Perspectivas

Diario del retorno

La comida de Gargantúa. Ilustración de Gustave Doré

28/02/2018

Cada vez me cuesta más desarrollar un texto con principio y final.

Cuando el futuro de Venezuela es agredido, desinflado o descaradamente bloqueado, trato de reaccionar y de convertir esa reacción en una reflexión, y esa reflexión en un ensayo, el máximo pragmatismo a que puedo llegar. Pero apenas empiezo a escribir, ocurre un nuevo hecho aún más grave que golpea y desordena mis archivos, mis cimientos. Cada día somos más frágiles y cada día tenemos más razones para ser fuertes y vencer. No se lo debemos a Venezuela, se lo debemos a la humanidad. No podemos permitir que se consolide un precedente que haga a los hombres perder la fe en sí mismos. Venezuela no puede convertirse en un arquetipo de degradación. La coletilla “como en Venezuela” no puede rematar frases universales de burla y desprecio, lástima en el mejor de los casos.

He decidido llevar un diario de ideas a desarrollar en tiempos más tranquilos. Así no me voy callando y sepultando bajo el peso creciente de los acontecimientos.

I

En una fábula de Tolstoy, el viento y el sol aparecen discutiendo sobre cuál de los dos es más poderoso. En eso ven a un caballero que venía por un camino y el Viento dice:

—Vamos a ver quién es capaz de hacer que ese hombre se quite el saco.

Dicho esto, el Viento comenzó su trabajo y el hombre se abotonó el saco y le levantó el cuello. Más fuerte soplaba el Viento y más se aferraba el hombre a su prenda de lana, hasta que estuvo a punto de rodar contra un árbol. Entonces dijo el Sol:

—No se trata de matarlo. Para ya y déjame hacer un intento.

Entonces “el sol sonrió, se mostró entre dos nubes, recalentó la tierra y el pobre caballero que se regocijaba con aquel dulce calor, se quitó el abrigo y se lo echó sobre los hombros”.

Para Tolstoy esta fábula demuestra que por las buenas se consiguen más cosas que por las malas. Para nosotros puede haber una lección adicional: A este gobierno le van bien los ventarrones. Será el ardor del infierno que ellos mismos han creado lo que terminará de dejarlos desnudos.

II

El Cuarto Libro de la obra de Rabelais, Gargantúa y Pantagruel, trata de un largo viaje por mar en el que Pantagruel va encontrando pueblos de extrañas costumbres, como los chicanous, quienes se ganan la vida permitiendo a la gente que les pegue. Uno de los interpretes le explica a Pantagruel que si nadie les pegara se morirían de hambre.

En otro episodio están atravesando un mar glacial, cuando alguien dice:

—Compañeros, me parece escuchar a gente que habla en el aire, aunque no veo a nadie. Escuchen.

Uno de los acompañantes les explica:

—No se asusten. Estamos en los confines del Mar Glacial, donde se libró una gran y feroz batalla. Se han helado en el aire las palabras y los gritos de los hombres. Ahora, pasado el rigor del invierno, ha llegado la serenidad y templanza del buen tiempo y las palabras se funden y se oyen.

Cuando vuelva la serenidad y la templanza a Venezuela, quién sabe por cuánto tiempo se escuchará el incomprensible barullo que nos ha llevado por un rumbo suicida y tan glacial que nos tiene congelados.

III

El caso de los chicanous merecen una reflexión aparte. En Venezuela no debería sonar extraño esta leyenda sobre unos seres que viven de ser golpeados. La estrategia del gobierno se basa en repartir leña en varias presentaciones y lograr que el pueblo la reciba con gratitud y servilismo.

El “chicanou” de Rabelais proviene del francés chicanerie, chicaner, términos que tienen que ver con fraude, engaño, perfidia, duplicidad, deshonestidad, falta de escrúpulos, subterfugios, fraude, estafa. No es la primera vez que se define algo por los vicios y crueldades a que es sometido.

La palabra “chicano” no tiene que ver etimológicamente con los “chicanous”, pero si con algunas de sus desgracias. A los mexicanos que viven y son explotados en Estados Unidos los llaman chicanos sus mismos explotadores, colocándolos en una especie de provisional purgatorio.

IV

Cuando termina la Primera Guerra Mundial, no había un solo soldado enemigo en tierra alemana. El Reich estaba en una situación desesperada: se había quedado sin aliados, su población civil sufría terribles restricciones, su ejército estaba sin reservas y desmoralizado. Ludendorff y Hindenburg eran partidarios de la capitulación inmediata, pues sabían que el frente se derrumbaría en cualquier momento. Cuando los aliados penetran en Bélgica, el Alto Mando le pide al brazo político iniciar inmediatamente negociaciones de paz. Wilson proclama que Estados Unidos sólo negociará con un gobierno democrático. Llega el armisticio.

