Entrevista

Ernesto Suárez: “Sería de justicia que José Balza o Rafael Cadenas recibieran el Cervantes”

05/02/2021

Retrato de Ernesto Suárez.

Pocos han leído, paladeado y promovido la literatura venezolana en España como Ernesto Suárez; escritor nacido en Tenerife en 1963. Ensayista, profesor de Psicología en la Universidad de La Laguna; activista cultural. Autor de poemarios como: Ruido o luz, Spree, Las playas o Relato del cartógrafo, volumen que también fue editado en Venezuela en 1997.

Resulta fundamental destacar que cuando la literatura de este país caribeño era un signo de interrogación en Europa, Suárez desarrolló una de las más sostenidas tareas de conocimiento y divulgación de sus autores. Encuentros, libros, revistas, charlas, se fueron sucediendo en una tarea incesante caracterizada por el entusiasmo y la lucidez.

El siguiente diálogo reconstruye un proceso de lecturas, de descubrimientos, y en síntesis, revela la aproximación de Ernesto Suárez a una escritura sobre la que realiza una afirmación contundente: la literatura venezolana no sufrió la melancolía de no formar parte del “Boom”, por el contrario, fue la literatura que se adelantó a derribar los dogmas más consolidados de ese tiempo estético.

Lo primero, me gustaría que hicieses un ejercicio de memoria. En la niñez, en la adolescencia entiendo que la palabra Venezuela tenía muchas resonancias en los canarios. Quisiera reconstruyeses esas imágenes que vienen a tu mente ahora mismo.

Mi caso no es diferente al de muchos canarios, como bien señalas. Durante buena parte de mi infancia, la palabra Venezuela estuvo asociada a las fotografías de unos primos, algo mayores que yo, a los que en realidad no conocía. Hijos de una hermana de mi padre que había emigrado a principios de los años cincuenta. Mis primos nacieron en Caracas y nunca habían estado en las islas. Eran tres o cuatro fotografías en blanco y negro pegadas en un álbum. Así que, de una extraña y abstracta manera, Venezuela formaba parte de mi mundo infantil. Hay, sin embargo, un hecho en esa memoria familiar que hizo en cierta medida imaginable aquel lugar de las fotografías. La hermana más pequeña de mi padre viajaba hacia La Guaira en el Begoña, uno de los barcos de pasaje que conectaba Tenerife con Venezuela. El trasatlántico tuvo una avería en medio del océano que obligó a trasladar en canastilla a los pasajeros a otro barco, entre ellos, a mi tía, claro. Ella contaba con cierto detalle y temor la aventura. Era la única de la familia que viajó en alguna ocasión para visitar a mis tíos y primos en Caracas. Creo que, después de aquel incidente, desaparecieron los viajes marítimos entre las islas y La Guaira. Así que Venezuela también fue en mi imaginación de niño ese lugar relacionado con sucesos especiales y memorables. Ya de adolescente supe que mi tío Jacobo migró a Venezuela con solo dieciséis años, en uno de aquellos peligrosos viajes clandestinos, o que una familiar viajó para allá forzosamente, en un intento infructuoso por parte de sus padres para alejarla de la isla e impedir que se casara con quien ellos no querían. En fin, esa otra cara, más dura y difícil, del “mito” isleño sobre Venezuela.

Dentro de ese ejercicio de arqueología, ¿recuerdas tus primeras lecturas de autores venezolanos? 

Reconozco que empiezo algo tarde a leer de forma regular literatura venezolana. Sería a principio de los noventa. Previamente, es decir, a mediados de la década de los ochenta, había leído algunas novelas de Uslar Pietri y Miguel Otero Silva, como Las lanzas coloradas, Oficina N° 1 o Casas muertas. Creo que se editaron en España en los años del boom de la narrativa latinoamericana y yo las leí inadecuadamente dentro de ese marco de referencia. Claro que yo tenía por aquel entonces veintipoquitos años. Recuerdo que me interesó particularmente Casas muertas, de Otero Silva. Poco más. No puedo decir por tanto que la narrativa o la poesía venezolana estuvieran presentes en mis años de formación literaria. Por suerte para mí, ciertas circunstancias vitales me dieron la oportunidad, ya en los primeros años noventa, de acceder a otros textos, tanto de narrativa como de poesía.

