Perspectivas

La nueva estrategia: degradar la democracia

De izquierda a derecha: Friedrich Nietzsche, Gianni Vattimo y Martin Heidegger. Créditos fotográficos: Friedrich Hartmann, Margarita Solé | Ministerio de Cultura de la Nación

30/09/2019

A pesar de la reiteración de ismos, la idea solo se puede expresar de la siguiente manera: la crítica del capitalismo la hace el marxismo en nombre del humanismo; la solución la propone en nombre del angelismo, y la realización la hace en nombre del maquiavelismo.

No se puede negar que el análisis que hace Marx de las condiciones del obrero, de la era manchesteriana, está inspirado por un sentimiento de humanidad. A ese problema, el marxismo le da una solución angélica, es decir, propone una sociedad que solo pueden disfrutar las almas sin cuerpo. ¡En el comunismo no existirán injusticias y todas las necesidades humanas serán satisfechas! Esa visión ingenua del porvenir dará lugar a la más despiadada forma de hacerse del poder, y luego, de mantenerlo.

La revelación de los crímenes de Stalin, a mediados de los años cincuenta, y luego los de Mao, y los de Pol Pot, y los de Kim Il-sung, dejó claro que el comunismo era solo una quimera para los ingenuos. La intelectualidad de izquierda quedó sin argumentos, hasta que, en los años sesenta, apareció el posmodernismo para decir que todo era relativo, y que los genocidios comunistas no eran tan graves. Detrás, estaba el diseño de una nueva estrategia, no basada en la toma revolucionaria del poder, sino en la degradación de la democracia.

Entre los promotores de la estrategia posmoderna se cuenta a Gianni Vattimo, filósofo italiano contemporáneo, especialista en Nietzsche, quien alcanzó gran renombre por su invención del “pensamiento débil”. Vattimo propone, en Adiós a la verdad, abandonar las aspiraciones al conocimiento objetivo con el propósito de lograr una democracia más tolerante.

Del subjetivismo al totalitarismo

Desde el punto de vista del conocimiento, Vattimo toma posición radical: la negación de la posibilidad misma del conocimiento, entendido como correspondencia entre la representación y el objeto. Esto implica la negación de la verdad a la que acudimos cuando preguntamos si está lloviendo. Vemos por la ventana y lo confirmamos o lo negamos.

“La verdad es mala, sobre todo, por ser tiránica. La verdad es enemiga de la sociedad abierta de la democracia liberal (tal como la entiende, por ejemplo, Karl Popper)” (p. 22).

Vattimo se apropia del concepto de sociedad abierta de Popper, basada en la tolerancia de las diferentes opiniones, para negar verdad objetiva. Parece omitir de forma tendenciosa que Popper es un defensor del conocimiento objetivo, y no convierte ese conocimiento en algo absoluto. Popper ha creado un antídoto contra el dogmatismo: el falibilismo, es decir, si bien una hipótesis científica no puede ser confirmada de manera definitiva, sí puede ser refutada. Eso lo pasa por alto Vattimo, quien considera que toda interpretación es irrefutable.

“No existen hechos, sólo existen interpretaciones. No existen verdades, sólo interpretaciones” (p. 27).

Vattimo repite el principio nietzscheano del predominio de la interpretación. Por tanto, niega las evidencias empíricas y toma partido por las opiniones compartidas, es decir, por los prejuicios.

“Como la verdad es siempre un hecho interpretativo, el criterio supremo en el cual es posible inspirarse, no es la correspondencia puntual del enunciado respecto a la ‘cosa’ enunciada, sino el consenso poblacional sobre los presupuestos de los que se parte para valorar dicha correspondencia” (pp. 28-29).

Hagamos una aplicación de la doctrina de Vattimo a la pieza teatral El enemigo del pueblo de Ibsen. En esa obra, un médico valiente descubre que las aguas del balneario, de la ciudad donde vive, están contaminadas. Esta es “la correspondencia puntual”. Ante la noticia, todo el pueblo se pone en su contra porque eso va contra los intereses del turismo. Según Vattimo, el médico tiene un conocimiento objetivo que no vale para nada, pues sus evidencias científicas no tienen valor respecto al “consenso poblacional” de la plebe enardecida.

Visto de esta manera, la doctrina relativista de Vattimo conduce a lo que Boris Groys llama el “giro lingüístico de Stalin” (Posdata comunista, p. 46). El estalinismo no puede permitir que la realidad se convierta en un obstáculo contra la omnipotencia del lenguaje de los dirigentes, es decir, de la ideología. Ello supone un gobierno totalitario y su aparato de propaganda.

A Vattimo no parece molestarle el estalinista que quiere negar la realidad y colocar a la población subordinada al discurso oficial. Si no hay reconocimiento de las evidencias, el comité central puede imponer la interpretación correcta. Eso es lo que le sucede a Winston Smith, el protagonista de 1984, a quien se le obliga a aceptar que dos más dos son tres. Todo esto parece inspirado en la agudeza de Groucho: “¿A quién va usted a creer, a mí, o a sus propios ojos?”.