Este resumen tiene resonancias que nos estremecen. Más grave es el ejemplo de cómo terminó la Segunda Guerra Mundial. Hubo que llegar al centro de Berlín a enterrar en secreto el cuerpo chamuscado de Hitler.

¿Cuál será el final del gobierno más corrupto y destructivo de nuestra historia? ¿Terminará mientras todavía haya algo que salvar, o habrá que esperar a una total extinción? Ya lo dijo hace años atrás Álvarez Paz: “Esto no tiene solución sino desenlace”.

V

Estoy en una conferencia sobre la novela histórica. Julio Ortega comenta como si fuera algo que acaba de pensar y no es más que un divertido juego de palabras:

—La historia nos desune, las historias nos unen.

Me tomo en serio la frase. La historia concebida como una visión única del pasado siempre va a dividir el mundo entre ganadores y perdedores. No en balde se ha repetido tanto la sentencia de George Orwell: “La historia la escriben los vencedores”. Podríamos decir entonces que las novelas las escriben los perdedores. Alguien que fue vencido contará su historia, una entre muchas, y logrará conectarse con nuestros sentimientos y su más universal y veraz necesidad: la de escucharnos, la de reflejarnos.

La novela siempre está colándose en los intersticios dando luz a zonas de oscuridad entre los hechos. Si el periodista es un surfista de la historia, el novelista es un submarinista. Pero hay novelas “históricas” y novelas “histéricas”. Para esta división me baso en López-Pedraza y su visión sobre la actitud triunfalista de los vencedores. Para López, el triunfo como meta en sí mismo, nos hace irreflexivos, lo que nos aleja de las realidades terrenas, cayendo en una histeria que bloquea el acceso a «la conciencia de fracaso», al sentido y las lecciones que implica fracasar. Jung semejaba la histeria a una plataforma donde rebotan todos los aconteceres impidiendo que estos pasen a formar parte de una vivencia psíquica y puedan transformarse en experiencia. Lopez-Pedraza lo ratifica: «Todo lo que acontece se queda en la superficialidad de esa histeria, no llega a tocar abajo, a los pedazos de la historia personal ni a la historia del hombre sobre la tierra».

¿Cómo escribir una novela histórica sobre un gobierno histérico? El gobierno es incapaz de reconocer su fracaso y Venezuela no logra nutrirse con las lecciones de un cataclismo inconcebible y, por lo tanto, imposible de entenderse.

VI

Hace poco compré una torta de almendras. Mientras la envolvía, la dependiente me dijo:

—Le durará una semana.

—¿Tan mala es? —le pregunté.

Esta reacción se debe a mi espíritu consumista, devorador. En mi diccionario, una torta mientras más apetecible más rápido se esfuma. La dependiente, en cambio, tenía un punto de vista más conservador, o conservante, y una semana le parecía un plazo razonable para ir disfrutando con mesura. La excusa para mi falta de tacto es que en mi país lo bueno dura poco y lo malo pretende ser para siempre.

Una diferencia de criterio más grave es la repuesta de María Antonieta cuando supo que en París había revueltas porque no había pan:

—Pues que coman pasteles.

Es usual, diría que inevitable, que el gobernante tenga una visión distinta al gobernado. A medida que el poder se va haciendo absoluto, más irreconciliables serán las diferencias. Ya Alberto Barrera describió las alegres risitas con que Bernal proponía en una reunión de ministros que, ante la falta de carne, se criaran conejos.

VII

Acabo de ver The Big Sick, una película cuyo protagonista principal es el pakistaní Kumail Nanjiani. Kumail también escribió el guion, basado en la historia de cómo se enamoró de su actual esposa.

Los novios se adoran y se llevan muy bien, pero Kumail no se atreve a presentarle su novia gringa a sus padres pakistaníes, unos emigrantes que se niegan a dejar atrás sus tradiciones. La relación se acaba y, poco después de decidir separarse, la exnovia entra en un coma inducido para salvarla de una grave infección pulmonar. La película nos va narrando los amorosos cuidados de Kumail, quien decide volver y acompañar a una mujer que ahora está entubada e inconsciente. También acuden al hospital los padres de esta bella durmiente, quienes detestan a Kumail por haberle roto el corazón a la hija. Pero el amor abre muchas puertas y los padres terminan siendo amigos de Kumail.

Kumail le ofrece la cama de su apartamento al padre, para que deje de dormir en la silla del hospital. Él dormirá en el sofá. El apartamento es un pequeño estudio de un solo ambiente. Ha llegado el momento de las confidencias. Cuando están a punto de dormirse, habla el padre:

—Solo sabes si estás realmente enamorado de tu esposa cuando la engañas con otra mujer. Si te sientes como una mierda es que en verdad la amas.