Las geografías políticas no coinciden necesariamente con las geografías literarias; tú mismo lo has apuntado en ensayos en los que haces explícito que la literatura Canaria ha explorado siempre singularidades que la “centralidad” discursiva de la literatura española dejó de lado. Pese a eso, en esas primeras lecturas tuyas de literatura venezolana, ¿notaste algún rasgo peculiar?, ¿había algún elemento que unificase en tus ojos de lector ese universo? 

Entre el grupo de amigos escritores con los me reunía y proyectaba ideas en los ochenta, se impuso una mirada muy crítica sobre lo que sucedía en la poesía y narrativa española de aquel momento. Poco o casi nada nos resultaba de verdadero interés en los libros de los escritores españoles. Mirábamos con atención y esfuerzo (no era fácil hacernos con libros y revistas) hacia América. Creíamos que desde allá se combinaban de manera intensa y en magníficos poemas y narraciones, el imaginario urbano, los lenguajes y la memoria oral, todo ello desde una actitud innovadora y, por qué no decirlo, marcada profundamente por la tradición de la vanguardia. Aún me impresiona el lenguaje tenso y la calidez emocional que encontré en los poemas de Cadenas, de Yolanda Pantin, de Santos López, de María Auxiliadora Álvarez o de María Antonieta Flores, entre muchos más. Esa combinación es característica de la poesía venezolana de la segunda mitad del XX. Entiendo que la literatura canaria que quisimos respondía a esquemas e intentos parecidos. Lo sucedido literariamente en Venezuela entre 1975 y 2000 es un ejemplo y guía magníficos. En los últimos quince años en España se hacen visibles por fin poéticas que, de alguna manera, son deudoras de esa experimentación cálida y rigurosa de la escritura poética venezolana. Recuerdo cómo me impactó leer a Silva Estrada, a Sánchez Peláez o, especialmente, los poemas de Eugenio Montejo y su ensayo «El taller blanco». Me refiero a estos grandes poetas porque llegaron a este lado del océano gracias al inestimable trabajo de Fran Cruz Pérez y su revista Palimpsesto. Fran y Chari, desde el pequeño pueblo sevillano de Carmona, se adelantaron varios años a la atención editorial que en la actualidad recibe la poesía venezolana. Abrieron un camino que yo intenté seguir como editor.

En efecto, fuiste el primer editor en España de los cuentos de José Balza; y de los poemas de Igor Barreto. Me encantaría que reconstruyeses esas aventuras, y que me hablases un poco de estos dos autores, en quienes yo asomaría como elemento aglutinador: la mirada sobre paisajes inabarcables de Venezuela: los llanos, la selva del Delta del Orinoco. Lo digo porque me llama la atención la mirada insular sobre esos maravillosos excesos del espacio.

Efectivamente, en 2001 fue publicado por el Ateneo de La Laguna, en las Islas Canarias, la antología La mujer de la roca (y otros ejercicios narrativos), de José Balza. Creo, sí, que fue la primera edición en España de los cuentos de José. El título coincide con una antología publicada en México unos años antes, en 1997. Sin embargo, los textos reunidos son distintos. La edición fue posible gracias a la generosidad de José ante una propuesta que le hice para reunir en un solo libro los tres ejercicios narrativos que se titulan «La mujer porosa», «La mujer de espaldas» y «La mujer de la roca». Los había leído en recopilaciones anteriores y me habían encantado. La escritura de José combina maravillosamente una extrema autoconsciencia literaria y su capacidad para contar historias, incluso en sus textos más breves. La construcción narrativa de la consciencia en sus personajes es magnífica.