La falacia de Vattimo

Según Vattimo, la entronización del relativismo subjetivista y la consecuente amputación de la verdad objetiva darán lugar a una democracia auténtica, es decir, tolerante. La argumentación de Vattimo se basa en una gran falacia: la identidad entre el relativismo y la tolerancia.

“Como es natural, una política sin ‘verdad’ no es sólo y necesariamente una política democrática, sino que también puede ser una política despótica que en lugar de ir más allá de la metafísica, tan sólo retrocede más acá de su propio descubrimiento y reivindicación; también, por cierto una política, de inspiración metafísica, de los derechos naturales del hombre” (p. 57).

Llama la atención que Vattimo declare explícitamente su aspiración a una política ideal en la que no solo se niega la verdad objetiva, sino que además va acompañada de la negación de los principios éticos, pues elimina los derechos humanos por estar contaminados de metafísica.

La estrategia conceptual que propone Vattimo es un suicidio para la democracia. Basar la tolerancia en el relativismo conduce al autoritarismo.

“Si el relativismo significa desprecio por las categorías fijas y por los hombres que aseguran poseer una verdad objetiva externa…, entonces no hay nada más relativista que las actitudes y la actividad fascistas” (Mussolini en 1923).

Este discurso de Mussolini muestra una lógica implacable. Si no existen criterios objetivos para dirimir los conflictos entre voluntades, entonces solo queda la violencia. De forma que el relativismo es el camino más breve para justificar lo que parece su opuesto: la intolerancia.

Los santos patrones filotiránicos

Para esta empresa de renovar la democracia, Vattimo no se apoya en los grandes clásicos de esta fórmula política, como Locke o Montesquieu, ni en pensadores demócratas más recientes como Dewey o Bobbio. Prefiere incurrir en el disparate de rendir culto a dos filósofos alemanes de tendencia irracionalista.

“Nietzsche y Heidegger son quienes criticaron a fondo la verdad como objetividad y quienes sentaron las bases para una visión radical de la propia democracia. La razón por la que se rechaza la idea de verdad como objetividad es una razón ético-política. La verdad como objetividad convierte en absurda nuestra existencia como sujetos libres y nos expone al riesgo del totalitarismo” (p. 25).

Tanto Nietzsche como Heidegger fueron enemigos declarados de la democracia. Además, Heidegger fue el filósofo oficial del nazismo, quien declaró públicamente que Hitler era el líder mesiánico que necesitaba Alemania. Ambos abogaron por el escepticismo respecto a la razón, con la intención de reivindicar el dogmatismo de las pasiones políticas, las cuales hacen imposible a las libertades.

A partir de estos santos patronos, no es de extrañar que el proyecto de Vattimo sea el de desnaturalizar a la democracia. Una democracia condenada al relativismo se reduce a la nietzscheana lucha de fuerzas. Lo que sobrevive de la democracia solo es el vacío aparato electoral.

“Desvinculada de toda verdad objetiva, la democracia no es otra cosa sino el conjunto de reglas procedimentales que permiten recurrir al veredicto de la mayoría para dirimir las diferencias y así lograr que la sociedad decida entre opciones diversas, todas en principio igualmente válidas. Esta es la perspectiva de quienes ven en el relativismo la verdadera esencia de la democracia” (Francisco Plaza: El silencio de la democracia, p. 19).

La comprobación de esta sospecha es que el mismo Vattimo ha mostrado su parcialización con los totalitarismos comunistas, pues es un defensor de la dictadura cubana, así como de los populismos de izquierda. Llegó a confesar, en 2005: “Debo decir que Chávez me ha convertido al chavismo”.

La razón asaltada

En los años cincuenta, Georg Lukács popularizó la expresión el “asalto a la razón” como forma de describir a los movimientos irracionalistas que habían aparecido en la política de comienzos del siglo veinte. Él consideraba que Nietzsche era enemigo de la democracia burguesa, pero también del marxismo que el propio Lukács defendía.

En consecuencia, a Lukács le hubiese sorprendido que el comunismo, pataleando en su decadencia, hubiese terminado reclutando al romanticismo reaccionario. Nietzsche ataca la razón para dejar el camino libre a las pulsiones tiránicas.

La razón es la última fortaleza para defender el respeto a la dignidad humana frente al poder. Sin la razón, es fácil pasar a convertir a los otros en material para la esclavitud o el genocidio. El irracionalismo no se propone estimular una vida más espontánea sentimentalmente, ni tampoco desarrollar la inteligencia emocional. El irracionalismo es la exaltación de la tiranía, y la licencia de corso para convertir a los adversarios en seres subhumanos.

La democracia exige una epistemología muy diferente a la de Vattimo. Es indispensable una concepción que reconozca diferentes formas de verdad: verdad objetiva, verdad individual y verdad social. De la misma forma, que reconozca que estas verdades parciales pueden llegar a formar una visión integrada. Para eso, las diferentes perspectivas deben dialogar para buscar auténtica y apasionadamente la verdad. Así podremos abrir nuestra mente sin que nuestro cerebro ruede por el suelo.


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