Perspectivas

Armando Rojas Guardia: todo está sostenido por la risa

11/07/2020

Prólogo a Mapa del desalojo. Poemas escogidos (Bogotá, Común Presencia Editores, 2014), de Armando Rojas Guardia.

Armando Rojas Guardia retratado por Vasco Szinetar

Escuché por primera vez a Armando Rojas Guardia un par de años después de haberlo leído. Tendría yo dieciocho años y un querido amigo formaba parte de un taller de poesía al que Armando asistió como invitado. Mi amigo había llevado para la ocasión un pequeño grabador destartalado, de aquellos que usaban casete, de modo que registró todos los poemas que fueron leídos esa noche.

Estábamos reunidos tomándonos un ron, recuerdo, cuando él me pidió silencio, sacó el grabador y presionó el botón de play. Había de pronto, acompañándonos, una tercera persona, alguien que nos hablaba directamente a nosotros. Era una voz ronca, honda, que se movía de palabra en palabra como un animal grave. Una voz con olor a cigarrillo, repleta de irregularidades y asperezas, cuya superficie prácticamente se podía tocar. Esto era lo más impactante, lo que me dejaba fascinado: era una voz eminentemente palpable, dueña de una solidez que bien podía pertenecer a la piedra o la madera. No era una simple serie de sonidos encadenados, un flujo de aire modulado, sino una genuina presencia, carne y huesos, sístole y diástole de sílabas.

Oí cómo recitaba el texto 19 de Poemas de Quebrada de la Virgen, que reconocí de inmediato. Y aún hoy puedo escuchar algunos de esos versos, los de esa noche, tan distintos a los que cualquiera puede encontrar en los libros de Armando. Palabras que sucedieron una vez, que cobraron cuerpo sólo en ese momento:

Ese trozo de musgo en el asfalto
me recuerda que el Mundo, subversivo,
derrota a la Historia finalmente.

Los releo con esa cadencia, los transcribo imitando en cada letra la contundencia que portaron para mí aquella vez. En estos pocos versos, en esta imagen rotunda y casi profética, puede leerse la poética de Rojas Guardia, que vive de la tensión entre pares antitéticos. Sirve, digamos, como su cifra. Está allí la oposición entre materialidad crasa y devenir histórico, entre centro y periferia, entre experiencia religiosa y compromiso político, entre nomos y bios. En toda su obra, atendemos a la colisión de estas polaridades, que el autor enfrenta no con ánimo intelectualista o pretensiones maniqueas, sino con genuino compromiso intelectual, partiendo de una experiencia profundamente atravesada y profundamente pensada, siempre con el fin de situarse en la difusa línea que divide las oposiciones, demostrando cómo se necesitan mutua, inevitablemente.

«El Mundo, subversivo, derrota a la Historia finalmente»: la vida, pluriforme y terca, múltiple y voraz, estará allí luego de que hayan pasado todos nuestros intentos por encauzarla. Rojas Guardia se sabe sujeto históricamente condicionado, pero se niega rotundamente a ser solamente esto. No obstante, tampoco toma partido por una supuesta “naturaleza humana” constante e inmutable; antes bien, se esfuerza por reconocer la capacidad del ser humano por crear su propia naturaleza, por inscribirse simultáneamente en varios registros, todos ellos igualmente válidos. Esta labor atraviesa su producción entera, tanto poética como ensayística —espacio donde elabora su propia multiplicidad, su calidad de paciente psiquiátrico, católico heterodoxo, homosexual y poeta en un contexto social donde estos rasgos son vistos, en el mejor de los casos, con suspicacia, cuando no con franco rechazo.

La segunda vez que escuché la voz de Armando Rojas Guardia fue varios meses después de aquel primer encuentro. Estaba yo detenido frente a la puerta de su casa, a la que había ido para estrenarme como miembro de su taller de poesía. Aún no me atrevía a llamar: estaba muy quieto, escuchando lo que sucedía allí adentro. De nuevo me impresionó la manera en que esa voz adquiría peso, masa, densidad. Cómo dejaba de ser ondas transitando por el aire, para tornarse cuerpo. Al entrar, mientras caminaba por el pasillo blanco, estriado de plantas colgantes, entendí que se trataba de una voz en la que las palabras estaban habituadas a exponerse, sin rehuir la intemperie de la carne viva, sin temer llevar consigo el ritmo del pulso sanguíneo que las sostiene.

