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Diario literario 2024, enero (parte V): Volha Hapeyeva, la jirafa de Jericho Brown, petrocultura
Volha Hapeyeva. Fotografía de Kaethe17 | Wikimedia
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Milán, sábado 27 de enero de 2024
Volha Hapeyeva debe ser la poeta bielorusa más conocida. Nació en Minsk, en 1982, y ha mantenido una intensa actividad literaria como traductora y como invitada de relevantes encuentros literarios internacionales. Su poesía es la más cosmopolita, y en lo que le he leído no es obvio encontrar una señal que nos hable de su proveniencia, la lejana y blanca Bielorusia. El tono de su poesía, de influencias surrealistas, puede ser coloquial incluso en las situaciones más insólitas. Como la del encuentro con el hombre-pastel, una rara historia de mutilaciones, auto-mutilaciones y canibalismo . La he traducido del inglés a partir de las versiones de diversos traductores.
HOMBRE-PASTEL
Una vez conocí a un hombre
que se creía pastel
no supe de qué tipo –matrimonio o cumpleaños-
se sentía tan seguro
que no me pude resistir
y quise tenerlo en mi plato,
la vida venía hacia mí.
Hice una cola de meses
dejando que niños e inválidos
de guerras desconocidas
se me adelantaran,
cuando era mi turno
quedaba un solo pedazo
y el hombre-pastel dijo
a todo el que lo escuchaba:
yo soy apenas uno
y ustedes son muchos
no me voy a entregar a nadie
véanme y admiren mi belleza
una distancia inalcanzable.
Me recuperé
y me di cuenta de que ya
no me gustaban los pasteles.
SER UNA CALLE
no es fácil ser una calle
especialmente en los cruces
tipo zebra
allí
la hOriZOntal
y la VErticAl
aceleran el paso
de carros y personas
animales a veces
perros, pichones
y bicicletas –las nuevas y las heredadas
por los nacidos hacia 1930
cuando niño
con frecuencia confundía la horizontal con la vertical
y cada vez que pronunciaba estas palabras
me imaginaba un horizonte
el horizonte esa estrecha línea
en la distancia
detrás de la cual justo ahora
el mar está a punto de aparecer
como yo, el camino
desaparece
Milán, domingo 28 de enero de 2024
Dia y niebla
Días de niebla, pero con temperaturas no del todo ingratas. Me preguntó por qué, como los osos, me siento seguro en invierno. No es improbable que inconscientemente me parezca que el tiempo, casi congelado, pasa así de modo menos violento. La llegada de la primavera estimula en mi ánimo reacciones encontradas. Por una parte, el renacimiento universal; por la otra, la convicción de que el tiempo ha comenzado a descongelarse, y de nuevo pasará con la furia acostumbrada. Esta niebla, un atributo del invierno milanés, me produce un raro estado de serenidad.
Milán, lunes 29 de enero de 2024
Great Martin
En la ocasión de sus nuevas nominaciones al Oscar, el Cine-Club Ambrosiano organizó este pasado fin de semana un homenaje relámpago a Martin Scorcesse, con la proyección de dos de sus cintas más conocidas. El clásico de 2006, The Departed, una de las diez mejores películas en lo que va de siglo XXI. Y la más reciente, y no menos estupenda The Killers of the Flower Moon. Como se ha dicho varias veces, Scorcesse ha hecho de la violencia una poética en la mejor de tradición de Penn o Peckinpah. El equivalente en nuestro tiempo a la violencia de la tragedia griega tal como se despliega en Orestíada, donde los muertos (Agamenón, Egisto, Clitemnestra, Electra) son los verdaderos protagonistas del drama. En la mayoría de sus producciones, esta violencia ha tenido como escenario la geografía de esos engendros de la modernidad, construidos de la noche a la mañana, que son las grandes ciudades norteamericanas, Nueva York, Boston, Los Angeles, Chicago. Y es una de las circunstancias más notables de The Killers of the Flower Moon, que la acción transcurra en la infinita pradera estadounidense. The Departed le valió al director neoyorkino su único Oscar como director y como responsable de la mejor película. Ya nominado en varias oportunidades, esta vez la Academia no podía rehusarse una vez más. Se trata una violenta narración que piensa en Freud al remitir el comportamiento de sus protagonistas a la infancia marcada por la violencia de cada uno. Con el mismo pesimismo del psiquiatra vienés ve pocas posibilidades de redención en ese nido de víboras de las violentas metrópolis capitalistas, en cuyo origen la codicia fue el pilar original.
