Domingos de ficción

Domingos de ficción: Bandera en alto

Fotografía de LearningLark, tomada el 19 de noviembre de 2019.

10/01/2021

Continuamos la Quinta Temporada de Domingos de ficción dedicada a relatos distópicos, bajo la curaduría de Carlos Sandoval. Presentamos el texto de Juan Carlos Méndez Guédez (Barquisimeto, 1967), licenciado en letras por la Universidad Central de Venezuela y doctor en literatura hispanoamericana por la Universidad de Salamanca. Narrador de amplia trayectoria reconocido por la crítica, pero sobre todo por varias generaciones de lectores. Ha publicado, entre otras, las siguientes novelas: Árbol de luna (2000), Una tarde con campanas (2004, 2012, 2015, 2018), Tal vez la lluvia (2009 —Premio Internacional de Novela Ciudad de Barbastro), Arena negra (2013 —Premio Libro del Año, Venezuela), Los maletines (2014), El baile de Madame Kalalú (2016, 2017), La ola detenida (2017, 2018). Y los libros de cuentos: Hasta luego, Míster Salinger (2007), Ideogramas (2012), La noche y yo (2016), La diosa de agua (2020).

El mundo hoy amanece más oscuro. Terminaba yo de poner el punto final a mi nueva novela (ya contratada en catorce idiomas desde la Feria de Fráncfort) y un lector incondicional me gritó desde la calle que había fallecido Aldo Udella, mi mentor, mi adorado guía, la voz del siglo XX que prolongó en éste su fulgor y su palabra, el séptimo premio Nobel italiano de literatura, el cantor de la justicia y la poderosa rebeldía.

Es tanto lo que se nos va con la muerte de Udella. No solo el esplendor de su obra literaria y de esa grandísima novela: El contrataque, donde reflejó en primera línea la gesta del año 45, cuando un desmoralizado ejército nazi, al conocer el suicidio de su gran líder logró reunir fuerzas, hizo retroceder a las fuerzas aliadas y conquistó Moscú como justa represalia, con lo que al fin hizo trizas a ese engendro del mal que significó la URSS, y de paso acabó con el comunismo que azotaba al planeta.

Se nos va mucho con la muerte de Udella: su ejemplo ético, su constancia, su coherencia, su terca manera de vivir.

En un mundo en el que después del derrumbe sucedido en el 89 dentro de varios de los países nazis en los que el desviacionismo había convertido el sueño del Fuhrer en una burocracia insufrible, Udella no escurrió el bulto, Udella no renegó de sus sueños de juventud ni de su febril militancia y repitió una y otra vez, que el nazismo había salvado a la humanidad de una gran catástrofe, que había logrado ordenar un mundo que se dirigía al caos, a la destrucción, al mestizaje incontrolado, al libertinaje.

Es una actitud que gracias a su influencia se ha prolongado en esos libros míos que de manera injusta hoy se venden mucho más que los suyos. Espero que su muerte remedie esta injusticia y que de nuevo los lectores reencuentren el esplendor ficcional de Udella.

Merecidísimo fue su premio Nobel. Desconozco el motivo de que tan mundial acontecimiento no se haya reflejado en la proyección actual de su obra. Por eso en medio de las lágrimas, ruego a mis lectores, a la inmensa masa de críticos que trabaja mis novelas, que sean justos y buenos, que también muevan su mirada a esa selecta obra en la que no solo hay gran literatura, sino el testimonio de un hombre valiente que jamás se resquebrajó ante los caprichos de la historia.

Notorio ha sido su fiel apoyo al gran Imperio Dominicano, esa pequeña y resistente revolución nacionalsocialista que desde una isla latinoamericana ha preservado lo mejor del legado de justicia, orden y fuerza, que surgió de esos inquebrantables guerreros que a mediados del siglo pasado dieron su sangre para salvar al mundo. Ni siquiera el manipulado incidente de Pedernales hizo temblar su coherencia; cuando muchos traidores cayeron en la trampa de deslindarse de tan hermosa y atacada revolución por el supuesto ametrallamiento de veinte personas que intentaban huir hacia Haití, él con su silencio dio una lección ética, dio una respuesta más poderosa que cualquier palabra. Los traidores no merecen el llanto del mundo noble y valiente.

Solo lamento que en las últimas semanas Udella intentase comunicarse conmigo por varias vías sin que fuese posible que conversáramos. Yo estaba concluyendo mi nuevo libro, estaba en plena gira por Estados Unidos promocionando mis obras completas que allí están arrasando en las listas de ventas, y las veces que intenté contactarlo me negaron el acceso. ¿Qué añoraba decirme? ¿Qué último sabio consejo deseaba darme? Nunca lo sabré; el entorno del escritor se hizo muy espeso e impenetrable los últimos años.