Pero lo que se imprimió en mí con mayor fuerza, desde esa noche hasta hoy en día, fue el sonido de su risa. Retumbaba como salida de los sótanos del mundo. Tenía existencia propia, parecía poder abandonar la casa para ir a caminar por sí misma, para hacer sonar las calles de Caracas. Cada vez que la escucho, es la misma, idéntica risa de piel rugosa, incansable. Puede decirse de ella lo que Rojas Guardia dice de otra, ajena, en el poema «Valió la pena constatarlo», perteneciente al volumen Yo que supe de la vieja herida:

Te escuchaba reír, y adivinaba
aquel barro más hondo
de mi cuerpo,
el lodo blanco
que formó a mi alma,
la materia
de mi última, real anatomía.

Porque se trata de una risa esculpida, arrancada a un árbol o una roca. Repleta de ternura y agudeza, ingenua pero no boba, nietzscheana en el sentido estricto del término: risa entregada al juego y el riesgo. Risa donde pareciera revelarse todo lo gozosamente crudo del hecho de estar vivo. Risa que es también una forma de desnudez. Risa, en suma, donde «el Mundo, subversivo, derrota a la Historia finalmente».

Quisiera, aquí, tomar esa risa para comprender la poesía de Rojas Guardia. Elevarla a la categoría de un dispositivo de lectura. Porque es posible ver, en esta risa, la expresión más acabada de esa convivencia de posiciones encontradas, de antinomias que se equilibran, que comercian entre sí. Opuestos que, en última instancia, son reunidos en el cuerpo cálido de la vida.

Porque esa es la apuesta del pensamiento de Rojas Guardia: hacer de estas oposiciones una sola fuerza en la escritura, un mismo decir insobornable. Con cada texto traza las fronteras de su vida única, irrepetible, donde pensamiento e imagen se confunden, donde intelección y elaboración estética se tornan indistintos. Un mapa, pues, de su intemperie como sujeto. Y en medio de esta cartografía, orientándola secretamente, sirviéndole de eje invisible, la potencia de la risa:

No hablemos de la historia.
¿Cómo no se disuelve, aniquilada
la épica sangrante, la fatiga
de volver a empezar, el lunes cierto
que se muerde la cola, victimario
y desayunando su masacre?

Yo mismo no entiendo esta constancia
disonante, ruidosa de mi espíritu,
insecto alado que no puede
posarse al fin de una lumbre
que sin embargo lo convoca.

Nadie sabe que la gracia, sólo ella,
sufre el drama letal del universo
y su rutina exacta, establecida
en códigos de orden repetido.
Debajo de la ley flota el humor
que disuelve las cosas, las redime
en una ingravidez, un horizonte
donde se desanuda lo compacto
y lo justo, elevado de potencia,
ya no se reconoce ni se quiere
a sí mismo, monótono y puntual.
Es la misericordia de la risa.

Estos versos pertenecen a «Todo está sostenido por la risa», poema que integra Hacia la noche viva. La historia se presenta aquí como una potencia opresora, no sólo a través de sus horrores, de esa «épica sangrante» que tantas veces ha servido como teatro para las ambiciones personales, sino también a través de su capacidad de repetición, de su reiterativo, monológico “día a día”, su reproductibilidad irreflexiva y aterradora. Contra esta potencia, Rojas Guardia yergue la ligereza de la risa, encarnación irreverente de la gracia, antídoto contra el drama, la trama ubicua del poder.

Como Simone Weil antes que él, Rojas Guardia también concibe la gracia como esa porción de eternidad que rasga la historia y se derrama sobre ella, empapándola. Tanto para él como para nosotros, mientras somos sus lectores, la labor de la escritura consiste, no en refutar nuestra condición de sujetos históricos, sino en asumirnos como tales, desbrozando nuestros días con la risa incandescente de la gracia.

Se trata de entender que bajo y tras la historia, más allá de ella, persiste la textura material del mundo, fulgurante, ajena a nociones tan mezquinas como trascendencia o inmanencia. Es necesario dirigir la mirada en esa dirección. Permitirnos abandonar nuestros sentidos habituales, recurrentes, y lanzarnos hacia lo indeterminado: mirar a nuestro alrededor con esa nitidez que posee «el Génesis libre de los ojos» –como dice el texto «La promesa visual». Dejarnos guiar, así, por esa risa que todo lo sostiene, secretamente.


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