Retratos, hitos y bastidores

Un fascículo sobre Leonardo da Vinci

03/03/2022

1. Miguel Ramos Sucre era el menor de los hermanos de mi abuela Trina, única hembra entre una prole de varones cumaneses, presidida por el poeta José Antonio. Lo recuerdo vagamente de mi infancia, cuando visitaba a la abuela en la quinta de la avenida Arturo Michelena, en lo alto de San Bernardino. Si la memoria no me traiciona, completaba sus trajes con chalecos y boinas, prendas en extinción a finales de aquella década revoltosa de 1960. El bastón de madera remataba una estampa señorial, que en su caso, era disminuida por la baja estatura. Cuando una vez pregunté a papá por aquella indumentaria anticuada, me respondió que era herencia de la Generación de 1928, a la que su tío Miguel presumía de adscribirse.

Tras su llegada a Caracas hacia 1915 con los hermanos y la madre, Rita Sucre Mora de Ramos, la familia se estableció en una casita de La Pastora. Acaso para no prolongar las desavenencias que tuviera con Mamá Rita desde la infancia cumanesa, no se les unió José Antonio, ya acostumbrado a las pensiones céntricas desde que migrara a la capital en 1910. Por contraste con el hermano abogado y traductor, poeta y diplomático, no cultivó Miguel oficio conocido, al menos de lo que la crónica familiar contaba; tampoco escribió obra significativa, allende un opúsculo sobre el panamericanismo, publicado en 1936. Pero la asociación del benjamín de los Ramos Sucre con la Generación del 28 vino por haber tenido que salir exiliado de Venezuela por algunos años, en las postrimerías gomecistas.

Asomando cierta tacañería, aunque poseía recursos económicos, era el tío Miguel un solterón empedernido. “¿Por qué habría de casarme para mantener una mujer que no es nada mío?”, replicaba, según la conseja familiar, cuando se le inquiría al respecto. Por ello, al regresar del exilio, vivió con la madre en una quinta en la parte baja de La Florida, hasta que Mama Rita falleciera, a mediados de la década de 1950. Desde entonces se instaló el solterón en hoteles y pensiones aledaños a la Plaza Bolívar, donde sobrellevó una existencia de inquilino, al igual que tantos otros jóvenes migrantes de su generación. Solo que el tío Miguel, como el Papá Goriot de Balzac, conoció ese inquilinato de viejo.

2. Al fallecer su tío materno comenzandola década de 1970, Maruja y Virginia Almandoz Ramos estuvieron entre los sobrinos que vaciaron el cuarto de hotel donde habitaba. Un televisor aparatoso era “lo más moderno” que, según mis tías, encontraron en aquella habitación “tan austera como Miguel”. Tras las faenas de limpieza, en alguna visita a nuestra casa, me trajeron las tías de regalo un fascículo sobre Leonardo da Vinci, encontrado en un armario del difunto. No recuerdo si era de Bruguera, Salvat o alguna otra casa editorial de las que abastecían las librerías y los quioscos en aquella Caracas boyante. Pero sí retengo que la portada mostraba uno de los autorretratos, que según leí después, realizara el viejo maestro florentino durante su estadía final en Francia, bajo el mecenazgo del rey Francisco I.

Orondo de tener un libro por cada asignatura, comenzaba yo a la sazón el bachillerato en el colegio Tirso de Molina, donde el de Cándido Millán era texto de historia del arte. Junto a una escultura helénica y una ojiva medieval, la carátula incluía un detalle de Santa Ana, la Virgen y el Niño con el cordero, anunciando así a Leonardo como personificación del Renacimiento. No había mucho más sobre arte en la exigua biblioteca de nuestra casa en San Bernardino. Tan solo un ejemplar de Los titanes de la pintura, colección publicada en Buenos Aires en 1946, cuyo primer tomo incluía una biografía sin firma del genio toscano. Quizás para los trabajos de secundaria de mis hermanos mayores, el volumen había sido llevado a casa por tía Maruja, quien era profesora de educación artística e historia del arte en modernos colegios caraqueños, del Moral y Luces a La Consolación, junto al liceo Gran Colombia, del que fue directora. Más tarde, a mediados de la década de 1970, adquirí yo, con la modesta mesada asignada por mis padres, la Historia del Arte editada por Salvat, cuyos doce tomos me acompañan desde entonces. Con el estudio de Santa Ana, la Virgen y el Niño con San Juan Bautista en la tapa, el sexto tomo dedica un capítulo completo a Leonardo, firmado por Marco Rosci.

3. Antes de heredar el fascículo del tío Miguel, ya había yo leído la breve biografía de Leonardo en Los titanes de la pintura. Tras la infancia solitaria en aquella Vinci aldeana, donde “la Edad Media no había terminado todavía”, se destacaba el ingreso, a los quince años, al taller florentino del Verrocchio, donde compartiera con Perugino y Botticelli. Las delineadas figuras de este último acompañarían al joven artista ya graduado e ingresado, a los veinte años, a la corporación de San Lucas. Así lo evidencia, según leí más tarde en Rosci, el “perfil purísimo” del ángel en la Anunciación de los Uffizi.