Kumail, quien siempre está pensando en qué sucederá cuando su amor despierte, está asombrado por las palabras de su posible futuro suegro.

—¿Quieres decir que para saber si realmente la amo tengo que engañarla? —pregunta.

Después de un breve silencio responde el padre:

—Así, dicho en voz alta, suena estúpido, pero es algo… Sí, creo que tienes razón, es un consejo asqueroso.

No tanto. Los venezolanos que hemos engañado a Venezuela con otro país, por las razones que sea, si nos sentimos como una mierda, puede ser que estemos realmente enamorados de nuestra patria y solo seremos felices retornando a ella. Ojalá sea a un país que sobrevivió a un coma profundo.

VIII

Soy un imbécil, y lo soy desde hace tanto tiempo que ahora sólo puedo aspirar a perfeccionar esta imbecilidad hasta hacerla apetecible. Los predios que más temía eran los del bobo y el tonto, en tercer lugar el del estúpido. De las dos primeras opciones me molesta hasta la insistencia necia y floja de sus vocales y consonantes. A los bobos les respeto su mansedumbre, pero detesto esa tendencia que tienen a engordar con formas oblongas. Además, “bobo” viene de balbucear, de baba. Del tonto me atrae lo atónito; de la estupidez lo que tiene de estupor.

Estúpido proviene de stupidus y del verbo stupere, que puede traducirse como quedar aturdido, paralizado, alelado. Tiene su lado bueno y quizás me convenga, pues puede también referirse a “quedarse pegado”, como en el caso del “estudioso” que se queda adherido a los libros.

Un ejemplo interesante de paralización es el célebre caso del estudiante que entró en el despacho del rector de la Universidad de Chile y lo encontró follándose a una alumna sobre el escritorio.

—¡Rector, estoy sorprendido!

Andrés Bello, quien nunca perdía la compostura y su amor por el uso adecuado del idioma, le respondió sin detener la faena:

—El sorprendido soy yo, usted está estupefacto.

El oficio de gafo, una quinta posibilidad, merece especial atención por su cruel etimología. “Gafa” era el nombre de ciertos utensilios en forma de gancho, por eso es sinónimo de anteojo. Proviene del árabe Qafa, un adjetivo equivalente a contraído, encogido, enroscado. Así se le llamaba a los leprosos en alusión a la forma encorvada que adquieren sus pies y manos por la contracción de sus nervios.

Lo que más temo es ser un idiota. Para los griegos un idiotes era aquel que solo se ocupaba de sus intereses privados hasta convertirse en un ignorante desvinculado de la vida pública. En Grecia era una deshonra no participar en los asuntos de la democracia. La raíz idios, “lo propio”, no es necesariamente mala, pues también participa en “idioma” e “idiosincrasia”. Los problemas comienzan cuando el idios se transforma en un Dios.

De la palabra imbécil me gusta su sonido: el ímpetu de la segunda sílaba y como la última deja a la lengua reposando en el reverso de los dientes. Pararnos ante un espejo, observarnos un buen rato y, de pronto, como queriendo asustarnos, gritarnos “¡Imbécil”, puede traer grandes beneficios. Hacerlo al menos dos veces al año es aconsejable para quienes se creen astutos, avispados y precoces. Para mí, que estoy por hacer de la imbecilidad una religión, ya va siendo una práctica frecuente que ha comenzado a darme cierta paz de espíritu.

El diccionario me ha facilitado las cosas; nada de lo que propone para el imbécil me va mal, más bien se ajusta a mis propósitos y personalidad. “Escaso de razón”, siempre he sido, y no me refiero a un elogio de la locura, sino a un tendencia a ser el perdedor y jamás tener razón, lo que dificulta el perderla. Esta natural facilidad puede ser dolorosa si no estamos conscientes de nuestro principal recurso. A esto me refiero con la búsqueda de una perfecta, mansa, atónita y estupefacta imbecilidad, que me impida seguir enredándome con ilusiones razonables.

Se me olvidaba decir, y conviene aclararlo para no quedar tan aporreado, tan desprestigiado, que estoy refiriendo esta imbecilidad a la áspera corteza de mi cerebro que pretende saber de política venezolana.

IX

Y volviendo al libro de Rabelais, propongo un sencillo test utilizando las ilustraciones de Gustav Doré.

¿Cuál de estas tres imágenes cree usted que representa al gobernante venezolano?

A. El que da la espalda a su pueblo y lo mira con desprecio.

B. El que se sobrealimenta con el hambre de los demás.

C. El que dicta cátedra con nuestra sentencia de muerte.

D. Todas las anteriores.


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