En el caso de Igor Barreto, me enamoré perdidamente de uno de sus libros, Tierranegra, que adquirí en un viaje a Caracas a mediados de los noventa. Hay un poema de ese libro titulado «Podrían pasar los años», al que vuelvo recurrentemente. Mi primera propuesta a Igor fue publicar ese libro. Finalmente editamos una antología con el mismo título en 2007. Durante unos años fui director de la colección Atlántica de poesía, en una pequeña editorial canaria. Allí se publicó la antología de Igor y también una antología de Yolanda Pantin, en 2005, con el título de Herencia. De Yolanda en España existía solo una antología publicada en 1998. Son dos libros de los que me siento muy orgulloso. Además, es un honor para mí considerarme desde entonces amigo de Yolanda y de Igor. La poética de Igor, agarrada a la memoria colectiva del lugar, marca un camino de reconocimiento del aporte cultural del campesino, del migrante en la alta literatura, si me permites la expresión. Su restitución de las historias y el lenguaje propios, las de su reinventado Apure, señalan una ruta paradójica hacia una escritura abierta, innovadora y cosmopolita. Pienso en sus libros más recientes, Annapurna o El muro de Mandelstam. Esta conexión poética con el lugar es intensa en la gran poesía venezolana. Está en Gerbasi, Montejo, Ramón Palomares, Santos López, Carmen Verde; nuevamente, tantos los nombres y sus buenos libros que me gustaría nombrar.

Hablemos un poco de Yolanda Pantin. Acaba de ganar el muy importante premio Federico García Lorca. Es una escritora en la plenitud de su expresividad. Después del libro que editaste en 2005, en 2014 Pre-Textos publicó País, su poesía reunida hasta 2011, y en 2017 Visor editó Lo que hace el tiempo. Yo no creo ser demasiado optimista si digo que la poesía de Pantin nos va a dar muchas alegrías. Siendo como eres uno de sus primeros lectores y editores en España me gustaría que comentases algo sobre su escritura.

Mi interés inicial por la poesía de Yolanda tiene que ver con su encuadre en el grupo Tráfico. Hablo, obviamente, de aquellos primeros momentos como lector, cuando, de hecho, tanto Tráfico como Guaire ya habían desaparecido como grupos y Yolanda, junto con Blanca Strepponi y Antonio López Ortega, promovía la magnífica colección de Pequeña Venecia. Siempre he considerado que la escritura literaria viene determinada, en buena medida, por los esfuerzos colectivos de poetas y narradores. Me refiero al empuje que tiene sobre la creatividad personal la participación en iniciativas colectivas, en revistas, encuentros, tertulias, colecciones de libros. La literatura para mí es encuentro y comunidad. Recuerdo cómo me sorprendió el orgullo con el que amigas y amigos escritores de Venezuela hablaban de su participación en talleres literarios dirigidos por poetas mayores. En España, en la década de los ochenta y primeros noventa, no fui capaz de identificar iniciativas grupales literariamente tan interesantes como las de Tráfico o Guaire. Tampoco, por supuesto, se habían difundido como ahora los talleres. Así que, aunque con varios años de demora, los primeros libros que leí de Yolanda fueron casi los primeros escritos por ella, El cielo de París y Poemas del escritor, en su edición unificada de Fundarte, y La canción fría. En una entrevista de hace unos años que está nuevamente circulando por las redes en homenaje al poeta, Armando Rojas Guardia reivindicaba la narratividad basada en la experiencia como elemento para construir la poesía y el pensamiento. Es ese saber desplegar el relato que nace de la experiencia humana lo que mantiene la gran poesía. Eso sí, la experiencia se hace profunda en lo poético mediante un ejercicio de atención continuada y generosa sobre aquello que sucede, sea lo que sea. Todo en la vida es condición de relato. Creo que la tarea poética de Yolanda ha sido fiel a este principio maravillosamente descrito por su amigo. Hay un breve y riguroso poema de su libro Lo que hace el tiempo, titulado «Danza» y que comienza con el verso «Mi nieta canta» para derivar a referencias sobre leones, gacelas, dioses y la especie humana y terminar con estos versos (los transcribo porque me parecen conmovedores): «Es la vida / desconocida, la vida / al nacer / que trajo, sin más, / esta niña». Cada vez que los leo me desbaratan, de verdad.

Y también fuiste uno de los responsables de la huella que dejó la literatura venezolana en la revista Cuadernos del Ateneo. Hablo, por ejemplo, de una antología de poesía venezolana que se publicó allí y en la que hay textos espléndidos de Hanni Ossott, María Antonieta Flores, Santos López, Leonardo Padrón, Carmen Verde Arocha, Salvador Tenreiro, Rafael Arráiz Lucca, entre otros. Me gustaría que valorases esa muestra aparecida en 2004. Y aparte de la valoración que puedas hacer me gustaría que asomases cuáles nuevas voces incorporarías a esa muestra en este momento del 2021.

