Diario Literario

Diario literario 2023, enero (parte II): “Esta infinita riqueza abandonada”, diálogo entre venezolano y un miembro de las brigadas internacionales

Milán en invierno. Fotografía de Daniel Rey | Flickr

14/01/2023

Milán, lunes 9 de agosto de 2023

 

Vuelta a la escuela para Alessandro, y al trabajo para todos los demás que trabajan. Hoy es un día propicio porque, después de varios días de lluvia, por fin un día de tímido sol invernal, pero sol, que en esta época debe considerarse una bendición. Una luz tranquila, sin prisas, con sus olores alpinos, cubre la ciudad mientras yo sigo sin entender que pasó con la Navidad que, tan rápidamente, pasó. Alessandro, que es un niño serio, se opone a que la mamá desmonte el arbolito como un gesto de resistencia ante el fugit irreparabile tempus. Mientras haya arbolito hay Navidad. Tiene razón. Para otra estación del año, pero sobre lo mismo, escribió Góngora su conocida sátira:

 

Vuelan ligeros los años

y con presurosas alas

nos roban, como harpías,

nuestras sabrosas viandas.

La flor de la maravilla

esta verdad nos declara,

porque le hurta la tarde

lo que le dio la mañana.

¡Que se nos va la Pascua, mozas,

que se nos va la Pascua!

 

Edgar Bayley. Fotografo desconocido

FICCIONES Y CONFESIONES

 

Esta infinita riqueza abandonada 

 

Alegrémonos porque director del fuego y de los poetas

el amor que llena tanto como la luz

el sólido espacio entre estrellas y planetas

el amor quiere que hoy mi amigo Edgar Bailey se case

Esta versión del poema de Apollinaire la leí en voz alta

el día de la boda de Edgar Bailey en Buenos Aires,

el 22 de agosto de 1972, durante mi viaje de bodas.

En la celebración, apena snosotros, tres venezolanos, y la pareja.

Siguieron los vinos de Mendoza hasta la madrugada

cuando, en su generosa humanidad y su sonrisa de diez años,

Edgard le dedicó a su nueva esposa a lectura de este texto:

 

“Esta infinita riqueza abandonada”

 

esta mano no es la mano ni la piel de tu alegría

al fondo de las calles encuentras siempre otro cielo

tras el cielo hay siempre otras hierbas playas distintas

nunca terminará es infinita esta riqueza abandonada

nunca supongas que la espuma del alba se ha extinguido

después del rostro hay otro rostro

tras la marcha de tu amante hay otra marcha

tras el canto un nuevo roce se prolonga

y las madrugadas esconden abecedarios inauditos

islas remotas

siempre será así

algunas veces tu sueño cree haberlo dicho todo

pero otro sueño se levanta y no es el mismo

entonces tú vuelves a las manos al corazón

de todos de cualquiera

no eres el mismo no son los mismos

otros saben la palabra tu la ignoras

otros saben olvidar los hechos innecesarios

y levantan su pulgar han olvidado

tú has de volver no importa tu fracaso

nunca terminará es infinita esta riqueza abandonada

 

 

Edgar, como Huidobro, tenía el don de los visionarios;

era un profeta que profetizaba cosas que nunca ocurrían,

y tampoco importaba. Inventó el “invencionismo”, una poética

post-romántica. Su culto a las imágenes de toda la vida

era un culto a Baudelaire y Apollinaire, su poeta preferido:

“La poesía es una sola imagen, la gran madre, que alimenta

el canto de todos los poetas del mundo. Todos los poetas

somos uno y el mismo. Nuestra misión, como diría Aldo,

es contribuir a la confusión general, hacer la vida imposible

a los burgueses de allá afuera. El amor y la poesía son nuestros medios.

El primer poeta que traduje fue Apollinaire, por eso, Alejandro, estamos

encantados y honrados con tu lectura del poema a Andrés Salmon,

hoy, cuando comienza mi Vita nuova. El resto de la noche

la dedicamos, entre las copas de vino argentino y el aroma

de los cigarrillos ingleses, a leer poetas de todo el mundo.

