Conversación sobre lo inútil

Sonia Chocrón: “También del júbilo puede venir un poema”

Sonia Chocrón retratada por Oswer Díaz Mireles

22/09/2023

Caraqueña nacida en 1961, Sonia Chocrón es poeta, narradora y guionista. Ha publicado los poemarios: Carnet de identidad (Santiago de Chile, LP5 Editora, 2023); Hermana pequeña (Caracas, Eclepsidra, 2020); Bruxa (Madrid, Kalathos, 2019); Mary Poppins y otros poemas (Caracas, Lugar Común, 2015); Poesía re-unida (Caracas, bid & co. editor, 2010); La buena hora (Caracas, Monte Ávila/Equinoccio, 2002); Púrpura (Maracay, La Liebre Libre, 1998); Toledana (Caracas, Monte Ávila, 1992); las novelas: La dama oscura (Caracas, Bruguera, 2014); Sábanas negras (Caracas, Bruguera, 2013); Las mujeres de Houdini (Caracas, Bruguera, 2012); los libros de cuentos: Usted (Bogotá, Taller Blanco, 2022); La virgen del baño turco y otros cuentos falaces (Caracas, Ediciones B, 2008); Falsas apariencias (Caracas, Alfaguara, 2004). Su trabajo ‒literario, cinematográfico, televisivo‒ le ha merecido diversos premios y reconocimientos. Algunas de sus piezas aparecen en buen número de antologías poéticas y narrativas.

¿Qué arriesgas cuando escribes un poema?

No arriesgo nada y lo arriesgo todo. Mi vida no corre peligro y sin embargo, es un albur quitarse la ropa delante de la gente. Enseñar francamente una cierta mirada. Develar secretos íntimos, exponer dudas, asombros, descubrimientos, melancolías, abandonos, deseos. Porque siempre anda uno como ofreciendo el corazón en carne viva y ya sabemos que cualquier mal querer puede aprovechar para clavar sus agujas. Eso lo convierte a una en una muñeca de trapo, vulnerable, a merced, o peor, en una mártir sufriente. No pongo en peligro la vida, pero sí mi humanidad.

Pero no tiene remedio ese sacrificio. Bien lo decía Pavese: la poesía es una tara de nacimiento.

¿La poesía asigna, otorga o impone una identidad?

No lo había pensado nunca, pero creo que es al contrario. Quien la escribe le imprime su propia huella dactilar a la poesía. Como si fuera la ficha de un reo: sus huellas digitales, su imagen, sus delitos y sus virtudes. Su edad, su estatura, su miedo y sus pecados.

Por eso mismo escribí Carnet de identidad: la ficha de mis malas o buenas conductas, según se mire. Las más secretas, las más mías, antes de que fuera demasiado vieja para desnudarme públicamente.

Pero desde el principio, la poesía ha sido mi espejo. Lo cual no significa que no pueda mirarme en los espejos ajenos: lo hago constantemente desde las voces de los poetas que me gustan, que me nombran sin nombrarme.

Me hace un poco de gracia responderte esto porque me paso la vida tratando de no parecer poeta. De no serlo. Porque procuro que mi ánimo se parezca más al de la levedad que al de un cliché de lo que debe ser una poeta. No sé realmente si lo soy, si te digo francamente mi verdad. Pero sí sé que el ánimo que procuro, muy a pesar de mí, se parece más al de una guía turística.

A veces leo y me río sola. Entiendo que la poesía últimamente da casi para todo. Hasta para pésimos escritores. Esos que son más relacionistas públicos. Más telenovela, y drama, y personaje, que chamán.

¿Esperas la llegada del poema o lo buscas?

A veces los poemas llegan como un meteorito, como un estruendo que te cae en la cabeza, como un rayo, y te perforan el cuerpo o el alma. Y tú, con sumo cuidado, los transformas, los adaptas, los escarbas y te los llevas al papel.

Decía María Zambrano: «Es la lección inmediata de los claros del bosque: no hay que ir a buscarlos, ni tampoco a buscar nada de ellos (…) Nada determinado, prefigurado, consabido. Si nada se busca, la ofrenda será imprevisible, ilimitada». («Claros del bosque»)

Y usualmente, en mi caso, suele ser así.

Solo hay ocasiones ‒unas pocas‒ en las que del cielo no baja nada y de la tierra tampoco mana ni el agua. Entonces, cuando es así, me siento a trabajar igual, y busco y busco algo que pueda germinar. A veces lo consigo, pero a veces no. Si topo con un mínimo ovillo de donde pueda tirar, me conformo.

De resto, me la paso recogiendo rayos y centellas en el block de notas de mi teléfono móvil.

¿Para quién escribes? ¿Te importa quiénes leerán tus poemas?

