Perspectivas

Vistas prestadas

Midtown, Manhattan.

18/07/2023

En el museo o ante la contemplación de una obra de arte, se espera otra versión de la realidad, acaso de uno mismo. Una mirada, una perspectiva, cualquier alteración que nos separe así sea mínimamente de lo que conocemos y cómo. A la institución, recargada en la imagen de un edificio, acudimos expectantes y acaso procurando un grado de asombro. El ser humano, la naturaleza, el paisaje o la historia vistos como no solemos hacerlo y definitivamente como no acabamos de hacerlo. Algo de prueba material hay, cuando el objeto en cuestión es una pintura o una escultura datada en una época por mucho anterior a nuestro presente.

En ello suele subyacer cierta garantía de representatividad y trascendencia. Eso que nos sacude, que nos arrebata, fue hecho, esculpido, pintado o concebido, mucho, si no muchísimo antes. Un antes tal, que sentimos ajeno y por algún decurso, muchas veces infundado, mayor. La autoridad clásica o el precepto de los antiguos maestros. Eso que alcanzamos a entender a través de nuestro presente, en realidad está enraizado en un pasado largamente previo, que el museo reúne, estudia y dispone ante nosotros. Allí estamos con ese tremendo bien dado, que algo significa y significará para cada visitante.

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En 2014, con poco más de seis meses en Nueva York, viviendo en el primer cuarto que ocupé en Brooklyn, un día estaba arreglando las maletas donde guardaba mis abrigos y reparé en una de las junturas de madera del piso. En ella había una tarjeta de memoria diminuta, de teléfono móvil. Mi iPhone no soportaba ese formato de almacenamiento, pero el equipo de mi compañero de piso sí lo hacía. Por el polvo, acaso el roce y el desgaste, supuse que el accesorio no rendiría o estaría maltratado. No lo estaba.

Dispuesto y conectado al dispositivo de mi compañero, encontré una colección de fotos de mi (entonces actual) propio cuarto, con los muebles posibles (cama, escritorio, cómoda) distribuidos de una forma insólita, casi impensable de tan arbitraria. Mostraba incluso una hilera de estantes en una pared que yo ahora veía (y asumía) totalmente lisa, como si no acusara haber resistido el peso de tantísimos estantes con cosas de cualquier tipo, tan juntas que costaba diferenciarlas. Más allá de los muebles y su distribución, ver la foto del cuarto, mi propio cuarto en otro tiempo me resultó fascinante.

Sin embargo, mi mayor impresión fue encontrar en la sucesión de fotografías a un enorme labrador dorado, magnificado dentro de la habitación, dada la magnitud de su pelambre. Jamás habría pensado que allí donde me acostaba, leía y dibujaba, que bajo ese mismo techo que daba a la azotea del edificio, meses, acaso un año antes, había dormido y andado, se había echado y bufado, también un perro.

Nada supe o encontré del rostro o identidad de su dueño. En Nueva York se vive de apartamento en apartamento y siempre llegan sobres de correo dirigidos a inquilinos anteriores, pero nunca indican exactamente a cuál habitación, en el caso de las unidades pobladas de estudiantes. En el carrete, que recuerdo abundante, no encontramos registro alguno de la cara en cuestión. Suficientemente husmeado y entretenido en el hallazgo junto a mi compañero de piso, no recuerdo qué hice después con la tarjeta de memoria. Tampoco me sentía culpable por la maniobra. Por el contrario, sentí legítima la necesidad de conocer y discernir esa prehistoria de mi estancia en ese sitio, que era igual a mi primera estancia en Nueva York.

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Tesis de dimensiones paralelas. Seres y entes que conviven en el mismo espacio físico (o perceptible) en distintos tiempos. Se piensa en otros dominios, otras manifestaciones homólogas, en esos mismos términos. Ante ello, pensamos que nuestras coordenadas no son las mismas que las de lo que observamos. Leemos un libro que no hemos escrito o nos asomamos a una fotografía que no disparamos, cosas así. Nos sentimos allí e incluso asimismo que transcurren justo ahora o no han dejado de transcurrir en siglos.

Recientemente, alguien que insiste y prodiga las tesis de dimensiones paralelas, me acotó que “en el medio de las habitaciones donde dormimos también puede que ocurra un mercado público”.

El concepto, al menos narrativo, es que: acá donde estamos, pasan varias o cientos de cosas, indistintamente del tiempo de cada uno, o al unísono del tiempo de cada quien.

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Herramientas como Google Maps o Earth, nos permiten ver el actual (o levemente anterior) aspecto de una calle. Una calle o nuestra calle, cualquiera fuera el caso. Con frecuencia se sabe de casos en los que todavía aparece un edificio derruido (sobre el que alguien tendrá algún pensamiento, acaso el recuerdo de un lugar entrañable, un café, tienda o lavandería) o bien, alguien que comenta que esa persona que aparece cruzando una esquina, tras una ventana despejando sus cortinas o cruzando un portal, ya ha fallecido, o acaso que esa mascota que alguien lleva de la cadena tampoco vive o existe más.