“Nada de Borges”, diría la recién casada, “yo voy a leer textos

de Olga y Alejandra, las únicas que faltan esta noche”.

Al día siguiente, el mediodía se tardaba demasiado;

y la llovizna, más garúa que lluvia, o aguacero, parecía

haber escogido la gran ciudad como residencia fija.

Edgar se presentó a toda prisa, se había escapado del trabajo,

a espaldas de su jefe y amigo, el poeta Raúl Gustavo Aguirre.

Sus marineros ojos hacían azul la niebla más obstinada,

todo se había hecho azul alrededor de la casa rosada.

“En esta misma mesa se nos ocurrió la revista Arturo,

que se iba a convertir en una experiencia, la experiencia

Arturo. Como buen director de revistas debes conocerla.

En esa silla estaba Guyla Kosice; allí, Tomás Maldonado,

mi hermano, y yo aquí. Mucha gente de todas partes

colaboró con el proyecto. Torres-García nos envió

dos trabajos gráficos y Vieira da Siva, y Murillo Mendes

unos poemas. Fue una de las primeras manifestaciones

a favor del abstraccionismo en Latinoamérica. Arturo

fue una bella ilusión. Queríamos ser marxistas clásicos

pero estábamos en contra de todo realismo socialista.

Después hubo una división del grupo y con Tomás fundamos

el movimiento invención-concretismo. Luego él

se fue a vivir a Europa, pero permanecimos en contacto.

Estoy hablando de 1944, la guerra nos quedaba lejos

y teníamos tiempo para pensar en abstraccionismos antes

de que lo hicieran, en Estados Unidos, Pollock y su generación.

Nuestro abstraccionismo era más intelectual, más cerca de Kandinsky

y Mondrian.” Edgar hablaba de Arturo como si la hubiesen

publicado un día antes. Se podían sentir los olores a tinta y linotipo,

a papel y cartulina. La cronología no era su fuerte. Ayer era hoy

y mañana también. Su poesía es así. Para él, el tiempo era esa

riqueza abandonada que no terminará nunca, es infinita.

 

 

Milán, martes 10 de enero de 2023

FICCIONES Y CONFESIONES

Esta infinita riqueza abandonada (2)

 

Esa tarde de lluvioso invierno, la invitación era a la casa de Carlos Latorre,

el “Chino”, otro de los surrealistas argentinos. Estaban, como el mismo Edgar

y su esposa, Enrique Molina, Francisco Madariaga, (se fue enseguida porque trabajaba

de guachimán en una tienda) y Juan Antonio Vasco. Llegamos con unas botellas de vino, que fueron bienvenidas, y un amigo venezolano residenciado en la capital porteña.

“Vengan, aquí están unas personas que quieren conocerlos”. Caras que parecían

familiares, sonrisas que eran las mismas, miradas extraviadas en la misma ilusión.

Todos jóvenes, delgados, con negras barbas y siempre serios.

Recordaba a Venezuela   y a una generación distraída que pensó que el mito

de la montaña mágica era realidad. Salvo los poetas, todos eran líderes obreros

o estudiantiles, partidarios de la guerra armada contra la dictadura

del general Lanusse. Se habló más del Che Guevara que de Rimbaud,

y de la violencia revolucionaria más que de los cadáveres exquisitos.

Al salir de una reunión, que me parecía inesperadamente arriesgada

por su carácter conspirativo, la advertencia de Edgar: “Cojan un taxi,

regresen al hotel y no se les ocurra volver a salir esta noche. La muerte ciega

anda desatada y de ustedes no sabe nada. Tal vez mejor así”.

La noche de Buenos Aires era una gran araña coagulada. Del lejano sur,

un viento parapléjico de estalactitas, llegaba con olores de muerte fresca derramada.