Pero su gloria no acepta matices.

Mientras concluyo estas emocionadas palabras, recibo la noticia de que tres idiomas más se suman a la lista de traducciones de mi nuevo libro.

Dedico emocionada este éxito a quien tanto me enseñó sobre el vivir y sobre la escritura. Te despido, Udella, con la bandera en alto de los más bellos sueños.

Será hija de puta, pensó.

La imbécil de Nina Valdehorras siempre lograba superarse, reflexionó Antonella esa mañana cuando terminó de leer en la computadora. Había advertido a la gente del periódico que no le pidiesen a ella la necrológica; lo hizo pensando en la insufrible vanidad de aquella mujer. Pero jamás esperó esa puñalada final, ese comentario en el que casi daba a entender que Udella se encontraba secuestrado por su propia esposa.

Miserable, trepadora insufrible. Nina nunca le gustó. Udella la admiraba y llegó a decir que sería su heredera, pero ella siempre le advirtió que esos labios tan gruesos ocultaban alguna mezcla indeseable en el pasado de esa mujer tan pálida como la harina y tan peligrosa como el veneno.

Antonella se sirvió un café; envió varios correos electrónicos para cerrar detalles sobre la ceremonia. Luego envió una airada protesta al periódico por haber ignorado sus instrucciones de excluir a Nina Valdehorras de todo lo que tuviese que ver con el deceso de su marido; les dejó claro que, a menos que rectificasen, estarían al margen de toda información que se generase en el futuro sobre la obra de Udella.

Caminó por la sala. Acarició las fotos de su marido; retratos con Hitler en Berlín, con el presidente Lindbergh en Washington; fotos mucho más recientes con el Comandante Crespo en Santo Domingo; con el Comandante Jun en Pionyang; con el Comandante Estrada en Nueva Karakas del Karive Imperio.

Había vivido una buena vida. Aquel humilde muchacho milanés que acompañó a los nazis como periodista y que con ellos vivió la revelación de una nueva y triunfante humanidad, llegó muy lejos, y con solo tres libros de ficción se abrió paso en el difícil y mezquino mundo literario que le echaba en cara sus supuestos devaneos juveniles con grupos liberales de su país. No necesitó más; no debió mostrar con incansable trabajo el genio que su selecta obra había esparcido por el mundo. El fulgor no debe diluirse ni prodigarse. Antonella lo tuvo siempre claro, y por eso, uno de sus raros conflictos con Udella fue ese empeño suyo en anunciar cada año que se encontraba a punto de entregar una nueva novela para desenmascarar la conspiración judía liberal que pretendía destruir el mundo.

No era cierto. Udella dormía y dormía frente a la computadora. Sus manos se negaban a moverse, quizá para protegerlo de la imperfección, de la opacidad, de lo común.

Pero igual ahora los teléfonos no dejaban de sonar para preguntar si existía un nuevo manuscrito, para ofrecer cifras mareantes. Había estallado una dura competencia entre editoriales situadas en ese lugar del mal que eran los Estados Unidos; ese espacio degenerado que no levantó cabeza desde que unos tribunales impidieron la tercera reelección de Lindbergh, y el país regresó a su desorden, a su banalidad consumista, a esa disgregación previa al tratado del 46, cuando los Aliados y el Eje firmaron la paz y convivieron razonablemente.

¿Pero qué pretendía Nina Valdehorras con ese comentario final de su necrológica?

Desgraciada, mala bicha, alacrán, serpiente. Los elementos para una estúpida historia de terror parecían servidos; la esposa treinta años más joven que se aprovecha de un hombre en declive.

Nunca le gustó Nina. Esos labios gruesos gritaban al mundo una mancha en su pasado; una espeluznante mezcla entre razas no compatibles; una de esas combinaciones inasumibles para quienes militaban en el nacionalsocialismo, y que sabían, como se acordó en el tercer Congreso de 1950 que, si bien no había evidencias científicas para asumir la existencia de razas superiores, desde luego, era aberrante e inhumana la mezcla racial. Cada quien con los suyos y con nadie más. Cada quien en su casa y con los propios; por lo que solo quienes exhibiesen en su pasado siete apellidos de su propio grupo racial podían militar en el Partido.

Despreciable Nina. ¿Sabría algo inadecuado?

