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En la que década de los 90 algunos investigadores se toparon con la figura de la madre–mujer (¿o mujer–madre?) como centro de gravedad de la familia y de la cultura; hay que aclarar esto, no es que la hayan construido o inventado por exigencia de alguna moda, es que había estado allí durante 500 años como parte de la historia latinoamericana y en algún momento los científicos sociales repararon en ella y se dedicaron a analizarla, unos; a comprenderla, otros. Esa mujer – madre ha sido, y sigue siendo, según el enfoque de cada uno de los teóricos: una madre absorbente, culpable de todos nuestros males sociales, la portadora, al mundo educativo, de los vacíos y desaciertos de la cultura, etc.; otros autores/investigadores prefirieron detenerse en la figura que, en buena medida, ha sostenido a la familia, a la cultura, a la sociedad y la cosmovisión de pueblos que se viven y reinventan, a lo largo de su historia, a partir de esa trama relacional que tiene su asiento y punto de apoyo en la mujer – madre que para nada constituye una realidad monolítica, completa o cerrada sobre sí misma; como toda realidad humana, es dinámica, cambiante y compleja.
Pero, ¿por qué una realidad, un acontecimiento vital que ha estado allí por quinientos años de pronto aparece ante la mirada, se supone avisada, de pensadores y pesquisas, como si nunca antes hubiera existido? Uslar Pietri (1992) puede que nos dé alguna luz al respecto cuando afirma, en su ensayo ¿Existe la América Latina? Una reflexión en dos tiempos, que “Lo obvio es lo que nos vemos nunca. Lo obvio es lo que no percibimos casi, porque lo que percibimos es lo extraño, porque lo que percibimos es lo inusitado, porque lo que percibimos es lo anómalo” (p. 2).
Así, lo que nos cuentan los cronistas es que ese español que llega a tierras americanas no lo hace para quedarse, sino que va de paso, pero aun así se mezcla cultural y carnalmente con la indígena, con la mujer venida de África; ese hombre que va de paso sigue su camino y es la madre la que se queda a cuidar a la familia, y en consecuencia, a la cultura, la vida. A partir de allí asistimos a una total novedad cultural y vital que va mucho más del llamado mestizaje.
En esta urdimbre existencial, rica en matices y rizomas, la madre pasará a ser centro, no de poder (aunque incidentalmente también lo ejerza), sino de relaciones afectivas que dialogan, narran y disponen el discurrir vivencial. Aquí nos conseguimos con una familia y una cultura en donde hay, predominantemente, madre e hijos. la cultura forma a la mujer para ser madre y al hombre para ser hijo, no aparece el padre, ni la pareja, sino como excepción. Quien ha nacido y crecido en un país como Venezuela y hace un esfuerzo, tal como sugiere Uslar (1992), en el texto ya citado, “(…) por lanzar sobre este mundo, que llamamos América Latina, una mirada lo más desprevenida posible” (…) (p. 2), puede darse cuenta de cómo están constituidas la gran mayoría de los grupos familiares. Puede que alguien opine que esa no ha sido su experiencia, que su padre sí que ha estado presente; pues bien, en honor a la verdad habría que decir que esas presencias paternas han sido honrosas excepciones.
Habría que añadir, además, que incluso en esos casos en donde la presencia física del padre es un hecho, este ha estado, y está, en su inmensa mayoría, como proveedor económico, material, dejando la centralidad de la red familiar a la madre. ¿No existen, y han existido, familias en Venezuela con una figura fuerte paterna? Sí, como excepción que confirma la regla y por razones diversas (familias provenientes de otras culturas en donde la presencia – existencia del padre es altamente significativa, o familias constituidas en esa dinámica cambiante de la que hemos hablado antes en la que gente joven se torna crítica ante el modelo familiar que la cultura fue generando en nuestro contexto).
Otra pregunta que suele surgir: ¿No falla nunca la madre en ese rol de sostén familiar y cultural? Sí, aunque no es la norma ni estadísticamente es lo que predomine, también se da el caso de esas madres que fallan y con el deterioro de ciertos valores de la cultura pareciera que la falla tiende a acentuarse. Si revisamos Doña Bárbara (1929), de Rómulo Gallegos, desde esta perspectiva, conseguimos que la dueña de El miedo falla como madre, como pareja, fundamentalmente porque ante las contingencias y vicisitudes renuncia a la “madredad” para optar por el matriarcado, que viene a ser un pálido reflejo en el espejo del patriarcado del que busca deslindarse o vengarse.