La jirafa de Jericho Brown
En la última entrega que tengo en mi mesa de The Newyorker, encuentro un atractivo poema de Jericho Brown (Louisiana 1976), ganador del Premio Pulitzer por The Tradition (2019), su tercera colección de poesías, y activista de los derechos sexuales y de raza. “Vista aérea” es como se llama, y es un texto en la mejor expresión neo-modernista, sin la recurrente y arrogante preferencia por los “grande temas” de la lírica del novecientos. Está escrito en versos libres (ningún verso es, en realidad, “libre”) y en una dicción que recuerda al más “contemporáneo” de los poetas modernos, que es William Carlos Williams. La intención de Brown no disimula su vocación oral, un texto para ser cantado y escuchado. He tratado, con irregular fortuna, de encontrar un equivalente en castellano.
VISTA AÉREA
A esa gente que idealiza una África
que no conocen les gusta
identificarse con los leones.
Como si todo fuera rugir y cazar,
veloces cópulas y rubias melenas.
Les encanta hablar de orgullo.
¿Se han fijado que en los desfiles
todos quedan encantados con los leones?
Todos menos yo. Yo quiero ser jirafa.
Tengo la altura y el cuello largo.
En el Sahara de verdad, verdad,
las jirafas, en Instagram, golpean
a los leones todos los días. Una vez
vi a una jirafa sacudirse de la espalda
un leopardo como si fuera basura.
O pisotear con sus cascos la cara de un león
antes de que pudiera maullar.
Quiero ser una jirafa y comer
todo tipo de verdes directamente
de los árboles. Me gusta estar
en lo alto. Los leones necesitan animales
como nosotras. No necesitamos de presas.
No tenemos que cazar nada para comer.
Pero a lo mejor todavía puedo ser
romántico a pesar de mi orgullo.
Alguno se dará cuenta. Hacia arriba,
no abajo en la calle. Puedes mirarme
mientras te veo y al resto de la sabana
en una vista aérea. Señor hazme más alto.
Con una de nosotras es suficiente para un desfile.
Milán, martes 30 de enero de 2024
Tan difícil, o más, que conseguir una buena pareja, es encontrar un crítico literario confiable. He sido afortunado en ambos casos. Mis críticos literarios no han sido muchos a lo largo de mi vida de lector, pero sí confiables. Entre ellos un venezolano, Guillermo Sucre, de quien supe, tempranamente, que las cartas de John Keats contenían una serie de juicios de una rara lucidez. Más tarde haría lo mismo con William Carlos Williams enviándome algunos de sus libros desde la lejana Pittsburgh, donde enseñaba. Todos los demás han sido críticos de lengua inglesa, con la francesa excepción de Maurice Nadeau. Una ilustre sucesión de talentos que fueron moldeando, sin que me diera cuenta, mi manera de pensar y escribir: desde T.S. Eliot a Edmund Wilson y Ian Hamilton. No son todos, naturalmente. Mi última adquisición ha sido el inglés James Wood, profesor de crítica literaria en Harvard, autor de varias colecciones necesarias, incorporado a The Newyorker desde hace años y digno representante de una brillante tradición. Un crítico literario es bueno cuando es buen profesor. Porque la crítica literaria, como la entendían los grandes, como Dryden o Lamb o Coleridge, es una forma de docencia. Y la docencia está lejos de ser solo enseñar. El docente y el crítico tienen el encargo de revelarnos, quitar el velo que no nos deja ver. Descubre para nosotros lo desconocido. Es, en mi caso, lo que he esperado siempre de mis docentes y críticos. Algo que James Wood pone en práctica en cada una de sus críticas literarias que, en la mejor tradición anglo-sajona, son estupendos ensayos. Gracias a él debo el descubrimiento de escritores tan notables, algunos leídos, otros por leer, como Kraznahorkay, Marlen Hauhofer, Sunjeen Sahota, Amit Chaudhuri, Yaa Gyasi, Dalmon Galgut, Aleksandar Hemon, Chimmamanda Ngozi Adichiei o Francisco Goldman. El más reciente, del cual me había ya hablado el ávido lector que es Ricardo Bello, es Hisham Matar, ampliamente traducido al castellano, pero que he preferido leer en las confiables traducciones al italiano de la editorial Einaudi.