ALDO UDELLA: SOY UN NAZI LIBERTARIO

El autor se encuentra exultante. Se reedita por vez número veinticuatro y en cinco países a la vez su primera obra: El contrataque. Una pieza maestra que tuvo brillantísimas prolongaciones en sus dos novelas siguientes: Patria y líder; y La fábula de la araña Pastartú. No ha necesitado más para convertirse en referencia mundial y ganar el Premio Nobel.

Sus lectores llevan muchos años esperando un nuevo libro, que usted ha anunciado varias veces.

Viene en camino. He aprendido mucho sobre el arte de la ficción, pero no quiero apresurarme. Varias veces he estado a punto de entregar esa nueva obra a la imprenta, pero me entran las dudas. ¿Necesita el mundo un libro sobre algo que es tan obvio como la degeneración que producen las democracias? ¿Necesita el mundo una nueva señal de que el judaísmo quiere esclavizarnos y de que es un error tirar al cesto de la basura todo lo que el nazismo ha aportado a la humanidad después de los tratados de paz del año 46? Hay momentos desoladores en que pienso que no; que callar es el modo de mostrar mi espanto ante lo que vivimos. Mientras usted y yo hablamos, cada cinco segundos una persona muere de hambre por culpa de gobiernos débiles, efímeros, en los que no existe la figura de un líder fuerte y vitalicio, en los que no existe un ordenamiento de la economía al servicio del Partido y del pueblo. Caos, caos, todo es caos, salvo pequeños focos de bella resistencia, como el Imperio Dominicano o el Imperio Karibe o el Imperio de la Korea norteña. Vivimos en un terrible e injusto caos, producido por la disolución, por el libertinaje, por la globalización económica que privilegia la razón de los banqueros por encima del espíritu de los pueblos puros. Así que me pregunto, ¿vale la pena volver a publicar en este mundo desolado? Pero la respuesta es sí; por lo que pronto los lectores tendrán en sus manos mi cuarto libro.

Menciona usted esos imperios nazis de resistencia. Pero vive usted en Francia desde hace muchos años, rodeado de democracia.

Es un gran tópico esa pregunta. La suelen repetir siempre, como si pudiese afectarme o hacerme entrar en alguna contradicción. Viajo mucho a esos amados imperios; varias veces al año, y les entrego todo mi apoyo moral y mi voz para romper las mentiras con las que castigan sus procesos de liberación. Pero sí, vivo en París, y de allí no me voy a mover, porque es un modo de combatir desde dentro la miseria y el engaño de las democracias. No lo hago del todo a gusto; sufro con las barbaridades que contemplo; sin ir más lejos, hace dos noches escuché unos gritos tremendos en mi calle, y me asomé y lo que vi me produjo arcadas: un mulato estaba sobre una chica rubia y retozaban en medio de la madrugada sin ningún pudor. Se decían cosas procaces, terribles. Llamé a la policía, pero claro que no me hicieron mayor caso. ¿Se imagina los monstruos que pueden nacer de relaciones como esa? ¿Sabe usted el dolor que causará a la humanidad la creación de esos engendros confusos que surgen de esas miserables pasiones? Esa es solo una de las miserias de las democracias, pero lo asumo, allí hago mi obra. Nada me gustaría más que tener la libertad de irme al Imperio Dominicano a vivir en una sociedad ordenada y llevada con pulso firme por su Comandante o por su hermano que heredará el poder. Pero no puedo, y no puedo por razones domésticas. Todas las mañanas, antes de trabajar, salgo de mi piso en la rue Ortolan, y doy un paseo con Antonella, mi segunda esposa. Y paseamos entre los puesticos con frutas y flores y las ventas de chocolates. Pero sobre todo vamos a la panadería y compramos cruasanes. Mi mujer Antonella no puede vivir sin los cruasanes de París. Hemos intentando comerlos en otros sitios, pero no hay manera, no saben igual. Y yo para escribir necesito que Antonella sea feliz, y ella es feliz con sus cruasanes parisinos.

Son razones curiosas para un nazi de toda la vida.

Porque lo soy. Y no me imagino siendo algo distinto. Pero quizá soy un nazi libertario. Alguien que no deja de buscar nuevos matices. Eso vale para las grandes decisiones que el Partido tomó a nivel mundial, cuando en los años ochenta aceptó que los homosexuales que expresasen su amor por Hitler también tenían derecho a formar parte del movimiento; lo mismo que las mujeres, que ahora también tienen responsabilidades de liderazgo; pero también vale para los cruasanes de mi Antonella.

¿Y qué siente al ver reeditada su novela inicial?