En territorios de guerra o conflicto, también sirve para constatar el antes y después de un bombardeo, ataque o catástrofe. Pasa actualmente en Ucrania, se mostró en el Líbano con aquella explosión cerca del puerto hace dos años, en Fukushima y claro, en las ilustraciones de Chernóbil. También la mira satelital sobre el Amazonas a varias alturas dentro de las diversas devastaciones, la tala o la de la minería extensiva y brutal en Venezuela o Brasil. En todos los casos, un antes y después arrojado por aplicaciones tecnológicas que esencialmente señalan, leen y ofrecen imágenes satelitales de la realidad o de la realidad en un punto dado. Una ilustración del pasado o del presente, hallando en la mayoría de los casos un resultado divergente, incompatible con la actualidad.

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¿Cómo vemos el lugar desde donde estamos? ¿Cómo pensamos el lugar desde donde vemos? ¿Qué hacemos con lo que vemos, con lo que nos rodea mientras pensamos?

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Bañarse, vestirse, tomar el metro, llegar al museo. Todo esto ocurre durante una sucesión en la que lo menos esperado es encontrarse con la imagen calcada que acabas de dejar en casa, antes de cerrar la puerta. En general, para una galería, Nueva York es la Nueva York del pasado, de cuando todo lucía (muy) diferente, es decir, bastante igual a lo que el gusto espera de esta ciudad, esa expectativa de postales que se generan y acumulan más y más.

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Como escritor y también como artista visual, me cuesta mucho adelantarme a los argumentos de una trama. Una tregua y un voto de buena fe con quien narra el libro, la película o canta la canción, me permite adherir rápido a la trama de lo que presentan, sin más. Eso me idiotiza y a veces me impide ver datos comunes o señas demasiado evidentes. No seré yo quien prediga cómo termina un cuento o una película. Compro cualquier contradicción y la disfruto, convencido de que el autor me está llevando a algún lado al que yo pacté llegar también. Esto me pasó recientemente, mientras leía un texto publicado en The NewYorker, en el número de la semana del 15 al 22 de febrero de 2021, titulado: “Viviendo en el vecindario menos querido / despreciado de Nueva York” o bien en inglés Living in New York’s Unloved Neighborhood, de la escritora Rivka Galchen. Insisto, mi pacto con el arte o con el paréntesis estrictamente racional del arte, hace que suspenda los juicios y tome como posible lo que se me da. Fue el caso. En un momento del texto, escrito en plena complejidad del COVID en el mundo y especialmente en Nueva York, me di cuenta de que los espacios narrados y los locales aludidos, eran los de mi cotidianidad. De pronto aparecía la carnicería-charcutería Esposito, donde compro la carne para los asados con mis amigos, o la pizzería Two Bros donde jamás me he detenido y jamás pararía para comer, pero que atravieso a diario camino al gimnasio. Las señas, las complejidades y primores que Galchen aludía eran nada más y nada menos que los de mi barrio. Y tardé en reconocerlo.

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Recorriendo la sala de arte contemporáneo del Museo Metropolitano de Arte de Nueva York, ínfima en comparación con el resto del museo, me detuve en una obra fechada en 1992. El título era Entrance to Lincoln Tunnel, Nightime. Hecha en óleo sobre lienzo con las dimensiones de 72 pulgadas (1.88 metros) por otras 72. El cuadro supera por poco mi altura de pie, por lo que tuve que dar unos pasos hacia atrás para apreciarlo. Para mi asombro, se trataba exactamente de la vista que tengo de la ciudad desde el edificio donde vivo. En una zona protagonizada por la intersección del acceso al Lincoln Tunnel con una pasarela, un estacionamiento, una calle y una avenida, no hay demasiado espacio visual (o fáctico, porque no hay otro) para que la mirada estuviera hecha o compuesta desde otro ángulo. Delante de mis ventanas, por algo más de un kilómetro, no hay edificios sino el vacío ininterrumpido de la altura de dichas intersecciones y accesos. Yo mismo he tomado muchísimas fotos en esa dirección, pero desde una altura mucho menor. En el momento concluí que el cuadro tenía que estar hecho o basado en una imagen originada en mi propio edificio o en alguno lateral, muy cerca.

Foto tomada a la obra en el MET

Foto de la obra disponible en la web del artista

La pesquisa empezó apenas regresé a casa. El marco rojo de la ventana del cuadro, idéntico al de mi propio apartamento, no se repetía en ninguno de los tres edificios paralelos. Además de ser teñidas, guardan un patrón de unidades cuadradas seguidas de rectángulos que no se repite alrededor. Se trata de un edificio construido hacia finales de los ochenta y las estructuras vecinas tienen sin excepción el clásico modelo de ventanas de Manhattan: rectangulares con mango en la parte inferior. En Internet, empecé a permutar el apellido Pearlstein al número de mi calle, a la dirección del edificio, incluso al nombre de la empresa que lo administra. Solo encontré que falleció en el reciente 2022 y que la obra fue donada al museo en 2019. También que tiene una versión muy similar con la misma vista, pero de día.