En la calle negra, de luces suicidadas, la garúa con sus frías gotitas de plomo

tampoco sabía nada, pero es que nadie lo sospechaba. Era el preludio de una tragedia inimaginable e inimaginada. Los cadáveres mudos susurraban, desde lejos,

canciones sin aliento que no podían ser escuchadas. Después de atravesar

la ciudad en manos militares, sin luces, suspendida en un tiempo que apenas comenzaba, con caras desdibujadas o desaparecidas en el agua de la plateada,

llegamos al hotel. Al día siguiente, en todos los diarios, MASACRE EN TRELLEW, DIECISÉIS GUERRILLEROS AJUSTICIADOS. La guerra sucia había comenzado,

veinte mil muertos esperaban su turno para ser llamados. Pocos días más tarde,

dejamos la ciudad petrificada y regresamos a Venezuela. Edgar y su esposa me enviaban

sus colaboraciones para la revista Poesía. Nos casamos ambos en 1972,

pero, y a pesar de Apollinaire,  el matrimonio de Edgar no llegó a dos años,

el mío lleva cincuenta y contando. Siguió escribiendo aquella lírica azul iluminada,

propia del inventor del invencionismo, aquella poética fundadora

del abstraccionismo latinoamericano. Escribo en Milán, la ciudad

que honró al otro Bailey, Tomás Maldonado, y lo reconoció

como lo que siempre fue, no solo uno de los grandes pensadores

de su tiempo, sino uno de sus artistas más aventajados. Escribo

en Milán, en invierno, para no olvidar la amistad de un poeta que,

a mis veinticuatro, y al día siguiente de conocerme, me escogió para ser testigo

de un matrimonio que, por desgracia, nació en un año nefando para Argentina.

Escribo para no olvidar, como siempre, y para que no se olvide,

que Edgar Bailey es uno de los grandes de la lírica en castellano del XX:

 

Me ha tentado siempre la claridad

Y la claridad me ha negado a veces

Como un pájaro que vuela en sueños

Y cae y sigue cayendo

Sin volar

Como peso muerto

 

Me ha tentado siempre la claridad

Especialmente la claridad de las

hojas de saúco

También la claridad del guijarro

Y de las ramas de abeto

Y la rápida y voraz claridad de una salamandra

 

He querido tener claridad para mirar

Los terrones del campo recién movido

Y para mirar también el mismo arado

Y el agua que se desliza limpia por la acequia

 

Claridad he querido para recorrer

tantos sueños

Y glorias y poderes y dispersas

situaciones y gentes

Y para estar en el aire sin

ausentarme del fuego…

 

 

Milán, miércoles 11 de enero de 2023

En Radio France Musique, a las 9.55 de esta mañana de invierno,

el exquisito Quinteto para clarinete, de Mozart. Y aparecen los cañaverales

de los Valles de Aragua de mi Venezuela natal. Los cruzo a toda velocidad

en mi viejo Fiat 132, dejando que la brisa sin edad, y las soledades

de un trapiche cercano, se sienten a mi lado. Antes de llegar, los recuerdos,

de una infancia impregnada de papelón y caña de azúcar.

Termina Mozart, y el ramillete de tulipanes rojos me mira asombrado,

“¿Qué haces, perdido, como una gaviota ciega, en tu pasado?”

 

Periodistas observan el incendio de Puigcerda, bajo ataque por las tropas de Franco. Fotografía de AFP

FICCIONES Y CONFESIONES

Diálogo entre un venezolano y un miembro de las brigadas internacionales. Barcelona 1939 

