Fotografía de George Collins Cox
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Atravesado por las multitudes de Manhattan está Walt Whitman. Sentado en un altillo de Brooklyn está Walt Whitman. Cargando sacos de un desembarco y arando con un rastrillo bajo el sol está Walt Whitman. En las aceras y en las oficinas. En los bancos de las plazas y en las instalaciones financieras. Hambriento y saciado está Walt Whitman. Entre el humo de las fábricas, la espesura del aire en New Orleans, también está.
El pasado 26 de marzo se cumplieron 126 años de su muerte. Una muerte que no pasa de ser sino un dato como otros dentro de su vida. Hojas de hierba, publicado por primera vez en 1855 no vendió más de dos docenas de ejemplares en su primera edición. Es ese mismo libro el que influiría profundamente el tránsito de buena parte de la poesía moderna y que lo convirtió en uno de los precursores del uso (en esa forma) del verso libre y claro, en el “poeta de la democracia”. Asombroso y distinto, el libro levantaría a través de sus lectores reprobación, alarde, placer, rechazo y frenesí. En lo sucesivo, Whitman iría incorporando cada vez más cuerpos y poemas, engrosando sus “Hojas de hierba” prácticamente con cada nueva edición.
En Whitman nacería el bardo que fortaleció con su voz el lugar de los dispares, los opuestos y los concentró en su concepción. No se sentía menos ni más que ninguno de sus compatriotas sino que los asumió en sí mismo construyendo ese íntimo y potente “Yo” que atraviesa las páginas del libro, el “Yo” de Walt Whitman es ese país entero: desde las raíces de sus plantas, ríos y cañones hasta los escombros de la basura, el polvo que levantaban los sacos de mercancías hasta los deshechos que dejaban los cerdos en Broadway.
La democracia de Whitman lo hizo cantar al rastrillo del esclavo y al conductor de sombrero de la carreta, fue el poeta que vio en la ciudad la perfecta anatomía del país, el encuentro sin excepciones, la reunión de las muchísimas condiciones humanas sin menosprecio.
Su poesía canta a la diversidad como algo mutuo dentro de las manifestaciones de la vida. La trascendencia y la estabilidad de lo que cambia, brazos y piernas que corren o dirigen marchas, que aman, desean y también trabajan, defienden, agreden, descansan y arden.
Curiosamente, estando en New Orleans a Whitman le asombró la terrible manera en que se vendían y subastaban los esclavos, describiendo detalladamente sus miembros, fortaleza, dentadura y atributos físicos de trabajo. Whitman convirtió esa terrible contemplación que reducía a un ser humano como él a mercancía, en uno de los ejes de su poética. No sería un traficante quien describiría como herramientas los brazos de un condenado a la explotación, sería esa voz que nacía viendo sufrir y sufría quien lo haría. Whitman pasó a detenerse en esos brazos y celebrarlos, libres, humanos, también fuertes, capaces de la obra que se propusieran.
Whitman encontró en el hombre su novedad, el motivo de su celebración magnífica. El trato con ese descubrimiento lo hizo autor de los cantos en la totalidad de la inclusión. Lo múltiple no cede a la preponderancia. Cada parte del país lo integra realmente. Todas fueron necesarias en su densidad.
En ese país todos saben que Whitman escribía para ellos y desde ellos porque todos los oficios, todas las labores humanas le resultaban inherentes: el repartidor de la oficina de correos y el científico de claustro. Cada acto es una exploración casi apabullante. Las madres y padres arrullando a sus niños, los granjeros, los visionarios, Whitman puso su mirada en una esperanza que no era el futuro sino el futuro poblado de hombres y mujeres que sin lugar a dudas honrarían la fantástica condición humana de la vida. La facultad inventiva y la pasión por lo que podríamos crear.
Deslumbrado por el primer momento que rige todo lo que seguirá, Whitman puede ser visto como la voz de los pioneros que somos al desempeñar cualquiera de nuestras tareas diarias. Un niño frente a un iPad, un atleta viajando en un avión hacia una competencia, a la luz del asombro que implica hacer lo que hacemos son pioneros.
Todos somos parte de ese deslumbrante tránsito que es la vida y que reunido junto al de los otros, se convierte en el país que Whitman concibió en Hojas de hierba, el país más grande de todos, el de todos los hombres, especies y seres que somos: “Yo me celebro y yo me canto,/ y todo cuanto es mío también es tuyo,/ porque no hay un átomo de mi cuerpo que no te pertenezca”.
Juan Luis Landaeta
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