Satisfacción infinita. Es un libro vivo. Muchos eran quienes me criticaban por no hacer lo que el impresentable de Simenon, que pensaba que ser escritor era escribir todo el tiempo y no una mesurada contemplación del alma. Pero allí continúa palpitante mi novela y las otras dos, que también serán reeditadas pronto y que incluso prefiero; porque en La fábula de la araña Pastartú, por ejemplo, creo que ahondo más en la condición humana; pues es una novela más reciente y allí el horror tiene nuevos matices.

Ese libro alegórico es un ataque frontal a la democracia.

La democracia es una tomadura de pelo. Solo nos permite mudar un gobierno por otro, y todos son lo mismo: esclavos del capital que ya sabemos se encuentra en manos judías. El orden, la justicia, la épica, la distribución correcta de la riqueza no se consiguen en democracia. Hablamos de regímenes afeminados que intentan la negociación, que niegan con sus leyes el derecho natural de los más fuertes a decidir por el resto, que desconocen la necesidad de liderazgos nítidos, y prohíben los aportes que los elementos “indeseables” de la sociedad pueden hacer sin regulaciones absurdas. De eso hablo en esta novela que muchos jóvenes en mis viajes por el mundo me comentan encantados. Y entiendo a esos chicos, ellos viven la pesadilla del desempleo, del vértigo de las vidas aisladas, sin un Partido fuerte que les garantice vivienda, rodeados por una propaganda perenne que promueve la promiscuidad.

¿Y qué recomienda a esos jóvenes?

Que no lean a Tabucchi; un impresentable que escribe artículos solo para no nombrarme; que lean a Nina Valdehorras, una escritora valiente, feroz.

Y sobre todo, y en primer lugar, les diría a los jóvenes que compren mis libros, que los lean, que los regalen. Es un modo de resistencia ante el libertinaje. Además, los cruasanes de Antonella están subiendo de precio.

Sería un día de muchos disgustos. Supuso que reproducirían otra vez esa infeliz entrevista que ella odió desde la primera vez que la tuvo entre sus manos. Se indignó tanto en esa ocasión que se marchó a Italia con su familia un par de semanas. Si se quedaba en casa le diría a Aldo que era de mal gusto inventarse esa historia de los cruasanes e insistir en esa animadversión con Tabucchi.

Le gustaban, claro que le gustaban los cruasanes, pero era Aldo quien no se planteaba moverse jamás de su apartamento parisino de doscientos metros. Decía que entre él y París había surgido un amor más allá de las ideas, que él no correría tras las bellas revoluciones, sino que tenía la esperanza de asomarse un día a su balcón y contemplar las banderas con la cruz gamada recorriendo otra vez la ciudad como lo hicieron en los años cuarenta antes del pactado retiro de las tropas del Fuhrer.

Claro que era más fácil decir que lo hacía por amor a ella. Por eso en cuanto pudo, en cuanto a él le llego el cansancio mental, la propia Antonella se ocupó de asistir a todas las entrevistas y matizar cuando a él se le escapaba una incorrección. Un proceso que purificó el discurso de Aldo, que lo hizo más nítido, y que se mantuvo cuando él ya solo pudo responder cuestionarios por escrito y ella comenzó a escribir en su nombre las respuestas adecuadas.

¿Conocería esos hechos la impresentable de Nina? ¿Sería por eso que se sentía autorizada a cuestionar en público los cuidados que ella le ofrecía a su marido?

Releyó la necrológica. Esa referencia a Pedernales la estremeció. ¿La senilidad de Aldo había podido traspasar las barreras que Antonella había colocado para protegerlo y había llegado alguna información equívoca a esa mala serpiente de la Nina?

Cierto que ella llamó esos días alegando que el premio Nobel deseaba hablar con ella, pero Antonella respondió que Aldo se encontraba muy ocupado escribiendo.

¿Y si su esposo había conseguido un camino alterno para comunicarse con Nina?

Antonella recorrió la casa. Verificó una vez más que aquel papel mugriento que encontró debajo de la almohada de Aldo estuviese en el cesto de la basura; roto en pedazos, indescifrable, ilegible. Resopló. Lo sacó trocito a trocito y prefirió quemarlo. La basura era un lugar donde los curiosos, los detectives y los periodistas solían buscar datos ocultos.

Antonella tomó un cruasán y lo mordió. Luego suspiró fastidiada: la luz de París flotaba en las ventanas como un polvo dorado, indeciso.

@paolofrías Tristeza por la pérdida del gran Aldo Udella. Voz preclara, que comprendió que el nacionalsocialismo fue la llave política que abrió las puertas de la historia. Honor a su legado.