No me siento inclinado a creer en casualidades, premoniciones o relaciones azarosas, pero el letrero en la ventana del autobús que nos llevaría, de las afueras de Barcelona al frente, era el más inquietante: “Vía cementerio”. Y lo fue para muchos camaradas que cayeron en combate. A mi lado, esa mañana de junio de 1939, un gringo de la Brigadas Internacionales que había vivido en Venezuela: “Llegué de Chicago enviado a colaborar en la organización de los sindicatos petroleros en Maracaibo. Me hice amigo de los dirigentes, Jesús Farías, Rodolfo Quintero y otros compañeros cuyos nombres no recuerdo. Un buen equipo. El problema que tienen es la falta de conciencia de clase de los trabajadores, porque no hay una tradición proletaria en tu país. La mayoría de los obreros había sido gente que dejó la tierra para irse a los campos petroleros. Falta mucho todavía, pero la huelga fue importante para demostrar la fuerza del proletariado. La revolución tiene futuro en Venezuela. Hablé en Madrid con unos camaradas soviéticos y están muy optimistas después de lo de México, donde todo salió mal. Al terminar la huelga fui invitado por el gobierno a abandonar el país y, en 1938, llegué a Madrid, donde colaboré en su defensa hasta que cayó. La caída era inevitable, forma parte de la dialéctica revolucionaria, y no contábamos con un Lenin. El partido estuvo a sus órdenes en 1917, no al revés, que es lo que nos ha ocurrido en España. Teníamos y tenemos buenos líderes, pero ninguno es Lenín. Nuestras contradicciones le abrieron la puerta a los fascistas. Aquí, en Barcelona, es todavía peor. Los enfrentamientos entre los revolucionarios hacen más daño que los aviones de Hitler y las ametralladoras de Mussolini. No es fatalismo, el materialismo histórico lo explica todo. Seguimos combatiendo porque somos revolucionarios y no podemos hacer otra cosa. Estudié en Columbia con Margaret Mead, y tenía pensado irme a vivir a Samoa hasta que ingresé al Partido. ¿Tú eres médico?” “Todavía no, la guerra interrumpió mis estudios y ahora soy ayudante del doctor Josep, quien es capitán asimilado del ejercito republicano. Lo conocí en el Hospital Pere Mata de Reus, cuando yo era alumno de Mira y López, quien era su maestro. Junto al doctor Mira y el profesor Tosquelles, el doctor Josep es uno de los fundadores de la psiquiatría moderna. También tuve problemas con el gobierno de López Contreras en 1936 por dirigir unas protestas estudiantiles y fui deportado a España. Mis padres son catalanes, de Gerona, y las autoridades decidieron que yo también era español, y me enviaron al exilio; por fortuna a mis padres no les hicieron nada. Estudié aquí para ser psiquiatra, pero la guerra lo cambió todo. Sigo con la psiquiatría, pero sin graduarme.” El gringo y yo sobrevivimos del viaje en autobús al cementerio, pero regresamos derrotados. Las tropas de Franco, con sus oficiales nazis y fascistas, están cada vez más cerca. En el frente se les escucha, a lo lejos, entre los fuegos de metralla, dando órdenes en alemán o italiano. La caída de Barcelona es cosa segura. Las colas de gente huyendo hacia las fronteras son interminables. Personas de todas las edades. Me tocó ayudar al poeta Antonio Machado, y a su hermano José, a conducir a la madre, vieja y enferma, a montarse en la unidad que los lleva a Colliure. La mirada de Machado es la más triste que he visto en mi vida. No espectral o ausente, era algo físico, cada una de las células de su organismo estaba contagiada por la tristeza. Apenas tiene sesenta y algo, y parece que tuviera mil. La mamá está muy enferma pero no es víctima del mal que aqueja al poeta. Tampoco al hermano, que es artista, lo sentí de esa manera. Deben llegar mañana o pasado a Francia. El doctor Josep piensa que es mejor esperar a que se enfríe la frontera para huir. El profesor Tosquelles creo que ya se fue, tiene buenos amigos en Francia. Yo no sé a dónde ir. No puedo regresar a Venezuela, y no conozco a nadie en Francia. Ahora sí siento lo que es el exilio. Voy a ser un hombre sin cielo y sin techo. Aquella noche, poco antes de la caída de la ciudad, el gringo me invitó a cenar en uno de los pocos locales abiertos, en el barrio de las prostitutas, no lejos de la Plaza Colón. “Deberías venirte conmigo. Como ciudadano norteamericano tengo derecho a ser evacuado de la ciudad, lo único que tendría que decir es que eres venezolano y vienes conmigo. Después trataríamos de regresar a tu país a seguir con la lucha sindical y estudiantil. En Europa ya no queda mucho por hacer. Son países viejos y sin futuro. Aquí gobernará Franco siguiendo los pasos de Mussolini y Hitler. Con excepción de los Estados Unidos, donde la clase capitalista secuestró la sociedad, los países de América Latina son el futuro de la humanidad. La revolución allí está esperando para triunfar. Es ahí donde hacemos falta. Para siempre será así, ricos cada vez más ricos y pobres cada vez más pobres. Stalin lo sabe y hay que ir preparándole el terreno. Pero primero tiene que parar a Hitler sin ayuda de nadie, mucho menos de mi país. Si no podemos entrar en Venezuela, nos vamos a otro lado, Guatemala, Colombia, Cuba. Lo interesante de Venezuela es que, con el petróleo, la clase obrera será cada vez más grande y poderosa. A Barcelona le quedan pocos días. Mañana debo presentarme al consulado para ser evacuado. Piénsalo un poco y me dices. Por ahora comamos y bebamos, que mañana ayunaremos”.