Debería decir que escribo para mí, que no pienso en quiénes leerán mis poemas. Pero es una gran mentira. Porque yo soy también mis lectores, una muy cruel. A veces me conduelo de exponerlos a mis tristezas, o a mis deseos. Pero supongo que nadie obliga a nadie a leer lo que no quiere. Pienso en ellos, sí. Pienso también en mi hija, en cuando me lea mi hija, en no dejarle vergüenzas ni calamidades como herencia. Que un día pueda leerme y sentir orgullo.

Pienso, pienso, pienso en todo lo que puedo pensar, y a veces hasta me hastío. Y a pesar de eso, sigo escribiendo tercamente y con el entusiasmo de cualquier mujer que se estrena un par de zapatos (aunque le queden grandes).

Ahora la pregunta que me hago a diario y con más frecuencia es para qué escribo. Y la respuesta es para nada. No es ni siquiera para expresarme porque eso mismo hace una forma personal de vestir o una afición culinaria, por ejemplo.

Me lo pregunto todo el tiempo. ¿Para ser querida? ¿Para no morir? ¿Para cortejar?

La respuesta más práctica y simple y cierta también es que escribo porque no sé hacer mucho más. Las manualidades no se me dan, tampoco los números. Ni los deportes, por ejemplo. En cambio, con las palabras me entiendo bien.

¿Cómo hallas y construyes el tono y el ritmo de tus poemas?

Le hago caso, para escribir todo y de todo, a la música que está en mi cabeza desde siempre. No existe para mí la poesía sin música, sin ritmo y sin respiración. Desde el principio fue así. Toledana, mi primer libro publicado, se sostenía precisamente en tres pilares: una lengua ancestral de mi pasado sefardí, la musicalidad propia de ese idioma medieval. Su sonoridad. Sus trazos como notas de laúd y toda la atmósfera que ello sugería. Y una estructura dramática en tres actos parecida a una obra de teatro.

Tanto así que Toledana fue luego texto para una ópera y funcionaba perfectamente con conflicto, su desarrollo y su desenlace.

Y bueno, soy musical. Me importa la respiración. A lo mejor herencia de mi casa porque crecí con la música. Mi madre era soprano. Mis primos paternos, andaluces cantaores y guitarristas aficionados.

Háblanos de la bella y permanente presencia de los poetas del Siglo de Oro español en tu poesía.

No se van nunca. Ni Quevedo, Ni Lope. Ni Bocángel y otros tantos clásicos. Porque así fue como yo topé con la poesía, enamorándome de lo que hacían otros. Esas maravillas que arroban, que cantan, que invitan.

Yo quería seducir. Creo que, en cierta forma, toda mi poesía tiene a una coqueta detrás. A lo mejor eso es un buen secreto: Detrás de cada gran poema debe haber un hechicero.

Ojalá lo que hago consiga alguna vez ese espíritu, lo corone.

Por eso la música, a veces la rima, a veces el remate final del poema como una estocada o como un gran acorde final.

¿Dejas ir tus poemas o los atas a tu respiración?

Ellos se adaptan a mi respiración. No podría ser de otra forma. Me estorba cuando leo un poema que no tiene ritmo, estructura, melodía. Siento entonces que no está vivo y no respira, no habla como quisiera. Entonces pulo hasta el cansancio (mi amigo el artista Felipe Márquez me llama “Madame Carnú”, por aquello de la pulitura). Bruño hasta que suene armonioso y vivo dentro de mí, al compás de mí. En eso pueden pasar días, semanas, meses. E incluso, alguno que otro poema ha tenido que esperar años para estar expuesto con justicia en mi pentagrama.

¿Cuál verdad pides a las palabras?

No le pido verdades a las palabras. Ellas solas llevan y traen lo que dicen, ellas saben. («Que cada palabra lleve lo que dice. Que sea como el temblor que la sostiene. Que se mantenga como un latido». Rafael Cadenas dixit).

Y al final de la obsesión de mi día a día, de mis pensamientos, mis vigilias, mis borradores, mis tachaduras, son ellas las que me piden a mí.

¿Cuál es la relación entre los temas de tus poemas y la época que vivimos?

Bueno, tengo un libro del año 2020, Hermana pequeña, que es un largo y único poema cuyo telón de fondo no solo es la época en la que vivimos sino el país ‒o su ausencia‒ en el que padecemos. Es como un libroviaje por la ciudad, por los lugares del pasado y del presente, por mi pasado y mi presente. Creo que es el único libro de poesía (que no de narrativa) que tiene alguna relación con mi tiempo. Con una época común y no solo mía.

¿Se puede escribir desde y con hambre?

Se puede. Tal vez hasta se debe. La completitud, así como la perfección, no suelen producir grandes descubrimientos. Si estuviera satisfecha con todo, saciada, me iría a no hacer nada.

