura de media tonelada, ni el rating ni cuestionamiento alguno de su talento, sino el invencible tiempo. El tiempo y esos veintiún días de exceso, después de las uvas, que podrían resumir la cruel velocidad de la industria del espectáculo.
Quien durante años encarnó la idea de la caballerosidad aprendida, determinada por París antes que por Hollywood, de pronto dejamos que se convirtiera en un símbolo de lo caduco, de lo ajeno, de lo pavoso.
¿Qué parte de lo que teníamos tuvimos que perder para que el mítico Albertico Limonta, hijo natural de El Derecho de Nacer, dejara de parecernos una referencia para transformarse en la nostalgia de algo que no sabemos dónde se nos quedó?
¿Tendría uno de esos nuevos galanes que hoy admiramos la disciplina (y el talento) para afrontar un capítulo diario de una hora, hecho en vivo y directo, sabiendo que no cabe el error y que está entrando en la vida de millones de personas?
¿Qué vimos de malo en que alguien se ponga de pie en medio de una cena, y sea capaz de declamar con una dicción perfecta poemas enteros de aquel Repertorio Poético de Luis Edgardo Ramírez?
¿Qué fue lo que se nos rompió allá, en nuestras honduras emocionales, para que nos resulte risible una audacia tan enorme como atreverse a romper cualquier sintaxis posible y preguntarle a alguien «¿Hielo, quizás?» y hacer de ese episodio algo memorable?
Hoy habrá chistes, chascarrillos, memes.
Hoy habrá especiales, memorabilia y fotografías en blanco y negro.
Hoy habrá discos de acetato con poemas reviviendo en las agujas de algunos y en el YouTube de otros.
Hoy. Este hoy. Cuando ya no existe la mitología del rating, nos refugiamos en el streaming y lo único que podemos ofrecerle a la memoria de quienes fundaron todo lo que existe en la industria del espectáculo es un aplauso por escrito que terminará conviviendo con contenidos virales, absurdos provenientes de la fauna política y señales de tv lanzadas al vacío.
Aún así, que no se nos olvide que hubo una generación valiente de intérpretes que hacian de la telenovela un asunto vivo y de alto riesgo. Genios que compartieron el aire con Kalimán El Hombre Increíble, Martín Valiente, Santo y Blue Demon. Voces que sabían de memoria tangos, rancheras y poemas que no nos aprenderemos jamás. Hermosos locos que no se conformaron con la ficción, sino que fueron capaces de inundar sus vidas con ese exceso y construir para nosotros un universo propio, irrepetible, único.
¿Amundaray, quizás?
Willy McKey
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