Imago Mundi

Zurich y el doctor Jung

Fotografía del usuario photosforyou en Pixabay.

17/10/2020

En una reunión caraqueña de amigos en los años noventa, frecuentemente cosmopolita, comenté que íbamos a llevar a los niños por primera vez a Europa, pero que los pasajes de tren y el alquiler de un carrito sobrepasaban mis posibilidades. Entonces, entre caldos chilenos de una uva entonces en boga (Carmenere), mi amigo Ben Ami Fihman aportó un dato de oro: “En una oficina en Los Palos Grandes puedes comprarte un carro en París. La modalidad se llama ‘Compra de vehículo con reventa garantizada’ y te sale cuatro veces más barato que alquilar un automóvil.” Así fue.

En París fuimos a una agencia Renault y nos dieron una Mégane Scene con 0 kilómetros para devolverla cinco semanas después en la misma agencia. Parecía un sueño. Encima nos agradecían porque sacaríamos a pasear un modelo nuevo en el que tenían mucha fe. Salimos de París muy temprano rumbo a Zurich, a donde estimábamos llegar tarde en la noche a buscar hotel.

En 1998 no existían los GPS sino los mapas Michelin y algo indescifrable: la intuición. Estábamos perdidos en una trama urbana tratando de llegar a Zurich, cuando en una calle oscura vimos un edificio de tres pisos con un letrero discreto “Jung Institut”. El mensaje estaba claro: hallaríamos el camino. Así fue como llegamos a la calle que bordea el lago y fuimos tocando puertas de hotelitos hasta que uno nos franqueó la puerta: tenían un cuarto familiar. Era verano, pero llovía y nos sacudían ventarrones fríos y unas ganas perrunas de tomar chocolate caliente.

Comencé a leer la obra de Jung gracias a un libro publicado por Monte Ávila Editores en 1976: Problemas psíquicos del mundo actual. Allí estaba la mano del director de la editorial: mi maestro y amigo Juan Liscano, quien hablaba mucho de Jung y en su obra se advertía su decisiva influencia. Liscano, además, había tenido diversas experiencias psicoanalíticas y, encima, había sido pareja de una escritora argentina y había vivido en Buenos Aires. Imposible no haberse recostado en el diván. No tengo la menor duda de que buena parte de la hondura singular de su obra ensayística, única en la Venezuela de su tiempo, se completa con esta experiencia que muy pocos intelectuales y creadores del patio formados entre los años treinta y sesenta tenían. Antonia Palacios, Sofía Ímber, Francisco Herrera Luque, Liscano y no muchos más se habían sumergido en aguas profundas buscando el santo grial.

Carl Gustav Jung, retrato de 1935. Fotografía de Wikimedia Commons

Desde 1976 la obra de Jung ha sido factor esencial de mi crecimiento personal y visión del mundo. Es obvio que se trata de un autor capital. Zurich, como me ha pasado con otras ciudades, se esencializó para mí en la imagen del doctor Jung fumando pipa en su casa a orillas del lago de Zurich. Hay ciudades que se resumen en una persona: Lisboa y Pessoa; Buenos Aires y Borges; México y Octavio Paz; con otras no es posible, son urbes de muchos rostros. En todo caso, son selecciones arbitrarias. Zurich es Jung; más allá de las aguas apacibles del lago, y la concentración de instituciones financieras de aquel país insólito, que ha sabido vivir de una tarea exigente: conservar secretos. ¿No es eso lo que hace un psiquiatra con las confesiones de sus pacientes?

De Suiza escribió Borges, que amaba Ginebra y se fue a morir allá, un poema memorable, «Los conjurados», en homenaje a su segunda patria. Se lee: «En el centro de Europa están conspirando./ El hecho data de 1291./ Se trata de hombres de distintas estirpes, que profesan diversas religiones y que hablan en diversos idiomas./ Han tomado la extraña resolución de ser razonables./ Han resuelto olvidar sus diferencias y acentuar sus afinidades». En muchos sentidos, Suiza es una singularidad del género humano de la que nos sentimos orgullosos.

Al final del poema, Borges afirma: «Los cantones ahora son veintidós. El de Ginebra, el último, es una de mis patrias./ Mañana serán todo el planeta./ Acaso lo que digo no es verdadero; ojalá sea profético». Y sí, maestro Borges, ojalá lo sea. Le aseguro que falta mucho, en todo caso.

Fotografía de Zurich de Sebastien Bozon | AFP. Retrato de Jorge Luis Borges, de 1967, por Annemarie Heinrich | Wikimedia Commons

Una de las empresas calificadoras de factores que determinan la calidad de vida, registró que Zurich en seis oportunidades del siglo XXI quedó en el primer lugar; seguida por Ginebra, por cierto. Es comprensible, y viene de eso que dice Borges: «Han tomado la extraña resolución de ser razonables». Tenían que serlo: la mitad es católica, la otra mitad protestante. El 65 % habla alemán, alrededor de 20 % francés y cerca de 15 % italiano. Un discreto imperio de pluralidad y riqueza. Entenderse o morir, y se entienden desde 1230, aproximadamente. Son neutrales. Si toman partido, van a la guerra, que siempre es lo peor.

No olvido que Suiza es el país al que se fue a vivir, y se hizo ciudadana helvética, mi amada Tina Turner, una fuerza huracanada de la naturaleza, que también es budista; tengo presente que el gigante de la actuación, el admirable y finado Bruno Ganz, nació en Zurich. También fueron suizos Paracelso, el detestable Rousseau, Le Corbusier, Constant, Pestalozzi y Giacometti, con sus piezas de seres espigados e inquietantes.

Tocan mi puerta estos países pequeños en dimensiones, pero grandes en carácter, en realizaciones y sensatez: Uruguay, Costa Rica, Estonia y, por supuesto, la patria de Jung y el lugar de sus hallazgos: los complejos, el inconsciente colectivo, la sombra, los arquetipos, el self y la formación de una legión de analistas que han ido afinando una visión del hombre y el mundo, que está lejos de haber dicho su última palabra.

Concluyo con un fragmento de las memorias del médico y psicoterapeuta, Recuerdos, sueños, pensamientos, donde afirma algo que me hubiera gustado haber escrito:

El hombre debe percibir que vive en un mundo que en cierto sentido es enigmático. Que en él suceden y pueden experimentarse cosas que permanecen inexplicables, y no tan solo las cosas que acontecen dentro de lo que se espera. Lo inesperado y lo inaudito son propios de este mundo. Solo entonces la vida es completa. Para mí la vida fue desde sus comienzos infinitamente grande e incomprensible.


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