No volví a ver por un tiempo a este gringo formidable. El único norteamericano en España que no era amigo de Hemingway. Un verdadero revolucionario, un profesional, como Lenin o Trotsky. Se había leído todos los libros, y la carne no le parecía triste. Tenía una guía Michelin en la cabeza con las direcciones de todos los burdeles desde Madrid a Barcelona. Una de las informaciones más valiosas en tiempos de guerra. Por supuesto nunca se casó. “Entre los libros, las putas y la guerra no he encontrado tiempo para el matrimonio”, decía sin lamentarlo demasiado”. Era una de esas personas que parece un amigo de toda la vida desde que lo conoces. No sé a dónde habrá ido a parar con sus revolucionarios huesos. En Barcelona, después de un año en la más arriesgada clandestinidad, el doctor Josep me invitó a que lo acompañara cuando le tocó cruzar la frontera para venirnos a Francia. Sigo como su asistente, pero ahora como médico, después de terminar mis estudios en Toulouse. Aquí pasamos la guerra y la ocupación trabajando en varias clínicas. Entre ellas, la Santa Ana de Paris donde Josep trabajó con Minkowski. Estuvimos también Rodez, donde el doctor Ferdière, director de la clínica, fue de lo más generoso en nuestra condición de refugiados de España. El paciente más famoso de la institución era Antonin Artaud, el poeta y actor que estuvo entre los primeros surrealistas. Se ha hecho amigo del doctor Josep después de que este dictara una conferencia sobre el exilio en el auditórium del instituto. No es su primera experiencia con los poetas. Antes fue amigo de Paul Eluard y Robert Desnos, y estoy seguro de que el mismo Josep escribía poesía, pero era más discreto que Ferdière, el prototipo del poeta frustrado. Artaud se quejaba de Ferdière cada vez que podía, y no creo que sea del todo justo. La práctica del electroshock, con todo lo que tiene de terrible, a la larga aporta más beneficios que daños. En opinión del doctor Josep, las amistades de Artaud, como Adamov y su esposa, con quienes consume sustancias como el haschich cada vez que vienen a visitarlo, son más perjudiciales que los electroshocks. Un par de décadas más tarde, ya residenciado en Venezuela, el doctor Josep escribirá este recuerdo de nuestra experiencia con el gran escritor:

Artaud era en Rodez un pobre hombre resguardado de la muerte, no un enfermo. El otro interno y yo solíamos invitarlo a comer, y a menudo él nos devolvía la gentileza recitando de manera deslumbradora. Una de las experiencias más difíciles de olvidar fue la del día que lo oí recitar “La Charogne”, el poema de Baudelaire, agitando las manos, dejando a la voz crecer de pronto y entumecerse enseguida: era un espectáculo escalofriante. Cuando tuvo más confianza con nosotros, pidió que le consiguiéramos láudano. Pero no fue posible. En aquellos tiempos de guerra el láudano era una rareza.