Menciona siete poetas que siempre te acompañan cuando escribes.

Hoy en día, Lorca, Pizarnik, Swir, Castellanos, Bocángel, Vilariño y Sexton.

¿A qué llaman poesía judía? ¿Qué tiene de distinta a la no judía?

No sé a qué llaman “poesía judía”. La mía es judía en tanto a que quien la escribe es una judía que soy yo. Más específicamente una sefardí. Y con ello ‒si es que es poesía porque siempre lo dudo‒ me certifico como todo lo que soy: mujer, sefardí, venezolana, caraqueña, creyente y descreída, huérfana, amada, amante y así.

No creo, en todo caso, que lo que escribo sea propiamente poesía judía. Será tal vez miscelánea. Ojalá fuera solo judía, viviría yo menos confundida.

¿Qué función tiene la intuición en tus poemas?

La intuición en la poesía es un tema interesante. Creo que era Maritain (no estoy segura) quien decía que la intuición creadora en el arte y en la poesía es una forma de conocimiento que se basa en la percepción directa de la realidad. Esta percepción directa es diferente de la percepción sensorial ordinaria y tiene que ver, pienso, con la capacidad del artista o poeta para captar la esencia de las cosas.

Así que sí: la intuición siempre, siempre camina a mi lado. Y me susurra. Le hago caso, me ha salvado de tantas cosas. Me ha mostrado caminos insospechados. Me ha mantenido lejos de personas falaces, de malas horas. Sin la intuición, a decir verdad, no sé qué sería de mí. La intuición es una vocecita que sopla al oído cosas sin explicación; advierte y previene. Es, a lo mejor, como un gentil ángel de la guarda. En la poesía funciona además como guardián y como reloj de un horno: me avisa cuando el poema está listo para que no lo manosee más. (Corrijo y corrijo como una condena, así que la intuición es también un remedio contra la obsesión).

El poeta Harry Almela, nuestro eterno amigo, siempre gritaba que era imposible escribir un poema celebrable, sin haber consultado uno o varios diccionarios. ¿Qué opinas al respecto?

Consulto diccionarios constantemente. En varios idiomas. Estudié portugués, por ejemplo, y desde entonces, como hay palabras similares al español, pero con distinta ortografía y significado, muchas veces me asalta la duda de cuál es la versión correcta entre una y otra palabra en mi lengua materna.

Sin embargo, para la poesía, solo consulto y muy de vez en cuando, diccionarios de sinónimos cuando el sonido de alguna palabra desencaja el poema ‒según el tempo que se repite y se me impone desde mi cabeza y mi estómago‒.

(Una vez la querida poeta peruana Gloria Mendoza Borda me dijo, y la cito textual: “Suena en mis oídos que escribes con otros órganos además del corazón”. ¿El hígado, el estómago? Es muy posible.)

La poeta Elizabeth Bishop sostenía que el atrevimiento de la sencillez vaciaba de asombros un poema. Para Gershom Scholem ese atrevimiento anularía la labor sagrada del lado secreto del lenguaje. ¿Cómo resuelves los desafíos que plantean la sencillez y la claridad?

Quizás cuando Bishop se refiere a la sencillez ‒¿o es la simpleza?‒ señala, más que al lenguaje y a las palabras, a la idea o a la emoción que subyace en ese mar de fondo que es la poesía. Si no alcanzamos ese mundo recóndito en el poema, atentamos contra la habilidad del lenguaje de simbolizar con sus misterios lo invisible, lo abisal.

Yo voy a por todo (lo cual no significa que lo consiga): Lo digo en un poema:

La poesía es un mar sin fondo.

Yo me hundo, a veces.

Yo floto a veces.

Muéstranos un poema, de uno de tus libros publicados, que jamás hayas leído en público.

Rima Redentora

¿A dónde el tallo y la lengua,

a dónde dedos de viento,

a dónde la boca llena,

para humedecer la siembra?

¿Dónde plantar mis pezones

pimpollos de pájaros rosa,

dos picos desvergonzados,

dúo de hambrientos pichones?

Ven a abrirme como a brote

de pétalos nuevos y alados.

Estrella errante de Venus,

carnívora flor de manos.

(De mi libro más reciente, Carnet de identidad)

¿Cómo trabajas el llanto en tu poesía?

Creo que no hay llanto en mi poesía. Tal vez melancolía, tristeza, algún aullido como símil. Pero llanto propiamente no. Lamentos ‒a lo mejor‒ aunque no recuerdo alguno en especial, lágrimas no. En mis cuentos tal vez sí algún personaje llore.