Aquella antología reunió textos de veinte poetas, los mayores eran Rafael Cadenas, Juan Calzadilla y Alfredo Silva Estrada, y Carmen Verde la más joven. Recuerdo que no fue nada fácil la selección de nombres y poemas. Fue publicada en el número 17 de la revista y ocupamos casi cien páginas de la misma. Pese a las limitaciones del formato quería reflejar un panorama lo más amplio y representativo posible de cuarenta años de poesía venezolana. El primer poema seleccionado pertenece al libro Una isla, de Cadenas, del que también se reproduce, cómo no, «Derrota», y el último al libro Cuira, de Carmen Verde. Por cierto, la antología está digitalizada y puede consultarse a través de internet. Han pasado diecisiete años desde que fue publicada y, obviamente, a día de hoy quizá no tiene mucho sentido publicar algunos de los textos que se incluyeron porque ya son poemas muy conocidos fuera de Venezuela. No obstante, ten en cuenta que a principios de los años dos mil no se disponía en España de una antología de poesía venezolana de ese calado. Si tuviera la oportunidad de abordar ahora un proyecto semejante focalizaría mi atención en la poesía surgida a partir de los ochenta, es decir, otros cuarenta años, que no es poco. Además, hay un fenómeno central, en mi opinión, en la poesía venezolana que no se manifiesta correctamente en la antología del Ateneo. Me refiero a la relevancia de la poesía escrita por las autoras y de la que Ossott o Yolanda Pantin son ejemplo en los ochenta. Por supuesto, ni son las únicas grandes autoras ni la escritura de las mujeres se limita a esa década, todo lo contrario. Imagino una antología de poesía a partir de la década de los noventa, además de con Carmen Verde y María Antonieta Flores, con Eleonora Requena, Sonia Chocrón, Jacqueline Goldberg, Geraldine Gutiérrez Wienken, Gabriela Rosas, Camila Ríos, Andrea Crespo Madrid o Enza García. En cuanto a los poetas, ahí estarían Adalber Salas, Manuel Llorens, Carlos Colmenares Gil, Carlos Katán, José Manuel López D’ Jesús o José Miguel Navas. Quiero seguir lo que está sucediendo ahora mismo con la poesía venezolana joven (y no tanto) en internet, aunque, he de decir, que mi forma de leer no es tan ágil como el medio digital impone. Intento buscar buenas guías, como la selección que hizo Gabriela Rosas para Letralia, la versión electrónica de la revista Poesía y, por supuesto, la asombrosa labor que mantiene La Poeteca con sus publicaciones.

Igual se me escapa algo, pero también colaboraste con la edición de otros dos títulos venezolanos en España; una antología del cuento venezolano y la publicación de tres novelas cortas de Ricardo Azuaje. Cuéntame algo sobre estos libros y asómame una impresión sobre la narrativa venezolana que fuiste conociendo. Existía entre un sector del mundo cultural venezolano un inexplicable complejo de inferioridad con respecto a la solidez de su narrativa. Algo que los hechos recientes demuestran incierto y que tal vez nació de la ausencia de figuras venezolanas en la primera línea mediática del Boom.

