Perspectivas

Quemar libros

19/11/2020

De izquierda a derecha, Manuel Borrás, Silvia Pratdesaba y Manolo Ramírez, el alto mando de la prestigiosa Editorial Pre-Textos.

Vale la pena recordar por qué estamos en esto. Por qué hacemos lo que hacemos. Qué pequeña conjura de circunstancias nos ha impulsado a vivir por y para los libros.

Cuando me pregunto por qué hago lo que hago, por qué leo del modo en que leo, por qué traduzco con voracidad, por qué escribo como si se me acabara el tiempo, lo primero que me viene a la cabeza es un recuerdo de infancia. Las enciclopedias de la casa en que crecí, hileras de libros de lomos negros, monjes especialistas en recoger el polvo. Sentía genuina fascinación recorriendo sus páginas, enterándome de los hechos más diversos, de una constelación de datos como pequeñas joyas sin valor alguno para nadie más. Es difícil comunicar el significado de aquellas tardes vivas, repletas de anacondas y submarinos y sistemas solares y travesías por el desierto. Baste decir que entonces di con algo, una certeza que me ha acompañado toda la vida –aunque apenas ahora pueda formularla–: un libro es una máquina de producir asombros.

Al asombro ante los libros no tardó en sumarse otro, uno que refractaba y reproducía el anterior: el asombro ante las lenguas. Descubrí, con el arrojo propio de una vida pequeña, que había otras lenguas en las que se podía decir nunca exactamente lo mismo. Entendí –aunque apenas ahora pueda formularlo– que una palabra es un horizonte que cabe en la mano, en la boca, en el bolsillo. Que siguiendo el rastro de las asociaciones, el juego interminable de la connotación, un vocablo recién aprendido podía llevar a travesías interminables. Y así ha sido. La pluralidad de las lenguas también es una celebración lujosa, interminable. No tuve que esperar a que la física me hablara de universos paralelos; ya había aprendido que el mundo se desdoblaba constantemente, en cada una de sus lenguas.

Más o menos al mismo tiempo me percaté del poder de las traducciones. Más concretamente, de su poder destructivo. Por aquella época –a los 12 o 13 años– intenté leer Hamlet. No sabía de qué se trataba; sin embargo, ese nombre circulaba con cierto aire de respetabilidad, ese olor a santidad que suele rodear a los clásicos. Digo que lo intenté porque no fui capaz de pasar de las pocas páginas: se trataba de una lectura indigesta. Pero a ella le debo mi amor por la traducción. Ese pésimo traductor, sea quien sea, me hizo un regalo de valor incalculable. El fantasma de su Hamlet, de lenguaje maltrecho, me acompaña siempre.

La traducción le suma al libro vidas insólitas. Multiplica las sombras que es capaz de proyectar. Es decir, amplifica su capacidad de asombro. Quien traduce, hace oficio de la multiplicidad.

Cuando los editores de Pre-Textos me propusieron traducir A Village Life, de Louise Glück, acepté de inmediato. Glück se hallaba entre las poetas que más me habían impactado. Recuerdo que, al leer Averno y The Wild Iris, pasé varios días rumiando los libros, volviendo sobre mis pasajes favoritos, sin querer empezar otra lectura. A Village Life me deparó una fascinación similar. Traducirlo fue, de cierto modo, devolver lo que me había sido dado: valerme de mi voz para darle un nuevo cuerpo sonoro a otra, admirada, que me había acompañado por años. Un gesto de gratitud, si se quiere. Traducir también puede ser una manera de dar las gracias.

Glück-glück, 2020. Collage. JNV

No obstante, sin que Una vida de pueblo –así titulé el volumen– haya cumplido siquiera un año de haber sido publicado, veo mi trabajo en peligro de extinción. Y no sólo el mío, sino el de todos los otros traductores que me precedieron. En esta labor soy apenas el último; antes estuvieron –y están: allí siguen sus libros, respirando– Eduardo Chirinos, Mirta Rosenberg, Beverly Pérez Rego, Andrés Catalán, Abraham Gragera, Ruth Miguel Franco, Mariano Peyrou. Incluso Luis Harss publicó algunas traducciones en la mítica revista Escandalar –dato que le debo a Johan Gotera y Aleisa Ribalta Guzmán. Soy el menor en este linaje: se trata de personas que admiro hondamente. Todos ellos constituyen una fecunda variedad de registros.

En peligro de extinción, he dicho: víctima de la rapacidad. La agencia que se encarga de los derechos de Glück ha escogido no renovar sus contratos con Pre-Textos. Y lo ha hecho con doblez: mientras les daba largas, sin responder apenas a sus correos, buscaba secretamente mejores postores. Muy rápido se supo lo que estaba sucediendo y varias de las editoriales contactadas se negaron a participar de este asunto sórdido. Pero, al final, la agencia escogió entregar los derechos a otra editorial, sin permitirle a Pre-Textos derecho a contraoferta o a simple réplica. La magnífica diversidad de acentos en la que vivía la obra de Louise Glück en español está a punto de ser deforestada y aplanada por una voz única.

A este juego desleal hay que sumar algo más. La agencia exige que Pre-Textos destruya hasta el último ejemplar que no haya vendido.

¿Y cómo se destruyen los libros?

Quemándolos. La agencia demanda que se quemen los libros de su autora.

Digámoslo una vez más, en voz alta: piden que los libros de Louise Glück sean quemados.

¿No les deja un regusto amargo en la boca? ¿Qué recuerdos vienen a la mente cuando hablamos de quemar libros? ¿Manifestaciones fascistas, hogueras, purgas? La agencia querría hacer pasar este gesto depredador, grotesco, por una simple transacción. La consecuencia de un intercambio aséptico. Pero no lo olvidemos: ninguna transacción es neutral. Lo mercantil está siempre atravesado por lo ético.

Quieren eliminar estos libros, quieren expurgar el nombre de Louise Glück del catálogo de Pre-Textos –que la ha publicado por casi 15 años– para hacer lugar a la nueva traducción. Como quien despeja a fuego un trozo de selva, eliminando ciegamente cualquier profusión vital que pueda albergar. Requieren, además, pruebas: que alguien más certifique que la destrucción ha ocurrido. Un tercero independiente de la editorial, capaz de confirmar que la purga ha ocurrido. Entonces estarán satisfechos, habiendo servido del único modo que saben a la autora que representan. Una caja de ceniza entregada por correo: así me imagino la prueba que tanto ansían.

Y la ceniza es exactamente lo contrario del asombro.


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