Me quedo pensando en esta pregunta. Y entonces me percato de que he sido, durante casi toda mi vida, fácil para llorar. Por lo alegre y por lo triste. En el cine, por ejemplo, era una llorona famosa entre mis amigos. Bromeaban al respecto y casi siempre, para mofarse, sacaban de la nada una toalla playera solo para mí apenas comenzaba a proyectarse la película. También lloraba a mares cuando leía ciertas historias. Y biografías.

Cuando niña, mi madre y mi abuela solían llamarme Sarah Bernhardt. Y mis hermanas exclamaban “ya se rompió el canasto” cuando comenzaba a hacer pucheros. Era una niña dramática, decía hasta mi pediatra (el emblemático doctor Pastor Oropeza). Y sin embargo, algo debe haber cambiado en mí con la edad porque ahora me cuesta llorar.

Lloro mucho menos que antes. Me río más. A lo mejor me estoy volviendo despreocupada. O piedra. O cada vez siento más pudor por las lágrimas que se ventilan públicamente.

¿Es posible el poema que no provenga de la humillación destilada, del lamento destilado?

Sí, claro. También del júbilo puede venir un poema. Cualquiera que sea el origen de esa celebración. La libertad, un orgasmo, el amor, un beso, un descubrimiento, un lance, una hazaña, un cortejo, una revelación, y también puede materializarse desde cosas mínimas pero milagrosas como por ejemplo ver nacer (flores, gatos, manzanas, niños).

¿Existe tranquilidad para las y los poetas?

La tranquilidad, creo, es una aspiración humana. (“Yo lo que quiero es vivir tranquila”, decía mi abuela materna porque se la pasaba de sobresalto en sobresalto por uno de mis tíos que era tremendo). En todo caso, sí, la tranquilidad hace falta. Y a mí sobre todo la serenidad (tampoco sé muy bien si es porque soy poeta, que no sé si soy, o señora ansiosa, que puedo ser. Como ves dudo de todo, nunca estoy segura de nada). Pero aprecio la serenidad. A ratos la acaricio. Y no deja de ser una ambición para mí porque se me parece mucho a la felicidad. A veces, sí, la consigo. Los días en los que despierto con serenidad son un regalo.

¿Cuál es la relación entre la amistad y la existencia de la poesía?

Diría que en la amistad siempre puede haber un buen lector, uno de ojo crítico y corazón abierto. Uno que conozca tus vericuetos, tus flaquezas y tus inseguridades, no para usarlas en tu contra sino para leerte, descifrarte entero. Eso fue Harry Almela para mí. Mi amigo y mi mejor lector.

Es cosa extraña la amistad, ahora lo sé. Puede estar llena de vaivenes o no. Es inaudita, rara. Yo he amado amigos ‒del verbo amar de verdad‒ y ellos me han amado a mí. Pero sin que medie el deseo. Eso es tan raro. ¿No?

¿Puede un amante del poder escribir poemas que confirmen la dignidad del prójimo?

No lo sé. Creo que nunca he estado cerca del poder. Y si alguna vez pude rozarlo tangencialmente, me alejé en cuestión de días. No me gusta el poder, me da miedo. Cuando volví de trabajar en México, a finales de los ochenta, acepté ser jefa de un departamento (Publicaciones) de la Galería de Arte Nacional. Estuve exactamente nueve días y después me fui: mi madre se reía porque me le parecía a una cuña de Sears de la época: “Sea jefe por nueve días.”

Pero ¿puede un amante del poder concederle dignidad a otro? Supongo que depende del poderoso. Hay poetas con poder, amantes del poder, rendidos al poder, sustraídos al poder, y no me fío de la verdad de ninguno de sus poemas.

Nombra siete verbos, siete sustantivos y siete adjetivos que caractericen tu poesía.

Voy con los verbos. Me cuesta mucho trabajo esta respuesta, soy una avara de palabras. Y las quiero todas. Pero digamos que si pudiera tamizar lo que me es más frecuente: Amar, caer, escribir, dormir, temer, perder, morir, desear.

Los sustantivos: Tiempo, casa, boca, herida, noche, sangre, flores, manos.

Los adjetivos: Leve, tierno, inclemente, terco, afligido, azul, sola.

De Gunnar Ekelöf: «Uno tiene que saber dónde vive». ¿Dónde vive la poeta Sonia Chocrón?

Vivo en tantos lugares a la vez, mi querido Alexis, aunque no simultáneamente. Vivo en la Luna, que digamos es mi vivienda principal porque mis despistes son de lunática. Luego vivo a caballo entre el pasado y el presente. Pocas, pero muy pocas veces me mudo al futuro porque no es de fiar. Pero en concreto, vivo en mi casa, usualmente. En Caracas. Y en mi estudio frente al Ávila.

¿Qué anhelas que tus lectores encontremos cuando nos detengamos frente a tus poemas?

Nada. Cada vez anhelo menos. ¿No ser olvido? Quizás eso, nada más.


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