Milán, miércoles 31 de enero de 2024
Anoche reunión familiar en pleno (Constanza, Alessandro, Eileen y yo) para unos huevos “meurette”, una preparación en vino tinto típica de Borgoña, nada especial, pero buenos para estos días de siete grados máximos, y menos de cero todas las mañanas. El resto de mi familia es el más disperso, dos hermanas en Madrid y un hermano en Nueva York. Los pocos sobrinos, en todas partes, desde Dusseldorf a Miami y Madrid. Mi situación es la misma de todos los venezolanos, marcados por una inesperada diáspora en un país que nunca se cansó de recibir inmigrantes y ahora está cansada de emigrar. Después de unas copas de tinto, nos recogimos, porque el nieto tiene colegio temprano. La próxima, vez la reunión la haré un fin de semana para alargar la ingesta como se merecen ocasiones tan especiales. Nada de botellas normales, sólo tipo magnum.
DE FLOTA EL TIEMPO
PEDAZOS
Venezuela se está cayendo
a pedazos,
me escribe un poeta
en tono desolado.
Ya no es un país
lo que en el recuerdo
hemos dejado.
Es un campo petrolero
baldío,
un pozo muerto,
un lago
en su propio veneno
sepultado.
Los bárbaros
a su paso
nada han dejado,
Donde pisaron
murieron
los arados,
no se reprodujo el ganado
y las fuentes de los ríos
se secaron.
Millones de habitantes,
perseguidos por el hambre,
se han marchado.
Son más
que las del egipcio
las plagas que en mala hora
nos tocaron.
“¿Qué nos depara
el destino?”
pregunta el arrendajo,
el mismo que en Valencia
mi tía tenía enjaulado.
No es fácil,
le digo,
imaginar cómo serán
los mañanas reservados;
pero veo un lucero,
más allá del naufragio,
que aún
no se ha apagado.
En nuestra balsa,
como una medusa
que no se rinde,
seguimos remando,
con los delfines
a nuestro lado.
Milán, jueves 1º de febrero de 2024
Davenport y la naturaleza muerta
Milagros Socorro, una de mis proveedoras oficiales de libros on line me hace llegar la traducción al castellano de Objetos sobre una mesa (1998), un difundido libro de Guy Davenport que dejé entre los libros de mi biblioteca. Davenport fue amigo de Ezra Pound y siempre ha sido una suerte de rebelde con causa en la academia norteamericana. En el primero de los ensayos, Davenport propone una atractiva tesis (con razón o sin ella, sus tesis siempre son atractivas) sobre el origen de la “naturaleza muerta”:
Los pueblos primitivos daban de comer a sus muertos. En las tumbas más antiguas hemos encontrado platos y cántaros. Desde los primeros tiempos conocidos de Egipto, familiares piadosos daban de comer a sus padres muertos; el ka, o alma. Podía comer. Su jeroglífico es ese gesto prehistórico y perdurable de los brazos alzados en oración. Y cuando después de mucho tiempo, no quedaba más familia que alimentara a un ancestro con comida fresca, había una comida pintada en la pared de la tumba, gracias a la cual el ka podría vivir hasta la aparición diurna de Osiris, cuando el tiempo se detendrá y los justos morarán para siempre en el Julio eterno del Egipto redimido.
Desde allí hasta convertirse en un género de la pintura occidental. Con muestras memorable como los bodegones pompeyanos, o el de la naturaleza muerta como autorretrato, en el caso de la única que conocemos de Caravaggio.