Es cierto. En 1998 se publicó en Tenerife una breve antología de cuentos con el título de Un paseo por la narrativa venezolana, dentro del catálogo de una editorial independente ya desaparecida, Editorial Resma. En 2003 otro pequeño proyecto editorial, Ediciones El Lobey, publicó Ella está próxima y viene con pie callado, de Ricardo Azuaje. Además, se dio la oportunidad de que Ricardo presentara el libro en la isla. Creo que es el único libro editado en Europa por Ricardo. Debo decir que todo aquello tuvo que ver con la complicidad de los amigos y mi enamoramiento de los cuentos, noveletas y novelas que había leído de los por aquel entonces aún jóvenes narradores venezolanos, que habían empezado andadura a finales del siglo XX. Me refiero, entre otros, a los libros de Israel Centeno, Rubi Guerra, Slavko Zupcic, a los tuyos o a los del propio Ricardo que aparecieron en colecciones como las Fundarte, Eclepsidra o, también, en Monte Ávila. Eran primeras o segundas obras en las que, sin embargo, hallé como lector un espacio narrativo muy consistente y una capacidad para relatar, para contar que me impresionó. Además, ustedes provenían de una tradición literaria propia muy rica, en la que se podían reconocer aportes diversos de gran calidad. Pienso por ejemplo en las diferencias en la narrativa de Eduardo Liendo, Salvador Garmendia, Ana Teresa Torres, José Balza, Carlos Noguera, Adriano González León o Humberto Mata. Es cierto que la novelística venezolana de la segunda mitad del XX se separa de la perspectiva dominante marcada por la visibilidad editorial de los autores del boom latinoamericano, al menos visto desde la orilla española. ¿Y qué? La novela y el cuento venezolanos es un fenómeno rico y fecundo. Pienso que, de hecho, lo que estaba sucediendo en la narrativa venezolana adelantaba de alguna manera el derrumbe del boom como dogma epistémico para la narrativa en el conjunto de nuestro idioma común. Una vez el patrón estilístico que surge de la mano de los grandes autores del boom se convierte en lugar común y decae, puede decirse que ninguna otra manera o patrón ha vuelto a resultar tan omnipresente como aquella. Visto desde esa perspectiva, la diversidad que caracteriza a la narrativa venezolana ha facilitado su proyección actual. Por fortuna para los lectores, la realidad de la calidad literaria está determinada solo parcialmente por la visibilidad editorial.

Evento en el Ateneo de la Laguna, en 1997. Aparecen de izquierda a derecha Juan Carlos Méndez Guédez, Eugenio Montejo y Ernesto Suárez.

 

Hay que resaltar que en el muy remoto 1994, en la Universidad de Salamanca comenzó a funcionar la Cátedra Ramos Sucre, un proyecto que sacaron adelante Carmen Ruiz Barrionuevo y José Balza. En cierto momento, el Ateneo de La Laguna gracias a tu iniciativa se asoció puntualmente con la Cátedra y organizaron una serie de encuentros. Encuentros muy plurales en lo estético, en lo generacional y en lo político. En un principio, todavía Venezuela no estaba viviendo la tragedia política actual, así que era posible encontrar en una misma mesa a Israel Centeno, a Carlos Noguera, a Rafael Arráiz Lucca, a Tarek William Saab, a Ana Teresa Torres, a Wilfredo Machado, a Ana Enriqueta Terán, a Silda Cordoliani. Me gustaría que recordases esos encuentros, que mencionases alguna anécdota, porque sé que hubo un momento muy especial en 1997 cuando estuvieron allí Rafael Cadenas, Eugenio Montejo y Lázaro Álvarez. Pero igual se me escapan otros momentos interesantes de esos encuentros.

Me considero ante todo un activista cultural y a lo largo de los años he propiciado iniciativas de muy distinto tipo, sin embargo, los encuentros de literatura venezolana en el Ateneo son la iniciativa de la que me considero más orgulloso y, sin duda, la que me ha dado los momentos literarios más felices de mi vida. Los encuentros se realizaron de 1996 a 2004 y debo decir que pudo ser así gracias al trabajo desde la Cátedra Ramos Sucre y, sobre todo, gracias a la generosidad de los escritores y escritoras venezolanos que, habiendo llegado a una institución académica de tanto prestigio como la Universidad de Salamanca, aceptaban trasladarse por varios días hasta Tenerife para participar en lecturas y mesas redondas en el Ateneo de La Laguna, una institución centenaria, aunque pequeña y modesta. Y cuando hablo de modestia no exagero. De hecho, en el Ateneo no podíamos costear el desplazamiento hasta Tenerife de todos los autores que llegaban a Salamanca y debíamos elegir siempre a unos pocos. Un año vinieron al Ateneo Lázaro Álvarez, Eugenio Montejo y Rafael Cadenas, este acompañado como siempre por su esposa Milena. Aún casi no puede creer que Eugenio y Rafael pudieran estar juntos en Tenerife. También guardo como tesoro la memoria de la participación de Silda Cordoliani, Carlos Noguera e Israel Centeno. Con Israel buscamos en un barrio de Santa Cruz de Tenerife la calle Tania, en un divertido juego con el título de su libro Calletania. Igualmente, fue maravilloso poder escuchar a Ana Enriqueta Terán leyendo sus poemas. Ana Enriqueta viajó a Tenerife cuando ya tenía ochenta y un años, pero su energía era tal que terminábamos agotados quienes la acompañábamos. Sin contar a Salamanca, por supuesto, no tengo dudas en afirmar que la ciudad española que ha recibido con regularidad a los mejores escritores venezolanos es La Laguna durante los ocho años que se mantuvo la actividad. La última edición del encuentro en el Ateneo fue la del año 2003. Decidir la finalización del proyecto fue doloroso, sin embargo, éramos conscientes de que el evento corría el riesgo de convertirse en un espacio de propaganda para el chavismo en España, algo en lo que no estábamos dispuestos a colaborar. El Ateneo de La Laguna había perdido el año anterior, en 2002, la potestad de elegir a qué autores queríamos recibir de entre el grupo que llegaba a Salamanca. Aun así, un par de años después participó en una actividad del Ateneo Luis Enrique Belmonte y también visitó la entidad Antonio Trujillo, poeta y migrante canario, que viajó desde Venezuela para participar en las lecturas salmantinas. En realidad, todo lo que he podido hacer alrededor de la literatura venezolana tiene su origen en aquellos fantásticos encuentros.

