Memorabilia

La casa de empeños

13/03/2022

[Francisco de Sales Pérez (Caracas, 1836-1926), uno de los costumbristas más notables del siglo XIX venezolano, solía firmar sus textos buena parte de ellos recogidos en Costumbres venezolanas (1876) y Ratos perdidos (1878) con el seudónimo de «Justo».  Fue electo, en 1895, individuo de número de la Academia Venezolana de la Lengua. El 1904 llegó a ser presidente provisional del estado Carabobo. El trabajo que publicamos apareció en El Cojo Ilustrado (Caracas) el 15 de marzo de 1898.]

Francisco de Sales Pérez

Las casas de empeños son termómetros para medir la miseria de un pueblo.

Aunque parezca extravagancia, tuve cierto día la curiosidad de penetrar en los misterios de la desgracia.

Para lograr mi objeto me fui a visitar una casa pública que tiene en el frente este rótulo:

AGENCIA DE NEGOCIOS,

y que yo cambiaría por este otro:

NEGOCIOS DE URGENCIA.

Declaro que me quedé asombrado.

Allí estaba la crucesita de oro que el padrino había regalado a la ahijada en memoria del bautizo.

¡Con cuánto dolor no había sacrificado la amorosa madre aquella prenda que le recordaba uno de los días más felices de su vida!

¡Oh!, ¡la necesidad impone sacrificios muy crueles!

Junto a la cruz estaba un medallón de oro que aún conservaba el retrato del marido ausente.

Acaso la atribulada esposa no se había atrevido a separarlo del relicario.

¿Creería que arrancarlo del marco en que la afectuosa mano del esposo lo había colocado era como separarlo de su corazón?

¿O pensaría que el medallón valía más con el retrato?

¡Pobrecita!, ¡ella ignoraba que en la balanza del interés los afectos no aumentan el peso ni el valor del oro!

Mas allá estaba un anillo de compromiso, con la fecha memorable y querida, atado a la colcha que había cubierto el lecho nupcial el día de la boda, luciendo el monograma bordado en oro.

Aquellos dos objetos estaban comprendidos bajo el mismo número y representaba el dolor de dos almas fundidas por el amor, y condenadas al martirio por los rigores de la suerte.

Pero los hijos pedían pan y era forzoso conseguirlo en cambio de lágrimas…

¡Y era preciso, además dar las gracias al usurero!

¡El sarcasmo añadido a la opresión!

–¡Qué casualidad! –me dijo el prestamista, radiante de gozo. –Ya tengo la colcha muy bien vendida a un banquero para regalarla a una bailarina cuyo nombre tiene las mismas iniciales.

–¡Horror! –exclamé en mis adentros. –¡Del tálamo nupcial, sagrado como el ara de la fe, va a descender hasta el lecho de todas las impurezas!

¡Oh muerte sublima redentora!, si no aniquilas a los opresores ¿por qué a lo menos, no redimes a los oprimidos?

¡Sea el mundo solo para los despiadados y destrócense como lobos hambrientos!

Pero, como siempre, junto a las notas tristes que conmueven el alma se encuentra el ridículo que provoca la ironía: allí en un saloncito inmediato estaba el mobiliario de una escuela.

Presidía la terrible palmeta junto al pizarrón; después, mesas de escribir, bancos, muestras, tinteros y colgadores.

–¿Y esto? –pregunté asombrado. –¿Tiene usted escuela? ¿Enseña usted lo que sabe?

–No, señor –me contestó el israelita. –Es que los preceptores tienen sus días sin sol. Cada vez que se atrasa el pago del sueldo por fuerza han de vender algún mueble para no morir de hambre. Cuente usted las mesas de escribir: cada una representa un sueldo no cobrado. Cuando el Gobierno mande pagar lo atrasado vendrán los preceptores a rescatar sus muebles: y si no vinieren nunca aquí quedará eternamente prisionera la instrucción primaria por más que sea obligatoria y gratuita.

–Según veo –le interrumpí riéndome– lo obligatorio es para los alumnos y lo gratuito para los profesores.

–Algunas veces puede entenderse así.

–¡Desgraciados profesores! –exclamé–: ¡ellos que dan el pan del alma no obtienen en cambio ni el mezquino pan del cuerpo!

Y seguí recorriendo los armarios.

Allí estaba la sagrada imagen de la Virgen junto al cuadro desvergonzado de la bacante.

La vara de marfil con puño de oro del joven libertino junto a la vara de medir del artesano sin trabajo… ¡todavía llena de cal!

El espejo veneciano que reprodujo fastuosas orgías, resto del esplendor de una meretriz abandonada, junto a la humilde máquina de coser de la infeliz obrera.

En el estante de los libros se hallaban en contubernio mudo la sagrada Biblia con las Confesiones de Rousseau, La imitación de Cristo [de Tomás de Kempis] con La doncella de Orleans de Voltaire, Los mártires [de Chateaubriand] y Graziela [de Lamartine] con El vientre de París y Naná [ambos de Zolá].

¡Así como viven en el mundo confundidos la virtud y el crimen, la humildad y la soberbia, la opulencia y la miseria, las esperanzas alegres y los recuerdos tristes: así se han reunido en aquel infierno de la desgracia millares de objetos, adquiridos algunos con afrentosos servicios, otros con crímenes infames y los más con trabajos perseverantes y sacrificios sublimes: pero cada uno representa en la «Casa de empeños» la desesperación de un momento, la miseria, el dolor!

Cuando salí de aquel bazar de las angustias, sumido en tristes reflexiones, pasaba un joven enriquecido al acaso con el sudor del pueblo.

El polvo que levantaban los cascos de su soberbio peruano me manchó el vestido…

¡Anda! –dije para mí –¡algún día vendrán tus joyas a reunirse con el espejo veneciano de la meretriz abandonada!

¡Igual origen, igual fin!


ARTÍCULOS MÁS RECIENTES DEL AUTOR

Suscríbete al boletín

No te pierdas la información más importante de PRODAVINCI en tu buzón de correo