@nazionynazion Se nos va uno de los grandes. Aldo Udella. Un hombre valiente que no renegó de su pasado combativo y pardo.

@naomi91 Un canalla menos en el mundo. Justificó los campos de concentración del siglo pasado; apoyó la esclavitud de quienes consideraba inferiores, hizo silencio ante las masacres recientes en el Imperio Dominicano y el Imperio de la Gran Venezuela Karive. Que lo lloren las hienas.

@pierrelemoine Controvertido personaje; Aldo Udella; figura indiscutible del siglo XX. No dejaba indiferente; se le amaba o se le odiaba. Parte fundamental de la historia.

@ñamita29 ¿Será verdad que los últimos años Aldo Udella estuvo secuestrado por su propia mujer? Pobre hombre. No comparto sus ideas, pero era buen escritor y muy simpático. ¿Qué escondía su familia?

@pedrobrasa Si los nazis no le hubiesen ganado la guerra a la URSS, hoy serían escoria y olvido. Y después de la debacle social y económica del bloque nazi en el 89 parece mentira que todavía tengan defensores como el impresentable de Aldo Udella.

@amazonapoitier11 Nos queda la tristeza por la pérdida de un gran hombre. Lo acompañó siempre su amor a la verdad, su odio a las injusticias, a la cobardía. Aldo Udella: mueres, pero habiéndote sembrado.

@onzadeoro He amanecido con un Sena triste paseándose por mis ojos. Aldo Udella: voz de la verdad que durará mil años.

@belenitarosso Yo a Udella lo veía siempre paseando por la rue Jean Clavin; muy elegante; luego vi que la esposa lo llevaba arrastrado del brazo, como con rabia. Pobrecito. Y ya no lo vi un lunes y ahora me dicen que murió.

Antonella respiró con dificultad. Desgraciadas redes. A ese ritmo, aparte de los merecidos homenajes, en un par de horas estarían diciendo que ella envenenó a su marido y lo cortó en trozos. Quizá la necrológica de Nina estaba avivando esas fogosas sospechas. Pedazo de alacrán. Mal bicho.

Entró a la habitación para vestirse. Ya la habían llamado desde la funeraria para advertirle que la sala se encontraba a punto. Se vistió con ropa discreta: colores apagados, mustios, pero nada de color negro. Aldo odiaba esos gestos que en su opinión eran debilidades cristianas o costumbres propias de pueblos inferiores y primitivos.

El teléfono volvió a sonar. Otra editorial hacía una jugosa oferta por alguna novela inédita de Udella. Les dijo que luego los llamaría; usó el mismo mensaje que con las anteriores; no descartó que existiese el libro y les pidió tiempo para revisar en los archivos del autor.

Lo cierto es que la semana anterior, cuando él ya casi había perdido la consciencia, ella comprendió que debía tomar previsiones. Tal y como sospechaba no había novela ninguna en su disco duro ni en sus archivos de papel. Aldo se marcharía sin dejarle un respaldo para el futuro.

Estuvo un rato mirando las decenas de entrevistas en las que su esposo anunciaba aquella dichosa novela que jamás había iniciado. Sus energías se desviaron hacia la vacilación, hacia la torpeza de sugerir que denunciaría públicamente que el incidente de Pedernales era una masacre. Quizá por eso mismo, Aldo comenzó a hablar sin tapujos de aquellas tres amantes que lo acompañaron en décadas anteriores mientras Antonella se ocupaba de cuidarlo.

Ella fingió ignorarlo, pero tomó nota de los datos sueltos que él fue dejando caer.

Luego, a solas, juntó las entrevistas de su esposo en un archivo y las retocó hasta desfigurarlas: cambió fechas, el orden de las respuestas, cambió adjetivos, los nombres de los medios de comunicación, de los periodistas. Inventó un título: Las nuevas fábulas. Le agradó el resultado: aquel material sería una ficción sobre la impotencia, sobre la fuerza que se desgastaba en anunciar lo que nunca llegaría. Una narración construida por entrevistas que avanzaban, retrocedían, agregaban datos, omitían otros. Imaginó a los críticos salivando con ese proyecto y a los lectores fieles encantados con ese giro tan posmoderno.

Ahora que finalizase el entierro, vería cuál de las ofertas editoriales era la más interesante para iniciar una negociación. Podía sacar más de lo que le estaban ofreciendo; solo debía apuntar bien.

Lo único que ralentizaba el éxito de su operación eran esas vacilaciones finales de Aldo y la historia de las tres amantes. Debía neutralizarlo todo de inmediato. No sería nada demasiado grave, aunque sí enojoso.