Ahora me vienen a la mente varios escritores de obra muy poderosa: Karla Suárez, Alexis Ravelo, Juan Carlos Chirinos, Slavko Zupcic, Nicolás Melini. Los juntaste con otros autores en un encuentro sobre narrativa que visibilizaba las conexiones imaginarias, históricas y literarias entre tres territorios: Cuba, Canarias, Venezuela. ¿Qué piensas de esas vinculaciones que quizá todavía tienen mucho campo para ser estudiadas? 

Los vínculos de las Islas Canarias con Cuba y Venezuela son históricos y tienen que ver obviamente con las sucesivas olas migratorias que se mantienen desde el siglo XVII, de manera sostenida, hasta prácticamente hoy mismo. Si hasta los años sesenta del XX la migración era de aquí para allá, estas dos décadas del XXI han supuesto un cambio de sentido. Las relativas buenas condiciones económicas asociadas al turismo han convertido a las Islas Canarias en lugar de arribo para migrantes, particularmente, para venezolanos y cubanos, pero también para colombianos, ecuatorianos o argentinos, aunque siempre en menor medida. En cualquier caso, estos nuevos flujos han avivado la conexión cultural. Llevo cierto tiempo muy interesado por propuestas como la apuntada, entre otros, por Antonio Benítez Rojo en su libro La isla que se repite, según la cual es posible describir un imaginario del Caribe como espacio transfronterizo, como una amplia y fluida cuenca cultural. Si se piensa en la presencia de la migración canaria en Puerto Rico, Cuba o Venezuela, en estas continuadas idas y venidas, es fácil vislumbrar a las islas Canarias como parte de ese espacio. El amigo Adalber Salas anda enfrascado también desde hace varios años en una investigación sobre las literaturas del Caribe, atendiendo a la confluencia y superposición de idiomas e influencias culturales.

La narrativa venezolana tiene en la España actual una proyección insospechada en comparación con aquellos años cuando comenzaste a leerla y promoverla entre el público. Pensemos en Alberto Barrera Tyszka, que ha ganado premios como el Herralde o el Tusquets; en Rodrigo Blanco Calderón, ganador del Vargas Llosa de novela; en Karina Sáinz Borgo que desde aquí ha sido traducida a más de veinte idiomas. Autores excelentes a los que podemos sumar otros espléndidos que también han publicado en este país en tiempos recientes: Silda Cordoliani, Slavko Zupcic, Juan Carlos Chirinos, Federico Vegas, Israel Centeno, Héctor Torres, Ednodio Quintero, Oscar Marcano, Antonio López Ortega, Fedosy Santaella, Ana Teresa Torres, y otros tantos que se van abriendo camino. Me gustaría conocer tu opinión sobre este estallido de voces tan diversas.