Siguiendo a mi maestro de cerca, me casé, hace un año, con una joven enfermera francesa y teníamos un pequeño piso en el centro de Rodez, donde recibíamos todos los fines de semana a Josep y su esposa, también enfermera. A Saumery, en la región más bella de Francia, llegamos en 1946. Viajabamos cada cierto tiempo a Toulouse, donde Josep inscribió su tesis para el doctorado de estado y aprovechamos para visitar, en Saint-Alban, a Frances Tosquelles, viejo camarada de los tiempos de Mira y López. Hiperactivo, Tosquelles mantiene a los pacientes de la clínica siempre ocupados, que para algo ingenió la terapia institucional. En este momento, después de inventar lo que llamó “Art brut”, trabaja con Jean Dubuffet seleccionando pinturas y esculturas producidas por los pacientes. A principios de 1949, de regreso de Toulouse, me encontré en el buzón con una carta del gringo. Descubrí que su nombre era Bill Olson, lo cual me suena a pseudónimo. Estaba en París, trabajando con el sindicato de la Renault, y me invitaba a que me mudara a esa ciudad para trabajar como psiquiatra del Instituto de Salud de los Trabajadores, en condiciones favorables, que incluían un buen sueldo y un apartamento en Montparnasse, a cuenta del Instituto. No había podido regresar a Venezuela, y en su país no era bien recibido. Así que decidió quedarse en Europa, para asistirla en “los últimos años” que le quedaban como continente independiente de los Estados Unidos. La invitación era la más oportuna. A mi maestro Josep sí lo querían en Venezuela, y lo invitaban a trabajar como director de una colonia psiquiátrica en el litoral, no lejos de Caracas. Después de mucho pensarlo, aceptó la oferta y me invitó a seguirlo. “Maestro”, le dije frente a una botella vieja de Hermitage Chave que guardaba para una gran ocasión, “se me ha olvidado cómo es ser venezolano y no tengo intenciones, en este momento, de aprender a serlo de nuevo. Usted se va a Venezuela y yo regreso a París, la segunda patria de todos, como decía Victor-Hugo”. Visiblemente triste, y después de depositar su tristeza en los ojos de madame Josep, me dijo: “Es cierto lo de Hugo, pero recuerde que se trata sólo de la segunda patria, su primera será para siempre Venezuela”. Escribo esto en París, a finales de 1949. Mi maestro Josep ya se encuentra en Venezuela., y yo estoy esperando al gringo para asistir a una reunión con los líderes del Frente de Liberación Nacional argelino.

Fotograma de Muerte de un ciclista (1955)

Milán, jueves 12 de enero de 2023

Neo-realismo español

Para iniciar sus actividades en 2023, el Cine-Club Ambrosiano ha preparado un ciclo de películas españolas realizadas bajo la gravitación del neo-realismo italiano. Cómicos (1954), la primera cinta de Juan Antonio Bardem. Muerte de un ciclista (1955) y Calle mayor (1956) también de Bardem, son dos clásicos del cine europeo. En la cuarta, Bienvenido Mr. Marshall, (1953) no menos clásica, Bardem participó solo como guionista, y la dirección estuvo de manos de Luis García Berlanga, otro maestro del cine europeo de la post-guerra. Aunque producidas cuando ya había sido estrenado lo más representativo del neo-realismo italiano,la influencia de Visconti, Rossellini o De Sica, será asimilada para intentar un cine “verista” en el medio siglo oscuro del siniestro franquismo. No podía ser de otra manera, la crítica social es uno de los fundamentos del cine italiano de post-guerra. Bardem, quien, como buen comunista, no dejó nunca de criticar el despotismo franquista, conoció los rigores de la cárcel en más de una oportunidad. La noticia del triunfo de Muerte de un ciclista en Cannes la recibió en prisión.


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