Al hablar de sus amantes, Aldo mostró ese ablandamiento del espíritu que se hizo más patente cuando poco tiempo atrás, al ver las noticias de los ametrallamientos de Pedernales, comenzó a lloriquear y a murmurar frases incomprensibles que Antonella resolvió con unos poderosos calmantes que dejaron al anciano derribado y bajo control.

La ancianidad es terrible, pensó. Aldo llorando, cuando ella lo había visto en sus mejores momentos: implacable, hermoso en su fiereza. Como esa vez en que asistieron juntos a un concierto de ese famoso director de orquesta que llevaba esos rulitos tan monos. Habían viajado a Nueva Karakas para apoyar una fecha patria del poder revolucionario, y en la calle sucedió una revuelta que fue sofocada a sangre y fuego. Les costó llegar a la sala de conciertos, pero allí estuvieron en primera fila; el director de los rulitos dirigía emocionado la música; afuera estaban aniquilando traidores, llenando las calles con esa sangre maldita de los aberrados, y ellos aplaudían felices esa fiesta sinfónica que celebraba la victoria, que celebraba la muerte de los canallas; Aldo sonreía, sonreía; incluso al final abrazó al director y le dijo que gestos valientes como ese construían una nueva humanidad; música de fiesta y sin compasión para los débiles, para los fracasados, para la escoria.

Increíble. Porque meses después de esa muestra de templanza, comenzó a gemir por unas pocas siluetas flotando frente al mar de Pedernales. Se quedaba embobado mirando la ventana; se agarraba a las cortinas y las lágrimas rodaban por su rostro lleno de arrugas y manchas. Qué desgracia. ¿Cómo podía transformarse así un hombre superior y convertirse en un guiñapo?

Se puso algo de base en el rostro, miró el resultado en el espejo y antes de ir a la funeraria llamó de nuevo al detective.

¿Cómo vamos?

Bastante bien; ya tengo ubicadas a dos. Falta una tercera.

Las necesitamos a todas. ¿Y lo que dice Nina? Eso de que mi marido deseaba comunicarse con ella.

Aldo lo intentó; le envió un mensaje con la chica que limpia en la casa de ustedes tres veces por semana. Pero le confirmo que no hablaron entre ellos. No se preocupe.

Antonella colgó con alivio.

Con un rápido mensaje de texto despidió a la mujer de su trabajo sin dar mayores explicaciones. Apenas le dio a entender que, con la muerte de Aldo, ella se iría una buena temporada a Italia para consolarse junto a su familia.

Llamó un taxi. Si lograba encauzar el futuro, podría contratar de nuevo un chofer; como el que tuvieron recién casados ella y Aldo, cuando sus libros no habían entrado en ese declive melancólico de ventas que la zorra de Nina Valdehorras había subrayado.

Llegó a la funeraria. Había una multitud en la puerta y varios coches oficiales. Tres ministros del gobierno declaraban a las cámaras que, si bien no compartían las ideas de Udella, era imposible no valorar su aporte a la cultura y a la discusión política. Al verla, la gente se dio la vuelta y algunos se acercaron a abrazarla. Ella recibió sus saludos con sobriedad. Jamás había tolerado las efusiones sentimentales, las pasiones fuera de control, la fragilidad que igualaba a los seres humanos con pequeños gatos aterrorizados por las luces de una autopista.

CHAT CON ALDO UDELLA

La muerte de Aldo Udella es momento propicio para recordar este chat que sostuvo con sus lectores en el momento en que se le rindió un nuevo homenaje por su obra y se celebraron los cinco años de su premiación en Suecia. Para Diario de Noticias es un placer reproducir de nuevo estas palabras.

ANAXIMANDRA: Muchos saludos, señor Udella. ¿Por qué utilizó la fábula en la tercera de sus obras? ¿Tiene objeciones al realismo?

UDELLA: No soy muy diestro en estos asuntos tecnológicos, pero mi adorada Antonella me está echando una mano con este chat. Bueno, debo decirle que no tengo objeciones a lo realista. Fue útil, fue una herramienta de conocimiento, pero desde la fábula es posible incidir más en las monstruosidades del mundo actual, un mundo donde cada cinco segundos una persona muere de hambre.

PIERPAOLO: Señor Udella, ¿se sigue sintiendo nazi después de la debacle del 89 cuando se derrumbaron muchos regímenes que crecieron bajo la cruz gamada?