La clave, como comentamos antes, es la diversidad, efectivamente. Poniendo uno detrás de otro a todos estos escritores y escritoras, la dimensión que alcanza el fenómeno de la narrativa venezolana actual es impresionante. Si durante varias décadas nos referíamos al impacto y calidad de la narrativa argentina o mexicana, ahora sin duda debemos considerar la narrativa venezolana de forma muy parecida. Es muy interesante, hablo como lector, que las editoriales españolas por fin hayan centrado su atención en autoras y autores que tienen un enorme prestigio en Venezuela y en Latinoamérica. Hay un aspecto que, sin embargo y en mi modesta opinión, refleja maravillosamente la exigente tesitura y calidad de la narrativa venezolana actual. Aparte de las buenas novelas que han ido editándose, valoro muchísimo que parte de la producción literaria de muchos de estos autores esté orientada también a la narrativa corta y al cuento. No sé si es adecuado hablar de una tradición del cuento venezolano, yo creo que sí, pero lo que es indudable es que escribir cuentos y relatos obliga a un ejercicio de enorme rigor. Los cuentos de Israel Centeno, de Silda Cordoliani, de Juan Carlos Chirinos, de Antonio López Ortega y, pese a que no te guste que hable ahora de ti, los que tú mismo has publicado son un gozo para quienes hemos tenido la oportunidad de leerlos. En cualquier caso, también soy consciente de que esta fuerte presencia tiene que ver también con la diáspora y el exilio, así que me produce cierto regusto agridulce.

También en poesía ahora podemos encontrar en catálogos españoles a Rafael Arráiz Lucca, a John Petrizzelli, a Cristina Elena Pardo y, por supuesto, a Montejo, a Cadenas. Yo confieso que me encantaría que en el futuro se divulgase aquí la obra de Hanni Ossott, de Hesnor Rivera, incluso de voces maravillosas y más remotas como Enriqueta Arvelo Larriva. Creo que hay una fiesta esperando por los lectores futuros de esos libros. ¿Cómo valoras este proceso en pleno crecimiento?

La poesía, aunque suene a tópico, responde a un ritmo de lectura y conocimiento especial. Con ello quiero decir que no responde tanto a criterios de urgencias y primicias como la narrativa. Los poemas terminan encontrando, a veces por extrañas rutas, a sus lectores y estos tienden a empecinarse en su difusión y promoción. Por ejemplo, editada por Pre-Textos por fin parece que dispondremos pronto de toda la obra poética reunida de Eugenio Montejo. Igualmente, de Miyó Vestrini la editorial Torremozas ha publicado en un solo volumen Pocas virtudes y Valiente ciudadano. Claro, se llega, quizá, demasiado tarde. Personalmente hay dos proyectos que me gusta imaginar que puedan darse en España. Por un lado, que se reuniera la obra poética de María Antonieta Flores. Por otro, que se difundiera la poesía de Martha Kornblith ¿A quién tengo que pedírselo?

No puedo dejar de preguntarte si en tu propia poesía, que leo con deleite y asombro constante por su perturbadora sugerencia y nitidez, percibes alguna huella concreta de los poetas venezolanos.

Ojalá. Me gustaría pensar que hubiera huella en mi poesía de lo escrito por Yolanda o por Cadenas, quién no. Me siento igualmente cerca de la escritura de María Antonieta. Hay una parte de la tensionada textura verbal de sus poemas que me tiene atrapado desde hace mucho tiempo. Lo que sí puedo decir es que hay un libro aún inédito, escrito además entre Venezuela y las Islas, en el que trato de dar cuenta de la experiencia de la migración y de la memoria de mi familia venezolana. Se titula Poemas de la Cuesta de Abisinia. Mi deuda personal sigue aún, no obstante, sin cubrirse.

Sería muy natural y deseable que Rafael Cadenas y José Balza ganasen en algún momento el Premio Cervantes. Uno en poesía y otro en narrativa han explorado caminos originales, propios, que dejarán una huella profunda. No hay motivos literarios para que Venezuela siga fuera de este galardón. ¿Crees que veremos cumplido ese sueño?

 Sería de justicia que José Balza o Rafael Cadenas recibieran el Cervantes. En este tipo de galardones, sin embargo, a veces existen razones extraliterarias que ayudan o perjudican a que se vean cumplidas ciertas aspiraciones. Paradójicamente, que uno de los dos recibiera el premio implicaría, casi con toda seguridad, que el otro no lo pudiera recibir nunca. No le arriendo la ganancia a quien tenga que elegir entre ambos.


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