Versión diurna del cuadro Entrance to Lincoln Tunnel, de Peralstein

Otra versión del cuadro, con otro objeto en vez del caballo

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La experiencia consistió en asistir a mi propia mirada. Ciertamente la perspectiva del cuadro era parecida, más no exacta y la verdad es que el placer de la exactitud no venía al caso, dada la irrefutable familiaridad con lo plasmado. Como con el texto de Galchen, se trataba de mi propia cotidianidad, casi al nivel de un calco. Como tocar una puerta y encontrarse al ser abierta con alguien que tiene tu misma cara y lleva tu misma ropa, pero no eres tú.

Vista de la entrada al Lincoln Tunnel desde mi apartamento

Detalle del marco de las ventanas del edificio

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La mirada nos exige y responde dónde estamos. Acaso, cómo responder ante ella.

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En efecto Pearlstein tenía un taller en la zona. Algunas entrevistas señalan y muestran ese espacio en “Hells Kitchen”, un vecindario que colinda con el mío un poco más al norte y que sin lugar a duda no está atravesado por la entrada al túnel Lincoln. Llegué al dato y las fotos gracias al libro “Inside the painter´s studio” de Joe Fig en medio de una sincronía que encuentro casi excesiva. Compré ese libro mucho antes de descubrir el cuadro o de saber de Pearlstein en lo absoluto. Más que celebrar la coincidencia, me desesperaba seguir con las manos vacías.

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La película Lost Highway (1997) de David Lynch y recientemente el capítulo Joan Is Awful de Black Mirror dirigido por Ally Pankiw, se acercan a este tema. En la primera, una pareja se espanta al recibir una cinta en la que aparecen ellos mismos mientras duermen. También imágenes del interior de su propia casa. No recuerdo exactamente dónde reproducen el video, pero podría incluso ser en el mismo sitio de la toma o muy cerca de él. Un juego de espejos. En el caso del capítulo de la serie, alguien repara en que su vida, todo lo que le ocurre, todo lo que dice y hace, está siendo transmitido en tiempo real a través de una plataforma idéntica a Netflix. Cualquiera con acceso al servicio puede ver y gozar lo que le ocurre. En un aceleramiento de edición y producción fruto de “una suerte” de inteligencia artificial, se hacen innecesarios los estudios de grabación porque lo que se hace, lo que se ve y lo que se puede contar son una misma cosa. No hay intermediarios entre la vida, el arte o el entretenimiento. Todo es uno.

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Foto definitiva

Mi segunda mayor certeza además del ángulo del cuadro era su altura, por lo que decidí subir a la terraza del edificio, un piso 18. Era de día y el humo que llegaba arrastrado desde los incendios en Canadá hizo imposible cualquier foto que permitiera comparar los edificios en perspectivas y las referencias de la obra. También recordé que la obra que vi en el museo era la versión nocturna del mismo, así que una semana después, ya despejado el cielo, subí de nuevo. Disparé desde el lado este de la terraza, donde se alcanzan a ver la torre del New York Times, (mucho más reciente que el cuadro), pero también el edificio de McGraw Hill, la casa editorial, que sí aparece en él. Tenía otro indicio de que ese era el costado desde donde Pearlstein había trabajado porque encontré un cuadro, con el mismo marco rojo, ilustrando el Hotel NewYorker, que está en esa dirección, acaso a cien metros. Disparé varias fotos, comparándalas con el cuadro en el acto. Nada extremadamente fiel. Me cansé de insistir y pasé a aceptar cualquier licencia que se hubiera podido tomar el artista, alguna cosa alrededor de puntos de fuga, perspectiva, ubicación o azar. Aun así, me sentía inconforme y ligeramente ridículo, así que procuré intentar otra cosa. Dando unos siete pasos llegué al lado oeste de la terraza, desde donde se puede ver el río Hudson. Incliné un poco la cámara desde mi hombro derecho y sin ver, calculé lo que yo creía que respondía más a lo que necesitaba. Y lo fue. Justo mientras repetía en blanco y negro algunas de las tomas que había hecho, se cerró la puerta de la terraza detrás de mí y casi se me cae el teléfono de las manos por el susto. Era el encargado del edificio. Ese espacio común del edificio está abierto hasta cierta hora y él estaba allí para cerrarlo, pero antes me había visto por la cámara de seguridad como cazando un fantasma. Se acercó, lo saludé y de inmediato le mostré el carrete de mi teléfono. Le mostré el cuadro en el Met. Le mostré la foto que acaba de tomar.

 


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