UDELLA: No veo ninguna razón para no seguir siendo nazi. En el nazismo palpita la verdad humana, el anhelo de una vida mejor. Soy un nazi hormonal; tengo unas hormonas que no me permiten ser otra cosa que un nazi militante, alguien con esa obligación ética. Esos regímenes, como los llama usted despectivamente, produjeron mucha felicidad, trajeron orden, disciplina. Por algo en América Latina se mantienen y están surgiendo revoluciones nacionalsocialistas que enarbolan con dignidad esas banderas. Allí la propaganda no ha podido socavar lo que es una idea más elevada de lo humano.

ISAACÑORDI: Un placer saludarlo. Admiro su coherencia, pero igual le pregunto si no le parece reprobable que el Imperio Dominicano traslade centenares de médicos a otros países y cobre dos mil euros mensuales por cada uno de ellos. ¿No es eso esclavitud de profesionales que no forman parte de la escoria social?

UDELLA: Lo de la escoria social, incluso en estas democracias hipócritas, es visto con verdadera admiración. Quienes no sirven, deben servir, así que en estos países nazis se les obliga a trabajar para el bienestar común. Lo que me menciona; esos médicos se formaron gracias a la bondad de su líder y del régimen nacional socialista; están obligados a devolver a la sociedad lo que la sociedad les entregó.

BELENRAMZ: Lo admiro mucho. Me sorprendió que expresase su admiración por Muhammad Alí. No pensé que le interesase el boxeo, y menos las opiniones de un afro americano.

UDELLA: El boxeo no me interesa. Pero Alí hizo unas declaraciones hace unos cuantos años que se citan poco y que son una verdadera joya. Allí explicaba que él como negro solo podía estar con una mujer negra; que eso era lo correcto, lo natural y lo necesario. Y que cada uno debía estar con sus iguales. Él ponía un ejemplo sacado de la sabiduría de la naturaleza. Las mariposas rojas están con las mariposas rojas; los pájaros verdes están con los pájaros verdes; los peces dorados con los peces dorados. Mire qué sencillo parece todo cuando lo explica alguien como Alí. Llevamos años subrayando esta obviedad en el mundo y se nos sigue criticando por ello.

XITATRIX: En su segunda y su tercera novelas los personajes no tienen nombre. ¿A qué se debe este recurso?

UDELLA: En el primero de mis libros sí lo tienen, porque son personajes con identidad, personajes heroicos que han comprendido que la derrota es continua, por lo tanto, no debes escucharla. Las dos siguientes novelas las escribo cuando comprendo que la primera fase de la batalla mundial la ganarán el capitalismo y las mentirosas democracias. La gente no tiene nombre porque son solo números de tarjeta de crédito. El capitalismo y la democracia no les prometen nada, así que viven en la desesperanza y la mediocridad; para eso sirve ir a votar cada tantos años. Pero estas son cosas que yo no pienso antes de escribir; yo voy madurando la idea y surgen las historias. Sí debo comentar sorprendido que hoy nadie me pregunta por mi nueva novela. La he anunciado muchas veces y no ha visto la luz, pero ahora sí llegó el momento, pronto la tendrás los lectores en sus manos.

Antonella se conmovió al ver la urna de Aldo cubierta por la bandera con la cruz gamada. Acarició la tela y la madera; pensó que, pese a todo, habían sido buenos los años compartidos junto a este hombre. Lo extrañaría. Pero al hombre de hierro que fue; no al de los últimos tiempos: un trozo de cartón lloroso que rogaba salir a la calle para dar paseos inútiles y peligrosos.

Saludó a los cientos de personas que se acercaron a dar ese último adiós y respondió con brevedad a un nuevo mensaje del detective privado; el hombre pedía reunirse de urgencia. A ella no le apetecía dedicar el fin de la jornada a un encuentro pero él se mostraba insistente. Le dijo que después de la cremación podían beber un rápido café en la Place de la Republique.

Una bruma la envolvió durante un par de horas. Los momentos finales; las canciones que sus compañeros le dedicaron a Udella; el momento de la cremación; el regreso en un automóvil oscuro en el que dos antiguas amigas la tomaron de las manos con firmeza. Estaba triste y aliviada. Triste por el pasado, aliviada por la levedad con la que se asomaba el tiempo presente. Llegar a casa, poner algo de música sin tener que vigilar que la cerradura y la cadena estuviesen puestas; dormir sin moverse cada tanto a la habitación para comprobar la temperatura y la tensión de Aldo.