Pero lejos de la hagiografía que había escuchado en las clases de secundaria, me llamó la atención cómo la semblanza de Los titanes enfatizaba las obras fallidas del polímata insaciable, oscilante entre la ciencia, la ingeniería y el arte. Ora por su afán experimental con las técnicas pictóricas, como le ocurriera en Milán con el temple de La última cena, en el refectorio de Santa María delle Grazie. O el fresco de la batalla de Anghiari, en el Palazzo Vecchio de Florencia, donde el fiasco fue más humillante, por ocurrir ante su archirrival Miguel Ángel. Ora por las vicisitudes que harían, al artista trashumante, abandonar inconclusa más de una obra, en medio de aquellos pugnantes señoríos de condotieros. O ni siquiera comenzarla, como le ocurriera a Leonardo con el gran cavallo, la colosal estatua ecuestre de Franceso Sforza, frustrada por la invasión francesa a Milán.

De aquellas lecturas tempranas me maravilló también cómo, durante las dos décadas milanesas, el genio de Leonardo derrochó fantasía en los decorados y vestuarios de ceremonias áulicas, como los esponsales de Ludovico el Moro con Beatriz de Este; aunque carentes de rastros históricos, esas nupcias han rivalizado desde entonces con las fiestas galantes de los Medici, en la mitología renacentista. Sin embargo, por contraste con la pompa y el ajetreo de las ceremonias cortesanas, la biografía de Los titanes enfatizaba que el verdadero genio de Leonardo refulgía en las “horas en que estaba a solas consigo, en el castillo de su alma”.

4. En el texto de Los titanes había un pasaje que me intrigó desde la primera lectura adolescente. Precisamente por ese carácter solitario por naturaleza del artista florentino, el autor señalaba que, durante la estancia en el taller del Verrocchio,  “Leonardo fue objeto de la calumnia más infame y acusado ante los magistrados de una inmoralidad a la que, decentemente, no se puede ni siquiera aludir. Por fortuna” – continuaba el autor, indignado ante la ignominia – “la rectitud de los magistrados hizo plena justicia al inocente y Leonardo fue absuelto de un cargo que, según los cronistas de la época, podía hacerse a muchísimos de sus compatriotas y contemporáneos pero no a él, que fue siempre la austeridad personificada”.

No sabía yo entonces a qué infamia se refería el autor, duda con la que permanecí algún tiempo, puesto que, décadas antes de internet, tampoco encontré referencias en la exigua biblioteca casera. Mucho menos me atreví a preguntar a familiares, para no pecar de indiscreto. Pero la respuesta vino precisamente en el fascículo que perteneciera al tío Miguel. Al hablar de la vida personal del artista, se mencionaba que Giorgio Vasari, su biógrafo más contemporáneo, aludía a dos jóvenes hermosos como sus “queridos”. Y después hacía explícito el fascículo el juicio del que fue objeto Leonardo en 1476, acusado, junto a otros ciudadanos florentinos, por “sodomía” con Jacopo Saltarelli, quien ocasionalmente sirviera de modelo en el taller del Verrocchio.

En la Florencia renacentista, la sodomía, si bien estaba tipificada como un delito grave, era práctica tan común como difícil de probar. Aunque clandestino y penado, tan frecuente era el “juego trasero” entre los hombres, continuaba el fascículo, que el término Florenzer devino sinónimo de homosexual en la Alemania renacentista. Quizás por todo ello los cargos fueron desestimados, siendo Leonardo absuelto, junto a los otros indiciados. Pero la experiencia fue traumática, al punto de que, de ahí en adelante, Leonardo pudo haber llevado una vida de célibe, aunque la homosexualidad continuara latente. Es este un punto controversial entre biógrafos y comentaristas, incluyendo a Sigmund Freud y Gregorio Marañón, quien en su Amiel, descarta la teoría homosexual y cataloga al pintor de “tímido por superdiferenciación de su instinto”, como el pensador ginebrino. En todo caso, el episodio acentuó el carácter retraído del pintor, concluía el fascículo, reforzando la tesis de Los titanes.

5. Aunque difuminadas, como en el sfumato de las obras maduras de Leonardo, aquellas lecturas adolescentes me han acompañado, de adulto, al contemplar algunas de sus pinturas más célebres. Bien fuera el retrato de Beatriz de Este, en la Pinacoteca Ambrosiana de Milán, de autoría discutida, el cual me recordó los diseños para las nupcias con Ludovico el Moro. O la controversial versión de La Virgen de las rocas exhibida en la National Gallery de Londres, donde el paisaje de fondo, al igual que en la del Louvre, entrevera la geología con el arte, según se enfatizaba en Los titanes. O el retrato de Ginevra Benci, también llamada Dama de Liechtenstein, en la National Gallery de Washington, cuyo gesto distante prefigura la Monna Lisa. Y por supuesto al ver la Gioconda, cuya sonrisa siempre se me ha antojado entre jónica y etrusca. La contemplación silente del capolavoro, cuasi religiosa, en medio del bullicio del Louvre, me pareció el mejor homenaje que los espectadores asombrados tributan a la sacralidad de la obra.

En el Louvre, por cierto, vino a mi mente el fascículo de marras, ya desaparecido de mi biblioteca. No tanto por lo que dijera sobre la Gioconda, sino por las ilegibles anotaciones que contenía, al margen del cuadro, supongo que escritas por el tío Miguel, las cuales, tanto como aquel fascículo misterioso, me intrigaron desde muchacho. Me pregunté entonces qué hubiese pensado el pariente solterón al contemplar en vivo la obra maestra. Y sonreí al recordar que mis tías bromearon alguna vez, que como buen miembro de su generación, el “querido tío Miguel” siempre anheló una visita a París, pero que la “tacañería redomada” le previno de costear el viaje.


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