Petrocultura. Apuntes (1)
Los interesados en los Estudios Culturales, esa manera neo-moderna de llamar la Sociologia del Arte, para despojarla de cualquier contaminación lukàcsiana, se sintieron confundidos cuando la muy brillante Patricia Jaeger publicó, en 2011, una nota editorial en la revista PMLA, en la cual a la secuencia pre-modernidad, modernidad y post-modernidad, oponía una serie cronológica basada en la fuentes de energía utilizadas en la historia de los Estados Unidos: edad de la madera, del sebo (grasa animal), del carbón, del aceite de ballena, de la gasolina, de la energía nuclear y de nuevas fuentes energéticas. Cada una de estas etapas produjo su propia literatura, condicionada por la energía que en ese momento movía el mundo. No es difícil encontrar ejemplos para cada uno de esos períodos. O no debería. Que no todo es tan claro lo reveló la misma Jaeger, cuando recordó que en On the Road, la novela de Jacques Kerouac donde el automóvil es uno de los protagonistas, no se hace ninguna mención al petróleo, uno de cuyos derivados animaba el carro que llevaba a los héroes a lo largo de la vasta geografía norteamericana. Más tarde, otros estudiosos dieron cuenta de que no existía ni antes ni después de Kerouac, una gran novela norteamericana del petróleo (tampoco una gran poesía, podemos agregar), como se escribieron grandes narraciones correspondientes a las otras edades: La letra escarlata, Pierre, Moby-Dick, Washington Square, El gran Gatsby, Trilogía USA, incluso post-nucleares, como La carretera, de Corman McCarthy. Llama la atención, sin embargo, que haya sido el cine la forma de arte que más se ha ocupado del asunto de la cultura del petróleo o petrocultura. Entre otras películas: Boom Town (1940), Thunder Bay (1953), Gigante (1956), Cinco piezas fáciles (1970) hasta There Will Be Blood (2007) y The Killers of the Flower Moon (2023).
Milán, viernes 2 de febrero de 2023
DE FLOTA EL TIEMPO
MENGUA
Sigue menguando
el invierno
y aumenta mi percepción
de que se acelera
el tiempo.
Hasta ahora,
adormecido,
pasaba
sin hacer ruido.
Se despertaba tarde,
y dejaba la cama
sin molestar a nadie.
Pero el tiempo
es implacable,
carece de piedad,
y no le importa
si seguimos aquí,
o si el sol
se queda en su casa
y no sale.
Petrocultura. Apuntes (2)
Cuando algunos estudiosos de la Teoría Crítica precisan la ausencia de una “gran novela” del petróleo en los Estudios parecen referirse a que ninguna de las pocas narraciones escritas sobre el topos alcanzó la grandeza de otras escritas durante esos años. Y no podía de ser de otra manera, porque ni Anderson, Faulkner, Hemingway, Steinbeck, Dos Passos, Scott Fitzgerald, Chandler, Cheever, Salinger se ocuparon del asunto. No obstante, algunas novelas notables han tenido el petróleo como escenario. Una de las más conocidas es Oil! (1927), libremente adaptada para la conocida Petróleo sangriento (There Will Be Blood), de P. Thomas Anderson. Es un libro de duro realismo donde se pueden leer páginas notables, como las que describen el pavoroso incendio que siguió al reventón del primer pozo del protagonista. Pero, incluso en momentos de grandeza épica, el asunto petrolero no despertó el interés de los grandes contemporáneos de Sinclair. Un distinguido exponente de la Teoría Crítica, Michael Ziser, en un ensayo publicado por Patricia Jaeger, al ocuparse de la petrocultura, aventuraba que una de las razones que explicaría esta indiferencia, sería la relativa falta de dramatismo, de tragicidad de la explotación petrolera, en comparación con la actividad extractora en las minas de carbón. El pozo petrolero, una vez “domado”, sigue produciendo solo, sin la intervención de la parte obrera: “El petróleo produce mucha más energía de la que se emplea para conseguirla”. En cambio, tal como la describe Zola en Germinal, el trabajo del minero de carbón tiene no poco de mítico. El hombre enfrentado a la madre tierra para despojarle las entrañas. No hay tregua para el minero cuando desaparece de la faz de la tierra y se oculta al Sol invicto. Marx no pudo ocuparse del negocio petrolero, pero sí de la explotación carbonífera y, en parte al menos, sus teorías se basan en la asimetría de las relaciones entre el minero y el propietario de la mina.
La novela del petróleo, grande o menos grande, se ha escrito en los principales países petroleros. En Venezuela son conocidos los casos de Otero Silva y Díaz Sánchez. En Arabia Saudita, un ingeniero petrólero, Abdelrahman Munif, escribió una saga, Ciudades de sal, donde se ocupa del asunto. De México se mencionan nombres como los Monterde, Magdaleno, Icaza, López y hasta el legendario Bruno Traven. Menos, por recónditas razones, son los poetas que, en los diversos países, se han ocupado del tema.
Alejandro Oliveros
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