Al llegar se echó en el sofá. El silencio le produjo una sensación ambigua. Varias veces pensó que la voz rasposa y chillona de su esposo intentaba llamarla. “Es posible que las paredes de la casa todavía retengan sus frases”. Extendió los brazos y encendió la tele; en todos los canales anunciaban el entierro de Udella. Con cierto alivio, descubrió que salvo dos o tres impresentables, había unanimidad en celebrar su vida. Miró el teléfono; resopló hastiada al recordar la reunión con el detective. Estuvo a punto de pedirle que se viesen al día siguiente, pero hizo un esfuerzo; era necesario hablar, aunque no tenía fuerzas para salir a la calle. Le envió un mensaje y le dijo que pasase por casa.

Entonces se durmió. No tuvo sueños, pero al abrir los ojos la envolvía una sensación de música militar, de grandes marchas, de antorchas recorriendo las ciudades con su fulgor.

Escuchó el timbre.

El detective entró sigiloso y con rostro demudado.

No alcanzó a invitarle un trago o un café. Atónita asistió a la revelación de aquel hombre que apenas tomó asiento le ofreció las fotos y los datos de los escarceos de Aldo. Quedó helada al ver las fotos de las amantes de su marido: tres despampanantes mestizas que gritaban con sus cuerpos excesivos y llenos de contrastes su aberrante origen. Le costó hablar, le costó pronunciar palabra.

Pero esto no puede ser; no puede ser.

Pero así fue; tengo montones de pruebas a su disposición.

Le creo. Pero esto ya no puede seguir siendo verdad.

El detective: cabellos castaños, ojos verdes, y piel enrojecida y rugosa, miró al techo.

Tiene usted toda la razón. Admiré mucho al señor Udella; estos momentos no pueden empañar la coherencia de su vida.

¿Qué hago con estas mujeres? ¿Les ofrezco dinero para que se callen?

Pedirán más y más. Hay que buscar una solución definitiva. Existen modos de hacerlo con discreción y rapidez. Si me autoriza, en unas horas no habrá ni rastro de esas dos. Las tengo muy ubicadas.

Antonella se acarició la barbilla.

Dijo usted que eran tres.

Cierto, pero una de ellas intentó escapar en el barco de Pedernales. Ya no es un problema para nadie. La identificaron como una de las traidoras que escapaba en balsa. Los balazos la dejaron sin rostro, pero por las huellas dieron con su nombre, y nadie la relaciona con su marido.

Ella sintió una bola de fuego en su estómago. Así que esos eran los llantos del imbécil de Aldo; sus tentativas de dar una declaración pública condenando aquel acto de justicia. Menos mal que ella pudo atajar toda esa incontinencia afectiva. Idiota, más que idiota. Se frotó el rostro. Con voz apenas audible le dijo al detective que hiciese lo que tuviese que hacer y luego informase. Él repitió que sería cuestión de pocas horas.

Durmió de un tirón, como hace años no podía hacerlo. Al despertar, miró la lámpara, el techo. Giró el rostro. No buscó la silueta de su marido sino la almohada. Hurgó debajo de ella; justo en ese lugar había encontrado semanas atrás un papel crepitante en el que Udello había escrito con su caligrafía temblorosa: “Fue un error, fue un error, todo fue un error”.

Se estremeció al recordarlo. Decidió que miraría el resto de la casa por si había dejado algún otro escrito similar y también darle fuego. Quizá ese era el mensaje que el idiota deseaba hacerle llegar a Nina Valdehorras. Qué peligro. Un idiota y un alacrán juntos. La mezcla perfecta para destruir el mundo. “Porque no, queridísimo Aldo, vidas como la tuya no aceptan el error; el error no existe y si aparece hay que exterminarlo”.

Se levantó con vértigo de la cama; se dio una larga ducha. En el teléfono recibió un mensaje del detective con el icono acordado para que ella supiese que ya no había peligro. Respiró aliviada. En un rato bajaría a la calle para comprar frutas y un eclair. Luego le indicaría a la señora que no le sirviese cruasanes. No quería volver a probar uno más en la vida.

Miró su libreta. Decidió que aceptaría la oferta editorial más alta por la nueva novela de Aldo. Nada de negociar o demorar una respuesta. Un sí. Un contrato. Una firma. Y ya.

Su espalda quedó impregnada de sudor frío. Pensó que la casa había quedado llena de papeles ocultos con esa frase: “fue un error”. Revisaría mueble a mueble, estancia tras estancia. Dedicaría los próximos meses a peinar cada espacio hasta que de nuevo su hogar quedase refulgente: sin rastros de ese desconocido que durmió con ella los últimos tiempos.

Muy limpio.

Sin babas.

Sin temblores.

Limpio del todo.


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