Pero lo que fundamentalmente prevalece, en nuestra cultura, es la madre que hace su camino en solitario (pero con sus hijos) y que no falla, sino que más bien salva, sostiene y da sentido. Y en esa ventana de nuestra cultura que es la ficción abundan los ejemplos de esto; así, Karina Sainz Borgo, en El tercer país (2021) nos habla de madres; una, Angustias Romero, que recorre grandes y peligrosas distancias para poder enterrar a sus hijos muertos al nacer; la otra, Visitación Salazar, una madre que, en una tierra desolada e inhóspita, muy parecida a Comala, se dedica a enterrar a los hijos de los que no pueden pagar por ello. En otra de sus novelas, La hija de la española (2019), Sainz Borgo pone en la carta que escribe uno de sus personajes lo siguiente:
Nuestra vida, mamá, estuvo llena de mujeres que barrían para ordenar su soledad. Mujeres de negro que prensaban hojas de tabaco y apartaban con una pala los frutos caídos, que reventaban contra el suelo en la madrugada […] El fuego purifica a quien no posee nada más. Hay tristeza y orfandad en las cosas que arden (p. 63).
Si levantamos un poco la mirada, nos vamos a conseguir que no se queda esta presencia de la madre en el límite de nuestras fronteras. Evoquemos un clásico latinoamericano como lo es Cien años de soledad (1967), donde el primero de la estirpe, se supone que el patriarca, está sentado, amarrado, al pie de un árbol, pero que si lees entre líneas descubres que el gran motor (no inmóvil, para renegar de Aristóteles) de esa historia es Úrsula Iguarán, que incluso regresa de la muerte para poner orden en aquel caos que es la familia Buendía.
En El olvido que seremos (2005), Héctor Abad Faciolince se dedica a narrar la peripecia vital de su padre, un hombre visionario que dio la vida por sus ideales, sus principios y sus acciones a favor de la gente más necesitada. Pudiéramos pensar que la novela del autor colombiano va a contracorriente con la tesis que aquí se intenta fundamentar; sin embargo, cuando hacemos una lectura más detenida, nos conseguimos con una madre, la esposa del protagonista, que es, como la hemos llamado, la figura fuerte de ese núcleo familiar, la que siempre está, pues el padre con frecuencia se ausenta y finalmente es asesinado para dejar definitivamente en manos de la madre a la familia.
Ante esta rápida y nada profunda mirada, ¿podemos pensar en ir más allá de un padre ausente o puramente proveedor en la literatura y, especialmente, en la realidad? La realidad es lo que es, aunque no renunciemos nunca a la posibilidad de soñar con mundos más bonitos y amables. Pero atención, que la realidad nunca es superficial ni simple. Todo este planteamiento de la familiar popular matricentrada, o matrilineal, por ningún motivo matriarcal, se lo debemos a un autor, Alejandro Moreno Olmedo, que dedicó unas cuatro décadas de su vida a trabajar este asunto. Pues bien, este autor, en algún momento de su andadura intelectual pensó que la madre llenaba todas las necesidades culturales e individuales en la familia, que el padre ausente no hacía falta; sin embargo, con el pasar del tiempo y la profundización de su investigación se dio cuenta de que esto no era así, y que a pesar de que la madre se las había arreglado para sostener a la familia, y a la cultura, quedaba siempre lo que él llamó una oquedad, un vacío que pedía ser llenado. Ese es el vacío que deja el padre ausente y que la cultura, como hemos dicho al inicio, siempre abierta, siempre dinámica, nunca estática, abre la puerta para que sea llenada. En las obras citadas, esa figura masculina siempre está presente/ausente y pugnando por entrar a esa trama de relaciones que protagoniza la madre. La figura del hombre como padre, como pareja, está allí como utopía o como heterotopía, como posibilidad, y si algo tiene la literatura es que nos invita, nos incita y nos permite soñar con mundos posibles.
Rolando J. Núñez H.
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